21 de febrero de 2016

Pegame que me gusta, Lalo Barrubia

Pegame que me gusta (Criatura Editora, 2014), de Lalo Barrubia, forma parte de una suerte de trilogía que esta narradora uruguaya ha dedicado a su generación. Cada libro de esta trilogía —que me acabo de inventar ahora mismo— explora un momento vital distinto de quienes nacieron, como la autora, alrededor de 1967 en Montevideo.

A tenor de lo leído en Arena (Planeta, 2003), en la novela que estoy reseñando —publicada por primera vez en 2009— y en Los misterios dolorosos (HUM, 2012), esa generación estuvo marcada por dos hechos. El primero, haber vivido su infancia y su adolescencia bajo la dictadura (1973-1985). El segundo, los 20 años ininterrumpidos de gobiernos de derecha —conniventes con los militares— que dieron forma a la etapa posdictadura. En estos términos, y a la luz de lo que se ve en el documental Mamá era punk, debió de ser bastante complicado ser joven, urbanita y rebelde en las décadas de los 80 y los 90 en Uruguay. Los tres libros que menciono dan buena cuenta de ello.

Así, en Arena vemos una suerte de juventud tan beatnik que a veces remite incluso literalmente al Kerouac de En la carretera o de Los subterráneos. Por las páginas de esta primera novela, pululan una pléyade de jovencitos que van de transgresores, modernos y diferentes —punkis crestones incluidos— y que vagabundean de playa en playa, como gente que está en el camino (si bien con bastante menos literatura y jazz que Corso, Ginsberg y compañía, pero con una cantidad de hongos alucinógenos parecida). A decir del libro, el espíritu de esa década se resume en este breve ideario:
Son los ochenta, la ética está pasada de moda, man. Luchá por sobrevivir. Si yo quiero vino, tomo. No hay futuro y me chupa un huevo lo que le pase a los demás. Luca ya murió, ¿sacás? ¿Luca? ¿Y qué tiene que ver Luca?
Por tanto, su disconformidad con el país, lejos de convertirse en acción política, queda en un canto —uno más— a la autodestrucción a través del alcohol, las drogas y el sexo sin protección. Leído en clave española, la historia de esos chicos tiene bastante en común con lo que nos contara Elena Figueras en Creíamos que también era mentira sobre la Movida madrileña.

Cronológicamente, Los misterios dolorosos es la última novela de esta trilogía. En ella, la narradora tiene pinta de ser una de las chicas que sobrevivieron a los excesos que se narran en Arena y que, afincada en Noruega, pasados hace rato los 40 años, revisa en plan novela de aprendizaje cómo ha sido su vida hasta llegar al momento actual. También en quiénes se han convertido ella y aquellos amigos beatniks —los que no murieron de sobredosis o sida, se entiende—, muchos de los cuales formaban parte de la escena underground montevideana. Es una novela sobre las miserias personales de alguien que integró aquello que otros llamaron «una nueva juventud» y que terminó con la sensación de haberse quedado bastante sola peleando contra el enemigo.

Toda esta introducción venía a cuento de lo siguiente: 1) Pegame que me gusta es la novela que comprende el momento vital intermedio entre Arena y Los misterios dolorosos; 2) me he leído las tres novelas y, si no digo lo de la trilogía, reviento.

Cuando lo underground es solo un envoltorio

Pegame que me gusta nos cuenta la incapacidad de cuatro veinteañeros uruguayos —Gary, Laura, Pato y Adriana— para formar una pareja estable, sana y feliz en la década de los 90, en plena posdictadura conservadora uruguaya. Los cuatro vienen de formar parte de una juventud que, como se dice en Arena, se mandó unas «cagadas monstruosas», en sintonía con la vibración autodestructiva que emitía el país. Los cuatro deben comenzar a labrarse un futuro laboral en mitad de una crisis económica que está obligando a migrar a mucha gente. Y los cuatro, por unas razones u otras, están en el momento de intentar construir una pareja lo bastante seria como para tener hijos.

Estructuralmente, el peso de la novela recae sobre dos narradores: Laura y Pato. En capítulos alternos, cada uno nos va contando su historia vital y la de su pareja. Nada más empezar nos encontramos con ambos en la misma escena: ella está embarazada de 7 meses y le pide a Gary que eche de casa a su amigo Pato, que lleva durmiendo unos días en el sofá. Pato ha venido de San Luis —cerca de Piriápolis— y está en Montevideo en virtud del acuerdo que tiene con Adriana: ella vende artesanías los tres meses de verano, él trabaja los tres de invierno —ha venido a vender calcetines— y los otros seis meses los dedican a construir su casa. Todo empieza mal y, conforme avance la novela, las cosas solo empeorarán.

Además de dar cuenta de la precariedad económica que debió enfrentar aquella generación, Pegame que me gusta trasluce también la precariedad intelectual y emocional asociada a una parte de la contracultura (o cultura underground). A lo largo de la novela, es tan fascinante como decepcionante comprobar que la rebeldía juvenil de estos personajes —salvo quizá Adriana— no era más que un envoltorio, un discurso insustancial, hueco y disociado casi siempre de la acción. Y es que, como bien sabemos, una cosa es autoproclamarse progresista, moderno, anticapitalista, de izquierdas o lo que sea, y otra muy distinta es serlo, practicarlo en el día a día.

