Esta mañana salí a caminar un rato para bajar las emociones que revolotearon ayer en la presentación de Trilogía involuntaria y La novela luminosa. Mientras deambulaba por Delicias, Atocha y no sé dónde más, y luego mientras esperaba a que me vendiesen un pollo asado por 3 euros —¡esto si que es una oferta, carajo!—, pensaba mucho en algo que comentó Alicia Hoppe en su intervención: Mario Levrero era un ser muy demandante; como buen hijo único, era capaz de absorberte hasta la última gota de energía. Alicia, queridísima Alicia, en este momento es cuando entiendo per-fec-ta-men-te a qué te referías: estoy molido; Jorge Mario Varlotta Levrero me dejó molido.
Y es que ayer el homenajeado, desde esa dimensión desconocida donde habita, se puso de lo más exigente con nosotros. Empezamos a charlar sobre él a las seis de la tarde en la cafetería del hotel, y me acosté a las cuatro y media, tomando cervezas con Nicolás y Juan Ignacio, sus hijos —en el sentido más levreriano de la palabra—, bajo una foto de Camarón de la Isla, escuchando flamenco en La Candela, en Lavapiés, y hablando monotemáticamente del gran protagonista de la noche. Mucha sensibilidad a flor de piel, digo, muchas horas poniendo del derecho y del revés la vida de cada cual tomando a don Mario como punto de referencia.
Entre medias, si mal no recuerdo, la familia Levrero, Ignacio Echevarría —tío simpático y divertido donde los haya—, María Casas —quien coordinó todo— y yo nos subimos al estrado de Casa de América, y durante hora y media peroramos para unas 45 personas. Dado lo minoritario del autor y que estamos en Madrid, la concurrencia puede considerarse multitudinaria. Quiero decir: disponemos ya de una masa crítica para comenzar la levrerización de esta España tan sosa a veces en sus propuestas literarias. ¡A por ellos, compañeros!
Por ahora, dejo acá el texto que leí ayer. (Va un pelín más abajo; paciencia, que vienen unas posdatas). También dejo un compilado con todos los textos referentes a Levrero que publiqué aquí o en Teína.
Nico, Juan Ignacio, Alicia: muchísimas gracias por venir y por la oportunidad de escribir una tarde y una velada luminosas para nosotros. Fue un placer enorme que compartierais esa desnudez que son los afectos más íntimos. Un abrazo grande. Nos vemos.
PD 01: En la semana, intento rescatar algunas imágenes y detalles que me parecieron imperdibles. Entre tanto, a ver si consigo alguna foto del acto. ¿Alguien tiene?
PD 02: A mi hinchada personal (Javi, Cris, Alberto, Sara, Elenita, Alejandro, Isabel, Marisa y Cristian): muchísimas gracias por venir; fue muy lindo levantar la cabeza mientras leía --cuando dejé de tartamudear, digo-- y veros ahí, atentos a los disparates que decía. También muchas gracias a Fede, Carmen, Noel, Gabriela, Pablo y Laura, que invocaron a los dioses por mí desde lejos de Madrid y me escribieron para desearme suerte. Como se ve, la revolución levreriana de Gallegolandia está en marcha. ¡Hasta mis padres quieren leer a Levrero!*
HOMENAJE A MARIO LEVRERO
Casa de América, Madrid 17 de noviembre de 2008
Perdidos en el laberinto de las coincidencias
Rubén A. Arribas
Desde que me invitaron a participar en esta mesa, le di muchas vueltas a qué podía decir. María Casas y Constantino Bértolo me pidieron que diera mi visión como lector; sin embargo, desoí su consejo y, por alguna razón, me enfrasqué en una aventura temeraria: intentar abarcar y esquematizar una literatura escurridiza como pocas. Eso puede hacerse cuando uno guarda la distancia del crítico, pero resulta muy difícil cuando se está imbuido del entusiasmo del lector.
Yo quería venir aquí y hablar del realismo interior y de cómo Levrero lee dentro de sí la llamada «realidad exterior», de su fascinación por la actividad cerebral, quería explicar que su escritura es orgánica, o incluso qué les enseñaba a sus alumnos en los talleres... Por suerte, el jueves pasado caí en la cuenta del error: quería venir a contaros ideas.
Y es que nada más contrario a la concepción artística de Mario Levrero que buscar como detonador de un relato precisamente eso: ideas... Él las odiaba. En la autoentrevista incluida en El portero y el otro lo dejó dicho con tal claridad que me avergüenza haberlo olvidado:
Eso sí, ahora lo hago ya siguiendo los consejos del maestro. Para ello partiré de mis vivencias, de imágenes que veo dentro de mí; algo que ocupaba un plano secundario en aquel enfoque inicial. Con las ideas quizá hubiera conseguido un discurso intelectual más o menos apreciable, pero no hubiera podido transmitiros lo básico del credo levreriano; a saber, que la literatura intenta comunicar una experiencia espiritual.
