27 de marzo de 2016

Tacos altos, Federico Jeanmaire

Lin Su Nuam escribe en español desde la fea plaza china de Suzhou para no olvidar ese bello idioma que aprendió durante los 10 años —dos tercios de su vida— que vivió en la Argentina. También lo hace para recordar quién era ella entonces, cuando se pasaba las horas mirando la fea plaza de Glew, partido de Almirante Brown, en eso que suele llamarse el conurbano o Gran Buenos Aires. O dicho de otro modo: en esa Argentina profunda de la que solo nos hablan los diarios cuando ocurren desgracias.

En la plaza de Suzhou, esta joven de 15 años hace compañía a su abuelo, un comerciante que vende ranas y otros bichos comestibles. Hasta hace 3 meses, esa misma adolescente solía hacer algo parecido en la plaza de Glew mientras acompañaba a su padre, propietario del supermercado La Plaza, un tipo tan responsable y trabajador que incluso dormía en la tienda por aquello de cuidar mejor del negocio familiar.

Sin embargo, un buen día de diciembre de 2013, el supermercado fue asaltado por un grupo de unos 50 vándalos, algunos de ellos vecinos y conocidos de Su Nuam. El asalto terminó en incendio, y el incendio con la muerte de su padre, y la muerte de su padre con el regreso de ella y de su madre a China. Y todo, pese a llevar 10 años tratando de abrirse un hueco en el país, de arraigarse, de vivir como una familia más del pueblo.

Su Nuam llevaba tanto tiempo en Glew que iba camino de sentirse y de querer ser más argentina que china. De hecho, había occidentalizado su nombre y lo normal es que la llamaran Sonia, Sonia Lin. Ahora bien, cuando muere o asesinan —depende de qué versión uno lea— a su padre, todo queda congelado y un poco roto en su vida. Incluida su identidad. Incluido ese momento algo mágico y efervescente que deberían haber sido sus 15 años.

De repente, algo se quiebra hasta en su lenguaje y, pese a que habla y escribe bien en español, se siente incapaz de aprender a utilizar con propiedad los tiempos verbales, en particular los de pasado y los de futuro. Tampoco existe para ella el subjuntivo. Ante la duda, Su Nuam siempre escribe en presente, en un presente que la ayuda a plantarse de «una manera menos dañina» frente al pasado y vislumbrar que acaso haya futuro, un futuro que imagina lejano, que ni siquiera sabe conjugar. Ella se aferra a escribir en un presente que, por arte de la incorrección gramatical, le permite corregir la realidad y construir frases donde su padre aún está vivo.

A los 3 meses de su regreso a China, Su Nuam toma la primera decisión relevante de su vida: buscar trabajo. Para ello, echa currículums ponderando su dominio del español, y una empresa la contrata como traductora para una negociación sobre un gaseoducto que debe acometer en Buenos Aires con el ministro de Industria argentino. Esa negociación la obligará a enfrentarse con algo impensable hasta ese momento: regresar, acompañada de su abuelo paterno a Glew, y revivir sobre el terreno lo sucedido con su padre. Tras el viaje, como suele suceder en estos casos, volverá siendo otra persona.

Identidad y tiempos verbales
 
Uno de los temas centrales que plantea Tacos altos (Anagrama, 2016), de Federico Jeanmaire, es el de la identidad. O dicho de otro modo: el eterno dilema de las esencias, de la pureza. Ya en la primera página, Su Nuam se pregunta si está ante el momento «en el que cada hombre o cada mujer descubren quiénes son». Ahí está el detonador que la hace escribir apoyando el papel sobre el revés de una palangana ante el comercio de su abuelo. La inesperada irrupción de la fealdad del mundo, a través de la muerte de su padre y el consiguiente regreso a China, la obligan a abandonar su etapa de adolescente sin grandes preocupaciones. La escritura funcionará como el puente entre ese momento vital y el siguiente.

A lo largo de la novela, Su Nuam tratará de averiguar qué clase de híbrido es ella. O dicho de otro modo: si ella es más china o argentina; si su manera de reaccionar cuando deba tomar grandes decisiones será la conservadora y algo cobarde de su madre o la orgullosa y algo temeraria de su padre; si los abuelos —tan queridos—, los genes —tan desconocidos— o los diez años de cultura argentina que absorbió mueven en alguna dirección la borrosa frontera que divide lo chino y lo argentino en su cabeza. En definitiva, ¿es obligatorio enraizarse —arraigarse— en una sola identidad o se puede adoptar una u otra en función de las circunstancias (de dónde se esté, con quién se esté, etc.)? La pregunta es fácil de formular; la respuesta, algo más resbaladiza de encontrar.
  
Al respecto, hay al menos un par de detalles relevantes en la novela. El primero tiene que ver con los tiempos verbales en español. Si bien Su Nuam respeta las enseñanzas de que la fuera su profesora y sabe que debería esforzarse más por dominarlos, ella está convencida de su inutilidad. Es más: se lo toma como algo muy personal y hace campaña contra ellos:
Resulta evidente que no le permiten a la gente comunicarse más o mejor que la ausencia de esos mismos tiempos verbales. Ni respetarse más. Ni tampoco amarse más o mejor. Y si no sirven para eso, ¿para qué sirven? Imagino que los hombres y las mujeres, en el pasado remoto, inventan la lengua para conversar o para ayudarse entre sí o para decir todo aquello que no pueden decir sin hablar. O para acompañarse, para no estar tan solos. No creo, señora profesora, que los hombres y las mujeres en el pasado remoto del mundo inventen la lengua para matarse los unos a los otros, eso lo pueden hacer desde antes, desde siempre, sin necesidad de conversar.

Entonces.

No me importan los tiempos verbales, señora profesora. No sirven para nada. Matan igual que su ausencia. Exactamente igual.

