28 de febrero de 2016

Metáfora y memoria, Cynthia Ozick

En el ensayo «Blues de la alta cultura», contenido en Metáfora y memoria (Mardulce, 2016), Cynthia Ozick da cuenta de un fenómeno global: en la era de la publicidad y el mercantilismo, el silencio de los medios de comunicación equivale casi a la defunción de quienes escriben. Ozick nos lo explica desde la perspectiva de quien ha nacido en 1929 y ha visto pasar más de 80 años de agua por debajo de los puentes literarios. Y lo hace a partir de dos noticias, una relativa a Jonathan Franzen y otra a Philip Roth. Los ejemplos son estadounidenses, pero trasladables a cualquier país del ámbito hispanoamericano.

En resumidas cuentas, lo que sucedió con Franzen es que este se negó a asistir al programa de la todopoderosa celebridad mediática Oprah Winfrey. ¿La razón? Según explicó el autor de Las correcciones, lo que él escribía pertenecía a «la gran tradición literaria» y, por tanto, no quería participar en un programa de televisión que recomendaba libros sensibleros, unidimensionales y «que le daban vergüenza ajena». Entre convertirse en una celebridad y ser aceptado por la alta cultura, de algún modo, él prefería lo segundo. A continuación, como no podía ser de otro modo, se organizó un guirigay colosal, y a Franzen le llovieron palos de todo el mundo, hasta de Harold Bloom.

Tiempo después, Philip Roth, uno de los escritores más icónicos y multipremiados de la literatura estadounidense, publicó El oficio, un libro que incluye «entrevistas, reflexiones, intercambios» con «diez de las figuras más significativas del siglo XXI» y un «notable ensayo de homenaje» que se llama Releyendo a Saul Below. Sorprendentemente, casi nadie le hizo caso. Y casi nadie es... casi nadie. Ozick lo relata en su ensayo con detalle en este párrafo tan demoledor como clarificador sobre en qué consiste el ostracismo en estos tiempos tan posmodernos:
Por el contrario, cuando El oficio apareció en el primer año del siglo XXI, fue recibido con un silencio casi total. Publishers Weekly, al dar cuenta obligada de su publicación, denigró esta generosa, iluminadora y desinteresada obra de indagación cultural y de admiración feroz como una prueba del egoísmo de Roth; un punto de vista falso, rancio e impertinente en ambos sentidos. Quizá hubo otras reseñas, quizá no. Lo notable es que El oficio no resultó notable. Nació en el silencio. No atrajo demasiada atención, o más bien ninguna, ni siquiera entre los editores de revistas intelectuales. Nadie lo elogió, nadie lo condenó. Ninguna criatura literaria se movió para responderle, ni siquiera un piojo.
Previamente, Ozick —admirada por David Foster Wallace y que en algún momento fue joven escritora antes que futurible para el Nobel—, había dicho:
Hace cincuenta años, no me cabe duda de ello, esta publicación habría sido un Acontecimiento, un hito cultural, una ocasión para calentar el caldero literario de Nueva York, tanto como el explosivo —y efímero— anhelo de Franzen, o incluso más. Hace cincuenta años, la publicación de El oficio habría sido el tema de conversación en cientos de madrigueras de estudiantes universitarios y en cenas clasemedieras, en columnas sobre libros y chismes culturales, en indignados cenáculos de jóvenes lectores rebosantes de envidia y ambición.
Y, sin embargo, ya no lo es... Un libro de Roth ya no calienta casi nada —ni a favor ni en contra—; una frase desafortunada y rechazar una invitación de una celebridad que puede hacerte millonario a tu editorial y a ti, en cambio, puede originar un fuego difícil de apagar. Así están las cosas, digo, en el país que coloniza culturalmente buena parte del planeta (y así estamos probablemente también nosotros, que reproducimos sus mecanismos y tics uno por uno).

Todo ha cambiado mucho desde la década del 60 y del 70, y sería largo analizar los factores que han influido en que eso sea así. Por mi parte, quiero rescatar un par de conclusiones de Ozick sobre la dirección en que ha cambiado la sociedad estadounidense. Una es que hace 50 años nadie habría hablado con «tanta jactancia, ni con tanta vaguedad, de la tradición de la alta cultura», como hizo Franzen. Eso la lleva a concluir que hoy parece que nos hemos acostumbrado a que para producir alta cultura alcanza con una simple ironía publicitaria, con una frase como la de Franzen. También que defender un mínimo de jerarquía intelectual termina siempre en acusaciones de esnobismo y discriminación.

La otra es que hubo un momento en que debatir sobre libros en la tele no estuvo en manos de gente «voluntariosa y bienintencionada» como Oprah Winfrey (que es como decir que en España tarde o temprano terminará en manos de Bertín Osborne, Ana Rosa Quintana o Anne Igartiburu...). Es más: la discusión sobre autores y autoras intelectualmente competentes formaba parte de las reuniones de amigos, de los temas habituales de conversación. O dicho de otro modo: hubo un tiempo en que la publicidad y el ruido mediático no eran lo bastante potentes para neutralizar los discursos relevantes. Hoy, como señala Ozick hablando de ese libro de Philip Roth, lo normal es que los libros nazcan en el silencio. La superficialidad del márketing —premeditado o no— desplaza con una facilidad pasmosa a otros discursos más elaborados en su intento por ocupar e influir en la plaza pública. «Todo es mercado», como afirma Constantino Bértolo, en La cena de los notables.

Quizá eso explique las mil y una maniobras de las nuevas generaciones literarias por hacer ruido, el que sea, pero ruido. Y es que el dicho uruguayo parece más revelador que nunca: «¿Quién sos vos que la radio no te nombra». Incluso Franzen parece más y mejor escritor —más relevante— que Roth por efecto de su incidente. De hecho, rechazar la invitación no fue una operación tan beneficiosa comercialmente como haberla aceptado; sin embargo, que le zurraran un poco en los medios también lo ayudó a vender montones de libros (¿ha dejado de vender alguna traducción en España, por ejemplo?). También le sirvió para posicionarse como escritor: ahora muchos se sienten obligados a tener una opinión formada sobre Franzen, y no tanto sobre Roth.