Sé que esto suena a Enrique Iglesias... Pero es que la literatura para Levrero —así lo dejó escrito en la famosa autoentrevista— era precisamente eso: el intento de comunicar una experiencia espiritual desde el alma del autor a la del lector. El concepto procede, entre otras fuentes, del Tao Te Ching —hay está el precepto i shin den shin: la verdadera esencia sólo puede ser transmitida de mi alma a tu alma—, y del libro Psicoanálisis del arte, de Charles Baudouin.
(Por cierto, uno de los «gustos perversos» de Levrero era Julio Iglesias. O eso le contó a Pablo Silva, en Conversaciones con Mario Levrero, donde afirmó que si bien no podía defender sus canciones, había «algo irracional» que le hacía disfrutarlas.)
Con lo de la «experiencia espiritual», no es que pretenda haceros levitar ni que por una vez os palpite el corazón a loco con la literatura ni nada por el estilo; tan sólo es que si Levrero se cansó de aconsejar «Que el relato surja de la imaginación, y no de la invención» o «Escribí lo que ves, no lo que pensás», parece adecuado que intente seguir sus consejos. Quizá así consiga dotar a mi discurso de verdad, ese concepto tan kafkianamente levreriano que señaló Ignacio Echevarría en su ensayo Levrero y los pájaros:
En fin, al grano.
Desde que me enfrasqué en la preparación de este acto, me han sucedido cosas muy lindas; y de algún modo todas cristalizaron este jueves cuando Gabriela Onetto —amiga íntima de Levrero, el personaje Ginebra en La novela luminosa y organizadora allá por 2001 de los talleres virtuales que idearon juntos— dejó varios documentos en mi correo. En concreto, Gabriela me envió dos archivos que cambiaron el rumbo de este discurso: la carta con que ella postuló en 2003 a Levrero al Premio Juan Rulfo y un artículo que Elvio Gandolfo escribió para el diario El País de Uruguay, donde reseñaba una colección de libros, De los flexes terpines, que había dirigido Levrero.
Voy por partes.
Primero el asunto Rulfo. En aquel momento, Gabriela —uruguaya ella— vivía en Querétaro (México) con Guzmán, su marido, y convenció al Ateneo Español de México para que presentará a Levrero como candidato a los cien mil dólares del premio, pues Levrero siempre andaba corto de efectivo. Según me contó, él jamás leyó la carta porque «se hubiera muerto de vergüenza de que lo anduviera ponderando». La carta ni siquiera la compartió con los alumnos de ambos, y nadie a excepción de la gente del Ateneo y de mí la había leído.
El texto ocupa tres páginas Word y se extiende de manera desenfadada sobre algunos puntos bien conocidos de Levrero: que nunca sería un artista de masas, que pidió la beca Guggenheim en el 2000 porque necesitaba el dinero o que el crítico Ángel Rama lo había encuadrado en la generación de «los raros». Nada nuevo. Sin embargo, el último párrafo —ese donde se intenta dar el golpe de gracia al lector— me dejó boquiabierto: se trataba de una larguísima cita de El discurso vacío... La misma, salvo la última oración, que usó Constantino Bértolo para la contratapa del libro cuando lo publicó en Caballo de Troya, la editorial que él dirige. Constantino cita un párrafo entero de El discurso vacío —182 palabras, ahí es nada— y Gabriela, el mismo fragmento, salvo la oración final.
Me explico. Entre toda la obra Levrero, que rondará las dos mil quinientas páginas, una uruguaya residente en México había extractado en 2003 una más que generosa cita —media página del libro— de una obra que Levrero había escrito en Uruguay entre 1991 y 1993, y que luego un editor español había reproducido casi tal cual en 2007. Huelga explicar que Gabriela y Constantino no se conocen ni han hablado nunca. Pero es que el asunto no termina ahí.
En la contratapa de El discurso vacío, Constantino escribió lo siguiente:
En fin, que tenemos a una uruguaya que en 2003 intentó convencer por escrito desde Querétaro a un jurado mexicano, y terminó transmitiéndole telepáticamente un fragmento de 151 palabras de esa carta a un crítico español, asentado en Barcelona, para que este en 2005 se lo leyese por teléfono a un editor radicado en Madrid, quien, a diferencia de los mexicanos, sí que cayó rendido a los pies del escritor. Para Levrero esto sería una clara manifestación de que existe una dimensión de la realidad que no podemos aprehender con el yo consciente.