A la vista de la reflexión de Su Nuam, podemos buscar una caja de resonancia más amplia y llevar su inquina con los tiempos verbales de lo identitario a lo social. Así, podríamos hacernos esa misma pregunta, algo china y algo argentina, como integrantes de la comunidad donde estamos insertados: ¿sirve de algo dominar —cultivar— una lengua si luego todo lo resolvemos a los tiros, con dinero o mediante la violencia, sin necesidad de conversación alguna? Es más, reformulada esa pregunta en clave literaria, podría desembocar en esta otra: ¿queda algún reducto donde puedan sobrevivir los artesanos del lenguaje?


Una madurez amarga

El otro gran tema de esta novela es la maduración. Al respecto, Su Nuam nos deja al menos tres reflexiones de distinto calado. La primera es que ingresar en el mundo adulto significa correr el riesgo de convertirse en alguien que se encierra poco a poco en sus convicciones, en su visión del mundo, hasta quedar aislado del todo y no encontrar el camino de vuelta para relacionarse con los demás. De algún modo, eso es lo que escenifica y sugiere ver a un grupo de vándalos frente a una tienda donde el dueño se atrinchera tras la verja con una pistola para defenderla, convencido de que su plan de defensa es perfecto. He ahí una metáfora perfecta de la incomunicación (una incomunicación muy masculina, por cierto).

La segunda es que madurar implica aceptar que muchas veces nos estamos, como suele decirse, a la altura de las circunstancias, esto es, madurar implica ser autocríticos. O dicho en términos de Su Nuam: depende de nosotros que los sitios o las cosas que nos rodean sean bellas, y sin embargo resulta descorazonador ver cómo nos entregamos con inusitado entusiasmo a la desidia y a la falta de ganas por transformar la fealdad que nos rodea en belleza (ejemplo: lo que está sucediendo con los refugiados en Idomeni). Con algo de aroma a sabiduría oriental, Tacos altos nos recuerda aquello de que toda acción que ejercemos sobre el mundo lo embellece o lo afea, y que por tanto la cuestión es si nos damos cuenta de ello. De si elegimos la desidia o la autocrítica. De si sabemos de qué hablamos cuando hablamos de madurar.

Por último, a través de Su Nuam vemos que los aprendizajes también pueden ser muy oscuros. De hecho, el proceso de transformación de esta joven está signado por algo que le enseña su padre y que ella, al principio, no entiende del todo bien: «... el aprendizaje de la vida se parece mucho al esforzado aprendizaje de las maldades humanas». He ahí una idea ante la que cualquier mente biempensante reaccionará con disgusto: ¿no era la contrario, aprender lo excelso, lo excelente que hay en el ser humano? Es más: ¿no vivimos inmersos en el discurso de la excelencia?

Y, sin embargo, ese es el mensaje que nos trae la dulce y esforzada escritora Su Nuam: si el ser humano demuestra a diario que es la especie más salvaje de todas —ahí están los periódicos para corroborarlo—, acaso solo nos quede ya un camino para sobrevivir dentro de ella: ser la peor versión de nosotros mismos, pues así, por paradójico que suene, es más probable que nos convirtamos en seres superiores y sobrevivamos. Es más: hasta puede que sepamos cómo arreglar por nuestra cuenta aquellas injusticias que ni las instituciones ni la sociedad reparan por nosotros.

Uno imagina a Su Nuam como en la bella foto de la portada de la novela: sensible, buena persona, inteligente. Es decir: como una metáfora de la potencialidad que anida en la juventud, una potencialidad que (casi) siempre pensamos en positivo. Sin embargo, tras cerrar Tacos altos y asistir a la segunda gran decisión adulta que toma Su Nuam —revelarla ahora sería estropearle a alguien la lectura—, uno se va del libro con la sensación de que el mundo es puro desorden, la existencia un caos y que los adultos nos obstinamos en enseñarle lo peor de nosotros mismos a los adolescentes, herederos de lo bueno o malo que estamos sembrando aquí y ahora. Se ve que nos encanta la fealdad. O al menos esa otra forma de la fealdad que es la mera apariencia de belleza. Una desgracia de la que la escritura no nos  salva y de la que, como Su Nuam, conviene aprender a protegerse.

                                                                                   *

P.D.:  Anteriormente, publiqué en el blog esta entrevista con Federico Jeanmaire. Y, por alguna razón difícil de explicar, este libro me hizo pensar en la locura del tipo que agarra su rifle y se va al techo de la casa a pegar tiros en la canción «Mi próximo movimiento», de Él Mató a un Policía Motorizado.

20 de marzo de 2016

Dos años entre los hielos (1901-1903), José María Sobral



José María Sobral fue el primer argentino que llegó a la Antártida. Lo hizo allá por 1902 y, además, lo hizo de casualidad, de la manera menos planificada —y más argentina— que pueda imaginar uno. Su cuaderno de apuntes sobre aquella expedición, Dos años entre los hielos (1901-1903), es una delicia para quienes gustan de los relatos de viajes, en particular de los polares.

Conocí este libro gracias a Alejandro Winograd, quien dirigía la Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo de Ushuaia, y quien más adelante me daría la oportunidad de trabajar en uno de los libros de esa colección. En su momento, reseñé de manera extensa —muy en mi estilo— el libro de Sobral en la revista Teína y luego, de forma más breve, en la revista APM.

La semana pasada encontré una carpeta en el disco duro con algunos artículos antiguos, así que, antes de volver a perderlos, aprovecho y los pongo a salvo en el blog. De paso, claro está, me entrego a la nostalgia de reencontrarme con mis andanzas rioplatenses (este artículo es de 2007). Por cierto, muy recomendable el estudio preliminar de Jorge Rabassa para esta edición del libro.

Nota. Salvo por algunos ligeros cambios ortográficos y de estilo, reproduzco tal cual el artículo como lo escribí para la revista APM. Las fotos proceden, si mal no tengo anotado, de este artículo de la Fundación Marambio, dedicada a difundir información antártica. Tampoco está de más, recordar que existe un documental, Atrapados en el fin del mundo, de Eduardo Sánchez, que habla de esta expedición.