Por cierto, Oprah Winfrey nunca criticó a Franzen por su desplante. Es más: su digestión de todo aquello terminó en forma de un programa a Anna Karenina y otro para Faulkner. Cada quien que saque sus conclusiones de este complejo entramado multivariable en que unos publican libros y otros los leemos.

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P.D.: Rescato un par de entrevistas que le hicieron a Cynthia Ozick en España: esta de El Cultural y esta otra de El País.

21 de febrero de 2016

Pegame que me gusta, Lalo Barrubia

Pegame que me gusta (Criatura Editora, 2014), de Lalo Barrubia, forma parte de una suerte de trilogía que esta narradora uruguaya ha dedicado a su generación. Cada libro de esta trilogía —que me acabo de inventar ahora mismo— explora un momento vital distinto de quienes nacieron, como la autora, alrededor de 1967 en Montevideo.

A tenor de lo leído en Arena (Planeta, 2003), en la novela que estoy reseñando —publicada por primera vez en 2009— y en Los misterios dolorosos (HUM, 2012), esa generación estuvo marcada por dos hechos. El primero, haber vivido su infancia y su adolescencia bajo la dictadura (1973-1985). El segundo, los 20 años ininterrumpidos de gobiernos de derecha —conniventes con los militares— que dieron forma a la etapa posdictadura. En estos términos, y a la luz de lo que se ve en el documental Mamá era punk, debió de ser bastante complicado ser joven, urbanita y rebelde en las décadas de los 80 y los 90 en Uruguay. Los tres libros que menciono dan buena cuenta de ello.

Así, en Arena vemos una suerte de juventud tan beatnik que a veces remite incluso literalmente al Kerouac de En la carretera o de Los subterráneos. Por las páginas de esta primera novela, pululan una pléyade de jovencitos que van de transgresores, modernos y diferentes —punkis crestones incluidos— y que vagabundean de playa en playa, como gente que está en el camino (si bien con bastante menos literatura y jazz que Corso, Ginsberg y compañía, pero con una cantidad de hongos alucinógenos parecida). A decir del libro, el espíritu de esa década se resume en este breve ideario:
Son los ochenta, la ética está pasada de moda, man. Luchá por sobrevivir. Si yo quiero vino, tomo. No hay futuro y me chupa un huevo lo que le pase a los demás. Luca ya murió, ¿sacás? ¿Luca? ¿Y qué tiene que ver Luca?
Por tanto, su disconformidad con el país, lejos de convertirse en acción política, queda en un canto —uno más— a la autodestrucción a través del alcohol, las drogas y el sexo sin protección. Leído en clave española, la historia de esos chicos tiene bastante en común con lo que nos contara Elena Figueras en Creíamos que también era mentira sobre la Movida madrileña.

Cronológicamente, Los misterios dolorosos es la última novela de esta trilogía. En ella, la narradora tiene pinta de ser una de las chicas que sobrevivieron a los excesos que se narran en Arena y que, afincada en Noruega, pasados hace rato los 40 años, revisa en plan novela de aprendizaje cómo ha sido su vida hasta llegar al momento actual. También en quiénes se han convertido ella y aquellos amigos beatniks —los que no murieron de sobredosis o sida, se entiende—, muchos de los cuales formaban parte de la escena underground montevideana. Es una novela sobre las miserias personales de alguien que integró aquello que otros llamaron «una nueva juventud» y que terminó con la sensación de haberse quedado bastante sola peleando contra el enemigo.

Toda esta introducción venía a cuento de lo siguiente: 1) Pegame que me gusta es la novela que comprende el momento vital intermedio entre Arena y Los misterios dolorosos; 2) me he leído las tres novelas y, si no digo lo de la trilogía, reviento.

Cuando lo underground es solo un envoltorio

Pegame que me gusta nos cuenta la incapacidad de cuatro veinteañeros uruguayos —Gary, Laura, Pato y Adriana— para formar una pareja estable, sana y feliz en la década de los 90, en plena posdictadura conservadora uruguaya. Los cuatro vienen de formar parte de una juventud que, como se dice en Arena, se mandó unas «cagadas monstruosas», en sintonía con la vibración autodestructiva que emitía el país. Los cuatro deben comenzar a labrarse un futuro laboral en mitad de una crisis económica que está obligando a migrar a mucha gente. Y los cuatro, por unas razones u otras, están en el momento de intentar construir una pareja lo bastante seria como para tener hijos.

Estructuralmente, el peso de la novela recae sobre dos narradores: Laura y Pato. En capítulos alternos, cada uno nos va contando su historia vital y la de su pareja. Nada más empezar nos encontramos con ambos en la misma escena: ella está embarazada de 7 meses y le pide a Gary que eche de casa a su amigo Pato, que lleva durmiendo unos días en el sofá. Pato ha venido de San Luis —cerca de Piriápolis— y está en Montevideo en virtud del acuerdo que tiene con Adriana: ella vende artesanías los tres meses de verano, él trabaja los tres de invierno —ha venido a vender calcetines— y los otros seis meses los dedican a construir su casa. Todo empieza mal y, conforme avance la novela, las cosas solo empeorarán.

Además de dar cuenta de la precariedad económica que debió enfrentar aquella generación, Pegame que me gusta trasluce también la precariedad intelectual y emocional asociada a una parte de la contracultura (o cultura underground). A lo largo de la novela, es tan fascinante como decepcionante comprobar que la rebeldía juvenil de estos personajes —salvo quizá Adriana— no era más que un envoltorio, un discurso insustancial, hueco y disociado casi siempre de la acción. Y es que, como bien sabemos, una cosa es autoproclamarse progresista, moderno, anticapitalista, de izquierdas o lo que sea, y otra muy distinta es serlo, practicarlo en el día a día.

