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9 de marzo de 2018

Madrid / Presentación de "Conversaciones con Mario Levrero", de Pablo Silva


En algo menos de dos semanas, el miércoles 21 de marzo, estaré en la presentación de Conversaciones con Mario Levrero (Ediciones Contrabando, 2017), del escritor y periodista uruguayo Pablo Silva. Será en la librería Juan Rulfo (metro Moncloa, Madrid) a las 19 h.

Además de Pablo, estarán María Tena, uruguaya sentimental, literata todoterreno y autora de cinco novelas; Constantino Bértolo, editor de El discurso vacío o Dejen todo en mis manos a su paso por Caballo de Troya y prologuista de la levreriana e involuntaria novela llamada París; y quien esto escribe, lector de Mario Levrero desde hace años. Como suele decirse: allí estaremos, allí os esperamos.

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+ info sobre Pablo Silva: reseñas de Pensión de animales y La huida inútil de Violeto Parson.

14 de febrero de 2018

El lector de Mario Levrero / CTXT

<p>Mario Levrero en una imagen de archivo.</p>
Levrero en una foto de archivo. (Eduardo Abel Giménez).
El pasado 10 de febrero salió un artículo mío sobre Mario Levrero en la revista CTXT. Lo escribí a propósito de la publicación en España de Conversaciones con Mario Levrero, del escritor y periodista Pablo Silva.

Este libro, que existe en el mercado uruguayo desde 2008, ha tardado casi diez años en llegar aquí. Por suerte, el sello valenciano Ediciones Contrabando se animó a publicarlo a finales del año pasado. En ese periodo entre 2008 y 2017, el libro ha conocido una edición argentina y una edición chilena, y en cada una de ellas ha ido aumentando la cantidad de material extra que traía en relación a la versión primigenia.

En la actualidad, la versión española contiene, entre otras golosinas, un artículo de Mario Levrero sobre los mecanismos de creación, dos entrevistas que le hizo Christian Arán meses antes de morir, un par de poemas o
una pregunta que Levrero le hizo a Onetti en 1973 para la revista Maldoror. En fin, un libro de lo más apetecible para quienes quieran adentrarse en la obra del autor de Fauna, Desplazamientos, La banda del Ciempiés, Dejen todo en mis manos, Todo el tiempo, Diario de un canalla, La ciudad, El lugar, París, Aguas salobres, etcétera, etcétera. Conversaciones con Mario Levrero también puede gustarle a quienes, simplemente, tengan interés en los procesos creativos literarios.

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EL LECTOR DE MARIO LEVRERO

Pablo Silva publica en España sus Conversaciones con Mario Levrero, en las que el autor de La novela luminosa despliega su personalísima poética 


Rubén A. Arribas

«Siempre me bastó con un lector que hubiera sintonizado con mi texto; la masa no me agrega nada». Mario Levrero nunca tuvo especial interés en publicar su obra y, menos aún, en construir algo parecido a una carrera profesional o formar parte de algún canon; de ahí que llevara una vida al margen del mundo literario, indiferente por completo a ganarse el favor de las editoriales, la crítica, el periodismo cultural, el público o el jurado de algún premio. Como queda claro tras la lectura de Conversaciones con Mario Levrero (Valencia, Contrabando, 2017), de Pablo Silva, al autor de El discurso vacío, Caza de conejos o La máquina de pensar en Gladys solo le interesaba una cosa: escribir con la mayor libertad posible.

De hecho, Levrero consideraba un estorbo la crítica o cualquier paratexto. Los prólogos –o los artículos como éste– le parecían una interferencia indeseable en esa suerte de diálogo narcisista, hipnótico y místico que debían entretejer la obra y su lector. A la crítica, por su parte, la acusaba de ser incapaz de moverse en otro plano que no fuera el intelectual y de imponer un concepto de realidad que excluía lo que sucede de la piel para dentro. En una obra como la suya, donde la percepción desempeña un papel estelar, cualquier palabra al margen del texto podía distorsionar la comunicación entre alma y alma a la que aspiraba. Su espíritu, es decir, su presencia sensorial, estaba en juego.


>> El artículo sigue en la sección «El Ministerio» de la revista CTXT

+ info sobre Pablo Silva: reseñas de Pensión de animales y La huida inútil de Violeto Parson.

13 de diciembre de 2015

Irrupciones, de Mario Levrero (parte 3)

Esta es la tercera y última entrada —o al menos la que lleva aquello de «parte 3»— sobre el libro Irrupciones (Criatura Editora, Montevideo 2013), del escritor uruguayo Mario Levrero. A las entradas 1, 2 y 2,5 se accede haciendo clic en los enlaces anteriores.

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La pelea del tiempo y el dinero

En su particular trono de las Fuerzas del Mal, además de la publicidad, Levrero guarda un sitio de honor para el interés monetario:
... todo el mundo se afana y se afana y se afana por ganar dinero y el dinero no le alcanza para cubrir todas las necesidades que cree tener, y cualquier distracción de lo que es afanarse para ganar dinero le parece una pérdida de tiempo incomprensible.
Diría que Levrero no tiene nada en contra del dinero, sino del precio que debe pagar por él, en particular en forma de tiempo y de creatividad, sus dos bienes más preciados. De hecho, su máxima aspiración no es ni ganar premios ni vivir profesionalmente de la escritura ni obtener el reconocimiento ajeno; su mayor anhelo es, como puede constatarse en Irrupciones y en varias de sus novelas, disponer de todo el tiempo a su antojo y escribir sobre aquello que sienta necesidad de escribir. En juego está no convertirse en un canalla, en alguien sin un lado espiritual, en un mero objeto. Ceder ahí es ceder en lo nuclear: en su concepto de la escritura como «acto de autoconstrucción» personal.

Levrero escribe para «rescatar fragmentos de sí mismo», y esa tarea de autoexploración le resulta tan absorbente y atractiva que quiere dedicarse de pleno a ella. En la trilogía El diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa, él lo explica —narra— mejor que nadie, así que no es cuestión de detenerme ahí, salvo para subrayar que sus textos nos muestran con frecuencia un tipo de persona bastante concreto: aquella que, como suele decirse, tiene un mundo interior tan rico que no necesita apenas contacto con los demás para ser feliz, sumido como está siempre en sus mil y un proyectos personales, casi todos quiméricos o improductivos a ojos de los demás. Cualquier gerente empresarial escribiría en su cuaderno de notas: «Levrero, un especialista en perder el tiempo».

Y perder, por supuesto, no iría en cursiva.

De hecho, diría que Levrero desarrolló una escritura acorde con sus prioridades vitales, y ahí reside parte de la potencia de su mensaje: escribe desde la necesidad de escribir; escribe sobre aquello que te dé la gana. Escribe al margen del mercado, del público, de la crítica, de la tradición literaria, del reconocimiento social, de tu familia y amigos, y de todo cuanto introduzca un mecanismo de censura en aquello que sientes que debes escribir. Eso sí, por favor, sea lo que sea: escríbelo bien, haz buena literatura (cagándote, de paso, en lo que otros —que van de serios, sesudos, chispeantes, cínicos, profunditos, sabelotodo, sensibles, etc.— consideran literatura). Ah, y si vas a intentar construir un espacio literario propio, asume lo obvio: casi nadie se interesará por lo que haces y difícilmente te dará de comer; por tanto, ¿para qué malgastar el tiempo pensando en si te leen o no? Lo importante es el movimiento de autoconstrucción.

En un mundo como el actual, una concepción así solo es sostenible —sin desdoro de la dignidad— si tu familia tiene patrimonio, te toca la lotería o encuentras un mecenas financiero. En caso contrario, la versión de la Realidad que tenemos cargada en la Matrix, donde la publicidad y la lógica económica lo moldean todo (o casi), te tiene reservado un futuro dolorosamente precario. De hecho, Levrero escribió cuando todavía la sociedad de consumo no se había convertido en la de hiperconsumo y la cultura aún desempeñaba un papel relevante; es decir: cuando todavía quedaba algún resquicio para esconderse de la avalancha. Hoy, su discurso suena a vaticinio cumplido:
No puedo creer que una sociedad entera se entregue así, se deje destruir así, de un momento a otro, sin ofrecer resistencia. Tal vez la gente no se ha dado cuenta del peligro, aunque tendría que darse cuenta de lo que hay en su mente; y lo que hay en su mente es ruido, es música machacona y trivial, es la música de los avisos [anuncios]

[...] Lo cierto es que en poco tiempo, en pocos meses, hubo una escalada de la publicidad en los lugares públicos. Me refiero a la publicidad sonora, que invade sin remedio la mente, y para la cual no hay defensas. Está presente en los medios de transporte, incluyendo los taxis, en los supermercados, en los shopping centers, en los comercios de todo tipo, en las propias calles, y se me hace difícil creer que estoy viviendo, en una situación de tal violencia. Miro espantado en todas direcciones y no encuentro a nadie que esté viviendo el mismo espanto, y esto hace que mi espanto se multiplique.
Ahí está el Kafka rioplatense, el de La ciudad, París y El lugar; el que responde, como sostiene Ignacio Echevarría en el prólogo de esa trilogía, al aforismo kafkiano de que «El mal es lo que distrae». El mal entendido como «esa conspiración de obstáculos que reiteradamente impiden a los personajes cumplir sus más sencillos propósitos».  Y si eso sucede con lo sencillo, cuánta distracción no habrá, nos dice más adelante Levrero, cuando se trata de lo complejo, es decir, de elaborar una respuesta propia ante las grandes preguntas que nos presenta la vida a diario: qué deseamos, por qué vamos a trabajar, por qué causas vamos a luchar o qué motivos tenemos para vivir.

En la era del ensordecedor runrún publicitario de respuestas prefabricadas —recomiendo ver al respecto la obra de teatro Golem—, Levrero nos ofrece un oasis de singularidad, un aliento genuino. Y casi me animaría a decir que nos da una receta sobre cómo resisitir y no perecer bajo la Gran Ola que todo lo uniforma, que cada vez nos hace más predecibles, que devora a bocados el escaso tiempo libre que el trabajo nos deja:
—Dicen —decía el hombre del bar— que la gente viaja menos en ómnibus porque no tiene plata. Yo digo que la gente viaja menos en ómnibus porque está harta de la basura que te hacen escuchar los choferes, y sobre todo de escuchar las tandas de avisos. La gente viaja menos en ómnibus porque va a pie, o toma un taxi. Las razones para que sucedan o no las cosas no son siempre económicas, como dicen los políticos. La gente también tiene sentimientos. No somos simplemente carne con ojos.
Lo reconozco: quizá todo empiece por hacerse una camiseta con la última frase y llevarla puesta siempre.