*

Cuando la juventud se vuelve un violento anhelo por conocer

La Marina argentina avisó al alférez José María Sobral de que se iba a la Antártida con un grupo de científicos suecos dos días antes de que la expedición partiese. Él no hablaba idiomas y ni siquiera sus superiores sabían qué clase de ropa necesitaba para semejante viaje; aun así, y con la inocencia propia de los 21 años, aceptó la misión y se fue rumbo al sur. El barco que debía recoger a los expedicionarios naufragó, lo que obligó a Sobral a convivir casi dos años con otras cinco personas en apenas 24 metros cuadrados. El alférez regresó convertido en un científico que hablaba sueco y que tenía el futuro por delante; sin embargo, la Marina le impidió combinar el ejército con los estudios, y debió irse para estudiar a Suecia. Allá es un héroe; acá permanece casi en el olvido.

Rubén A. Arribas

El 19 de diciembre de 1901, una expedición científica llegó a Buenos Aires a bordo del Antarctic. Al mando del barco estaba el capitán Larsen, un lobo marino que ya había surcado las heladas aguas australes en 1892. Por parte de los hombres de ciencia respondía Otto Nordenskjöld, un geólogo de la Universidad de Uppsala (Suecia) que deseaba invernar en la Antártida para realizar observaciones magnéticas, geológicas y paleontológicas. Buenos Aires era un punto intermedio entre Suecia y el Polo Sur donde aprovisionarse y descansar un par de días. No más que eso.

A cambio de ayuda y de apoyo logístico, Nordenskjöld le había ofrecido al Gobierno anfitrión que se incorporara un argentino al viaje. El trato era que la expedición sueca lo llevaría hasta la Antártida, lo convertiría en el primer argentino en pisarla y después lo mandarían de vuelta con el capitán Larsen. Por supuesto, ningún mando argentino se acordó del acuerdo con el científico sueco hasta que este llegó al Río de la Plata. Entonces, Betbeder, el ministro de la Armada, pidió que el argentino elegido también invernara con la expedición sueca... Faltó poco para que Nordenskjöld retira su ofrecimiento: además de que la Marina argentina ni siquiera había previsto a quién enviaría, tampoco sabía qué necesitaba esa persona para sobrevivir en el Polo Sur.

Con todo, la mezcla de improvisación y suerte argentina triunfó sobre cualquier intento de planificación escandinavo. Ese mismo día 19 de diciembre, llamaron desde el ministerio al joven alférez de marina José María Sobral (21) y le dieron la orden de que empacase: tenía dos días para realizar los preparativos y embarcar. El Antarctic zarpaba el 21 de diciembre, con la entrada del verano austral.

Por lo que da a entender Sobral en su diario, ni Betbeder ni la Marina sabían adónde enviaban al gurisito de Gualeguaychú. Al respecto, Sobral anotó lo siguiente en Dos años entre los hielos (1901-1903):
No tenía a quién preguntarle lo que yo debía llevar, y solo sabía que precisaba ropas muy abrigadas, y estas no las encontraba. No había en Buenos Aires ropas para usar en el país al que me dirigía.
En otras palabras: lo mandaron de compras por la ciudad y la única indicación que le dieron es que se llevase la campera más gruesa que encontrara. Desde luego, Scott o Shackleton hubiesen declinado convertirse en héroes universales en estas condiciones. Por suerte, los suecos primero abrigaron al muchacho y después lo ayudaron a que confeccionase su ropa con pieles. Y ya que estaban, le enseñaron sueco y ciencia. En ambos aspectos, Sobral fue un alumno modélico.

Buenos Aires – Malvinas – Snow Hill

Antes de llegar a destino, el Antarctic realizó dos paradas técnicas: una en las islas Malvinas y otra en la isla Observatorio. En Port Stanley (Puerto Argentino), Nordenskjöld compró perros para sustituir a los canes groenlandeses que habían muerto durante el paso del Ecuador, demasiado tórrido para ellos. En la isla Observatorio —adyacente a la isla de los Estados—, visitaron las obras del observatorio científico que estaba construyendo la Argentina. Después acometieron el cabo de Hornos y el temible pasaje Drake.

En Ushuaia, muchos mapas registran la cantidad de hundimientos producidos en los 900 km que separan Tierra del Fuego de las Islas Shetland del Sur. Cruzar el turbulento pasaje Drake equivale a 48 horas de vientos huracanados, olas de 8 metros, tormentas inolvidables, corrientes traicioneras y casi cualquier otro ingrediente romántico necesario para dotar la epopeya de un final trágico. Hoy los cruceros comerciales realizan un trayecto similar al del Antarctic, pero en una caja blindada por la tecnología vía satélite... Aun así, la gente vomita hasta los intestinos y tiene arrebatos místicos. Por eso mismo, cabe imaginar lo agitada que debió de ser la travesía de Sobral y sus compañeros si tenemos en cuenta que navegaban en un humilde barco ballenero alimentado a carbón.

Sin embargo, Sobral ya había dado la vuelta al mundo como cadete en la fragata Sarmiento, así que apenas tomó notas sobre la disminución de la temperatura del agua o sobre si hubo un poco de marejada y fuertes rolidos. Nada de eso era novedoso para él. Para él, lo impactante fue ver el primer témpano de hielo de su vida o degustar el guiso de pingüino. En ese sentido, su diario polar es una cronología de sensaciones nuevas y descubrimientos inesperados.

Ya en la Antártida, en un lugar llamado Snow Hill, la expedición descendió del barco. Como estaba previsto, Larsen y sus marineros regresaron a un lugar con agua caliente, bares y seres humanos, mientras que los científicos —Nordenskjöld, Bodman, Jonassen, Åkerlundh, Ekelöf y Sobral— prepararon el campamento antártico. El plan era que el capitán Larsen regresaría a recogerlos poco antes del verano siguiente, tras el deshielo de las aguas australes. Corría entonces febrero de 1902.