Anarkos, artistas revolucionarios y otros animales domésticos

Por eso, esta novela merece la pena leerla prestando atención a cómo se cuentan a sí mismos los personajes y viendo lo que, en efecto, hacen. Así, Laura, antes de conocer a Gary, era la típica persona que buscaba diferenciarse a través del aspecto: vestía vaqueros rotos, se pintaba los labios de negro y llevaba anillos con calaveras. Por un lado, su pose de femme fatale le servía para escenificar lo «humana, justa y anarquista» que ella era; por otro, para mirar por encima del hombro a los demás y considerar a sus «vecinos y a todos los demás como gente menos valiosa». De ahí que sus perfomances de danzarina anticapitalista para cuatro gatos o rajar bolsas de pañales en un hipermercado le pareciesen arte revolucionario, mientras que ver a un obrero que trabajaba para dar de comer a su familia lo juzgase como algo de «gente sin aspiraciones ni grandes destinos».

Sin embargo, a la hora de evaluar esa otra obra de arte que es la vida, encontramos pocos elementos transformadores en la de Laura. Ella es una persona con baja autoestima y que jamás ha podido resolver la relación conflictiva que tiene con su madre; así que, cuando se pone en pareja con un artista plástico egocéntrico y dominante como Gary, acepta anularse y hasta mantenerlo económicamente. De hecho, como él considera que «dedicarse a su obra era su actitud revolucionaria», ella renuncia a casi cualquier aspiración laboral, afectiva y artística, y por ende asume casi en exclusiva el cuidado del hijo de ambos. Tanto mirar a la gente por encima del hombro, en fin, para terminar reproduciendo un sistema patriarcal clásico.

Quizá lo más sangrante de un tipo como Gary sea escucharlo pontificar sobre cómo debe interactuar la obra con la sociedad y, en paralelo, ver que acepta de buen grado que su madre o su pareja lo mantengan económicamente, sin que a él le preocupe gastar su dinero en marihuana, cocaína o cervezas con los amigos. Es más: cuando Laura decide retomar el baile y ser algo más que la madre de su hijo, él, con tal de no perder sus privilegios machistas, la humilla y la golpea. Para que luego alguien venga con el cuento de la autonomía del arte, digo.

En la otra pareja, tampoco van mejor las cosas. Allí Pato dice ser un «héroe posroquero predicador de la libertad y del anarquismo». De hecho, se considera lo bastante cool como para preferir a Gregory Corso a Bukowsky, y hasta piensa que puede llegar a ser un Jim Jarmusch del cine montevideano, pese a que ni tiene cámara propia ni ganas de trabajar para comprarse una. Solo por ser pobre, Pato juzga a los demás y, a veces, se llena la boca diciendo estupideces sobre política, sin darse cuenta de que su actitud no es contestataria, sino irresponsable e imbécil. Tanto es así que entre sus grandes éxitos figuran abandonar y no hacerse cargo de la manuntención de sus hijas durante un año o menudear y ponerse hasta las cejas de cocaína. También meterle los cuernos a Adriana con María, una saxofonista de clase de media, cuyo gran mérito es tener una casita humilde con sábanas limpias, velitas con olor a lavanda y avena para desayunar.

Por su parte, Adriana tampoco es el gran ejemplo de casi nada; con todo, es la más coherente y sensata de los cuatro personajes principales de la novela. ¿La razón? Probablemente que su juventud de borracheras hasta caer inconsciente en cuanto festival de música se le puso a tiro la convirtió pronto en madre soltera, algo que la obligó a espabilar rápido. Ella, a diferencia de Laura, transmite fuerza y resolución. También claridad en su proyecto vital, por precario que sea este (venta de artesanías, casa construida con sus manos, vida familiar con sus hijas en un pequeño pueblo). Por eso, a pesar de que Pato, a diferencia de Gary, trata de redimirse, ella terminará dándole una patada en el culo y siguiendo sola su camino.

Al menos en algo hay que ser íntegro

La crítica de Barrubia viaja en los dos sentidos: el masculino y el femenino. Los tipos como Pato y Gary, desde luego, carecen de credibilidad a la hora de enarbolar un discurso político o estético. De hecho, a quienes se sientan identificados con ellos cabría recomendarles leer a Hans Magnus Ezensberger citando a Durruti en plena Guerra Civil española: «Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, quiere decir que no has comprendido nada». Uno no es lo que dice, sino lo que hace. Pegame que me gusta lo deja bien clarito.

Por su parte, a las mujeres como Laura cabría preguntarles, como hacía un personaje con otro en un ensayo de Belén Gopegui, por el argumento de su vida. ¿De qué trata una existencia así, tan desflecada, incongruente y confusa? ¿Por qué la vida de Laura, como le pide su profesora de baile, no puede ser el relato de alguien que se aferra a ser íntegra al menos en algo, en vez de culpabilizarse y transigir con ser cornuda, víctima de malos tratos y financiasta de un vago? En definitiva, ¿por qué le cuesta tanto a una persona como Laura respetarse y hacerse respetar, esto es, poner en práctica eso que le dice su profesora de que «cuando empezamos a perder el respeto por el otro, está todo perdido»?

La respuesta, de algún modo, está en el propio título de la novela: Pegame que me gusta. Por eso, como leí en esta reflexión sobre hasta dónde lo personal es político, no está de más revisar «qué tipo de vínculos componemos y qué compromisos asumimos», no vaya a ser que precaricemos aún más nuestras vidas de lo que ya lo están.