¡Perpetremos cuentos y novelas inútiles (al Sistema)!

En el «prólogo del prólogo», Felipe Polleri escribe unas líneas que suenan a manifiesto estético, a algo más que unas simples palabras a propósito de un escritor amigo:
Además, si nuestras enfermedades coincidían en un punto era en esa feroz alergia a hacer lo que nos mandaban, a obedecer, a materializar esos inconfundibles y malignos disparates que la mayoría de la gente califica de útiles e, incluso, de necesarios.
A continuación, Polleri se inflama como lo hacen los narradores de sus novelas —al menos de las que yo he leído: Los sillones marchitos, La inocencia y ¡Alemania, Alemania!—, cala la bayoneta surrealista y avanza con sus obras completas y las de Levrero —y diría que las de Leo Maslíah—  contra la trinchera del enemigo y dice:
Un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor. Debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera. Un libro de ficción debe ser percibido (y así fueron percibidos los libros de Mario durante su vida y más acá) como un insulto a lo hecho y a lo que debería hacerse para construir una patria justa y solidaria.
Un pasaje, este de Polleri, que encuentra su eco en este otro mínimo fragmento que pergeña Levrero en su irrupción n.º 73:
[Esta] es mi forma de promocionar el surrealismo en un mundo muy apegado al sentido común. Todavía no he llegado a conocer una mayor belleza que la del absurdo.
Vaya por delante que no creo en la autonomía del arte y que me da urticaria el adjetivo inútil aplicado a la literatura... Sin embargo, el fragmento de Polleri, entendido en su contexto, resulta de una vehemencia tan contagiosa que dan ganas de enrolarse en su ejército y convertirse en un saboteador más del Orden Establecido. De hecho, prefiero dejar al margen mis diferencias con las palabras y quedarme con ese sentimiento enardecedor: la obra literaria concebida como un atentado contra la lógica dominante —la económica— y contra los discursos que son útiles a su causa (el publicitario, el productivista, el del sentido común, el de la gente normal, etc.). O dicho de otro modo: si la literatura no pelea contra las convenciones imperantes, entonces es que prefiere reforzarlas.

No nos quejemos luego, digo, de que otros carguen su versión de la Realidad en la Matrix y nos enjaulen en ella.


El inconsciente y sus esferas

Por último, no puedo cerrar esta reseña sin dedicar unas líneas a la pasión levreriana por excelencia: hacer de espectador de sí mismo, observar el borboteo de su inconsciente. En ese aspecto su literatura encarna un rasgo muy rioplatense que nos resulta aún bastante ajeno en España: lo psicoanalítico. Imagino que, en parte, eso explica que su obra haya carecido aquí de la repercusión que merecía; la crítica y el público españoles, por un lado, van a terapia menos de lo que deberían y, por otro, suelen estar más interesados en indagar en las claves de representación literarias de un escritor estonio, rumano o húngaro —traducido, por supuesto— que en las de un escritor latinoamericano que habla nuestro idioma de otro modo (a las listas de libros más leídos, recomendados o comprados me remito, como hizo en su día Ignacio Echevarría).

Eso sí, tampoco les culpo: casi ninguno de nuestros políticos pone a América Latina como ejemplo de nada bueno; los únicos países que acuden a su cabeza en cuanto les acercan un micrófono o les colocan una cámara delante son Dinamarca, Finlandia, Suecia, Alemania, Francia, Estados Unidos... Pocas veces escuchamos hablar de si Colombia, Argentina, Chile, Ecuador o Uruguay hacen algo bien, algo de lo que podríamos aprender y que nos serviría para mejorar nuestro país. ¿A nadie le resulta curioso?

Pero por volver al tema —y cortar de raíz la digresión anterior—: a lo largo de Irrupciones abundan las referencias solapadas a este tipo de autoobservación típicamente levreriana. De entre todas, quizá la más bella, dada su minuciosidad, precisión y nitidez, sea la que aparece en la irrupción n.º 2, al poco de abrir el libro. Son dos párrafos que explican, si se piensa en esa clave de lectura, una manera de entender la literatura:
Una esfera vacía asciende desde el fondo del mar. Nadie sabe cómo se originó; es una esfera de apariencia metálica, perfecta, que difícilmente podría ser un producto natural aparecido en los abismos oceánicos. Es lo suficientemente resistente como para haber soportado sin deformarse las enormes presiones de los abismos y, sin embargo, cuando la intenta analizar, cede fácilmente al instrumento de la investigación. Como se ha dicho, la esfera es hueca y está vacía; se busca entonces examinar a fondo la delgada materia que la forma. Se encuentra que no es metálica, como parecía a primera vista; tiene una consistencia porosa, como el corcho, pero son poros más apretados, que no dejan pasar ningún elemento. La materia porosa es laminada y con vetas, como la madera, pero más que madera parecería tratarse de una especie de plástico.

Se piensa que la función de la esfera es ascender a la superficie, ya que está vacía y no hay en la materia que la compone nada que permita pensar en alguna clase de función, ni siquiera en ninguna clase de actividad, una vez que la esfera ha llegado a la superficie. Solo ascender, y tal vez flotar, y la respuesta es una sola: se trata de un mensaje. El mensaje es sola presencia, haciendo saber que hay algo allí en los abismos oceánicos capaz de crear una esfera tal, mensaje cuya importancia justificaría la creación de la esfera.
Ahí está Levrero de cuerpo entero, en fondo y forma, con el texto como una suerte de burbuja procedente de esas fosas Marianas que llamamos inconsciente y que, en vez de explotar por el camino, se hace fuerte en su fragilidad y consigue llegar hasta la superficie consciente. ¿Es raro, absurdo, onírico, surrealista... su contenido? Qué más da: lo importante es que la burbuja supo ascender desde las profundidades para flotar ante nosotros con total convicción, tan orgullosa de su tranquilizador contorno esférico como de su desasosegante y hasta cierto punto inexplicable contenido irracional. ¿Qué quiere contarnos lo que está dentro de la esfera? Importa poco; lo relevante es que flota, que supo ascender desde un lugar remoto y del cual no siempre llegan noticias. Por tanto, lo que debería alegrarnos es haber descubierto una napa de petróleo onírico en nuestro subsuelo; el significado es lo de menos.

El propio Levrero lo menciona a raíz de un dibujo muy simple, estilo Miró, que hizo y que presentó a varias personas:
Me preocupa cuando paso mucho tiempo consumiendo, sin producir. Pero no me preocupa el significado psicológico de nada de lo que hago, ya que todo tiene significado, y todos los significados que puedan encontrarse darían para preocuparse si uno es de los que se preocupan por esas cosas, porque nada de lo que está oculto en lo profundo del alma es, digamos, liviano.
O dicho en traducción: uno también pueden pensar que el texto de la esfera... solo habla de una esfera. Que solo existe ese plano literal. En ese caso, imagino que el lector pensará que el libro es una estafa y el autor, una porquería. Está todo en su derecho. Otra cosa es que, con menos ruido publicitario en la cabeza, quizá consiguiera vislumbrar aristas de la realidad que ahora considera un invento.

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29 de noviembre de 2015

Irrupciones (parte 2,5), Mario Levrero

Esta ha sido una semana muy complicada por diversas circunstancias, así que no he tenido tiempo de cerrar la tercera parte de esta reseña, comentario, reflexión o lo que sea sobre Irrupciones (Criatura Editora, 2013), de Mario Levrero. A cambio, voy a transcribir un pasaje que Levrero le dedica a la publicidad en la irrupción n.º 37 y que, por razones de espacio, excluí de la sección que le dediqué a ese asunto en la entrada número 2. Además, el texto va muy a tono con la última —o antepenúltima, vaya usted a saber— moda: la de los vampiros.

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Hay una novela espléndida, que en español se titula Soy leyenda. Si no recuerdo mal, su autor es Richard Matheson. Se trata de un pueblo donde, a causa de una infección, todos se transforman en vampiros, menos el protagonista. Y los vampiros vienen a buscarlo, noche a noche, para que se deje morder y se contagie, y se una alegremente a ellos. Ahora me pregunto: yo ¿soy leyenda?

Lo sé, ya lo he dicho, que a todo hombre le llega el momento de reconocerse viejo, de reconocer que ya no tiene nuevas oportunidades en el mundo; que ya ha dejado de entender y de compartir el tiempo presente, y se está remontando sin prisa y sin pausa cada vez más hacia el pasado, que forzosamente le parecerá mejor porque en ese pasado él se sentía mejor. Siempre llega un momento —como le pasó a mi abuelo cuando las cajas de fósforos dejaron de venir con aquella gomita roja, en tiempos de guerra— en que el hombre se preguntaba: «¿Y ahora? ¿Cómo vamos a vivir?».

Yo quisiera saber si ha llegado ese momento para mí; si este problema de no poder convivir con la publicidad sonora significa que he quedado fuera del presente. Quisiera saber si las nuevas generaciones nacieron vacunadas contra la sugestión de la publicidad, o si simplemente ya no importa que el hombre pueda pensar por sí mismo, y sentir por sí mismo, y saber qué desea, qué quiere, por qué va a trabajar, por qué va a luchar, por qué va a vivir.

Quisiera que alguien tuviera el coraje de decírmelo. Y que tratara de explicarme esta nueva forma de vida; a lo mejor, todavía puedo hacer un esfuerzo más, como con la computadora, y adaptarme a los tiempos que corren.

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A este fragmento, yo diría que le pega, aunque solo sea por metonimia, la canción Ciudad vampira, de Nacho Vegas.

Tarde o temprano llegará la tercera —y espero que última parte—, siempre y cuando la vida ceje en su empeño de ponerme las cosas difíciles para bloguear... Entre tanto, quien quiera más, puede leer la primera parte de este texto, la segunda o entretenerse con esto y esto otro que escribí hace algunos años.

Actualización (13/12/15): Hubo tercera y última parte.

22 de noviembre de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (parte 2)

Esta entrada sobre Irrupciones (Criatura Editora, 2013), de Mario Levrero, tuvo su primera parte la semana pasada... Y, por lo que leo al final del todo, puede que incluso tenga una tercera la que viene. ¡Paciencia!
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Un teatro donde entretenerse


En muchas de sus irrupciones, Levrero aparece como un tipo convencido de que el mundo está lleno de gente «que hace payasadas» para divertirlo. De hecho, cualquier escena cotidiana, por irrelevante que pueda parecer a ojos del lector, termina considerándola como un «glorioso espectáculo para un solo espectador consciente: yo». Y ese show puede desatarlo cualquier inanidad: un tipo que se ríe mientras habla desde su teléfono móvil, una mujer que parece que va acompañando a su madre o abuela a no sé dónde... La realidad, bien mirada, puede ser un teatro.