Que alguien rescate a los rescatadores

En principio, en Snow Hill, todo fue como estaba planeado: observaciones, recogida de fósiles, excursiones, convivencia... Hasta que llegó el verano y resultó que el capitán Larsen y su barco no asomaban por el horizonte. El alférez Sobral consignó en la entrada de su diario del 21 de diciembre de 1903 —un año después de haber partido de Buenos Aires— que se encontraba más desanimado que nunca, y recordaba así el día que zarparon desde Argentina:
He leído muchas relaciones de viajes polares: no recuerdo haber leído la descripción de una partida tan triste, sin despedida, sin adioses, como la nuestra; ninguna mano que agitara su pañuelo, ninguna voz de «buen viaje»; el Antarctic salió acompañado por el silencio que solo puede igualar al de las regiones a las que se dirigía; mi alma de argentino se sintió herida por tanta indiferencia y mi corazón conmovido, lleno de tristezas al dejar la patria; al dejarla sin que nadie pronunciara una palabra de aliento, algo que sirviera de estímulo y sostén en el momento doloroso. Deseo olvidar esas tristezas.
Ya entrados en 1903, los expedicionarios asumieron que afrontarían un segundo invierno antártico en su cabaña de 24 metros cuadrados, al pie de un glaciar. Sin embargo, invernar de nuevo no era el peor de sus pensamientos; lo que de verdad temían Sobral y sus compañeros era que el Antarctic se hubiera hundido cuando venía a recogerlos. Por desgracia, estaban en lo cierto.

Eso sí, el capitán Larsen y 19 de sus marineros lograron saltar a una placa de hielo a la deriva y refugiarse en la isla Paulet. Con todo, la desgracia solo había comenzado: tres de los hombres de ese grupo —Andersson, Duse y Grunden— habían descendido antes para explorar la zona y quedaron aislados debido a que la placa de hielo se rompió. Conclusión: quienes debían rescatar a Sobral y compañía estaban divididos en dos grupos y se habían convertido a su vez en náufragos.

Nordenskjöld, supongo

Lo que sucedió después pertenece al terreno de lo increíble. Como Stanley y Livingston en Tanzania en 1871, los tres grupos escandinavos perdidos en la Antártida se encontraron. El primer encuentro se produjo el 12 de octubre de 1903, en la parte norte de la isla de James Ross. Allí, Andersson, Duse y Grunden —que  habían construido una tienda de campaña con rocas y pieles de focas y pingüinos— se toparon con Nordenskjöld y Jonassen, quienes estaban de excursión por la zona. La alegría del encuentro trajo aparejada la congoja por la noticia del hundimiento del Antarctic: después de tantos meses sin noticias de ellos, se dijo Nordenskjöld, el capitán Larsen y los suyos debían de haber muerto.

Sin embargo, la vida sabe cómo superar cualquier ficción. Francisco Moreno —alias el Perito Moreno—, amigo de Nordenskjöld, como estaba preocupado por la falta de noticias de la expedición, visitó al ministro Betbeder y le pidió que enviase un barco al sur. Este al principio se negó, pero terminó cediendo. Así, el 8 de octubre de 1903 zarpó desde Buenos Aires la corbeta Uruguay, capitaneada por Julián Irízar. Comenzaba de este modo la primera acción argentina oficial en la Antártida.

El orgullo de ser argentino

El 7 de noviembre, la corbeta Uruguay ya estaba en la isla Seymour. Y, según llegó a la isla, encontró de casualidad a un par de suecos que dormían en una tienda de campaña... Eran Åkerlundh y Bodman, del grupo de invernación de Sobral, que habían salido a buscar fósiles. Los dos suecos guiaron a Irízar hasta el campamento base y, al día siguiente, el capitán argentino llegó a Snow Hill, donde estaba el alférez. Si hubo un momento importante en la vida del entrerriano, fue este. Patriota como era y desanimado como estaba por la situación, ver que un argentino salvaba aquella expedición lo emocionó:
El día 8 de noviembre [de 1903], día memorable para nosotros lo mismo que para todos los argentinos, porque en ese día se consumó uno de esos hechos que dejan huellas en el corazón de los que en él actúan y recuerdo imperecedero en la mente de los que oyen su relato.
De todos modos, la alegría era incompleta: faltaban el capitán Larsen y sus marineros. ¿Qué había pasado con ellos? Como si de una novela de Joseph Conrad se tratase, el capitán del barco supo orientarse en plena Antártida y, con una pequeña embarcación a vela y remos, halló dónde estaba Snow Hill. Él y los suyos llegaron la noche de ese 8 de noviembre, cuando Irízar, Sobral y los suecos planeaban cómo buscarlos. Al día siguiente, la corbeta Uruguay regresó a Buenos Aires. A la llegada, el 2 de diciembre, esta vez sí hubo confeti, banderas, distinciones y agasajos.


Hogar, no siempre dulce hogar

De nuevo en casa, Sobral publicó su diario de viaje y quiso ampliar sus conocimientos en geología y petrografía. Sin embargo, el ejército rechazó esta actividad simultánea y debió pedir la baja. Invitado por Nordenskjöld, se marchó a estudiar a Suecia, donde se convirtió en una eminencia científica. Después regresó al país, trabajó como director de Minas y Geología y publicó libros científicos. Incluso tuvo nueve hijos (cinco argentinos y cuatro suecos). Con todo, nada de eso le sirvió para ocupar un lugar en el olimpo de los próceres argentinos.

El jovencísimo José María Sobral regresó de donde otros más famosos y heroicos perecieron. De hecho, su gesta rayó a la altura de las hazañas de los más grandes viajeros (polares o no). ¿Y qué recibió cambio? Poco o nada. Mientras que Fitzroy, Humbold o Bonpland dan nombre a calles de Buenos Aires, Sobral ni siquiera recibió ese reconocimiento. En Suecia, al menos, se dignaron llamarle Sobralit a un mineral nuevo.