Alguno debe de pensar que estoy chiflado... Pues os aseguro que no más que Levrero. Leedlo, ya veréis. Lo que yo acabo de contar aquí es apenas un aperitivo. De hecho, las coincidencias no han terminado.
En La novela luminosa, Levrero cuenta que su padre y su madre murieron un 14 de agosto (en años distintos, se entiende); así que ese día él —hijo único como era— lo pasaba muy mal. Gabriela, amiga y confidente suya, conoció la primera versión de la obra; sin embargo, no se enganchó con el borrador y lo abandonó, y no leyó la novela hasta que esta fue publicada, ya cuando Levrero había muerto. Al hacerlo, descubrió algo que su amigo le había ocultado: ella había dado a luz a su hijo Astor en Querétaro el mismo día que murieron los padres de Levrero, el 14 de agosto. La cercanía afectiva entre Levrero y Gabriela eran tanta que ella me escribió:
Tiempo después, ella y su familia regresaron a vivir a Montevideo. Este sábado en un correo me contó lo siguiente:
Quienes lean a Levrero encontrarán por qué esta historia tiene sentido. Si para él la literatura era el intento de comunicar —y ya sé que me estoy poniendo muy pesado— «una experiencia espiritual» narrando hechos triviales, cotidianos, qué menos que intentar ofreceros algo parecido para presentarlo en sociedad. Eso sí, reconozco mis limitaciones; si él aseguró que su literatura no le alcanzó para narrar esta clase de «experiencias luminosas», imaginaos a mí... Y es que ya lo advierten Ignacio Echevarría y él: se puede narrar la oscuridad que rodea a esas experiencias, también la necesidad de luz; sin embargo, otra cosa —muy otra— es narrar la luz del espíritu que las anima. Por el mismo carácter inefable de esas vivencias resulta casi imposible. Sólo el lector puede llenar este discurso vacío con su propia experiencia.
Por mi parte, y aunque de manera más rudimentaria, tan sólo he intentado ilustrar algo que sostiene el narrador de La novela luminosa:
De los flexes terpines surgió como consecuencia de su enfado con el mercado editorial uruguayo. Según señala Gandolfo o puede leerse a Levrero en algunas entrevistas, las editoriales uruguayas publicaban a pocos autores del país —y mucho menos primeras o segundas novelas—; los libros eran muy caros allá y nadie quería arriesgar a publicar a desconocidos u obras poco comerciales. En ese contexto, Levrero impulsó el mercado del libro de bolsillo: quería libros económicos y que albergaran propuestas artísticas que rechazaba el mercado.
(Y llegados a este punto, no puedo evitar referirme a que precisamente, ¡oh, cielos!, la Trilogía involuntaria está publicada en una editorial que se llama DeBolsillo y hace libros... de bolsillo, o que Constantino Bértolo es un editor que se dedica a publicar primeras y segundas novelas a muchos autores desconocidos.)
En este quimérico proyecto, entre otros, lo ayudaron Pablo Casacuberta y Fernanda Trías, dos escritores con 30 y 36 años menos que él. Quiero decir: sí, es cierto que Levrero tenía y tiene algo de gurú para los jóvenes. Pero aclaro: para los jóvenes de espíritu, no de edad; todavía hoy sus alumnos de taller, que formaron el grupo Narrares, se reúnen en su honor semanalmente para escribir.
Y concluyo ya este evangélico esfuerzo por acercaros hasta las puertas del mundo levreriano. Me hago cargo de que alguno considerará que cuanto dije es cháchara de vendedor ambulante de enciclopedias... Que si el alma, que si el inconsciente, que si la telepatía... De ahí que como último recurso apelaré al argumento de autoridad. En este caso, la de Rodolfo Enrique Fogwill, autor argentino de referencia. Lo hago desde la contratapa de La ciudad (y se lo dedico a vuestro yo consciente):
**
*
Al final de la presentación, Nicolás Varlotta, hijo de Mario, leyó ese famoso fragmento al que aludo (fragmento que, por cierto, según me contó María Casas ¡fue el que le envió Constantino Bértolo a ella y la decidió a publicar Trilogía involuntaria en DeBolsillo!). Y, ya que estamos, Ignacio Echevarría contó que él llegó a Levrero a través de Fogwill, que fue quien le envió los libros desde Buenos Aires. Ah, y Juan Ignacio llevaba un libro de Pablo Casacuberta en la mochila... Y así. Todo así. Una coincidencia tras otra. Con razón necesitamos encontrar después un par de bares donde saciar la sed. ¡A ver si repetimos, compañeros!