Levrero apuesta por conservar la capacidad de sorpresa infantil donde la mayoría de los adultos verían solo lo tedioso (o lo romántico) de lo cotidiano. Está en juego aquello de observar cualquier escena de la vida como si fuera la primera vez. Este fragmento de la conversación que tiene con su hijo Juan Ignacio puede darnos una clave de lectura al respecto:
Estábamos sentados a la mesa y Juan Ignacio, de unos ocho años, insistía con mucho tesón en que le contara una historia, o un chiste, o le planteara un acertijo, cosas que solían ser habituales en nuestros almuerzos de esa época. Como yo no tenía ganas, o había agotado mi repertorio, le respondí con impaciencia, mientras él tomaba un vaso de agua para llevarlo a los labios:

—Ignacio, ¿vos te creés que el mundo es un circo, y que está lleno de payasos para divertirte? —dije.

—Sí —respondió; luego bebió lentamente el agua que quedaba en el vaso—. Y vos sos uno de ellos —concluyó, mientras apoyaba el vaso en la mesa.
Levrero parece deslizarnos, como suele decirse, subrepticiamente, una idea conocida: los niños guardan algunas claves sobre cómo mirar este mundo y disfrutarlo con mayor plenitud. Ellos todavía conservan esa mirada fresca y repleta de posibilidades maravillosas que les permite hacer convivir en un mismo plano imaginación y realidad. Todo se ofrece ante sus sentidos con una textura diferente, con una perspectiva ajena a la lógica adulta, con una libertad insultante. Toda esa sabiduría es la que hemos perdido los adultos y, según entiendo, Levrero anhelaba para sí y para su literatura.


Levrero, el extirpador de saurios

Algo que también deja claro esta colección de 126 textos es que debió de ser complicado convivir con su autor. Como en La novela luminosa, El discurso vacío o Diario de un canalla, nos encontramos con alguien cuya hipersensibilidad —por intentar resumirlo en una palabra— lo condiciona en su vida social. Así, por ejemplo, es imposible olvidar las 7 entregas que le dedicó a un agujero que se hizo en un jersey de color celeste y la subsiguiente odisea comercial que eso desató en pos de uno nuevo. ¿Que por qué tanto lío? Entre otras razones porque Levrero dice padecer una enfermedad relacionada con la electricidad estática y la lana, algo que le vuelve incómodo casi cada jersey que se prueba.

En serio: es más sencillo atracar un banco a cara descubierta y con una cucharilla de café en la mano que acompañar a este buen hombre a comprarse ropa.

Eso sí, la aventura, además de dar esas vueltas y revueltas hipersensibles, también tiene tiempo para entregarse a reflexiones serias. Al final, la prenda elegida como sustituta es un jersey que, por las indicaciones que da, tiene toda la pinta de ser de la marca Lacoste. Sin embargo, para disgusto de su esposa, Levrero llega a casa y se pone a rasquetear «el saurio con la uña». Ella, horrorizada, le dice que «está loco» y que «ese dibujito» es «una marca prestigiosa, un símbolo de distinción». A lo que él le contesta que si algún día ella lo ve «comprando algún objeto» para prestigiarse «con su marca», que, por favor,  le pegue «un tiro, porque para qué seguir viviendo así».

Y antes de emprender la cirugía final armado con un cúter, añade lo siguiente:
También le dije que a los jugadores de fútbol les pagan por llevar propaganda en la ropa, y a mí no solo no me pagaban nada sino que me habían cobrado bastante por el buzo, y que qué clase de estúpido le parecía que era yo para andar haciéndole propaganda gratis a nadie. Mientras hablaba seguía rasqueteando el dibujo con la uña; probablemente todavía se adivinara que se trataba de un saurio porque la marca es conocida, pero visto objetivamente a cualquiera le habría parecido más bien un loro con las plumas alborotadas.
En algunos actos de Levrero hay más política y toma de posición frente al discurso dominante que en muchos palabreríos inflamados, previsibles y vacuos que otros nos endilgan por ahí. Descoser las marcas de la ropa o las zapatillas que llevamos podría ser un acción notable a la hora de descosernos nosotros mismos de la sociedad de hiperconsumo en la que vivimos.


Tres párrafos sobre las ideologías

Levrero apenas le dedicó espacio a la política en sus irrupciones. Salvo por alguna referencia tangencial a Ángel Rama —con cuya aproximación a la literatura discrepa—, juraría que estos tres párrafos de la irrupción n.º 42 son los únicos en la materia. Además, aclaran dónde se coloca Levrero a la hora de construir su literatura:
Siempre me pregunté dónde estaría la fuerza de las ideologías (y llamo ideología a toda forma de la ideología), para convencer a la gente de tantas cosas absurdas y obligarla hasta a dar la vida por ellas. Y nunca había encontrado respuesta hasta que me di cuenta de que esta clase de preguntas solo puedo contestarlas mirando hacia mí mismo.

En algún tiempo yo también profesé algunas de estas colecciones de ideas ajenas, y también yo traté de imponerlas a los demás. Me miro a mí mismo en aquellos tiempos y pienso: ¿por qué lo hacía?

Con este método es muy fácil encontrar una respuesta: lo hacía, descubro, porque para poder vivir en el mundo me parecía más fácil arreglar el mundo que arreglarme a mí mismo.
No estoy muy al cabo del asunto, lo advierto de antemano, pero juraría que una posible evolución levreriana fue de militante de las juventudes comunistas a existencialista kafkiano y, de ahí, a idólatra del psicoanálisis junguiano, las novelas policiales y la parapsicología. Todo salpicado por algunos episodios donde tiene sus más y sus menos con Onetti y su alargada sombra. Ya digo: no estoy muy al cabo de los pormenores... Pero todo sea por escribir y no callar, y hasta quizá por alumbrar los párrafos anteriores, y quizá incluso los venideros.


La publicidad: ese oscuro organizador de nuestra esclavitud

No todas las funciones que daban en el teatro mental levreriano eran divertidas. Había unas cuantas que le hacían percibir la sociedad como un entorno hostil. En varios de sus textos transmite la sensación de sentirse rodeado por un ambiente que tiende a uniformizarlo todo y que sospecha de «aquello que sale fuera de lo regular y previsible». Y él, cuyas actitud y expectativas vitales rompían con muchas convenciones sociales, debió de pasar más de un mal rato.

También se muestra susceptible a algo que, por desgracia, es moneda corriente hoy: la publicidad invasiva. De hecho, carga con tanto furor contra ella que parece reservarle uno de los asientos más distinguidos en el trono del Eje del Mal. En una de las irrupciones sostiene que en cada persona habita un niño imbécil y que, precisamente, es a ese imbécil a quien va dirigida la publicidad. En otro par de artículos se queja del uso de técnicas de propaganda hitlerianas para bombardear a las personas en cualquier momento, situación o lugar. Con todo, el culmen lo alcanza cuando relaciona la publicidad con lo tanático y el psicoanálisis:
El problema de la muerte es el problema del yo. Por eso, quizás, como cada vez se quiere poner mayor distancia con la idea de la muerte, y nos quieren prolongar la juventud y que luego desaparezcamos limpiamente sin que los demás se enteren demasiado de los detalles... por eso tal vez aceptamos ser masificados por la publicidad, por los líderes, por las infinitas formas del trance y del olvido de la vida que nos ofrecen, cada día más, esos oscuros organizadores de nuestra esclavitud.
Antes de ponerse así de existencial, Levrero, como era de esperar en él, venía hablando de Charlie Brown y de Snoopy, a quien se le había ocurrido decir en algún cómic: «¡Soy demasiado yo para morir!». Y eso, claro está, había disparado la reflexión levreriana. En cualquier caso, a partir de ahora, cada vez que alguien se presente ante mí como especialista en marketing, publicidad o algo similar, pensaré lo mismo que Levrero: ¡ah, un oscuro organizador de nuestra esclavitud!

*

Si los hados me son favorables, es probable que haya una tercera entrada... Otra cosa es que pueda ser la semana que viene. Ya se verá. Paso a paso. Entre tanto, quien quiera más, puede leer la primera parte de este texto o entretenerse con estocon esto otro.

Actualización (13/12/15). Al final, hubo dos entradas más: la 2,5 y la 3 (más la previa, claro).

15 de noviembre de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (parte 1)

Irrupciones (Criatura Editora, 2013) reúne 126 textos de Mario Levrero que aparecieron en la revista Posdata y luego en el suplemento Insomnia de esa misma publicación. Hablar de que son columnas periodísticas sería exagerado: la mayoría son cualquier otra cosa —cuentos, sueños, autobiografía, poemas, dibujos...— antes que un texto periodístico al uso. Bien mirado, este libro podría haber sido hoy algo así como el blog literario de Mario Levrero.

De hecho, el propio autor señala en el prólogo que pensó el conjunto de artículos como «un hipertexto» que funcionara a modo de mapa integral de su «propio ser». Sin embargo, en algún momento se dio cuenta de que esa idea requería demasiado trabajo y lo obligaba a la ingrata tarea de pasar muchas horas leyendo en la pantalla del ordenador, así que se conformó con que estas irrupciones pudieran ser leídas como «un holograma» donde se apreciara el hilo común que las une: él y su particular manera de percibir la realidad.

Lo que para otros narradores y narradoras es un modo habitual, placentero y hasta deseable —a colaborar en los medios, me refiero— de pagarse el alquiler, a Levrero le representó una tortura. Su amigo Felipe Polleri lo explica así en su agudo «prólogo del prólogo»
A Mario y a mí el trabajo, la simple palabra trabajo (poco dinero a cambio de mucho tiempo) nos daba horror. Habíamos elegido por vocación, o vaya uno a saber por qué, dedicarnos a escribir y a no ganar un peso. Cumplimos. Él mejor que yo.  [...]
A Levrero no le sobraba el dinero; sin embargo, entre disponer de su tiempo para crear o ganar unos pesos para vivir algo más holgadamente, eligió lo primero siempre que pudo. Según se desprende de estas irrupciones, consideraba que estaba en juego algo que lo asustaba y le repelía mucho: convertirse en un «escritor profesional», es decir, en aquel que escribe por «necesidad de ganar dinero». En esa categoría, él colocaba desde la obra entera de Stephen King y de cualquier bestsellerista a las de Gabriel García Márquez, exceptuando Cien años de soledad y Crónica de una muerte anunciada (que consideraba dos obras maestras). Para Levrero, el dinero —su avidez— condicionaba la creatividad y le quitaba más tiempo del que en apariencia podía darle.