13 de marzo de 2016

Federico Jeanmaire, autor de «La patria»

«POR SUERTE, HOY PIENSO CON LA INGENUIDAD 

DE HACE VEINTE AÑOS: QUIERO SER ESCRITOR»


foto de Silvia Baigorrí

[Esta entrevista es de 2006, a raíz de la novela La patria. Lo que sigue son unos cuántos párrafos, escritos en pleno 2016, donde contextualizo la susodicha entrevista y relato algunas batallitas asociadas a ella. Si alguien quiere leer solo la entrevista, deslícese nomás hacia abajo en la pantalla. No lo tomaré como algo personal...]



                                                                                     *

Tras 26 años lejos del panorama literario español, el escritor argentino Federico Jeanmaire vuelve por partida doble en 2016. La editorial Anagrama acaba de publicar
Tacos altos y en abril reeditará Miguel, una autobiografía apócrifa de Cervantes escrita en español del siglo XVII con la que Jeanmaire fue finalista del Premio Herralde en 1990. Aprovechando que ha venido a presentar sus novelas en Barcelona y en Madrid, nos encontramos para charlar y ponernos al día. A modo de advertencia, le aclaro al hipotético público lector que el señor Jeanmaire y yo somos amigos desde hace muchos años... Lo digo por aquello de la objetividad y demás martingalas.

También vaya por delante que le profeso una grandísima admiración como escritor. De hecho, he leído más de una decena de libros suyos y he publicado hasta la fecha 3 entrevistas con él (de las que se dan cuenta en este preámbulo, por cierto, y todas mientras un servidor vivía en Buenos Aires). La primera fue para la revista Ñ, el suplemento cultural del diario Clarín, allá por 2005. Yo conocía a Jeanmaire de haberme leído varias novelas suyas que había comprado en los saldos de la avenida Corrientes. Empecé por comprar al azar La virgen peronista, y me gustó tanto que terminé peregrinando con cierta frecuencia a Corrientes hasta reunir Los zumitas, Mitre, Montevideo y Prólogo anotado.

Todas las novelas, salvo
Prólogo anotado, las había publicado Norma. En esa misma editorial, según fui descubriendo viaje tras viaje a Corrientes, habían publicado Luis Gusmán o Martín Caparrós, compañeros de generación de Jeanmaire, y cuyos libros también estaban en los saldos a precios irrisorios... En aquel momento desconocía las algo escabrosas razones de un fenómeno tan singular; me limité a quedarme extasiado, pobre como era, por encontrar sitios donde podía comprarme libros tan buenos como Hotel Edén y En el corazón de junio, de Gusmán, o La guerra moderna, de Caparrós, por unos pocos pesos. De hecho, juraría que mi eterno deslumbramiento con la avenida Corrientes —no siempre tan generosa en calidad como en esa época poscorralito— estuvo asociado a aquellos primeros hallazgos.

A lo que iba antes de la última digresión correntina: con esas cinco lecturas de Jeanmaire en la cabeza, más un par que tuve que sumar rápidamente —Países bajos y Una lectura del Quijote—, me fui a entrevistarlo por primera vez. Jeanmaire me recibió en su casa —por entonces vivía en Congreso— y nos pasamos unas 5 horas conversando. En vez de darme una patada en el culo por importunarlo tanto tiempo un viernes por la tarde, él iba cebando mate y, mientras veíamos cómo garuaba tras la ventana, hablábamos y hablábamos sobre su literatura (o sobre la literatura en general, qué sé yo). Aquella primera entrevista, germen de nuestra amistad, apareció en formato breve y con el título de «Escribir es un trabajo con la historia» (mi original decía otra cosa: «Escribir es un trabajo con la lengua y su tradición de escritores», pero intuyo que la editora, mi admirada y pacientísima —conmigo— Flavia Costa, lo reescribió por razones de espacio). 

Más adelante, y con más horas de charla literaria, aquella primera entrevista se convirtió en esta otra —bastante larga y libérrima— que publiqué en la revista Teína: «Me gustaría que el lector leyese mis novelas con la misma libertad con que yo las escribo». Como por aquel entonces yo no conocía el peligro ni la vergüenza, intenté copiar el estilo de Jeanmaire y reproducirlo... Él, ingenioso e hidalgo como ninguno, nunca me criticó por aquella afrenta; más bien, lo contrario: me sugirió que hiciera así todas las entrevistas. Supongo que sabía que aquello era imposible: no son tantos los escritores y escritoras que, como él, trabajan de manera tan intensa en la construcción de una lengua en su novelas.

La tercera entrevista —causa de esta entrada y de este preámbulo— fue para la revista APM, una publicación del gremio farmacéutico, si mal no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que allí me publicaban artículos relacionados con la cultura y que esa publicación guardaba relación con otra, Sidus, auspiciada por el viagra argentino —sidenafil—, donde yo colaboraba escribiendo artículos sobre actores y actrices porno (lo cual juraría que explica, todo sea dicho, la presencia de algunas palabras lujuriosas, como eyaculación, en la entrevista...). Como iba diciendo: aquellos eran tiempos en que, con tal de sobrevivir escribiendo, lo mismo me ponía el traje de negro para perpetrar un libro de encargo que editaba artículos sobre psicoanálisis o narraba un partido de fútbol entre Argentina y Nigeria para los empleados de un banco... Todo por no robar, que decía aquel (y, de paso, por formarme como escritor).

Pues bien, charlando esta semana con Jeanmaire, salió a colación aquella entrevista para
APM. De repente, me di cuenta de que no sabía qué había sido de ella; tan solo recordaba que la habíamos hecho en el museo Malba. Así que me puse a buscarla en el disco duro y, por fin, la he encontrado. Para que no se me vuelva a extraviar, la rescato en el blog. Además, según él, de las tres que le hice, esta «es la más linda». Calculo que me lo dijo por el contexto tan antisolemne donde la publiqué y porque lo retraté lo más cervantinamente que pude... Y Cervantes, junto con su hijo y escribir novelas, es su gran amor.