EL PÁRRAFO TELÉPATA
* La última oración (Y si bien hubo...) no la escribió Gabriela en su carta al Rulfo. Cuando le pregunté que si sabía por qué la había omitido, me dijo lo siguiente:
MENSAJES SOBRE LEVRERO EN AVIONES DESPLUMADOS Y TEÍNA
. Levrero 01
. Levrero 02
. Levrero 03
. Levrero 04
. Levrero 05
. Levrero 06
. Levrero 07
. Levrero 08
. Levrero 09
. Levrero 10
Y es que ayer el homenajeado, desde esa dimensión desconocida donde habita, se puso de lo más exigente con nosotros. Empezamos a charlar sobre él a las seis de la tarde en la cafetería del hotel, y me acosté a las cuatro y media, tomando cervezas con Nicolás y Juan Ignacio, sus hijos —en el sentido más levreriano de la palabra—, bajo una foto de Camarón de la Isla, escuchando flamenco en La Candela, en Lavapiés, y hablando monotemáticamente del gran protagonista de la noche. Mucha sensibilidad a flor de piel, digo, muchas horas poniendo del derecho y del revés la vida de cada cual tomando a don Mario como punto de referencia.
Entre medias, si mal no recuerdo, la familia Levrero, Ignacio Echevarría —tío simpático y divertido donde los haya—, María Casas —quien coordinó todo— y yo nos subimos al estrado de Casa de América, y durante hora y media peroramos para unas 45 personas. Dado lo minoritario del autor y que estamos en Madrid, la concurrencia puede considerarse multitudinaria. Quiero decir: disponemos ya de una masa crítica para comenzar la levrerización de esta España tan sosa a veces en sus propuestas literarias. ¡A por ellos, compañeros!
Por ahora, dejo acá el texto que leí ayer. (Va un pelín más abajo; paciencia, que vienen unas posdatas). También dejo un compilado con todos los textos referentes a Levrero que publiqué aquí o en Teína.
Nico, Juan Ignacio, Alicia: muchísimas gracias por venir y por la oportunidad de escribir una tarde y una velada luminosas para nosotros. Fue un placer enorme que compartierais esa desnudez que son los afectos más íntimos. Un abrazo grande. Nos vemos.
PD 01: En la semana, intento rescatar algunas imágenes y detalles que me parecieron imperdibles. Entre tanto, a ver si consigo alguna foto del acto. ¿Alguien tiene?
PD 02: A mi hinchada personal (Javi, Cris, Alberto, Sara, Elenita, Alejandro, Isabel, Marisa y Cristian): muchísimas gracias por venir; fue muy lindo levantar la cabeza mientras leía --cuando dejé de tartamudear, digo-- y veros ahí, atentos a los disparates que decía. También muchas gracias a Fede, Carmen, Noel, Gabriela, Pablo y Laura, que invocaron a los dioses por mí desde lejos de Madrid y me escribieron para desearme suerte. Como se ve, la revolución levreriana de Gallegolandia está en marcha. ¡Hasta mis padres quieren leer a Levrero!*
HOMENAJE A MARIO LEVRERO
Casa de América, Madrid 17 de noviembre de 2008
Perdidos en el laberinto de las coincidencias
Rubén A. Arribas
Desde que me invitaron a participar en esta mesa, le di muchas vueltas a qué podía decir. María Casas y Constantino Bértolo me pidieron que diera mi visión como lector; sin embargo, desoí su consejo y, por alguna razón, me enfrasqué en una aventura temeraria: intentar abarcar y esquematizar una literatura escurridiza como pocas. Eso puede hacerse cuando uno guarda la distancia del crítico, pero resulta muy difícil cuando se está imbuido del entusiasmo del lector.
Yo quería venir aquí y hablar del realismo interior y de cómo Levrero lee dentro de sí la llamada «realidad exterior», de su fascinación por la actividad cerebral, quería explicar que su escritura es orgánica, o incluso qué les enseñaba a sus alumnos en los talleres... Por suerte, el jueves pasado caí en la cuenta del error: quería venir a contaros ideas.
Y es que nada más contrario a la concepción artística de Mario Levrero que buscar como detonador de un relato precisamente eso: ideas... Él las odiaba. En la autoentrevista incluida en El portero y el otro lo dejó dicho con tal claridad que me avergüenza haberlo olvidado:
No confío en las ideas; son como una jaula.Por suerte, previamente a eso había dicho esto otro:
Uno de mis grandes placeres es reconocer mis errores.No es que yo experimente un inmenso placer reconociendo que me enjaulé solito en mis ideas y que encaré de manera equivocada esta intervención; pero, bueno, es una manera de empezar. Por favor, paciencia, que ya arranco.
Eso sí, ahora lo hago ya siguiendo los consejos del maestro. Para ello partiré de mis vivencias, de imágenes que veo dentro de mí; algo que ocupaba un plano secundario en aquel enfoque inicial. Con las ideas quizá hubiera conseguido un discurso intelectual más o menos apreciable, pero no hubiera podido transmitiros lo básico del credo levreriano; a saber, que la literatura intenta comunicar una experiencia espiritual.