Anarkos, artistas revolucionarios y otros animales domésticos

Por eso, esta novela merece la pena leerla prestando atención a cómo se cuentan a sí mismos los personajes y viendo lo que, en efecto, hacen. Así, Laura, antes de conocer a Gary, era la típica persona que buscaba diferenciarse a través del aspecto: vestía vaqueros rotos, se pintaba los labios de negro y llevaba anillos con calaveras. Por un lado, su pose de femme fatale le servía para escenificar lo «humana, justa y anarquista» que ella era; por otro, para mirar por encima del hombro a los demás y considerar a sus «vecinos y a todos los demás como gente menos valiosa». De ahí que sus perfomances de danzarina anticapitalista para cuatro gatos o rajar bolsas de pañales en un hipermercado le pareciesen arte revolucionario, mientras que ver a un obrero que trabajaba para dar de comer a su familia lo juzgase como algo de «gente sin aspiraciones ni grandes destinos».

Sin embargo, a la hora de evaluar esa otra obra de arte que es la vida, encontramos pocos elementos transformadores en la de Laura. Ella es una persona con baja autoestima y que jamás ha podido resolver la relación conflictiva que tiene con su madre; así que, cuando se pone en pareja con un artista plástico egocéntrico y dominante como Gary, acepta anularse y hasta mantenerlo económicamente. De hecho, como él considera que «dedicarse a su obra era su actitud revolucionaria», ella renuncia a casi cualquier aspiración laboral, afectiva y artística, y por ende asume casi en exclusiva el cuidado del hijo de ambos. Tanto mirar a la gente por encima del hombro, en fin, para terminar reproduciendo un sistema patriarcal clásico.

Quizá lo más sangrante de un tipo como Gary sea escucharlo pontificar sobre cómo debe interactuar la obra con la sociedad y, en paralelo, ver que acepta de buen grado que su madre o su pareja lo mantengan económicamente, sin que a él le preocupe gastar su dinero en marihuana, cocaína o cervezas con los amigos. Es más: cuando Laura decide retomar el baile y ser algo más que la madre de su hijo, él, con tal de no perder sus privilegios machistas, la humilla y la golpea. Para que luego alguien venga con el cuento de la autonomía del arte, digo.

En la otra pareja, tampoco van mejor las cosas. Allí Pato dice ser un «héroe posroquero predicador de la libertad y del anarquismo». De hecho, se considera lo bastante cool como para preferir a Gregory Corso a Bukowsky, y hasta piensa que puede llegar a ser un Jim Jarmusch del cine montevideano, pese a que ni tiene cámara propia ni ganas de trabajar para comprarse una. Solo por ser pobre, Pato juzga a los demás y, a veces, se llena la boca diciendo estupideces sobre política, sin darse cuenta de que su actitud no es contestataria, sino irresponsable e imbécil. Tanto es así que entre sus grandes éxitos figuran abandonar y no hacerse cargo de la manuntención de sus hijas durante un año o menudear y ponerse hasta las cejas de cocaína. También meterle los cuernos a Adriana con María, una saxofonista de clase de media, cuyo gran mérito es tener una casita humilde con sábanas limpias, velitas con olor a lavanda y avena para desayunar.

Por su parte, Adriana tampoco es el gran ejemplo de casi nada; con todo, es la más coherente y sensata de los cuatro personajes principales de la novela. ¿La razón? Probablemente que su juventud de borracheras hasta caer inconsciente en cuanto festival de música se le puso a tiro la convirtió pronto en madre soltera, algo que la obligó a espabilar rápido. Ella, a diferencia de Laura, transmite fuerza y resolución. También claridad en su proyecto vital, por precario que sea este (venta de artesanías, casa construida con sus manos, vida familiar con sus hijas en un pequeño pueblo). Por eso, a pesar de que Pato, a diferencia de Gary, trata de redimirse, ella terminará dándole una patada en el culo y siguiendo sola su camino.

Al menos en algo hay que ser íntegro

La crítica de Barrubia viaja en los dos sentidos: el masculino y el femenino. Los tipos como Pato y Gary, desde luego, carecen de credibilidad a la hora de enarbolar un discurso político o estético. De hecho, a quienes se sientan identificados con ellos cabría recomendarles leer a Hans Magnus Ezensberger citando a Durruti en plena Guerra Civil española: «Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, quiere decir que no has comprendido nada». Uno no es lo que dice, sino lo que hace. Pegame que me gusta lo deja bien clarito.

Por su parte, a las mujeres como Laura cabría preguntarles, como hacía un personaje con otro en un ensayo de Belén Gopegui, por el argumento de su vida. ¿De qué trata una existencia así, tan desflecada, incongruente y confusa? ¿Por qué la vida de Laura, como le pide su profesora de baile, no puede ser el relato de alguien que se aferra a ser íntegra al menos en algo, en vez de culpabilizarse y transigir con ser cornuda, víctima de malos tratos y financiasta de un vago? En definitiva, ¿por qué le cuesta tanto a una persona como Laura respetarse y hacerse respetar, esto es, poner en práctica eso que le dice su profesora de que «cuando empezamos a perder el respeto por el otro, está todo perdido»?

La respuesta, de algún modo, está en el propio título de la novela: Pegame que me gusta. Por eso, como leí en esta reflexión sobre hasta dónde lo personal es político, no está de más revisar «qué tipo de vínculos componemos y qué compromisos asumimos», no vaya a ser que precaricemos aún más nuestras vidas de lo que ya lo están.

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P.D.: El fin de semana del 26, 27 y 28 de febrero Lalo Barrubia actuará en Centrifugados, un festival de poesía y edición independiente que se celebrará en Plasencia (Cáceres). Si no estoy mal informado, lo organiza la editorial Ediciones Liliputienses, que publicó en 2013 su poemario Borracha entre ciudades.

P.D.: Aquí la escritora uruguaya lee un fragmento de su obra, aquí se puede leer un fragmento de la novela, aquí hay una videoentrevista con ella y aquí una perfomance. También tiene su aquel, que diría mi abuela, esta columna de Quintín.

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Actualización (2/04/16): Acabo de publicar también la reseña de Los misterioso dolorosos (Casa Editorial HUM, 2013).

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