De ahí que prefiriese ser lo que denominaba un «escritor aficionado», esto es, aquel que «escribe por necesidad de escribir». O dicho de otro modo: aquel que escribe lo que le dicta su cuerpo —su inconsciente— que debe escribir, no lo que le sugiere una editorial, lo que le gusta al mercado, lo que le piden los lectores o lo que le encarga un medio de comunicación. Y ese ideal lo representaba Kafka. Visto así, resulta más sencillo entender por qué vivía como una tortura algo que otros hubieran disfrutado enormemente.

La interrupción de las irrupciones

De hecho, esa fue la razón por la que Levrero cortó la colaboración con la revista en junio de 1998, después de dos años de relación regular. Pese a reconocer que la editora le había dado libertad total —hay un cuento sobre un agujero en un jersey de color celeste que publicó ¡en 7 entregas!—, en su texto de despedida aseguraba que, de manera indirecta y paulatina, se había profesionalizado y que temía «no encontrar un camino de retorno a la escritura amateur». Asimismo, reconocía que el público lector actuaba sobre él como una fuerza coercitiva de la que no sabía librarse y que lo obligaba a «acceder a una inspiración condicionada».

Huye, por así decirlo, de la autocensura creativa:
... no puedo seguir soslayando esa necesidad imperiosa de escribir sin límites —límites que, desde luego, están en mí ya que nadie jamás me controló ni los temas ni las formas de expresión. Lo peor del caso es que esas miradas de los lectores que siento en la nuca son miradas bondadosas. Pero también la mirada bondadosa condiciona, y no encontré la forma de seguir publicando estas Irrupciones sin sacrificar otras irrupciones que reclaman un lugar.
Por aquel entonces debió de haber detectado, me imagino, los primeros síntomas de lo que después sería La novela luminosa (obra póstuma que apareció en 2005). Congruente con su firme voluntad de permanecer como escritor aficionado, y tras 112 entregas irruptivas, rompió con lo que sintió como un vampiro temporal y creativo. Eso sí, no menos fiel a su estilo y personalidad algo neurótica, tiempo después retomó la colaboración con la revista y empezó así su primer texto:
Hace un par de años suspendí esta columna con idea de ponerme a escribir algo que parecía estar queriendo manifestarse desde adentro y que no podía sujetarse a cosas tales como plazos de entrega o esa «mirada de los lectores» que me parecía sentir en la nuca.

Pero no escribí nada.
Como suele decirse: genio y figura.

Además, para cerrar esta irrupción, echó mano de su escritor aficionado favorito, Kafka, en quien encontró la excusa perfecta para explicar su actitud vital y, de un modo solapado, la importancia que le concedía a todo cuanto viniera del inconsciente, en particular a los sueños:
[...]  tal vez por ese terror primitivo o por otras causas (como un aristocrático desprecio hacia los predadores y los invasores, o una especie de soberbia que se disfraza de humildad), tengo por norma (fantástica, desde luego, ya que cumplirla es imposible) hacer que mi paso por el mundo no se note, no deje huellas; vivo en mi casa como en una casa ajena, y trato de dejar las cosas en el mismo estado en que las encontré; uso suelas de goma, para que el ruido de mis pasos en la calle no altere el sueño de las niñas que duermen la siesta; jamás llamo por teléfono, si no es en respuesta a un llamado que me hayan hecho pidiendo que llame y, como verás, jamás titulo los mails porque siempre soy el que responde (el seducido, jamás el seductor). Mi héroe es Kafka: de visita en la casa de un amigo, al bajar por una escalera produjo un crujido y despertó de la siesta al padre del amigo. Kafka le habló suavemente: «Considéreme un sueño», le dijo.

El escritor que prefería soñar a opinar

A la luz de estas 430 páginas, vemos también a un Levrero que rompe con la figura del escritor como intelectual. De hecho, prefiere comentar cualquier detalle —por banal que sea— que le permita explorar su singular manera de percibir la realidad antes que dedicar unas líneas a comentar un libro ajeno, opinar sobre la actualidad política, relatar un viaje a otra ciudad, comentar una visita a un museo, hablar de música, etc. (Hay algunas excepciones a lo anterior, pero son eso: excepciones). Es más: se declara un fan de la novela negra —incluidas las muy malas— y le interesa más la parapsicología que la historia, la sociología o la crítica literaria. Es como si se tomara muy en serio lo de no hacer de escritor, sino serlo.

A él lo que le interesa es aquello que le permita incursionar en la nebulosa asociada a los fenómenos psíquicos y la imaginación. De ahí que encontremos todo tipo de consideraciones sobre hormigas, palomas, gorriones o arañas. También enmarañadas reflexiones sobre la «gripe zen», las almohadas que dan mucho calor a la hora de dormir, la presencia de hongos alucinógenos en los libros, cómo saber si ha pasado un año por la posición de la Tierra o cómo están escritos algunos carteles. Y, por supuesto, leemos sueños descritos con su habitual minuciosidad y nitidez, amén de abundantes referencias —más y menos solapadas— a la alquimia de los procesos creativos (otro de sus focos de interés).

Irrupciones certifica lo que los lectores ya habíamos experimentado con anterioridad en las novelas y cuentos: existe lo que podríamos llamar un mundo levreriano, esto es, una manera singular de hacer habitar la imaginación en nuestra realidad cotidiana. A las hormigas o palomas, ya digo, pongo por testigos.
*

Quizá la semana que viene esta entrada continúe en otra... O quizá no. Vaya usted a saber. El caso que tengo más notas en el disco duro; faltará ver si el tiempo y las neuronas se alían conmigo para perpetrar una digna segunda parte. Entre tanto, en el blog se pude leer más sobre Levrero
acá; y en la revista Teína, acullá.

Actualización (13/15/15): Al final, esta entrada fue cuádruple; hubo esta primera parte, una segunda, la 2,5 y, por fin, la tercera

31 de enero de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (fragmento + historia)

Tengo debilidad por Mario Levrero, un escritor uruguayo al que leí por primera vez cuando vivía en la Argentina, allá por el 2006. Entré en su obra por Espacios libres, un libro que juraría que compré en Parque Rivadavia, y salí eyectado —como dicen allá— a las 20 o 30 páginas: no hubo conexión. Ni siquiera recuerdo de qué iba. De hecho, terminé regalándolo... Y ahora lamento que no cruzase conmigo el charco de vuelta.

Eso sí, ese lamento cada vez es más tenue: Literatura Random House está publicando libros de Levrero en España a buen ritmo, así que tarde o temprano le llegará su turno a Espacios libres. Y si la multinacional no lo hace, confío en que alguna pequeña editorial, como Libros del Zorro Rojo, que publicó una fantástica versión ilustrada de Caza de conejos, se anime y lo haga. Dada la alta calidad de la obra de Mario Levrero, es solo una cuestión de tiempo que esta ocupe un lugar más visible y relevante en la literatura escrita en español. Una cuestión, digo, de que esta manera tan peculiar y diferente de escribir a las que se estilan aquí siga construyendo sus lectoras y lectores.

Quede cerrada aquí la digresión sobre el futuro editorial de Levrero. Vuelvo sobre el hilo de cómo llegué a él.

Me había quedado en mi desencuentro con Espacios libres. Sigo. Luego, más adelante, una amiga me regaló El discurso vacío, que lo acaba de publicar Interzona, y ahí sí, ahí se produjo la combustión. Ese libro significó que, en un viaje que hice en 2008 a Montevideo, tuviera en mente conseguir 2 o 3 libros levrerianos y probar así si la cosa podía terminar en romance. En una librería que tenía un caja registradora de hacía no menos de 50 años y donde no aceptaban como forma de pago esa modernez de la tarjeta bancaria, conseguí La máquina de pensar en Gladys, Dejen todo en mis manos y El portero y el otro, los tres publicados por la editorial Arca.

Tengo un vago recuerdo de que, a pesar de estar en la capital de Uruguay, me resultó algo complicado encontrar libros de Levrero... Pero puede ser también, como decía antes, mi edad o que, como buen turista, no supiese dónde buscar. De lo que sí me acuerdo con toda nitidez es de que la edición de los libros era infame. Es más: junto con uno de Felisberto Hernández que también compré, esos tres libros de Arca son de los libros más feamente y con menos mimo editados que guardo en la biblioteca. De hecho, son feotes que dan pocas ganas de leerlos. 

Por eso, cuando estuve este año otra vez en Montevideo, me dio una alegría tremenda toparme con los dos libros que Criatura Editores ha publicado de Mario Levrero: una colección de cuentos, Nuestro iglú en el Ártico, y una colección de artículos periodísticos, Irrupciones. De momento, solo tengo el segundo; pero, vamos, intuyo que lo que digo de este podrá decirse también del primero y de cualquier otro libro de la editorial: un gustazo tenerlo entre las manos. En serio: hacía tiempo que no disfrutaba tanto de pasar las hojas, subrayar a lápiz, anotar en los márgenes... y, por supuesto, de leer (recuérdese que soy miope). La justicia poética con Levrero parece estar en marcha.

No tengo más títulos de esta editorial uruguaya, por lo que no me he formado una opinión sobre ella. En cualquier caso, sospecho que merece la pena indagar en su catálogo, así que en el próximo viaje invertiré algún dinerillo en traerme algo más de su cosecha, aunque solo sea ese iglú levreriano en el Ártico. Entre tanto, transcribo un fragmento del primer artículo de los 126 que componen Irrupciones. Un fragmento, todo sea dicho, donde se puede apreciar la clásica prosa nítida y minuciosa de Levrero trabajando sobre un objeto cotidiano hasta construir una gran metáfora existencial. Una joya, digo.


*

Cuando se llega a determinado punto de la vida, pienso que toda persona se encuentra, desde luego que sin imaginárselo, con una evidencia de que el mundo se ha terminado. Hay algo que aparece y que dice, más o menos: «Todo está perdido. Ya nada será igual. Has vivido en vano», todo lo cual, bien mirado, es cierto —aunque no necesariamente dramático—. Todo depende de la idea de la propia importancia que haya tenido hasta ese momento la persona. Pero siempre es una experiencia dura.
Hay quienes sintieron eso que trato de decir cuando se enteraron de la caída del Muro de Berlín. La experiencia de mi abuelo fue menos espectacular, aunque no por ello menos atroz. Eran tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Las cajas de fósforos eran cuadradas y chatas, con una vistosa envoltura rígida de cartón, y en su interior tenían la caja propiamente dicha, que contenía fósforos de cabeza roja con un cabito de papel encerado de color marrón, una especie de rollito que resultaba muy placentero desenrollar. Ahora bien: esa caja propiamente dicha estaba ligada a la envoltura vistosa mediante una gomita, o banda elástica, de color rojo. La gomita permitía tirar de la caja interior, haciendo uso de una saliente en forma de uña, sin riesgo de que uno tirara demasiado fuerte y la caja se soltara de la envoltura; se podía hacer, pero había que hacerlo con intención. Esa gomita permitía, además, que la caja se metiera sola en la envoltura una vez que uno había retirado el fósforo.