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P.D.: El fin de semana del 26, 27 y 28 de febrero Lalo Barrubia actuará en Centrifugados, un festival de poesía y edición independiente que se celebrará en Plasencia (Cáceres). Si no estoy mal informado, lo organiza la editorial Ediciones Liliputienses, que publicó en 2013 su poemario Borracha entre ciudades.

P.D.: Aquí la escritora uruguaya lee un fragmento de su obra, aquí se puede leer un fragmento de la novela, aquí hay una videoentrevista con ella y aquí una perfomance. También tiene su aquel, que diría mi abuela, esta columna de Quintín.

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Actualización (2/04/16): Acabo de publicar también la reseña de Los misterioso dolorosos (Casa Editorial HUM, 2013).

14 de febrero de 2016

El Hambre, Martín Caparrós (y 2)

La 1.ª parte de esta reseña sobre El Hambre (Anagrama, 2015), de Martín Caparrós, la publiqué la semana pasada y se accede por aquí. Anuncié que iban a ser 25 ideas; pero, al final, la cosa ha quedado en 27 (y un bis). Cosas de bloguear, en fin.


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27 IDEAS PARA REPENSAR EL HAMBRE (Y EL CAPITALISMO)  | parte 2


15. El sesgo femenino (parte india). El 60 % de los Hambrientos son mujeres. Para comprender esa cifra, Martín Caparros nos sugiere visitar la India o Bangladés, donde ser mujer y morir en el intento es el pan nuestro de cada día. Quizá el caso más sangrante sea la ciudad india de Vrindavan, donde está radicado el templo de Sri Bajwan Bhajan, un lugar donde las viudas hinduistas van a arrepentirse de que su mal karma haya llevado a la tumba a su esposo (leer para creer, sí). Apartadas de la vida —por jóvenes que sean—, se entregan en oración al dios Krishna, mendigan a diario algo para comer y esperan que un buen día la muerte se acuerde de ellas. Como en otros países, en la India, ser mujer puede convertirse en un castigo y estar penado con el Hambre.

16. El sesgo femenino (parte bengalí). En Bangladés, más de 6 millones de mujeres malviven cosiendo para multinacionales de variada procedencia. Los accidentes laborales, las condiciones insalubres de vivienda, el hacinamiento familiar o la explotación laboral son moneda corriente. Sin embargo, cada tanto, nuestros medios emiten el reporte de los beneficios de Inditex con una suerte de orgullo nacional, como si Amancio Ortega fuera el Rafa Nadal o el Gasol de nuestros negocios, y debiéramos celebrar como un triunfo colectivo sus logros económicos individuales. En serio, ese señor que aumentó su fortuna en unos 20.000 millones en 2012, ¿ni siquiera tiene que ver un poquito con la explotación laboral y el Hambre que pasan las mujeres bengalíes?

17. La reencarnación en su versión capitalista. Hay 1425 millones de personas que gastan menos de 1,25 dólares al día. Bien, atentos al dato: muchas vacas de la Unión Europea reciben un subsidio de unos 2,20 dólares por día... Es decir: las vacas europeas son más ricas —en el sentido económico, se entiende— que «3500 millones de personas, la mitad de la población mundial». Con razón, señala Caparrós, suele decirse que «el sueño del granjero indio es renacer como vaca europea». Y no solo el suyo, seguro que también el de los granjeros de Malí, Chad o Burkina Faso, cuyos Gobiernos publicaron en su día un artículo en el New York Times diciéndonos: vuestros subsidios nos están matando. Eso sí, convengamos que el sueño del granjero indio es bastante modesto; puesto a reencarnarse, mejor le iría si lo hiciera en Carlos Slim, ese señor mexicano cuya fortuna supera el PIB de 128 países. O en Warren Buffet, ese otro multimillonario que hace tiempo declaró que existe una guerra de clases y que la suya, la de los ricos, va ganando por goleada.

18. Hubo tiempos mejores para los pobres. A propósito de su país, Martín Caparrós entrevista a la antropóloga alimentaria Patricia Aguirre, cuya conclusión resulta aterradora: en la Argentina, allá por la década del 60 y del 70, los pobres comían mucho mejor y más sano que ahora. La gran diferencia estriba en que entonces los pobres comían cortes de carne más baratos que los ricos; pero, al contrario de lo que sucede hoy, ingerían ese tipo de proteínas de manera habitual. Actualmente, las familias pobres no pueden comprar apenas carne, verdura o fruta, y priorizan todo aquello que es barato y sacia. En el mejor de los casos se alimentan de pasta, pan o polenta; en el peor, de comida ultraprocesada, llena de grasas trans y azúcares, calorías vacías y colesterol. Por eso, ahora se da una paradoja única en la historia de la Argentina: los ricos son flacos y los pobres, gordos. Y todo eso sucede en un país que en el siglo XX supo ser granero del mundo y que, como Uruguay, alguna vez presumió de tener más vacas que personas. Tomemos nota los demás, digo.

19. La favelización de las metrópolis.
Las dictaduras militares del siglo XX y el neoliberalismo de los 90 reemplazaron, en palabras de Caparrós, la violencia orgánica de la clase obrera por «la amenaza de la violencia inorgánica villera». Quienes tenían el poder optaron por combatir y aniquilar la primera —organizada, laboral y de clase—, y estimular la segunda, caracterizada por ser individual, desmarañada, drogona y pistolera. Así, muchos barrios obreros han devenido en cantegriles, villas miseria, colonias populares, favelas, slums... Es decir: en zonas urbanas donde hacinar a los llamados «excluidos económicos». Además, como bien sabemos, el Estado suele brillar allí por su ausencia, y con frecuencia cede el control a los narcos o delega su responsabilidad en las ONG. A decir de Mike Davis en Planet os Slums, esta clase social —la más pobre de todas, la más Hambrienta— es la que más ha crecido en los últimos años. De hecho, ya representa alrededor del 20 % de la población mundial y, en ciudades como Bombay, supone una mayoría social (el 60 % de la ciudad es villa miseria).

