15 de julio de 2010

Inundaciones, Iván de la Nuez

Habla Iván de la Nuez, autor de esta excelente compilación de ensayos que conseguí en la Plaza Nueva de Bilbao por 3 € (gracias a todos aquellos que vendéis los libros que os regalan las editoriales para que yo pueda comprarlos a bajo coste en el rastro de cualquier ciudad). Entre este libro y Río Quibú, de Ronaldo Menéndez, he terminado sintiendo que ser cubano es algo muy cansado, agotador. Me encanta lo que dice al respecto Iván de la Nuez, que alude a una «vida dañada» por tener que pensar a tiempo completo en los Grandes Temas de la Humanidad.



Cuba es hoy uno de los países con mayor proporción de exilados —entre el 15 y el 20 por ciento de la población—, y también con mayor proporción de artistas e intelectuales en el destierro (aquí la estadística crece). Esto ha inducido a algunos a afrontar la cultura cubana como una gran zona de palimpsestos, al decir de Genet, cuyos territorios abarcan Manhattan y París, Miami o Caracas, Madrid o Berlín, entreverados unos con otros. De modo que, digan lo que digan los ideólogos paleoculturales que subordinan la cultura cubana a aquella que está producida exclusivamente en la isla, los cubanos han cancelado el contrato entre cultura nacional —sea esto lo que sea— y territorio. Se ha perdido el centro. Y no sólo el centro de la cultura producida en la isla, sino también por excelencia dentro del exilio. Las cosas ya no se reducen a La Habana o Miami (que comienzan a operar como espacios centrífugos desde los cuales se escapa la «cubanidad»), sino que se abre un abanico de espacios productores de cultura con raíces o aristas cubanas, desplazadas desde los antiguos núcleos y opuestas, muchas veces, a la determinación territorial de éstos. Este deslizamiento implica, además una expresión importante de las paradojas culturales de las políticas cubanas.


Dominados por la Revolución, la Patria, el Exilio o la Causa, los cubanos han vivido demandados, hasta la saturación, por los grandes problemas (los problemas con mayúscula). Es decir, han vivido de frente a la historia. Desde su transterritorialidad se abre ahora la posibilidad de sobrevivir frente a la geografía. Comienza un punto en que el arte aparece como una cartografía para circunnavegar y entender ese asunto delicado que es el de saber estar en el planeta. Y al revés, se torna al punto fundador del espacio cubano, en el que la geografía —una ciencia bastante despreciada por la modernidad insular— operaba como un arte para mejorar el mundo.


Todos los exiliados —al menos en el punto inicial de su destierro, en la partida— se convierten en viajeros. Pero no todos los viajeros se convierten en exiliados. Una diferencia fundamental se levanta, como un muro, entre ambos: la posibilidad o la imposibilidad del regreso. Además, el exiliado es muchas veces un sujeto que se convierte en viajero contra su voluntad. La historia de un viaje no implica la historia de un exilio, sino la de un tránsito entre la isla y la isla. El exilio, por su parte, nos abre al campo casi infinito de un viaje de distinto grado: habla del tránsito que hay entre la isla y el mundo. Los viajeros navegan de la casa a la casa. Los exiliados se desplazan de la casa a la intemperie. En el primer caso se nos habla de un estatuto distendido y temporal. En el segundo, la temporalidad pasa de ser un eufemismo —regresar «en cuanto se arreglen las cosas en Cuba»— a una imposibilidad. El exilio no es cosa de tiempo, sino de espacios —por fundar, de los que huir, por conquistar— que cancelan la cronología lineal de nuestras vidas.

Las relación de los viajeros y los exiliados de la diáspora artística cubana no ha estado exenta de agrias polémicas que han puesto sobre el tapete la diferencia entre los dos estatutos.


Sean viajeros o exiliados, los componentes de la diáspora artística cubana expresan un fuerte síntoma de disolución del discurso y de la propia idea de nación cubana. Aún más, la fuga —o éxodo, o destierro o viaje— continúa entre estos artistas, sea temporal o definitiva, sea o no posible el regreso, no oculta el síntoma del malestar generalizado de esa cultura. Porque no se trata solamente de una fuga desde una realidad económica precaria (como suele decir el régimen cubano), ni una disidencia exclusivamente política (como acostumbra a decir la jerarquía oficial del exilio cubano). Se trata, ante todo, de un fenómeno de orden cultural bastante elocuente. Es la fuga de lo que Adorno denominó «la vida dañada», el continuo escape de un tiempo saturado, confiscado por la política (tanto en la isla como en las plazas del exilio) que demanda continuamente a los sujetos cubanos una definición ante el proyecto como una definición, también, ante la muerte. (Pensemos en el «Morir por la Patria es vivir», del himno nacional cubano, o los eslóganes que han acompañado a su modernidad: Independencia o Muerte; Patria o Muerte; Socialismo o Muerte).