Salvo por estos datos de contextualización y algún añadido en el recuadro dedicado a las obras, he reproducido la entrevista tal cual (incluso con algunos argentinismos míos, que eran de obligado cumplimiento para que un
gallego sobreviviera publicando en el Río de la Plata). Bueno, también he actualizado la ortografía.

                                                                                 
                                                                                   *

[Aquí empieza la entrevista. Perdón por la demora; pero, bueno, tampoco había por qué leer lo anterior si no se quería...]                                                                            

                                                                                   *

Acaba de publicar
La patria, su undécima novela. Aunque de carácter autobiográfico en cuanto a los contenidos, formalmente esta se mantiene fiel a su estilo inconfundible y genuino. Aquí, el escritor baraderense da cuenta de su gestación de la novela y del espíritu juguetón con que encara su oficio, la literatura.


por Rubén A. Arribas


Una novela debe ser un disparate. Esa es la premisa fundamental de Federico Jeanmaire cuando escribe. O al menos eso daba a entender a través del narrador de su novela Prólogo anotado (1993), para quien aquel escritor que no juega libremente con las palabras, no eyacula una sola gota de literatura. Perdón: de Literatura (sí, con mayúscula, aunque después aparecerá siempre con minúscula por evitar la pedantería y no calentar demasiado los ánimos del lector). Y es que las once novelas y un ensayo eyaculados por este escritor baraderense reflejan una honda preocupación existencial: hacer literatura con una seriedad infantil.

Por eso para él cada novela es un juguete. En su concepción estética, construir una historia con palabras es como tener un divertido mecano verbal entre los dedos: con paciencia, buenas ideas y dejándose guiar por la intuición, siempre acaba fabricando un misterioso artefacto hecho de palabras llamado novela. Eso sí, no se trata de un artilugio cualquiera. No. Se trata de un refinado ingenio que va desde la romántica soledad del autor a la del lector. Vamos, que no hay frankenstein del uno para el otro sin una descarga de amor sobre esa creación. Así de frágil es el puente donde aúllan lobos tan solitarios.

Y es que para algunos autores la literatura lo único que puede enseñar es a pasarla bien, a honrar con entretenimiento las horas que un lector cualquiera se anima a encerrarse a solas con un libro. Lo demás no importa o pertenece a todas las (sesudas) ciencias que acaban en -ía. De ahí que esta profesión sea solo para valientes, para espíritus ansiosos de entrecomillar la palabra realidad —y el realismo— en cada oración, como pedían Nabokov o Borges. O como explica Jeanmaire: «Lo único que importa es permitírselo todo y disfrutarlo mientras uno lo escribe».

Eso hizo Cervantes y le fue bien... No en términos de dinero, claro, pero sí de felicidad: entre otras muchas cosas, el Quijote es el libro de un hombre feliz encerrado en su disparatado mundo y que no podía parar de escribir. Al menos así lo entiende su mejor lector argentino en la actualidad, capaz de escribir su (nada académico) ensayo Una lectura del Quijote (2004) con la misma generosa libertad con que escribió novelas tan desopilantes como La virgen peronista (2001) o Mitre (1998).

En fin, eso: un arte poético libertino, ludópata y libérrimo, el de Jeanmaire. Incomprensible e inmaduro para algunos; muy personal y audaz, en cambio, para quienes lo siguen. Eso sí, en cualquier caso, heredero de la mejor tradición de escritores en lengua castellana: Borges, Bryce Echenique, Cervantes, Cortázar, Di Benedetto, Puig, Sarmiento o Javier Tomeo.

¿Qué los une a todos ellos? La búsqueda de la respiración de la lengua castellana, la diversión del juego con las palabras y la libertad de narrar cualquier cosa, por insignificante que parezca. Eso. Y es que, en palabras del autor, «la literatura es un trabajo con la lengua con que se habla, con el cómo se la respira». En ese sentido, La patria, su última novela es una vuelta de tuerca más al respecto, un nuevo desparrame de libertad disparatada.

Usted ha afirmado en algunas entrevistas que le cuesta escribir sobre sí mismo. ¿Cómo surgió entonces La patria, una novela autobiográfica?

Después de que muriera mi padre, publiqué Papá, mi primera novela de ese estilo, y se me rompieron todos los esquemas. De hecho, estuve seis meses sin escribir y me preocupé mucho; pensaba que nunca más lo haría. Sin embargo, un día mi madre me dio un paquete que contenía un montón de papeles y me dijo: «Ahí tenés todas esas cosas que escribiste cuando viajaste a Europa hace veinte años». Una noche me senté a releerlos y comencé a escribir La patria —que en un principio se titulaba Europa—. Así que el libro surge de una crisis personal con la escritura y de ese montón de papeles llenos de recuerdos que había guardado mi madre.

El libro aborda grandes palabras como libertad o patria, ¿por qué?
En Papá y en La patria quería bajar conceptos como autoridad y paternidad. Asimismo, y desde un punto de vista estético, quería probar a narrar esos conceptos algo abstractos. Es decir: quería preguntarme qué significaban para mí y comprobar dónde estaba parado yo respecto de ellos. También quería saber de qué me acordaba y de qué no de aquel momento en que decidí ser escritor, hace más de veinte años. En definitiva, se trataba de un desafío.

¿Es totalmente autobiográfica la novela?
Sí y no. Sí porque todas las anécdotas son verdaderas. No porque he mentido sobre los momentos en que estas suceden... Por un lado, porque no tengo clara la cronología exacta de los acontecimientos y porque quería usar un esquema temporal de novela (de hecho, el libro transcurre en una sola noche y yo tardé tres años en escribirlo). Por el otro, porque también quería trabajar con la idea de que todo recuerdo supone una construcción. Además, en los recuerdos importa menos cuándo suceden éstos que la significación del hecho. O al menos mi memoria funciona así.