Sé que esto suena a Enrique Iglesias... Pero es que la literatura para Levrero —así lo dejó escrito en la famosa autoentrevista— era precisamente eso: el intento de comunicar una experiencia espiritual desde el alma del autor a la del lector. El concepto procede, entre otras fuentes, del Tao Te Ching —hay está el precepto i shin den shin: la verdadera esencia sólo puede ser transmitida de mi alma a tu alma—, y del libro Psicoanálisis del arte, de Charles Baudouin.
(Por cierto, uno de los «gustos perversos» de Levrero era Julio Iglesias. O eso le contó a Pablo Silva, en Conversaciones con Mario Levrero, donde afirmó que si bien no podía defender sus canciones, había «algo irracional» que le hacía disfrutarlas.)
Con lo de la «experiencia espiritual», no es que pretenda haceros levitar ni que por una vez os palpite el corazón a loco con la literatura ni nada por el estilo; tan sólo es que si Levrero se cansó de aconsejar «Que el relato surja de la imaginación, y no de la invención» o «Escribí lo que ves, no lo que pensás», parece adecuado que intente seguir sus consejos. Quizá así consiga dotar a mi discurso de verdad, ese concepto tan kafkianamente levreriano que señaló Ignacio Echevarría en su ensayo Levrero y los pájaros:
No es ver la verdad, sino serlo.Y en eso estoy, en intentar ser la verdad—en la medida de mis posibilidades—, más que nada porque desde el jueves pasado veo a Mario Levrero enojado conmigo por intentar armar un discurso serio, sesudo; como si con esa llave pudiera abriros alguna puerta a un mundo donde no rige el espacio-tiempo conocido. Y es que acceder a la obra de Levrero es algo así como entrar en una ciudad laberíntica donde Beckett, Kafka y Chandler caminan de la mano por Alicia en el país de las maravillas. Por tanto, aun a riesgo de enojar todavía más a don Mario —quien odiaba cualquier acercamiento a un autor que no fuera el estricto duelo mano a mano entre lector y texto—, estoy intentando aproximaros lo más levrerianamente posible a su literatura, es decir, de manera zigzagueante, errática, sin pompa ni marcialidad, por escrito, tuteándoos. Además de las ideas, si algo odiaba Levrero era la seriedad y que lo tratasen de usted. Y si tendía a algo cuando escribía, era a la digresión.
En fin, al grano.
Desde que me enfrasqué en la preparación de este acto, me han sucedido cosas muy lindas; y de algún modo todas cristalizaron este jueves cuando Gabriela Onetto —amiga íntima de Levrero, el personaje Ginebra en La novela luminosa y organizadora allá por 2001 de los talleres virtuales que idearon juntos— dejó varios documentos en mi correo. En concreto, Gabriela me envió dos archivos que cambiaron el rumbo de este discurso: la carta con que ella postuló en 2003 a Levrero al Premio Juan Rulfo y un artículo que Elvio Gandolfo escribió para el diario El País de Uruguay, donde reseñaba una colección de libros, De los flexes terpines, que había dirigido Levrero.
Voy por partes.
Primero el asunto Rulfo. En aquel momento, Gabriela —uruguaya ella— vivía en Querétaro (México) con Guzmán, su marido, y convenció al Ateneo Español de México para que presentará a Levrero como candidato a los cien mil dólares del premio, pues Levrero siempre andaba corto de efectivo. Según me contó, él jamás leyó la carta porque «se hubiera muerto de vergüenza de que lo anduviera ponderando». La carta ni siquiera la compartió con los alumnos de ambos, y nadie a excepción de la gente del Ateneo y de mí la había leído.
El texto ocupa tres páginas Word y se extiende de manera desenfadada sobre algunos puntos bien conocidos de Levrero: que nunca sería un artista de masas, que pidió la beca Guggenheim en el 2000 porque necesitaba el dinero o que el crítico Ángel Rama lo había encuadrado en la generación de «los raros». Nada nuevo. Sin embargo, el último párrafo —ese donde se intenta dar el golpe de gracia al lector— me dejó boquiabierto: se trataba de una larguísima cita de El discurso vacío... La misma, salvo la última oración, que usó Constantino Bértolo para la contratapa del libro cuando lo publicó en Caballo de Troya, la editorial que él dirige. Constantino cita un párrafo entero de El discurso vacío —182 palabras, ahí es nada— y Gabriela, el mismo fragmento, salvo la oración final.