Una mañana, mi abuelo inauguró una caja de fósforos nueva y descubrió que no traía la gomita roja. Se dio cuenta de que no era un defecto de fábrica; muchas cosas habían bajado de calidad, según se decía por causa de la guerra, como por ejemplo los suplementos de historietas de los diarios, que dejaron de venir en colores. Quedó desconcertado, estupefacto, desconsolado.

—¿Y ahora? —dijo, mirándose las manos, cada una con una parte de la caja de fósforos, la envoltura en la izquierda, la caja propiamente dicha en la derecha—. ¿Cómo vamos a hacer?

Vivió unos cuantos años más, pero ya no fue el mismo. Aquel desánimo, aquella perplejidad, son de esa clase de cosas que no tienen retorno.

*


Irrupciones, Mario Levrero.
Criatura Editora (Montevideo, 2013).

Aquí se pueden ojear las primeras páginas del libro (de hecho, podría haberlo mirado antes de transcribir a manopla el pasaje...).

+ Levrero en el blog: acá.
+ Levrero en Teína: acullá.

PD sobre el fragmento. Si una caja de fósforos es capaz de encerrar una metáfora sutil sobre el afecto que profesamos por lo que nos proporciona sensación de cotidianidad, ¿qué decir cuando esa caja de cerillas es la humilde casa donde vives, y un banco o un fondo buitre te deshaucia de ella? Ante la duda, puede consultarse con Andrés, con Wilson o con los vecinos de Carabanchel Alto.

20 de enero de 2010

Historia sin retorno n.º 2, Mario Levrero

Hoy he decido aplicar lo que llamo la Estrategia Levrero, que formulé después de leer La novela luminosa. Consiste en que cuando estás de trabajo hasta las cejas, suena el teléfono, te llegan correos electrónicos que quieren canibalizar tu tiempo, alguien te llama por el videoportero para dejar cartas del banco en el buzón, etcétera y etcétera, y tú sientes que tu vida le pertenece a los demás más que a ti, es el momento de cerrar la puerta de la habitación y ponerte a hacer las cosas más inútiles y económicamente antiproductivas que se te ocurran. Jugar al Pack Man, por ejemplo. O al viejo Punch Out. Reprogramar tus futbolistas en el Striker. También, por qué no, escribir una entrada en el blog.

Y en eso estoy, café en mano. Intentando recordar que mi vida es mía. Cuando no tenía trabajo me sentía desgraciado por no tenerlo y, ahora que lo tengo, como me avisaba algún amigo, empiezo a llorar por las obligaciones contraídas. Las complicaciones de ser humano, qué va a ser.

Todo esto viene porque quería transcribir un cuento de Levrero. La semana pasada, un alumno, Miguel Ángel, envió al taller un cuento sobre un perro que terminaba ahogado en un río. Eso, junto a la obligación laboral, me llevó a leer la La dama del perrito, de Chéjov. De ahí salté a una canción de Nacho Vegas, En la sed mortal, donde hay un pasaje donde dice «Incluso los perros se sienten tristes después de eyacular». Y, como cuando uno empieza con las asociaciones no termina nunca, antes de ayer comencé a releer La máquina de pensar en Gladys, un libro de cuentos de Mario Levrero, y acabé, cómo no, en uno con perro, «Historia sin retorno n.º 2».

Ahora que lo he transcrito, me he acordado de que también hay un perro importante en El discurso vacío, si la memoria no me falla, y de que mi amiga Elena está feliz porque está cuidando el perro de no sé qué familiar suyo, y... Y, bueno, detengo aquí la maquinaria de las asociaciones, que si no puede que al final ladre y todo. Aunque, bien mirado, quizá en eso consista lo que llamo la Estrategia Levrero: ladrar ante la avalancha laboral, a ver si se la acojono y sale corriendo. (Remedio inútil donde los haya, por cierto).

PD 01: Estamos en vías de solucionar los problemas que tuvimos con Teína; así que, en breve, volverán a funcionar una parte de los enlaces de este blog.

PD 02: En buena lid debería decir también que la confluencia Levrero-perro estuvo alimentada por un hecho insoslayable: me trajeron desde Uruguay el póstumo Todo el tiempo y Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo. Porque, por increíble que parezca, el libro de Nick Carter está publicado en Mondadori Uruguay, pero no en Mondadori España (que tampoco sabe cuándo publicará aquella antología de cuentos prometida hace un tiempo). En fin, paro aquí, que si no tendré que salir a atracar farmacias para sobrevivir, en vez de trabajar de lo mío.

*

Historia sin retorno n.º 2

Un perro, Campéon. Vivía solo con él y llegó a incomodarme. Lo llevé al bosque, lo dejé atado con una piola que pudiera romper con un poco de perseverancia y volví a casa.

En un par de días lo tuve rascando la puerta; lo dejé entrar.

Se me hizo intolerable; lo llevé a un bosque más lejano y lo até a un árbol con una piola más gruesa (sabía que el defecto no estaba en la piola sino en la fidelidad del animal; quizás tenía la secreta esperanza que esta vez no pudiera liberarse y muriera de hambre).

Volvió algunos días después.

Entonces supe que el perro volvería siempre. No me atrevía a matarlo por temor a los remordimientos; y pensé que aunque lograra efectivamente perderlo, en un bosque más lejano aún, viviría con el temor constante de su regreso; atormentaría mis noches y enturbiaría mis alegrías; me ataría más su ausencia que su presencia.

Entonces dudé apenas un instante ante la majestad del bosque compacto que se alzaba antes mis ojos —unmbrío, imponente desconocido—; resueltamente, comencé a internarme, y seguí internándome hasta que, finalmente, me perdí.

*

Cuento extraído de La máquina de pensar en Gladys, Mario Levrero.
El libro es de 1970. Mi edición, de la editorial Arca (Montevideo, 1998).

27 de noviembre de 2009

Martín Rejtman, Bértolo y Levrero

Velcro y yo, Martín Rejtman. No hay sesudísimas ideas para intelectuales, ni alardes verbales o diabluras estilísticas para los devotos del lirismo, tampoco planteos minimalistas a lo Carver... Y, sin embargo, los seis relatos de este libro son alimento fresco para la inteligencia. Este director de cine más que cuentos rueda cortos textuales con sabor a Nuevo Cine Argentino. Lo suyo son los personajes con vidas desflecadas, una lógica imprevisible para elegir qué narra y un sentido del humor típico del judío porteño (algo así como un Woody Allen de Buenos Aires). ¿Es verosímil que una chica pierda a su novio en un Mac Donald’s, haga guardia frente al baño donde lo vio por última vez y termine haciéndose amiga del primer vegetariano que se cruza en su camino? Retjman lo consigue.

Editorial Lengua de Trapo > Entrevista con Martín Rejtman


Libro de guerras, revueltas y revoluciones, Constantino Bértolo. Este libro de libros muestra «un panorama histórico del movimiento emancipador» a través de la literatura. Empieza en la rebelión de Lucifer y llega hasta la revuelta de los antiglobalización, y entre medias recorre las revoluciones inglesa, francesa, mexicana o soviética. Para ello, el autor toma fragmentos ad hoc de escritores como Mark Twain, Stefan Zweig o Sofía Casanova y los ilustra con cuadros alusivos de Haydon, Jacques-Louis David y Brodski. El resultado es un libro coral que invita a continuar el diálogo histórico-pictórico-literario en otros libros. También una propuesta para dejar de ser, como diría Espartaco, «esclavos satisfechos», y volver a politizar una sociedad que camina hacia el vaciamiento ideológico que propone la industria del entretenimiento.

451 Editores > Entrevista a Constantino Bértolo


Trilogía involuntaria, Mario Levrero. Dos oraciones sintetizan las tres novelas —La ciudad, 1966; El lugar, 1969, y París, 1970— con que este escritor uruguayo comenzó su carrera literaria. Las dos están en París. Una dice «No puedo continuar por ningún camino en línea recta —pienso—. Siempre me desvío sin llegar a ninguna parte. Nunca he de llegar a ninguna parte». Y la otra, «Muchas cosas para averiguar, para unir, para formar con ellas un mundo coherente». Es decir: hay que ver qué quilombo que es todo. He ahí ultracondensado el universo levreriano, un mundo donde uno sale de casa para ir al supermercado, no lo encuentra, llega a la carretera, sube a un camión y viaja sin rumbo definido por un territorio onírico, donde mundo interior y exterior son una misma realidad. Ideal para quienes buscan experiencias lisérgicas a través de la literatura.

DeBolsillo > Más Mario Levrero > El discurso vacío


PD: Los enlaces que apuntan a Teína están temporalmente rotos. Cuando terminemos el cambio de servidor y algunos arreglos que estamos haciendo, volverán a funcionar. Paciencia, que Hacienda no espera.

28 de agosto de 2009

El 31 Mario Levrero canta Strawberry fields...

Vía la señora Ginebra me ha llegado este cartel, que juraría habérselo visto también a Nico Varlotta en el Facebook. Hagan clic en la imagen y lean la reseña perfecta —como no podía ser de otro modo— de Juan Ignacio Fernández Hoppe sobre Todo el tiempo, libro póstumo de Mario Levrero. Anexa va una invitación al acto de presentación (31 de agosto).

Desde aquí mi envidia para todos los que asistan. Por cierto, si alguien ve a Leo Maslíah, díganle que hay un gallego en Gallegolandia leyendo Líneas, su novela rap, y que le encanta, como casi todo lo que hace él... Eso sí, díganle también que la próxima vez que venga a tocar acá que avise con tiempo, che, que la última nos enteramos cuando ya había regresado a Uruguay.

PD para editores: ¿Algún día alguien publicará algo de Maslíah en España? No entiendo que hasta mis padres conozcan acá Les Luthiers y que nadie nos traiga a un autor y músico el doble de descacharrante y crítico con el Sistema que los anteriores. ¿Será que unos son argentinos y el otro, uruguayo? ¿Será porque Maslíah tiene cara de Moncho Borrajo? No sé, no sé...

PD para ávidos de más Levrero: aquí y aquí.