20. Lecciones apresuradas sobre economía moderna y global.
De manera simplificada, la economía mundial funciona más o menos así: hoy «un pollo en Senegal ya no vale lo que vale un pollo en Senegal, sino lo que podría costar en París o Nueva York si conviniera transportarlo». Dicho así, parece un cambio de reglas inocuo. Sin embargo, el problema viene cuando al Gobierno francés o al estadounidense les da por subvencionar el pollo a sus ganaderos (que suelen estar muy cabreados, por cierto, y suelen presionar para que eso suceda). De hecho, puede que terminen subvencionando hasta el transporte (si la paz social así lo requiere). Entonces sucede que los productores de pollos senegaleses, ven que sus pollos no se venden y, a lo mejor, como ha pasado con los granjeros indios, les da por suicidarse porque ven imposible competir contra semejantes gigantes económicos. Caparrós insiste varias veces a lo largo del ensayo en dos pensamientos capitalistas que explican la muerte de las economías de subsistencia: 1) «la comida no se produce, se compra»; 2) «no mata el atraso, sino el desarrollo de otros».

21. Al inframundo se baja desde el planeta Tierra.  Ni siquiera la villa miseria, la favela o el slum son ya el último escalón social. En la India, por ejemplo, existe un nivel de miseria aún mayor: el de los pavement dwellers, personas que casi a diario buscan dónde poner cuatro palos y un plástico para vivir, y que por ello sufren la ira de sus vecinos y vecinas. En la Argentina, el nivel inferior al de la villa miseria está en una barriada estilo bengalí, como sucede con quienes viven cerca de los basurales de José León Suárez. También allí los pobres aplacan su ira pegando a otros pobres mientras pelean por conseguir comida. Cuando hablamos de descohesión social, hablamos, por ejemplo, de esto.

22. A la modernidad lo agrario no le parece cool. En los países ricos, la agricultura es una actividad demodé, poco apreciada... Es más: el sector vive una crisis vocacional entre los jóvenes semejante a la del sacerdocio católico. Por tanto, si casi nadie quiere cultivar el campo y, además, quienes lo cultivan se siente infravalorados por la sociedad y desprotegidos por el Gobierno de turno, ¿adónde vamos? Es más: ¿cómo nos condiciona eso en el entramado económico global y en el tipo de país que estamos construyendo?, ¿cómo afecta eso a las economías más pobres? Eso por un lado. Por otro, la pregunta de siempre: ¿hay algún agricultor o algún consumidor español que considere razonable que las zanahorias incrementen su precio un 400 % entre el campo y la mesa? Y ya que estamos: cuando hayamos terminado de hundir nuestra agricultura, ¿qué será de nosotros, de nuestro país? O mejor dicho: ¿de quién y a cambio de qué dependeremos para alimentarnos?

23. Más economía global: el efecto mariposa en su aspecto más perverso. El gran invento de Goldman Sachs fue convertir la comida en un valor financiero, en un concepto con el que se podía especular. Gracias a esa agudeza tan insolidaria, los movimientos de la bolsa de Chicago gestaron la llamada «burbuja de la comida». Así lo explicó, según cita Caparrós, el analista estadounidense Frederick Kaufman en un artículo publicado en la revista Harpers: The food bubble: How Wall Street starved millions and get away with it. En versión breve,  y siguiendo las palabras de Caparrós en esta entrevista (min. 4), la cosa viene a ser así: cuando un trader de Chicago gana millones de dólares apostando contra la soja o a favor del maíz, al día siguiente millones de  campesinos de Sudán, Malí, Burkina Faso y demás países pobres del mundo no pueden comprar el mijo, el sorgo o el arroz que constituye casi el único alimento que toman a diario. ¿Por qué? Porque el precio ha subido tanto que les resulta inaccesible. Lo que para los trader es funny money —como el del Monopoly—, para otros es la nada divertida sensación de Hambre. Ojo, los inversores de la bolsa de Chicago no se proponen como meta hambrear a los campesinos africanos o asiáticos, tan solo es que aceptan eso como un daño colateral inherente a hacer bien su trabajo.

24. La apropiación de tierras por parte de empresas extranjeras (o land grabbing). El capitalismo, «bajo el estandarte de la globalización, el libre comercio y la ayuda a los pobres, ha patentado una nueva forma de colonialismo: el de las empresas y los multimillonarios que compran a precio irrisorio tierras en países pobres con dirigentes corruptos y que no tienen la más mínima piedad con su pueblo. Caparrós pone como ejemplo, entre otros, a la empresa coreana Daewoo en Madagascar, a un multimillonario indio en Etiopía o a los jeques saudíes en Sudán. Este movimiento comercial tiene algo de curioso y algo de perverso. Lo perverso es que montones de pequeños e ingenuos ahorradores, a través de los fondos de inversión donde ponen su dinero a trabajar, favorecen este tipo compra-venta sin saberlo (o la aceptan como daño colateral inevitable...). Y lo curioso es que los muy capitalistas inversores que se apropian de tierras en países ajenos a los suyos lo hacen porque... ¡no quieren depender del comercio internacional! Es decir: son capitalistas que desconfían del capitalismo. Muy impresionante, que diría Cortázar.

25. El desencanto (político) era esto. Yo diría que, a la vista de lo anterior —y de mucho más que excede los límites de esta reseña—, nuestro estado como especie puede resumirse en esta idea que Caparrós escribe hacia el final del libro, allá por la página 599: 
[...] ya nadie cree que los ciudadanos de Níger llegarán a vivir alguna vez como suecos, todavía muchos desprevenidos creen que algún día los nigerinos comerán todo lo que precisan. 
Y con eso, está dicho casi todo. Sin la utopía de que Níger, Haití, Yemen, Guatemala o Liberia puedan llegar a tener un nivel de vida escandinavo —y un PIB competitivo contra gente como Slim, Ortega o Buffett—, ¿qué nos queda como planeta? ¿De verdad no entendemos por qué tanta gente está dispuesta a migrar en las condiciones más infrahumanas para vivir en Estados Unidos o en Europa? ¿De verdad?