Me explico. Entre toda la obra Levrero, que rondará las dos mil quinientas páginas, una uruguaya residente en México había extractado en 2003 una más que generosa cita —media página del libro— de una obra que Levrero había escrito en Uruguay entre 1991 y 1993, y que luego un editor español había reproducido casi tal cual en 2007. Huelga explicar que Gabriela y Constantino no se conocen ni han hablado nunca. Pero es que el asunto no termina ahí.
En la contratapa de El discurso vacío, Constantino escribió lo siguiente:
Hace unos dos años le escribí un e-mail a Ignacio Echevarría donde le preguntaba, entre otras cosas, qué hacía. Me respondió: Leyendo.A continuación, el lector encuentra el párrafo que Ignacio le transcribió a Constantino. No os leo el párrafo entero porque es largo y el tiempo apremia; con todo, y para que no os quedéis con el gusanillo, os leo al menos la primera oración:
Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores.Ya que estoy intentando ser la verdad os cuento que, en rigor no hubo un correo, sino que Constantino charló por teléfono con Ignacio y este le leyó el párrafo en cuestión. Como explica ahí Constantino, se hizo con los libros, le gustaron y quiso ser editor de Levrero. Para la contratapa, eligió contar esto que os digo y transcribir el párrafo que Ignacio le había leído, es decir, casi el mismo que aquel que Gabriela había usado en su carta para el Rulfo. Vuelvo aclarar: Gabriela nunca ha hablado con Ignacio o Constantino.
[* en esta versión escrita, incluyo el párrafo entero al final del texto]
En fin, que tenemos a una uruguaya que en 2003 intentó convencer por escrito desde Querétaro a un jurado mexicano, y terminó transmitiéndole telepáticamente un fragmento de 151 palabras de esa carta a un crítico español, asentado en Barcelona, para que este en 2005 se lo leyese por teléfono a un editor radicado en Madrid, quien, a diferencia de los mexicanos, sí que cayó rendido a los pies del escritor. Para Levrero esto sería una clara manifestación de que existe una dimensión de la realidad que no podemos aprehender con el yo consciente.
Alguno debe de pensar que estoy chiflado... Pues os aseguro que no más que Levrero. Leedlo, ya veréis. Lo que yo acabo de contar aquí es apenas un aperitivo. De hecho, las coincidencias no han terminado.
En La novela luminosa, Levrero cuenta que su padre y su madre murieron un 14 de agosto (en años distintos, se entiende); así que ese día él —hijo único como era— lo pasaba muy mal. Gabriela, amiga y confidente suya, conoció la primera versión de la obra; sin embargo, no se enganchó con el borrador y lo abandonó, y no leyó la novela hasta que esta fue publicada, ya cuando Levrero había muerto. Al hacerlo, descubrió algo que su amigo le había ocultado: ella había dado a luz a su hijo Astor en Querétaro el mismo día que murieron los padres de Levrero, el 14 de agosto. La cercanía afectiva entre Levrero y Gabriela eran tanta que ella me escribió:
Mario fue lo suficientemente piadoso para no contármelo cuando Astor nació.Levrero murió pocos días después del nacimiento de Astor, el 30 de agosto de 2004. Antes había tenido un sueño premonitorio, nítido, y que le había contado a sus amigos: había soñado la fecha exacta en que iba a morir. Gabriela dice que la erró por poco.
Tiempo después, ella y su familia regresaron a vivir a Montevideo. Este sábado en un correo me contó lo siguiente:
Hoy, luego de mucho tiempo, decidí bajar por la calle Bartolomé Mitre y pararme un momento afuera de su edificio. Y mientras venía caminando hacia allí, vi que dos edificios antes [del suyo] habían abierto un bar con un gran cartel que lo tapaba todo (...). Me puse a llorar por una rara emoción ante el misterio de las casualidades: se llama «Astor Place». Mi hijo se llama Astor; lo inscribí en el Registro Civil en México el día del entierro de Levrero en Uruguay (...). La muerte de uno y el nacimiento del otro quedaron indisolublemente ligadas.Y añado: su hijo, en realidad, se llama Astor Rubén... Es decir: él y yo compartimos al menos un nombre.
Quienes lean a Levrero encontrarán por qué esta historia tiene sentido. Si para él la literatura era el intento de comunicar —y ya sé que me estoy poniendo muy pesado— «una experiencia espiritual» narrando hechos triviales, cotidianos, qué menos que intentar ofreceros algo parecido para presentarlo en sociedad. Eso sí, reconozco mis limitaciones; si él aseguró que su literatura no le alcanzó para narrar esta clase de «experiencias luminosas», imaginaos a mí... Y es que ya lo advierten Ignacio Echevarría y él: se puede narrar la oscuridad que rodea a esas experiencias, también la necesidad de luz; sin embargo, otra cosa —muy otra— es narrar la luz del espíritu que las anima. Por el mismo carácter inefable de esas vivencias resulta casi imposible. Sólo el lector puede llenar este discurso vacío con su propia experiencia.