En determinado momento, el narrador-protagonista de la novela debe elegir entre el «amor eterno» por una chica y ser escritor. Él se decide por lo segundo. Veinte años después, ese chico ¿acertó?, ¿encontró después el «amor eterno»?
(Risas.) Los únicos amores eternos que reconozco son mi hijo y la escritura. También el de los libros. Las relaciones de pareja son más complejas, al menos las mías, claro... Además, tenés que reconocer siempre que te equivocás lo menos posible, si no resulta muy difícil vivir contigo mismo todo el tiempo. Así que sí, aquel chico acertó; no es este el momento de poner en crisis mi vida.

Este es un libro que respeta las convenciones del género autobiográfico en cuanto a los contenidos, pero no en las formas. ¿Por qué ese rupturismo?
En general, este tipo de libros se escriben cuando tenés más de setenta años y la gente espera que  los publiques porque ya sos alguien en la literatura. Por mi parte, imagino que a esa edad tamizás tus experiencias de vida de una manera mucho más autocomplaciente que cuando sos más joven y nadie te pide un libro autobiográfico. Por eso escribí ahora esta novela, porque se supone que no debía hacerlo: nadie me lo ha pedido y nadie lo espera de un escritor de mi edad. Sin embargo, me apetecía y quería escribir desde el deseo, no desde la obligación o desde la expectación por parte de otros. Además, es una constante en mi obra: hacer todo a destiempo.

En la novela, además de grandes conceptos como patria, libertad o amor hay un adjetivo que resuena con una fuerza inusitada: imparable. ¿Por qué?
Esa es una palabra fundamental para esta novela, Papá y Prólogo anotado. Tiene que ver con que lo único que me sale es ser novelista. En una novela de ficción, uno se detiene cada vez que lo asalta una duda y debe elegir por dónde sigue: cómo terminar de construir un personaje o cómo cerrar una escena, por ejemplo. Sin embargo, cuando trabajás con material autobiográfico sucede al revés: a un recuerdo lo sucede de repente otro y ese otro llama al siguiente, como si todos tuvieran la obligación de aflorar. Es decir: sin querer se pone en marcha una maquinaria imposible de parar, que termina siendo una gran bola de nieve de escritura.

«Es curioso como todas la historias nos hablan de nuestra propia historia». Eso escribe el narrador de La patria. ¿Las de sus 11 novelas solo cuentan la de Federico Jeanmaire?
No. Acá sucede algo curioso: me parece que no es lo mismo contar algo a que te lo cuenten. Cuando te cuentan una historia, siempre le encontrás algún detalle que tiene que ver con vos. Sin embargo, cuando sos vos el que contás una historia es algo diferente; no te contás solo a vos, es imposible. Creo que tiene que ver con la actitud de uno para escuchar.

¿Qué le gustaría obtener de la literatura a partir de ahora?
Quizá va a sonar a ingenuo: tener tiempo para seguir escribiendo y leyendo, seguir disfrutando de mi estilo de vida. Esto que parece ingenuo, sin embargo, lo he ido cargando de significación en los últimos años, sobre todo desde la muerte de mi padre y la publicación de Papá, que me tuvo esos seis meses sin escribir, como te comenté. Por suerte, hoy pienso con la ingenuidad de hace veinte años: quiero ser escritor. Y es una suerte, porque si no debería reconocer un montón de equivocaciones o revisar otro montón de decisiones, por ejemplo tendría que detenerme a pensar si hace veinte años debería haberme quedado con la chica.

*

Federico Jeanmaire en pocas palabras. Nació en Baradero (Buenos Aires), en 1957. Se licenció en Letras por la UBA, trabajó como profesor universitario durante una temporada y se especializó como investigador del Siglo de Oro español. Gracias a una beca que le concedió el Ministerio de Relaciones Exteriores de España, estuvo en 1990 estudiando en la sala de manuscritos de la Biblioteca Nacional, en Madrid. Ese año su novela Miguel, una autobiografía ficticia de Cervantes, quedó finalista del premio Herralde. Ya de regreso a la Argentina, con Mitre obtuvo el premio Ricardo Rojas a la mejor novela argentina escrita entre 1997 y 1999. En abril de 2006 ha publicado su última novela, La patria.

Obra. Un profundo vacío en el pie izquierdo (1984), Desatando casi los nudos de los zapatos (1986), Miguel (Anagrama, 1990), Prólogo anotado (Sudamericana, 1993), Montevideo (Norma, 1997), Mitre (Norma, 1998), Los zumitas (Norma, 1999), Una virgen peronista (Norma, 2001), Papá (Sudamericana, 2003), Países bajos (Seix Barral, 2004), Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004), La patria (Seix Barral, 2006). También es autor de un versión del Quijote para niños.

[Desde 2006, y a decir de Wikipedia, Federico Jeanmaire ha publicado unas cuantos libros más en unas cuantas editoriales más: un artículo en Cómo se empieza una narración, VV. AA. (Centro Cultural Rojas, 2006), Vida interior (Emecé, 2008), Más liviano que el aire (Alfaguara, 2008), Fernández mata a Fernández (Alfaguara, 2011) o Las madres no les decimos esas cosas a las hijas (Seix Barral, 2012). En marzo de 2016, Anagrama ha publicado Tacos altos y en abril reeditará, 26 años después, reeditará Miguel. En 2008 le dieron el premio Emecé, por Vida interior, y en el 2009, el Clarín, por Más liviano que el aire, de la que se han vendido ya más de 35.000 ejemplares.]

Fragmento de La patria. El fragmento que reprodujo la revista puede leerse, en formato ampliado, en este enlace.