30 de diciembre de 2008

Michel Carrouges (II)

Sigo aquí, a lo mío: leer en cuanto puedo a Michel Carrouges y el capítulo 4, dedicado a la escritura automática. Mira que no me caen bien los verborrágicos intelectuales franceses, pero este señor me está ayudando a despedir el año por todo lo alto. Qué profundidad en lo que dice, qué manera de correlacionar datos, qué manera entusiasta de escribir (cuando se centra y no sermonea, claro). Avanzo despacio por André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, además de por las fechas en las que estamos, porque saboreo dos y tres veces algunos párrafos que casi no puedo dar crédito a que los haya escrito alguien que nació en 1910: son de una modernidad pasmosa. De hecho, aquí estoy, transcribiendo cuatro de ellos —ver más abajo— mientras pienso, ay, ay, ay, si llega a caer este libro en manos de Mario Levrero.

No es que lo dudara, pero este libro me está dejando clarísimo que el escritor uruguayo era surrealista. No importa si él lo sabía o no, si se reconocía como tal o no: lo era; todo lo que cuenta Carrouges aquí demuestra que Levrero entendió y practicó la esencia de este movimiento hasta el fondo. Y sin vivir en París, como tanto escritor latinoamericano del Boom del 62.

En general, nos ha llegado una imagen distorsionada de los surrealistas; siempre nos los muestran como una banda de artistas gamberros a los que les encantaba delirar y hacer marcianadas. Poco más. Este libro, como uno de Hugo Ball que tengo en alguna caja vaya usted a saber dónde, habla permanente de cualquier cosa menos de practicar la frivolidad. Carrouges pone el acento en el aspecto espiritual, en la escritura como herramienta para explorar el inconsciente y en buscar las fuentes del psiquismo. Eso es Levrero cien por cien. Lo que cuenta este escritor francés sobre la escritura automática es Levrero explicando cómo conectarse con el ser interior y escribir sobre lo que uno ve, no sobre lo que uno piensa.

Para muestra, un botón; he aquí una cita de Carrouges rescatando otra de André Breton haciendo lo propio con el poeta Pierre Reverdy:
La imagen es una creación pura del espíritu.
Más levreriana no puede ser. En fin, no sé qué pasa en este país desde que he vuelto de la Argentina... Pero hay que ver qué librazos están publicando. Si alguien no encuentra textos interesantes, quizá es que lo esté absorbiendo el torbellino mediático de las multinacionales. Alcanza con dar un paso al costado y cualquier lector exigente encuentra material en abundancia con que olvidarse de tanta crisis.

Bueno, paro ya, que me voy por las ramas. A lo que venía; aquí van estos cuatro párrafos que he releído varias veces hoy (entre medias va una cita de Breton).
Las palabras son la arcilla de nuestra vida mental, incluso inconsciente. Antes de ser escritas sobre el papel, antes también de tomar forma en nuestros labios, se agitan ya en las corrientes de las profundidades. Incansablemente las almacena la memoria cada día; y allí permanecerían inertes, como un océano petrificado, si las fuerzas del instinto y la imaginación no las polarizaran, y no las animasen de un incesante movimiento, como un mar cuyo flujo y reflujo se afana en azotar las costas. Por eso los poetas de ayer y de hoy aguardan en su campos vallados que la ola ascendiera hasta ellos, con pulso irregular, desde los deltas y los estuarios de la inspiración; mientras que los surrealistas se acercan a la orilla y se sumergen sin titubear en el océano del automatismo, para escuchar el gran rumor interminable, el oráculo incesante de las olas.

Para ellos, ni siquiera se trata ya de registrar lo que ha dado en llamarse «corriente de la conciencia», es decir: esa confusa verborrea que nace del diálogo espontáneo que en cada hombre mantienen sus más vulgares preocupaciones cotidianas y sus instintos más primarios, un flujo comparable al ruido de los arroyos en los campos o al del rumor del tráfico en la ciudad. Los surrealistas aspiran a ir mucho más allá, hacia los vastos mares interiores.

«Una vez más, todo lo que sabemos es que estamos dotados de palabra, y que a través de ella, algo grande y oscuro tiende imperiosamente a expresarse a través de nosotros; que cada uno de nosotros ha sido elegido y designado en sí mismo entre otros miles para formular lo que, en vida, ha de ser formulado. Es una orden que hemos elegido de una vez y para siempre, y que nunca hemos tenido la frivolidad de discutir, como si estuviéramos destinados a ella desde toda la eternidad». (Point, André Breton, página 56).

Lejos de ser una monólogo, la escritura automática es, muy por el contrario, un diálogo entre el hombre consciente y la parte misteriosamente perdida de sí mismo que, sin embargo, está en secreta comunicación con todo el universo. El poeta es un médium, designado por no se sabe qué oscuro poder para ser el auto revelador del destino del hombre, en lo que tiene de más enigmático.

Y dejo de copiar aquí, antes de que los de Gens me denuncien o me pidan dinero por transcribir pasajes de este libro que, en mi opinión, se convertirá en un título de referencia en su catálogo.

PD: Oh, Carrouges, aquí me tienes, genuflexo ante tus páginas. Lo tuyo y La novela luminosa, de Mario Levrero, lo mejor que he leído este año.

Amén.

*

André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, Michel Carrouges.
Traducción de Ángel Zapata.
Gens ediciones, Madrid 2008.

Más Michel Carrouges desplumado: por aquí.

21 de noviembre de 2008

Mario Levrero :: la mesa

Ya conseguí un par de fotos de la presentación, para el blog, que sé que la hinchada uruguaya quiere comprobar que es cierto que hubo apóstoles reunidos en nombre de Levrero en un templo cultural llamado Casa de América (sí, damas y caballeros, no todo iban a ser conferencias o presentaciones de Vargas Llosa o Carlos Fuentes; no, no: ¡también hay lugarcito en la plaza de Cibeles para los olvidados como Mario Levrero!). En fin, que aquí nos tenéis; de izquierda a derecha: Ignacio Echevarría, la familia Levrero —Alicia, Juan Ignacio y Nicolás—, quien esto escribe y María Casas. De pie, se ve primero la Trilogía involuntaria y luego, La novela luminosa.

Algún día digeriré la sobredosis de instantáneas de vida que nos regalaron Alicia, Juan Ignacio y Nicolás (yo sólo conozco a Levrero por sus libros, por las muchas horas pasadas disfrutando sus textos), y entonces quizá pueda contar algo más elaborado. Por ahora, me quedo con el entusiasmo lector de Nicolás y de Juan Ignacio con la obra de Jorge (como ellos llaman a Levrero, claro), auténticos fans de sus novelas y de sus cuentos. Y también con una anécdota que me contaron y que, en mi opinión, lo pinta de cuerpo entero al homenajeado:

Por lo visto, un día Levrero fue al psicoanalista y le dijo a este algo así como Haga usted conmigo lo que quiera, pero no me quite la neurosis: la necesito para escribir.

Suena divertido, lo sé... Pero me hizo recordar una frase de Jung en Lo inconsciente:
No hay medio mejor que una neurosis para tiranizar a toda una casa.
Digo: tras las risas, me hizo pensar mucho sobre cuáles son los costes de esas vocaciones artísticas llevadas hasta el extremo. Intuyo que por eso le dije a Alicia que la admiraba por tener tanta paciencia con alguien que se parece demasiado a los narradores de sus novelas. Vamos, me pongo en el lugar de Alicia y me imagino que la convivencia con Jorge debió de ser más que complicada.

Yo, ya digo, sólo conviví con los textos de ML; de ahí que me impactara mucho cuando ella contó que Levrero sentía que la piel no lo protegía del mundo, y usó para ello imágenes como las de un mejillón sin valvas o la de un ser humano que estuviera dado vuelta como una media, con la piel hacia dentro y los órganos vitales hacia fuera. O que contará que cuando Jorge estaba por morir, él le pidió que lo llamase cada dos horas porque le daba miedo estar desvanecido en el suelo y que nadie lo pudiese ayudar. O que mostrase la cajetilla de cigarrillos Fiesta que él le entregó justo antes de internarse y que ella, pese a ser su doctora, le había permitido seguir fumando (Hablo como mujer, no como médico, dijo más o menos, explicando con una sola oración la irreversible desnudez que supone el amor hacia alguien).

Juan Ignacio habló después de su madre, y se lo notaba emocionado por el relato de ella. Entre otros temas, él abordó la importancia de la búsqueda del espíritu, la importancia que tenía para Jorge recuperar la inocencia infantil en la mirada, el que uno pudiese aprehender la realidad como si fuera la primera vez que la mira, aunque ya tenga en los ojos el peso de 60 años de vida. Y trazó ese hilo conductor para unir Diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa y mostrar que las tres reflejan esa búsqueda, que podrían formar un único libro.

Nicolás, quien vivió lejos de Uruguay desde los once años, cerró las intervenciones familiares. Él se centró en recuperar el tono de las conversaciones y cartas con su padre, que por lo visto rezumaban ganas de jugar y estaban repletas de bromas. Es más: la única conversación seria que recordaba —si es que llegó a serlo— fue una sobre sexo... Conversación, claro está, de la que evitó darnos detalles en Casa de América o en la cena posterior. Luego, y cuando ya hubimos hablado todos, él leyó el famoso párrafo telépata de El discurso vacío. (Alicia y Juan Ignacio dicen que él es la prueba de que la genética es verdad; así que, por voz y por contextura, nos hicimos a la idea de que leía Mario Levrero).

Por último, Ignacio Echevarría mostró que la estética literaria de Levrero, esa manera tan genuina de hacer literatura, esto es, desde el concepto de verdad kafkiano, no existe en la literatura española. Y aventuró incluso que, hasta donde él conoce del otro lado del Atlántico —y es bastante—, tampoco. Traducción: Levrero ensanchó los límites de la literatura y mostró un modo de hacer donde, salvo quizá Felisberto Hernánez, no habíamos indagado. (Admítase la hipérbole panegírica, che, que estamos en una presentación). Desde esa excepcionalidad, dejó clara su admiración por este uruguayo tan singular.

También rescató su figura como antihéroe, de escritor poco dado al catecismo académico o a tomarse tan en serio a sí mismo como tantos autores del boom, del posboom o de ahora mismo. Y se refirió a que ciertos círculos intelectuales uruguayos hablan ya con desprecio de los levreritos, como ellos les llaman, y de la literatura que estos hacen. En ese sentido, destacó que le parece admirable que la gente joven se siga aglutinando alrededor de la obra de Levrero para formar una suerte de tejido alternativo a las estructuras que anquilosan el mundo cultural uruguayo. (Juraría que para lo de los levreritos citó un artículo en la revista Brecha. Juraría).