Por mi parte, y aunque de manera más rudimentaria, tan sólo he intentado ilustrar algo que sostiene el narrador de La novela luminosa:
El Inconsciente sabe que puede hacer muchas cosas que nuestro pobre yo consciente ni imagina posibles.Para cerrar, retomo el asunto que había dejado pendiente, el de Elvio Gandolfo y la editorial De los flexes terpines, donde Levrero actuó como editor. Tan sólo quiero mostraros que Levrero, además de usar la escritura para explorar su inconsciente y de usar sus novelas o cuentos como excusa para enviarle por telepatía su alma a los lectores, aportó también lo suyo en esta tridimensionalidad más tangible. Os leo el inicio de esa reseña, donde Gandolfo se ocupa de los quince libros que sacó en 2001 esa editorial cuyo nombre debe a un verso de Alicia tras el espejo, de Lewis Carroll:
En pleno reacomodamiento y achique de las novedades editoriales, un sello bastante nuevo difunde una colección de quince títulos narrativos de autores uruguayos, en su mayoría inéditos, o sea el sector más golpeado por las limitaciones económicas del momento. La colección es dirigida por un escritor admirado y convertido a veces en gurú por los autores jóvenes: Mario Levrero.En sus libros, Levrero suele mostrarse como un ser ensimismado con su mundo interior, «introvertido», «fóbico a las calles» o que nunca se sintió «diseñado para sobrevivir en este mundo»; sin embargo, también aportó cosas a la «realidad exterior». Otro asunto es que necesitara ayuda para ponerlas en práctica porque era un desastre en menesteres cotidianos.
De los flexes terpines surgió como consecuencia de su enfado con el mercado editorial uruguayo. Según señala Gandolfo o puede leerse a Levrero en algunas entrevistas, las editoriales uruguayas publicaban a pocos autores del país —y mucho menos primeras o segundas novelas—; los libros eran muy caros allá y nadie quería arriesgar a publicar a desconocidos u obras poco comerciales. En ese contexto, Levrero impulsó el mercado del libro de bolsillo: quería libros económicos y que albergaran propuestas artísticas que rechazaba el mercado.
(Y llegados a este punto, no puedo evitar referirme a que precisamente, ¡oh, cielos!, la Trilogía involuntaria está publicada en una editorial que se llama DeBolsillo y hace libros... de bolsillo, o que Constantino Bértolo es un editor que se dedica a publicar primeras y segundas novelas a muchos autores desconocidos.)
En este quimérico proyecto, entre otros, lo ayudaron Pablo Casacuberta y Fernanda Trías, dos escritores con 30 y 36 años menos que él. Quiero decir: sí, es cierto que Levrero tenía y tiene algo de gurú para los jóvenes. Pero aclaro: para los jóvenes de espíritu, no de edad; todavía hoy sus alumnos de taller, que formaron el grupo Narrares, se reúnen en su honor semanalmente para escribir.
Y concluyo ya este evangélico esfuerzo por acercaros hasta las puertas del mundo levreriano. Me hago cargo de que alguno considerará que cuanto dije es cháchara de vendedor ambulante de enciclopedias... Que si el alma, que si el inconsciente, que si la telepatía... De ahí que como último recurso apelaré al argumento de autoridad. En este caso, la de Rodolfo Enrique Fogwill, autor argentino de referencia. Lo hago desde la contratapa de La ciudad (y se lo dedico a vuestro yo consciente):
La literatura argentina se extiende 250 kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero.Leí bien: dice «literatura argentina». He ahí la prueba irrefutable de que Levrero es un genio. Como pasara con Carlos Gardel, el mate o el dulce de leche, los argentinos están dispuestos a apropiárselo y a convertir el asunto, dicho en rioplatense, en un afano más contra los pobres uruguayos... Y es que ya lo dijo Cortázar en alusión a Felisberto Hernández, precursor de Mario Levrero:
Qué cosa los uruguayos: esconden sus mejores valores.Sonará a tópico, pero es cierto: los uruguayos son gente especial, singular. Como cuenta Levrero en La novela luminosa, y como podréis corroborar si vais a Montevideo, al fin y al cabo Uruguay es un país donde las cartas se envían desde las farmacias, pero donde los carteros no reparten medicamentos.
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Al final de la presentación, Nicolás Varlotta, hijo de Mario, leyó ese famoso fragmento al que aludo (fragmento que, por cierto, según me contó María Casas ¡fue el que le envió Constantino Bértolo a ella y la decidió a publicar Trilogía involuntaria en DeBolsillo!). Y, ya que estamos, Ignacio Echevarría contó que él llegó a Levrero a través de Fogwill, que fue quien le envió los libros desde Buenos Aires. Ah, y Juan Ignacio llevaba un libro de Pablo Casacuberta en la mochila... Y así. Todo así. Una coincidencia tras otra. Con razón necesitamos encontrar después un par de bares donde saciar la sed. ¡A ver si repetimos, compañeros!