[...]

Siempre he asumido —y no tengo ningún indicio para abandonar esta formulación— que el nacionalismo, en la medida en que se convierte en el problema cubano (como se ha reinventado en la última década) disuelve las diferencias culturales entre los gobernantes de Cuba y los del exilio. Ambos tienen —discurso ideológico aparte— una misma manera de entender la «cubanidad» y de armar su epistemología. Ambos continúan la raíz católica de identidad nacional que se nos obliga a asumir hoy día. Ambos tienen la llave maestra para excluir, censurar, expulsar de la nación.

Hay quien reniega de Fidel Castro en el plano político e ideológico, pero es incapaz de concebir una posición crítica ante la cultura cubana, la cual admite, produce y reproduce arquetipos autoritarios. Ese tipo de disidencia no es interesante para mí y, probablemente, tampoco para gran parte de los integrantes de la llamada diáspora de los noventa. Ahora bien, localizar la fuga —la propia diáspora— como una condición cubana, que es también una situación global, implica huir de esta trama, salir del hogar a la intemperie, de la isla al mundo, de la aldea al ancho mar. Después de Fernando Ortiz, hablar de nación es como un paso atrás, significa volver a las guaridas del paradigma blanco-criollo-católico-ético. Refugiarse sin más en el último suspiro de la burguesía nacional por conseguir la síntesis de la nación (desde el «Con todos y por el bien de todos», de José Martí, hasta la metáfora del ajiaco, el gran potaje con todos los ingredientes, de Fernando Ortiz).


Inundaciones. Del Muro a Guantánamo: invasiones artísticas en las fronteras políticas 1989 - 2009, Iván de la Nuez.
Debate, Barcelona 2010
fragmentos de «El destierro del Calibán»

+ info sobre Iván de la Nuez

1 de julio de 2010

La aventura de los bustos de Eva, Carlos Gamerro

El día del libro me encontré en Gran Vía un puesto que vendía restos de la editorial La otra orilla a 4€. Como suele suceder, entre los descartes había autores argentinos en los que casi nadie reparaba. Me compré un par de novelas, Las aventuras de los bustos de Eva, de Carlos Gamerro, y Un chino en bicicleta, de Ariel Magnus. Dejé para otra ocasión uno de Griselda Gambaro, que a primera vista no me tentó (era la típica historia sobre inmigración desde Europa a América a principios del siglo XX).

El de Magnus venía con faja de recomendación de César Aira, Santiago Gamboa y Nuria Amat —escritores que poco o nada tienen que ver entre sí—, quienes le había otorgado el premio de la editorial. No me ha gustado: tiende al chiste fácil y es bastante previsible en ocasiones. Eso sí, diría que los lectores de Santiago Gamboa lo apreciarán. Su estilo tiene puntos de contacto con novelas como Perder es cuestión de método o Esteban. (Los lectores de Aira yo diría que mejor se abstengan, que está lejos de las diabluras del doctor César. Y a los de Amat, ni idea de qué decirles; ella sostiene que ha nacido un nuevo Cortázar... Uf, en mi opinión lo de Magnus poco o nada tiene que ver con don Julio Cronopio I del Río de la Plata).

En cuanto a Gamerro, venía sin faja de recomendación —ni falta que le hace— y me ha gustado mucho. Como cada día me da más pereza hacer reseñas al uso —si no el blog se convierte en una esclavitud—, me ciño a un par de aspectos que me gustaron de La aventura de los bustos de Eva.

El primero fue el argumento, de tintes eduardomendocinos, es decir, una historia paródica que coquetea con el absurdo y donde la acción se desparrama tanto que resulta complicado reducirla a 4 o 5 líneas de sinopsis. Es decir: Cervantes. Esta es una novela cervantina a más no poder.

El protagonista se llama Ernesto Marroné y es un alto directivo de Tarmelán una reputada multinacional argentina. Corren los años 70, Montoneros ha secuestrado a su jefe y entre las condiciones que ha puesto este grupo guerrillero para liberarlo hay una harto singular (y peronista): colocar una estatua de Eva Perón en cada una de las 92 oficinas con que cuenta Tamerlán. Marroné, como jefe de compras, es el encargado de la gestión comercial.

Un directivo como este sonaría a cliché gastado hoy (o en los 90); sin embargo, en el momento en que está ambientada la novela, Marroné es un pionero. Él ha estudiado en EE. UU., ha aprendido técnicas novísimas sobre management y ha vuelto a la Argentina con ganas de implementar el know how corporativo que ha adquirido. Su sabiduría dimana de las horas y horas que ha pasado zambulléndose, cual Alonso Quijano, en los libros de caballerías del momento: los manuales para directivos. Cómo ganar amigos e influir en las personas, El samurái corporativo, Haikus for managers o El arte de la guerra son algunos de los libros que amueblan su biblioteca mental. También el super hit (inventado por Gamerro) Don Quijote, el ejecutivo andante.