26. Redefinamos el concepto de progreso.  A falta de modelos superadores del capitalismo actual, sostiene Caparrós, la izquierda parece refugiarse en mecanismos de un pasado idealizado. En vez de estar a favor de la ciencia que multiplica la productividad de los campos por 20, la combate y propone una suerte de bucólico retorno a lo campestre: deificar lo orgánico, demonizar lo transgénico, etc. Según Caparrós, «el problema no es el cambio de paradigma productivo», sino «saber quién se beneficia de él». O dicho de otro modo: si lo que queremos es dar de comer a los mil millones de Hambrientos, la pelea no puede estar —o al menos no solo— en el huerto urbano, los grupos de consumo y demás; la pelea debe darse por un objetivo más alto: en quién, por qué y para qué ha permitido a Monsanto, Cargill y otras empresas patentar semillas, esto es, patentar la naturaleza. ¿Es todo privatizable: la sangre, la sanidad, el agua potable, las semillas, la comida...?

26 bis. Es más: la pelea está en romper con una noción de progreso técnico que «no es un intento de mejorar vidas, sino la búsqueda de que algunos acumulen más riqueza». La pelea está en conseguir que el mismo progreso científico que ha convertido en hiperproductivos los campos de Estados de Unidos o de Brasil pueda aplicarse en hacer algo parecido en los yermos campos de Níger, Etiopía o Sudán. Es una cuestión de compartir semillas, tractores y tecnología, no de privatizar el conocimiento. Eso siempre y cuando lo que nos mueva sea el bien común y, por tanto, convertir en autónomos a países a los que ahora obligamos a depender de nuestra ayuda económica a cambio de  todo tipo de negocios: uranio para centrales nucleares, metales raros para teléfonos, apropiación de tierras para agrocombustibles, petróleo, etc.

27. Nerón... y otros pirómanos. Para terminar, una historia que Caparrós pone en boca de Palagummi Sainath, y que expresa bastante bien el punto de vista global de El Hambre:
Cuando empecé a estudiar historia, tuve que leer a Tácito y sus anales. Tácito escribió sobre Nerón y el incendio de Roma. Tácito era un historiador muy desapasionado: detestaba a Nerón, pero no lo culpó del incendio; dice que Nerón no lo empezó. Sí dice que estaba muy preocupado y que tenía que distraer a las masas, y que para eso organizó la fiesta más grande de la Antigüedad. En la bella prosa de Tácito, el emperador ofrece sus jardines para la recepción. Todo el que fuera alguien estaba ahí: los senadores, los nobles, los periodistas de chismes, toda la gran sociedad estaba ahí.

Pero Tácito cuenta que Nerón tenía un problema: cómo iluminar todo ese espacio, ese inmenso jardín. Se le ocurrió una idea: trajo cantidad de criminales y los hizo quemar para iluminar la fiesta. En la bella prosa de Tácito, «fueron condenados a las llamas para proveer iluminación nocturna». Para mí, la cuestión nunca fue Nerón; siempre fueron los invitados de Nerón. ¿Quiénes eran los invitados de Nerón? ¿Qué tipo de mentalidad  había que tener para meterse otro higo en la boca mientras seres humanos se quemaban para iluminarte? ¿Qué mentalidad para dejar caer aquellas uvas en tu lengua mientras las llamas consumían a alguien para darte luz? Era la gente sensible de Roma: los poetas, los cantantes, los músicos, los artistas, los historiadores, la intelligentsia

¿Cuántos de ellos protestaron? ¿Cuántos levantaron una mano para decir eso está mal, no debería suceder, no debe seguir? Según nos cuenta Tácito, ninguno. Nadie lo hizo. Por eso siempre me pregunté quiénes eran los invitados de Nerón. Tras cinco años de escribir sobre los suicidios de granjeros, creo que tengo mi respuesta. Y creo que ustedes también saben quiénes eran. Podemos disentir acerca de cómo solucionar este problema. Podemos incluso disentir en nuestro análisis del problema. Pero creo que podemos establecer un punto de partida: podemos ponernos de acuerdo en que no seremos los invitados de Nerón.

7 de febrero de 2016

El Hambre, Martín Caparrós


¿Qué decir de un libro tan monumental y abarcador como El Hambre, (Anagrama, 2015)? ¿Cómo resumir la gran cantidad de proteína y fibra intelectual que contiene? ¿Por dónde empezar, qué dejar fuera, dónde hacer foco? Honestamente: no lo sé.

Y como no lo sé y, además, me conozco, sé que podría pasar dos años estudiándome este ensayo antes de reseñarlo; por tanto, me limitaré a anotar 27 ideas sobre el tema que desarrolla: cuáles son los mecanismos que explican la existencia del Hambre en un sistema capitalista. Por supuesto, muchos de los argumentos de Caparrós quedarán fuera de mi resumen... Pero, bueno, para eso queda la lectura completa y disfrutona de este ensayo de más de 600 páginas.

Eso sí, antes de ir a mi listado de ideas, una aclaración: por aquello de honrar el título del libro y a quienes lo protagonizan —la mujer de la portada, por ejemplo—, escribiré siempre Hambre y Hambrientos. No soy partidario de ese tipo de diacríticos, salvo en excepciones tan honrosas y merecedoras de ello como esta. Amén.