EL PÁRRAFO TELÉPATA
Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde ir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte, o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de apariencia inofensiva, hoy sabemos de aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que somos.
* La última oración (Y si bien hubo...) no la escribió Gabriela en su carta al Rulfo. Cuando le pregunté que si sabía por qué la había omitido, me dijo lo siguiente:
No creo que yo lo haya quitado por una causa «racional», «premeditada», sino a pura intuición, como elegí las otras frases. Claro, esta es la de cierre, y me parece increíble ahora que conozco el desenlace: al año siguiente, Levrero moriría. Quizás fue mi manera inconsciente de decírselo al jurado, pero no resultó.
MENSAJES SOBRE LEVRERO EN AVIONES DESPLUMADOS Y TEÍNA
. Levrero 01
. Levrero 02
. Levrero 03
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. Levrero 06
. Levrero 07
. Levrero 08
. Levrero 09
. Levrero 10
Gracias por tu larguísimo - sabroso comentario sobre el lanzamiento de esa colección en España de Mario (me tomo el atrevimiento por haber sido alumno suyo de un curso).
ResponderEliminarYo la verdad me acuerdo con mucha estima y admiración del maestro (coincidimos), y tu iniciativa de publicar cosas de literatura, tus lecturas y vivencias, la verdad que me hacen dar cuenta que un proyecto olvidado, pisado por el tiempo y las obligaciones, que es "rendir" digamos homenaje al maestro con un blog que hable sobre cosas de él (libros, cuentos...más que nada un muestrario de cosas impresas que de él tengo), impresiones y cosas varias - en fin redondeando - me di cuenta que está esta herramienta de los blogs que sirven para más que dar clase o hacer un diario privado. En este caso me acerca impresiones - via Pablo Silva quien difundió tu post en su mailing de el programa que hace en Uruguay - de gente afín al universo levreriano... universo que ya debería constar en enciclopedias de estilos literarios, de autores, universo que debería ser observado por los jeques del cine por la riqueza de sus imágenes y por la cadencia de las historias.
Algún día.
Por lo pronto abrazo y saludos desde Mendoza-Argentina, de un ex-alumno del Mario, curso corto de escritura a distancia.. pero que bueno.. que bueno haberlo hecho!. Saludos a los levrerianos y gracias. Mauro.
MA-RA-VI-LLO-SO!
ResponderEliminarSin palabras.
Emocionadísima, no por aparecer en la historia (bueno, quizás no solamente), sino porque realmente captaste *de qué se trata* Levrero.
Y fuiste valiente en un mundo de intelectuales racionales despiadados! :-)
ES-PEC-TA-CU-LAR
Club de Fans de Ruben A. Arenas
Un amigo me paso el blog.
ResponderEliminarSimplemente para dejar constancia de que pasé-leí y tb me emocioné por ver reflejadas ciertas cosas que el mundo levreriano produce en uno y en otros.
Como sea, mucho gusto, saludos y suerte en la evangelización...
caf.-
Mauro:
ResponderEliminarGracias a ti por leer y dejar tu comentario. Sólo conocí a Levrero a través de sus libros; así que me alegra saber que sus ex alumnos me aprueban y se sienten representados por el texto.
Y, claro, adelante con ese blog levreriano; compartir ese saber tuyo y ese entusiasmo ayudarán a que se acerque más gente a su obra. También te permitirá reelaborar cómo miras tú la literatura o reordenar ideas, y eso lo encuentro muy rico. Los blogs son geniales como herramientas de trabajo, de verdad.
Además, estoy convencido de que Levrero sería un bloguero más que notable en este ciberespacio. Digo: quizá sea una manera de conectarse con alguna otra dimensión...
*
Sor Juana Onetto:
El agradecido soy yo por la calidez de los levrerianos y la ayuda que me prestaron; en especial la tuya.
Y ya le dije, no estaba seguro de si me iban a echar a patadas de la mesa... Pero no, aplaudieron y dijeron que les gustó. Es más, mi amigo Javi salió --hoy me enteré-- corriendo a comprarse "La novela luminosa".
¿Aprobé el examen entonces? ¡Bien, carajo! ¡Bien!
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CAF:
El emocionado soy yo con los correos que estoy recibiendo y los mensajes que estáis dejando en el blog. Ojalá que, entre todos, estemos moviendo algún engranaje no sabemos dónde y que cada vez más gente se acerque al Mundo Levrero.