Le tiró un par de merecidas flores a María Casas y a Constantino Bértolo por arriesgarse a publicar a Levrero en España. Y recordó una anécdota que Juan Ignacio o Pablo Casacuberta le contaron sobre un niño (¿era el propio Pablo?) que con cuatro, cinco años escribió unos poemas, se los enseñó a Levrero y este dijo Muy bien, esto está pero que muy bien: ¡hay que publicarlo! Y a continuación se fue a la máquina de escribir, tecleó los poemas y le hizo al chaval cuatro ejemplares de ese poemario. Con ese mismo ánimo, contó, Levrero metió por la puerta de atrás del mundo literario a un montón de autores que lo están revitalizando. (Juraría que para esto citó un artículo de El País de Uruguay... ¿Juraría?).

PD: Mala crónica es esta, lo reconozco; pero es que contar estos saraos desde dentro es bastante más díficil que desde fuera. Si alguien le roba su libreta de apuntes a Patricio Pron, flamante Premio de Novela de Jaén 2008, prometo mejorarla (Patricio estaba en primera fila y copiaba sin parar... ¡Patricio: deja los apuntes en la fotocopiadora de Casa de América, porfa!). Y si no, si alguno de los que estaba por allí, se anima a completar los huecos que he dejado (o a enmedar los fallos o inexactitudes que haya cometido), por mí fantástico.

*

Créditos: la primera foto es de Jorge García del Campo y la segunda, de Cristian Vazquez.


18 de noviembre de 2008

Mario Levrero :: texto de la presentación

Esta mañana salí a caminar un rato para bajar las emociones que revolotearon ayer en la presentación de Trilogía involuntaria y La novela luminosa. Mientras deambulaba por Delicias, Atocha y no sé dónde más, y luego mientras esperaba a que me vendiesen un pollo asado por 3 euros —¡esto si que es una oferta, carajo!—, pensaba mucho en algo que comentó Alicia Hoppe en su intervención: Mario Levrero era un ser muy demandante; como buen hijo único, era capaz de absorberte hasta la última gota de energía. Alicia, queridísima Alicia, en este momento es cuando entiendo per-fec-ta-men-te a qué te referías: estoy molido; Jorge Mario Varlotta Levrero me dejó molido.

Y es que ayer el homenajeado, desde esa dimensión desconocida donde habita, se puso de lo más exigente con nosotros. Empezamos a charlar sobre él a las seis de la tarde en la cafetería del hotel, y me acosté a las cuatro y media, tomando cervezas con Nicolás y Juan Ignacio, sus hijos —en el sentido más levreriano de la palabra—, bajo una foto de Camarón de la Isla, escuchando flamenco en La Candela, en Lavapiés, y hablando monotemáticamente del gran protagonista de la noche. Mucha sensibilidad a flor de piel, digo, muchas horas poniendo del derecho y del revés la vida de cada cual tomando a don Mario como punto de referencia.

Entre medias, si mal no recuerdo, la familia Levrero, Ignacio Echevarría —tío simpático y divertido donde los haya—, María Casas —quien coordinó todo— y yo nos subimos al estrado de Casa de América, y durante hora y media peroramos para unas 45 personas. Dado lo minoritario del autor y que estamos en Madrid, la concurrencia puede considerarse multitudinaria. Quiero decir: disponemos ya de una masa crítica para comenzar la levrerización de esta España tan sosa a veces en sus propuestas literarias. ¡A por ellos, compañeros!

Por ahora, dejo acá el texto que leí ayer. (Va un pelín más abajo; paciencia, que vienen unas posdatas). También dejo un compilado con todos los textos referentes a Levrero que publiqué aquí o en Teína.

Nico, Juan Ignacio, Alicia: muchísimas gracias por venir y por la oportunidad de escribir una tarde y una velada luminosas para nosotros. Fue un placer enorme que compartierais esa desnudez que son los afectos más íntimos. Un abrazo grande. Nos vemos.

PD 01: En la semana, intento rescatar algunas imágenes y detalles que me parecieron imperdibles. Entre tanto, a ver si consigo alguna foto del acto. ¿Alguien tiene?

PD 02: A mi hinchada personal (Javi, Cris, Alberto, Sara, Elenita, Alejandro, Isabel, Marisa y Cristian): muchísimas gracias por venir; fue muy lindo levantar la cabeza mientras leía --cuando dejé de tartamudear, digo-- y veros ahí, atentos a los disparates que decía. También muchas gracias a Fede, Carmen, Noel, Gabriela, Pablo y Laura, que invocaron a los dioses por mí desde lejos de Madrid y me escribieron para desearme suerte. Como se ve, la revolución levreriana de Gallegolandia está en marcha. ¡Hasta mis padres quieren leer a Levrero!
*

HOMENAJE A MARIO LEVRERO
Casa de América, Madrid 17 de noviembre de 2008


Perdidos en el laberinto de las coincidencias
Rubén A. Arribas

Desde que me invitaron a participar en esta mesa, le di muchas vueltas a qué podía decir. María Casas y Constantino Bértolo me pidieron que diera mi visión como lector; sin embargo, desoí su consejo y, por alguna razón, me enfrasqué en una aventura temeraria: intentar abarcar y esquematizar una literatura escurridiza como pocas. Eso puede hacerse cuando uno guarda la distancia del crítico, pero resulta muy difícil cuando se está imbuido del entusiasmo del lector.

Yo quería venir aquí y hablar del realismo interior y de cómo Levrero lee dentro de sí la llamada «realidad exterior», de su fascinación por la actividad cerebral, quería explicar que su escritura es orgánica, o incluso qué les enseñaba a sus alumnos en los talleres... Por suerte, el jueves pasado caí en la cuenta del error: quería venir a contaros ideas.

Y es que nada más contrario a la concepción artística de Mario Levrero que buscar como detonador de un relato precisamente eso: ideas... Él las odiaba. En la autoentrevista incluida en El portero y el otro lo dejó dicho con tal claridad que me avergüenza haberlo olvidado:

No confío en las ideas; son como una jaula.
Por suerte, previamente a eso había dicho esto otro:
Uno de mis grandes placeres es reconocer mis errores.
No es que yo experimente un inmenso placer reconociendo que me enjaulé solito en mis ideas y que encaré de manera equivocada esta intervención; pero, bueno, es una manera de empezar. Por favor, paciencia, que ya arranco.

Eso sí, ahora lo hago ya siguiendo los consejos del maestro. Para ello partiré de mis vivencias, de imágenes que veo dentro de mí; algo que ocupaba un plano secundario en aquel enfoque inicial. Con las ideas quizá hubiera conseguido un discurso intelectual más o menos apreciable, pero no hubiera podido transmitiros lo básico del credo levreriano; a saber, que la literatura intenta comunicar una experiencia espiritual.

Sé que esto suena a Enrique Iglesias... Pero es que la literatura para Levrero —así lo dejó escrito en la famosa autoentrevista— era precisamente eso: el intento de comunicar una experiencia espiritual desde el alma del autor a la del lector. El concepto procede, entre otras fuentes, del Tao Te Ching —hay está el precepto i shin den shin: la verdadera esencia sólo puede ser transmitida de mi alma a tu alma—, y del libro Psicoanálisis del arte, de Charles Baudouin.

(Por cierto, uno de los «gustos perversos» de Levrero era Julio Iglesias. O eso le contó a Pablo Silva, en Conversaciones con Mario Levrero, donde afirmó que si bien no podía defender sus canciones, había «algo irracional» que le hacía disfrutarlas.)

Con lo de la «experiencia espiritual», no es que pretenda haceros levitar ni que por una vez os palpite el corazón a loco con la literatura ni nada por el estilo; tan sólo es que si Levrero se cansó de aconsejar «Que el relato surja de la imaginación, y no de la invención» o «Escribí lo que ves, no lo que pensás», parece adecuado que intente seguir sus consejos. Quizá así consiga dotar a mi discurso de verdad, ese concepto tan kafkianamente levreriano que señaló Ignacio Echevarría en su ensayo Levrero y los pájaros:
No es ver la verdad, sino serlo.
Y en eso estoy, en intentar ser la verdad—en la medida de mis posibilidades—, más que nada porque desde el jueves pasado veo a Mario Levrero enojado conmigo por intentar armar un discurso serio, sesudo; como si con esa llave pudiera abriros alguna puerta a un mundo donde no rige el espacio-tiempo conocido. Y es que acceder a la obra de Levrero es algo así como entrar en una ciudad laberíntica donde Beckett, Kafka y Chandler caminan de la mano por Alicia en el país de las maravillas. Por tanto, aun a riesgo de enojar todavía más a don Mario —quien odiaba cualquier acercamiento a un autor que no fuera el estricto duelo mano a mano entre lector y texto—, estoy intentando aproximaros lo más levrerianamente posible a su literatura, es decir, de manera zigzagueante, errática, sin pompa ni marcialidad, por escrito, tuteándoos. Además de las ideas, si algo odiaba Levrero era la seriedad y que lo tratasen de usted. Y si tendía a algo cuando escribía, era a la digresión.

En fin, al grano.

Desde que me enfrasqué en la preparación de este acto, me han sucedido cosas muy lindas; y de algún modo todas cristalizaron este jueves cuando Gabriela Onetto —amiga íntima de Levrero, el personaje Ginebra en La novela luminosa y organizadora allá por 2001 de los talleres virtuales que idearon juntos— dejó varios documentos en mi correo. En concreto, Gabriela me envió dos archivos que cambiaron el rumbo de este discurso: la carta con que ella postuló en 2003 a Levrero al Premio Juan Rulfo y un artículo que Elvio Gandolfo escribió para el diario El País de Uruguay, donde reseñaba una colección de libros, De los flexes terpines, que había dirigido Levrero.

Voy por partes.

Primero el asunto Rulfo. En aquel momento, Gabriela —uruguaya ella— vivía en Querétaro (México) con Guzmán, su marido, y convenció al Ateneo Español de México para que presentará a Levrero como candidato a los cien mil dólares del premio, pues Levrero siempre andaba corto de efectivo. Según me contó, él jamás leyó la carta porque «se hubiera muerto de vergüenza de que lo anduviera ponderando». La carta ni siquiera la compartió con los alumnos de ambos, y nadie a excepción de la gente del Ateneo y de mí la había leído.

El texto ocupa tres páginas Word y se extiende de manera desenfadada sobre algunos puntos bien conocidos de Levrero: que nunca sería un artista de masas, que pidió la beca Guggenheim en el 2000 porque necesitaba el dinero o que el crítico Ángel Rama lo había encuadrado en la generación de «los raros». Nada nuevo. Sin embargo, el último párrafo —ese donde se intenta dar el golpe de gracia al lector— me dejó boquiabierto: se trataba de una larguísima cita de El discurso vacío... La misma, salvo la última oración, que usó Constantino Bértolo para la contratapa del libro cuando lo publicó en Caballo de Troya, la editorial que él dirige. Constantino cita un párrafo entero de El discurso vacío —182 palabras, ahí es nada— y Gabriela, el mismo fragmento, salvo la oración final.