Para entendernos, Marroné es de esas personas que debaten acaloradamente sobre qué es el liderazgo, cómo se agrega valor a una empresa o cómo las debilidades pueden convertirse en oportunidades (de negocio, siempre de negocio). Es un entusiasta de las actividades de integración, todo lo ve en términos de un ascenso hacia el fuego prometeico de la Gerencia General y fía su suerte a cualquier consejo que le dé su gurú, Dale Carnegie. Su única filosofía es la empresarial y su alma, si es que la tiene, es una concesión privada que explota de manera monopólica su empresa.

Al respecto, destaco un pasaje del inicio del libro, donde Marroné rememora cómo fue una entrevista con el que el Sumo Jefe, el señor Tamerlán, cuya vida depende ahora de las gestiones con los bustos. Habla Tamerlán, Fausto Tamerlán:
[…] Mientras uno sea dueño de su culo, uno es dueño de sí mismo. Por eso, si usted va a trabajar para mí, hay una sola cosa que debe quedarle bien claro. En esta empresa aplaudimos la independencia de criterios, la creatividad y la imaginación; usted es libre de tener sus ideas y sus sentimientos —pero su culo es nuestro—. No es mucho lo que le pedimos. No podemos meternos en su cabeza, es verdad —pero sí en su culo—. Y una vez ahí, le damos libertad de pensar lo que quiera. Ese orificio es nuestro más delicado órgano de percepción del error, y no hay mejor antídoto contra cualquier estúpida tentación de independencia o rebeldía que un culo bien fruncido. A partir de ahora, Marroné, cuando se le presente cualquier duda, consúltelo con su culo, y él le dirá que debe hacer. Recuérdelo: su culo es su mejor amigo.
Además de la caracterización del personaje, el otro aspecto que me ha gustado de la novela es el manejo del contraste. Cuando Marroné llega a la fábrica de yeso para comprar la mercancía, resulta que la empresa ha sido tomada por los trabajadores, quienes, por supuesto, se declaran en huelga y retienen a todo aquel que no es proletario. La complicación narrativa es clara: conseguir los bustos se convierte en un objetivo imposible.

Sin embargo, este sumiso jefe de compras, súbdito leal hasta la muerte de su jefe secuestrado, comienza un proceso de proletarización con tal de conseguir el favor obrero. Guiado por Dale Carnegie, autor de Cómo ganar amigos e influir en las personas, intenta aprehender el punto de vista ajeno, consciente de que si llega a ser reconocido como obrero de pelo en pecho, le resultará más fácil persuadir a la fuerza trabajadora para que fabriquen los 92 bustos. Como es obvio, con un planteamiento así, las aventuras y desventuras del protagonista sólo crecen y crecen para regocijo del lector.

Con estos elementos —un personaje protagonista bien caracterizado y un conflicto narrativo apoyado sobre el contraste proletario/alto ejecutivo—, la novela construye una parodia que consigue esbozar una crítica social incisiva, a la par que ofrece 345 páginas de buena lectura. Quizá Gamerro no tiene tanto brío verbal como Eduardo Mendoza en su mejor época o Antonio Orejudo en Fabulosas narraciones contadas por historias, dos autores españoles a los que se podría asemejar; pero está cerca. Eso sí, la novela tiene mayor calado y más sustancia política. O al menos eso nos deja entrever una de las guerrilleras, de nombre María Eva, que deja caer la siguiente perla mientras debate con Marroné sobre los prejuicios burgueses:
[...] No es una crítica, eh, ya sé que lo que necesitamos no es literatura de sofá sino de trinchera.
Y es que quizá eso sea lo mejor de la novela: la mezcla de literatura de sofá y de trinchera que contiene. Hoy, que incluso el Partido Popular se lanza a la arena y se autoproclama «el partido de los trabajadores», no estaría mal que algunos políticos leyesen Las aventuras de los bustos de Eva; así podrían practicar desde ya líneas de diálogo que parecen escritas para ellos. Por ejemplo, esta:
A cierta edad hay vicios muy arraigados... No se lava con un poco de grasa de máquina el estigma de colegio inglés.
O esta otra:
—¿Entendés ahora por qué me hice proletario? —exclamó su amigo, exultante—. Mirá lo que es esto. ¿Dónde más vas a encontrar un fervor así?
Son líneas de diálogo que, en vez de suceder en una fábrica argentina tomada en los años 70, parecen remitirnos a algunos acontecimientos recientes de la política española.

P.D.: Entrevista - reseña en Página 12.

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La aventura de los bustos de Eva, Carlos Gamerro.
Editorial La otra orilla, Buenos Aires 2006.