27 IDEAS PARA REPENSAR EL HAMBRE (Y EL CAPITALISMO) | parte 1

01. El problema. Hay unos 1000 millones de personas que padecen Hambre en el mundo. De hecho, alguien muere por esa razón cada 4 segundos, lo que equivale a decir que mueren unos 9 millones de seres humanos cada año. Si bien habitamos el planeta unos 7300 millones de personas, los datos dicen que producimos comida suficiente para alimentar a unos 12 000 millones. Salta a la vista que algo falla, ¿verdad? Pues bien, este ensayo se propone contarnos cuáles son los mecanismos que explican esta situación de lesa humanidad. También postula que el Hambre no se acabará si seguimos comportándonos como si fuéramos hámsters que solo saben distraerse corriendo en la ruedita de la jaula donde el sistema capitalista ha encerrado nuestro pensamiento. O dicho de otro modo: para erradicar el hambre, debemos inventar algún tipo de sistema poscapitalista.

02. La solución del Hambre es política.
Según Caparrós, las hambrunas contemporáneas no son el efecto de la falta de alimentos, sino de carecer del dinero necesario para comprarlos. Por tanto, erradicar el Hambre tiene que ver con el sistema económico que pauta nuestra convivencia. Todos los sistemas han caducado en algún momento, así que es cuestión de años, décadas o de algún siglo que otro que el capitalismo actual desaparezca y deje paso a otro sistema. ¿Y cómo será ese otro sistema? Lo deseable es que seamos capaces de construir uno que resuelva, como mínimo, la gran injusticia del actual: distribuye mal lo mucho que produce y condena al Hambre —la forma más extrema de la pobreza— a unas 1000 millones de personas. Debemos aspirar y pelear por construir un sistema gobernado, en vez de por la idea publicitaria del consumo individualista y desaforado, por la idea más comunitaria de que todos los seres humanos tenemos derecho a comer. Va de nuevo: con el sistema actual, el Hambre no se va a acabar (y, según Caparrós, tampoco alcanza con introducirle «ligeros retoques tecnoecologicos»).

03. Los Hambrientos carecen de plato favorito. El Hambre es la forma más extrema de la pobreza, y por ello quizá nos cueste entender con precisión qué significa eso a quienes de vez en cuando nos decimos cosas como esta: «Hoy, te voy a cocinar tu plato favorito». Quienes pasan Hambre son personas cuya dieta se compone de un solo alimento: mijo, arroz, sorgo, polenta... Y solo desayunan, comen y cenan eso —si es que tienen suerte— día tras día, mes tras mes, año tras año, toda una vida. Y su existencia gira, a tiempo completo, alrededor de comer esa bola de mijo, arroz, sorgo o polenta. Es más: sus ínfimos recursos económicos los dedican precisamente a (mal)comer la dichosa bola de ese único alimento al que tienen acceso. Por eso, cuando Caparrós les pregunta por su plato favorito, no entienden a qué se refiere, no saben qué contestar, desconocen esa manera tan genuina y común que otros seres humanos tenemos de mostrarnos afecto entre nosotros.

04. Ideología... es tener ideas. En pleno desprestigio de las ideologías —algunos de nuestros políticos incluso reniegan de ellas en la televisión en horario de máxima audiencia—, Caparrós reclama la ideología como vía para transformar la realidad. ¿Por qué? Porque «para conseguir cambios hay que quererlos, [hay que] tener ideas». También porque, entre otras cosas, «la única razón por la cual hay hambre en un mundo que produce suficiente comida es otra ideología». ¿Cuál? «Esa que no es una, que se presenta como la naturaleza misma: la que sostiene que lo mío es mío —y lo tuyo, ya veremos». A fuerza de renegar de la ideología y despolitizarnos, dice, una posible Nueva Revolución Francesa enarbolará como lema «seguridad, sexualidad, longevidad». Grandes y vibrantes divisas, como se ve.

05. Sin tiempo libre ni privacidad. Formar parte de los Hambrientos, implica la desaparición de lo que algunos humanos valoramos por encima de todo: el ocio y la privacidad. El Hambre es la forma más extrema de la precariedad laboral: trabajas y trabajas —y sigues trabajando— solo con un único fin: alimentarte para no morir de inanición. Y cualquiera sabe qué sucede cuando te hurtan el tiempo libre y solo puedes pensar en sobrevivir: no tienes ni tiempo ni fuerzas para rebelarte. Además, si el Hambriento llega a tener algo de tiempo, lo normal es que lo disfrute en un sitio bastante poco parecido a lo que otros llamamos hogar, despacho, mi cuarto, etc., y que ese paupérrimo espacio vital tenga que compartirlo con más gente. ¿Va en serio, de verdad, eso de que esta es la única alternativa? ¿Quién puede rebelarse y reclamar sus derechos en estas condiciones?

06. La ficción de lo global. El concepto de mundo globalizado es una sofisticada ficción creada de modo interesado por quienes tienen más riqueza en este planeta. ¿O es que la globalización ha convertido a África en un continente donde sus habitantes quieren vivir en vez de emigrar? Lo global es una ficción que, entre otras cosas, se basa en la lectura sesgada de unos datos que rara vez son fiables... Eso por un lado. Por otro, ese relato ilusorio de lo global persigue instalar dos argumentos taimados en nuestro imaginario: 1) todos lo problemas son culpa de los extranjeros (y casi nunca de nuestros ricos nacionales); 2) la culpa del hambre en Ghana, por supuesto, es solo del Gobierno ghanés.

07. Los derechos humanos y las moscas. Cuando se pasa Hambre, el cerebro se deteriora, las facultades cognitivas se desploman, la cosmovisión se estrecha hasta entrar por el ojo de una aguja de coser. Según Caparrós, los Hambrientos viven presos de los límites de su pensamiento, entre otras razones, porque entre la malnutrición y los interesados en hambrearlos les han robado la capacidad de imaginar que su situación es injusta y que existe una salida. Talima, una mujer bengalí, describe el Hambre como el zumbido de cien mil moscas en la oreja. ¿Se puede pensar en algo razonable con semejante ruido arrasándote la cabeza?