Me explico. Entre toda la obra Levrero, que rondará las dos mil quinientas páginas, una uruguaya residente en México había extractado en 2003 una más que generosa cita —media página del libro— de una obra que Levrero había escrito en Uruguay entre 1991 y 1993, y que luego un editor español había reproducido casi tal cual en 2007. Huelga explicar que Gabriela y Constantino no se conocen ni han hablado nunca. Pero es que el asunto no termina ahí.

En la contratapa de El discurso vacío, Constantino escribió lo siguiente:
Hace unos dos años le escribí un e-mail a Ignacio Echevarría donde le preguntaba, entre otras cosas, qué hacía. Me respondió: Leyendo.
A continuación, el lector encuentra el párrafo que Ignacio le transcribió a Constantino. No os leo el párrafo entero porque es largo y el tiempo apremia; con todo, y para que no os quedéis con el gusanillo, os leo al menos la primera oración:
Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores.

[* en esta versión escrita, incluyo el párrafo entero al final del texto]
Ya que estoy intentando ser la verdad os cuento que, en rigor no hubo un correo, sino que Constantino charló por teléfono con Ignacio y este le leyó el párrafo en cuestión. Como explica ahí Constantino, se hizo con los libros, le gustaron y quiso ser editor de Levrero. Para la contratapa, eligió contar esto que os digo y transcribir el párrafo que Ignacio le había leído, es decir, casi el mismo que aquel que Gabriela había usado en su carta para el Rulfo. Vuelvo aclarar: Gabriela nunca ha hablado con Ignacio o Constantino.

En fin, que tenemos a una uruguaya que en 2003 intentó convencer por escrito desde Querétaro a un jurado mexicano, y terminó transmitiéndole telepáticamente un fragmento de 151 palabras de esa carta a un crítico español, asentado en Barcelona, para que este en 2005 se lo leyese por teléfono a un editor radicado en Madrid, quien, a diferencia de los mexicanos, sí que cayó rendido a los pies del escritor. Para Levrero esto sería una clara manifestación de que existe una dimensión de la realidad que no podemos aprehender con el yo consciente.

Alguno debe de pensar que estoy chiflado... Pues os aseguro que no más que Levrero. Leedlo, ya veréis. Lo que yo acabo de contar aquí es apenas un aperitivo. De hecho, las coincidencias no han terminado.

En La novela luminosa, Levrero cuenta que su padre y su madre murieron un 14 de agosto (en años distintos, se entiende); así que ese día él —hijo único como era— lo pasaba muy mal. Gabriela, amiga y confidente suya, conoció la primera versión de la obra; sin embargo, no se enganchó con el borrador y lo abandonó, y no leyó la novela hasta que esta fue publicada, ya cuando Levrero había muerto. Al hacerlo, descubrió algo que su amigo le había ocultado: ella había dado a luz a su hijo Astor en Querétaro el mismo día que murieron los padres de Levrero, el 14 de agosto. La cercanía afectiva entre Levrero y Gabriela eran tanta que ella me escribió:
Mario fue lo suficientemente piadoso para no contármelo cuando Astor nació.
Levrero murió pocos días después del nacimiento de Astor, el 30 de agosto de 2004. Antes había tenido un sueño premonitorio, nítido, y que le había contado a sus amigos: había soñado la fecha exacta en que iba a morir. Gabriela dice que la erró por poco.

Tiempo después, ella y su familia regresaron a vivir a Montevideo. Este sábado en un correo me contó lo siguiente:
Hoy, luego de mucho tiempo, decidí bajar por la calle Bartolomé Mitre y pararme un momento afuera de su edificio. Y mientras venía caminando hacia allí, vi que dos edificios antes [del suyo] habían abierto un bar con un gran cartel que lo tapaba todo (...). Me puse a llorar por una rara emoción ante el misterio de las casualidades: se llama «Astor Place». Mi hijo se llama Astor; lo inscribí en el Registro Civil en México el día del entierro de Levrero en Uruguay (...). La muerte de uno y el nacimiento del otro quedaron indisolublemente ligadas.
Y añado: su hijo, en realidad, se llama Astor Rubén... Es decir: él y yo compartimos al menos un nombre.

Quienes lean a Levrero encontrarán por qué esta historia tiene sentido. Si para él la literatura era el intento de comunicar —y ya sé que me estoy poniendo muy pesado— «una experiencia espiritual» narrando hechos triviales, cotidianos, qué menos que intentar ofreceros algo parecido para presentarlo en sociedad. Eso sí, reconozco mis limitaciones; si él aseguró que su literatura no le alcanzó para narrar esta clase de «experiencias luminosas», imaginaos a mí... Y es que ya lo advierten Ignacio Echevarría y él: se puede narrar la oscuridad que rodea a esas experiencias, también la necesidad de luz; sin embargo, otra cosa —muy otra— es narrar la luz del espíritu que las anima. Por el mismo carácter inefable de esas vivencias resulta casi imposible. Sólo el lector puede llenar este discurso vacío con su propia experiencia.

Por mi parte, y aunque de manera más rudimentaria, tan sólo he intentado ilustrar algo que sostiene el narrador de La novela luminosa:
El Inconsciente sabe que puede hacer muchas cosas que nuestro pobre yo consciente ni imagina posibles.
Para cerrar, retomo el asunto que había dejado pendiente, el de Elvio Gandolfo y la editorial De los flexes terpines, donde Levrero actuó como editor. Tan sólo quiero mostraros que Levrero, además de usar la escritura para explorar su inconsciente y de usar sus novelas o cuentos como excusa para enviarle por telepatía su alma a los lectores, aportó también lo suyo en esta tridimensionalidad más tangible. Os leo el inicio de esa reseña, donde Gandolfo se ocupa de los quince libros que sacó en 2001 esa editorial cuyo nombre debe a un verso de Alicia tras el espejo, de Lewis Carroll:
En pleno reacomodamiento y achique de las novedades editoriales, un sello bastante nuevo difunde una colección de quince títulos narrativos de autores uruguayos, en su mayoría inéditos, o sea el sector más golpeado por las limitaciones económicas del momento. La colección es dirigida por un escritor admirado y convertido a veces en gurú por los autores jóvenes: Mario Levrero.
En sus libros, Levrero suele mostrarse como un ser ensimismado con su mundo interior, «introvertido», «fóbico a las calles» o que nunca se sintió «diseñado para sobrevivir en este mundo»; sin embargo, también aportó cosas a la «realidad exterior». Otro asunto es que necesitara ayuda para ponerlas en práctica porque era un desastre en menesteres cotidianos.

De los flexes terpines surgió como consecuencia de su enfado con el mercado editorial uruguayo. Según señala Gandolfo o puede leerse a Levrero en algunas entrevistas, las editoriales uruguayas publicaban a pocos autores del país —y mucho menos primeras o segundas novelas—; los libros eran muy caros allá y nadie quería arriesgar a publicar a desconocidos u obras poco comerciales. En ese contexto, Levrero impulsó el mercado del libro de bolsillo: quería libros económicos y que albergaran propuestas artísticas que rechazaba el mercado.

(Y llegados a este punto, no puedo evitar referirme a que precisamente, ¡oh, cielos!, la Trilogía involuntaria está publicada en una editorial que se llama DeBolsillo y hace libros... de bolsillo, o que Constantino Bértolo es un editor que se dedica a publicar primeras y segundas novelas a muchos autores desconocidos.)

En este quimérico proyecto, entre otros, lo ayudaron Pablo Casacuberta y Fernanda Trías, dos escritores con 30 y 36 años menos que él. Quiero decir: sí, es cierto que Levrero tenía y tiene algo de gurú para los jóvenes. Pero aclaro: para los jóvenes de espíritu, no de edad; todavía hoy sus alumnos de taller, que formaron el grupo Narrares, se reúnen en su honor semanalmente para escribir.

Y concluyo ya este evangélico esfuerzo por acercaros hasta las puertas del mundo levreriano. Me hago cargo de que alguno considerará que cuanto dije es cháchara de vendedor ambulante de enciclopedias... Que si el alma, que si el inconsciente, que si la telepatía... De ahí que como último recurso apelaré al argumento de autoridad. En este caso, la de Rodolfo Enrique Fogwill, autor argentino de referencia. Lo hago desde la contratapa de La ciudad (y se lo dedico a vuestro yo consciente):
La literatura argentina se extiende 250 kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero.
Leí bien: dice «literatura argentina». He ahí la prueba irrefutable de que Levrero es un genio. Como pasara con Carlos Gardel, el mate o el dulce de leche, los argentinos están dispuestos a apropiárselo y a convertir el asunto, dicho en rioplatense, en un afano más contra los pobres uruguayos... Y es que ya lo dijo Cortázar en alusión a Felisberto Hernández, precursor de Mario Levrero:
Qué cosa los uruguayos: esconden sus mejores valores.
Sonará a tópico, pero es cierto: los uruguayos son gente especial, singular. Como cuenta Levrero en La novela luminosa, y como podréis corroborar si vais a Montevideo, al fin y al cabo Uruguay es un país donde las cartas se envían desde las farmacias, pero donde los carteros no reparten medicamentos.

**
*

Al final de la presentación, Nicolás Varlotta, hijo de Mario, leyó ese famoso fragmento al que aludo (fragmento que, por cierto, según me contó María Casas ¡fue el que le envió Constantino Bértolo a ella y la decidió a publicar Trilogía involuntaria en DeBolsillo!). Y, ya que estamos, Ignacio Echevarría contó que él llegó a Levrero a través de Fogwill, que fue quien le envió los libros desde Buenos Aires. Ah, y Juan Ignacio llevaba un libro de Pablo Casacuberta en la mochila... Y así. Todo así. Una coincidencia tras otra. Con razón necesitamos encontrar después un par de bares donde saciar la sed. ¡A ver si repetimos, compañeros!

EL PÁRRAFO TELÉPATA

Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde ir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte, o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de apariencia inofensiva, hoy sabemos de aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que somos.

* La última oración (Y si bien hubo...) no la escribió Gabriela en su carta al Rulfo. Cuando le pregunté que si sabía por qué la había omitido, me dijo lo siguiente:

No creo que yo lo haya quitado por una causa «racional», «premeditada», sino a pura intuición, como elegí las otras frases. Claro, esta es la de cierre, y me parece increíble ahora que conozco el desenlace: al año siguiente, Levrero moriría. Quizás fue mi manera inconsciente de decírselo al jurado, pero no resultó.

MENSAJES SOBRE LEVRERO EN AVIONES DESPLUMADOS Y TEÍNA

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