08. Cuatro datos para entender dónde vivimos. Uno: el 5 % de los más pobres de Alemania tienen más ingresos promedio per capita que el 5 % más rico de Costa de Marfil. Dos: el 90 % del suelo africano carece de registro legal apropiado, entre otras razones porque es un continente en guerra donde circulan unos 70 millones de kalasnhikov. Tres: China debe alimentar al 20 % de la población mundial —la suya, sus 1000 millones de chinos— y, sin embargo, dispone apenas del 8 % del suelo arable del mundo. Y cuatro: la FAO dice necesitar 30 000 millones de dólares para erradicar el Hambre y, sin embargo, nunca consigue los fondos necesarios... ¿Alguien recuerda cuánto costó rescatar a Bankia, a Lehman Brothers y a tantos otros bancos?

09. La religión como inhibidor de la conciencia política.
Muchos de los Hambrientos están convencidos de que tienen el estómago vacío porque el mundo es así. Porque esto es lo que hay. Porque a alguien le toca perder para que otros ganen. Porque Dios, Alá, Krishna o cualquiera que sea el dios al que adoran —salvo al del conocimiento— así lo ha dictaminado. Viven en una suerte de fatalismo determinista donde el hambre alimenta la creencia, y la creencia alimenta el hambre. Ya lo dice Caparrós en casi cada entrevista que concede: «Me he encontrado pocos hambrientos ateos por el mundo».

10. El eufemismo como retórica posmoderna. Hace tiempo que al capitalismo, por razones obvias, se lo llama libre mercado —suena bien lo de libre, ¿verdad?—; por razones igual de obvias, los burócratas del mundo han renombrado el Hambre como inseguridad alimentaria y la miseria, como pobreza extrema. El nombre de las cosas importa, claro; por eso están quienes compran y venden biocombustibles en vez de agrocombustibles, pues convengamos que transformar 170 kg de maíz para producir 1 tanque de etanol-85, en vez de usarlo para dar de comer a un chico zambiano, mexicano o bengalí, tiene poco de bio. De hecho, y por seguir con los eufemismos contemporáneos, las fuerzas colonialistas prefieren autodenominarse socios comerciales preferentes... Con razón, la oenegé Vía Campesina tuvo que acuñar la expresión soberanía alimentaria. Al Enemigo, hay que combatirlo también ahí, en el terreno semántico.

11. La superstición también mata lo suyo. Por desgracia, los Hambrientos del mundo confían más en un médico ayurveda, en el marabú de su tribu, el kabiraj de turno o en cualquier otro curandero avalado por su tradición que en los profesionales de Médicos Sin Fronteras. Ese es también un límite mental que supone que muera mucha gente que, de otro modo, podría salvarse. El Hambre también tiene que ver con la educación, con la capacidad de disponer de herramientas intelectuales para tomar decisiones que te conduzcan a vivir mejor. Quiero decir: lamentablemente, los Hambrientos también ponen de su parte para que les pase lo que les pasa. La religión, la superstición, el machismo o el patriarcado son cuatro de sus aportaciones más notables.

12. La ficción numérica.
¿Con qué números hay que pensar un país como la India, paradigma de las llamadas economías emergentes? ¿Con aquellos que dicen que son «la democracia más grande del mundo» debido a que tiene una población de 1200 millones de personas, que muestran un PIB creciente, que exporta toneladas de comida, que es el segundo país con más billonarios —53—, etcétera? ¿O con aquellos que muestran que la India tiene más de 250 millones de Hambrientos y que 836 millones de personas viven con menos de 20 rupias al día? ¿Pensamos el mundo con los datos de organismos como el FMI y revistas como The Economist o lo pensamos a través de los que aportan Oxfam, Médicos Sin Fronteras y demás gente comprometida con erradicar el problema?

13. La malnutrición, una enfermedad con diferentes apariencias. Algo diabólico de la malnutrición es que se manifiesta de manera distinta en Níger que en la Argentina, en Bangladés que en Estados Unidos. En los países pobres, los malnutridos son gente más o menos famélica y, en el caso de los niños, calificarlos de malnutridos depende de algo tan surrealista para una madre africana o sudasiática como el contorno del brazo de su hijo. En los países ricos y no tan pobres como los más pobres del mundo, la malnutrición toma la forma opuesta: la obesidad. ¿Por qué? Porque su alimentación es una mierda: precocinados, grasas trans, azúcares en cantidades industriales, carbohidratos refinados a tutiplén y, por extensión, todo aquello que sea barato y saciante.

14. Más (y más) datos. El libro de Caparrós está lleno de datos. Hay tantos que, al final, no sé cuál es el más crudo... En fin, yo lanzo unos cuantos más, por si alguno le conmueve alguna fibra a alguien: en Bangladés, tres de cada cien niños recién nacidos mueren de Hambre y, de los que sobreviven, el 46 % morirá de lo mismo cuando sea un adolescente o un joven. ¿Es tan alocado y demagógico autoexigirnos, como europeos, occidentales y blablablá, que no tiremos a la basura entre el 30 y el 50 % de la comida que compramos? Ya sé que eso no soluciona lo del Hambre; pero, al menos, nos pone en una senda hacia la cordura, ¿no? ¿O es que es razonable desperdiciar una media de 100 kilos de comida por año y habitante, y que los africanos y asiáticos solo malgasten unos 10 kilos?
 
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[ Continuará la semana que viene. Entre tanto, y por si alguien quiere leer algo más sobre Martín Caparrós en este blog, enlazo las entradas que le dediqué a dos libros suyos: El Interior y Una luna. Asimismo, a modo de complemento vitamínico, recomiendo leer esta entrevista donde está muy bien explicado, entre otras cosas, el punto de partida del libro. ]

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