*

Actualización (4/4/16): Un par de semanas después publiqué en el blog la reseña de la última novela, Tacos altos (Anagrama, 2016). Y en la Feria del Libro de Argentina, Jorge Herralde, el editor de Anagrama, tuvo a bien citar algunos fragmentos de esta entrada del blog —hacia el minuto 22— cuando presentó a Jeanmaire (en compañía de Mariana Enríquez y Martín Kohan).

6 de marzo de 2016

Ser como ellos y otros artículos, Eduardo Galeano


En Ser como ellos y otros artículos (Siglo XXI, 1993), de Eduardo Galeano, lo que más me ha sorprendido ha sido la fecha de los textos: todos fueron publicados entre 1990 y 1991. Por aquel entonces, yo todavía estaba en el instituto y mis conocimientos sobre Uruguay se reducían al nombre de dos futbolistas, Enzo Francescoli y Rubén Sosa, y el de un presidente de Gobierno, Julio María Sanguinetti (de imberbe, sí, además de leer los periódicos deportivos, leía los otros, los serios). Y mi universo de lecturas no iba mucho más allá de John Le Carré, A. J. Cronin, Alberto Vázquez Figueroa o cualquier otro best-seller que tuvieran mis padres por casa. En fin, no estaba en condiciones de ser un lector de Galeano.

De ahí que, mientras leía esta colección de artículos periodísticos, dediqué un rato a pensar en los lazos afectivos que uno establece a lo largo del tiempo con determinados ciudades o países, y que tanto lo ayudan a construir una caja de resonancia para lo que lee. Por ejemplo, hace 25 años, el párrafo que Galeano dedicó a imaginar un Montevideo con bicicletas en «El derecho a la alegría» no me hubiera dicho casi nada (ni siquiera tenía una). Hoy, sin embargo, me sorprende que ese Montevideo soñado suyo se parece al Madrid por el que me gustaría pedalear con mi Giant:
Yo me imagino a Montevideo llena de bicicletas. ¿Por qué no ponen los carriles de una buena vez? Carriles en la rambla, en las avenidas, en las calles anchas. La bicicleta se usa poco, por el peligro de que te rompan el cráneo. Montevideo podría ser, debería ser, la primera ciudad latinoamericana capaz de reaccionar contra la religión norteamericana del automóvil. ¿Por qué no? ¿Por colonialismo mental? La bicicleta es el medio de transporte más barato, sin contar las piernas, y no envenena el aire, ni contamina el silencio, ni tapona las calles. Si hubiera carriles, el país ahorraría petróleo y mucha gente ahorraría pasajes y se liberaría del tormento de los ómnibus repletos.
Por desgracia, y hasta donde he visto las 4 veces que he estado en Montevideo, el sueño de Galeano cada vez está más lejos de cumplirse. De hecho, como Madrid, Buenos Aires y tantas otras ciudades, la capital uruguaya se ha llenado de coches —también de conductores que hacen maniobras calificables entre incívicas y delictivas—, y no de bicicletas. Esa es la dirección del progreso en nuestros países: decir a todas horas que queremos parecernos a Alemania, Holanda o los países escandinavos, y 25 años después estar más cerca de ser México DF, Santiago de Chile o Nueva Delhi.

De la calidad del aire que respiramos, digo, mejor ni hablamos.


La dialéctica oprimido-opresor

Otro de esos hallazgos del libro es el pasaje dedicado a Ignacio Ellacuría, el jesuita —profesor y rector de la Universidad Centroamericana— que fue asesinado en El Salvador en 1989. Al menos en el País Vasco, este sacerdote es alguien lo bastante relevante como para darle nombre a una fundación, la Fundación Social Ignacio Ellacuria, cuyo lema es «Acompañar, servir y defender a las personas migrantes y sus organizaciones». Además, entre las diversas actividades que promociona su web, figura una «Campaña de hospitalidad» o unas jornadas de «diversidad religiosa y convivencia». Quiero decir: es un centro con una filosofía de lo más galeanista.

El fragmento en cuestión está en el artículo «Cinco siglos de prohibición del arcoiris en el cielo americano» y dice así:
Hace algún tiempo, el sacerdote español Ignacio Ellacuría me dijo que le resultaba absurdo eso del Descubrimiento de América. El opresor es incapaz de descubrir, me dijo:

—Es el oprimido el que descubre al opresor.

El creía que el opresor ni siquiera puede descubrirse a sí mismo. La verdadera realidad del opresor solo se puede ver desde el oprimido. Ignacio Ellacuría fue acribillado a balazos, por creer en esa imperdonable capacidad de revelación y por compartir los riesgos de la fe en su poder de profecía.

¿Lo asesinaron los militares de El Salvador, o lo asesinó un sistema que no puede tolerar la mirada que lo delata?
Atentos como estamos al melodrama de los pactos poselectorales, la noticia del asesinato de la hondureña Berta Cáceres pasó casi inadvertida en España. Berta Cáceres era una activista medioambiental en un país que, como Ecuador, Guatemala, Angola y tantos otros, ha decidido sacrificar sus recursos naturales y entregárselos a China a cambio de proyectos de obra civil. El pasaje de Galeano sobre Ellacuría, 25 años después, sigue siendo aplicable a gentes como esta hondureña y muchos otros activistas centroamericanos que pelean por descubrir a quienes los oprimen. 

Cuando aprendimos a ceder nuestra soberanía nacional

Ahora que los españoles, griegos, portugueses o irlandeses hemos padecido en carne propia el yugo y la incoherencia de las instituciones supranacionales como el FMI, el BCE, las agencias de valoración, etcétera; ahora que llevamos años despotricando contra Angela Merkel, los grandes bancos, las multinacionales, etcétera; ahora que nos vemos más pobres de lo que éramos en 2010 y sabemos que quienes nos robaban a manos llenas se abrían luego cuentas en Suiza y, a la vez, trataban de  privatizarnos la sanidad o  de hundir la educación pública; ahora, digo, quizá sea más sencillo de entender que la dirección en que hemos progresado no es la que esperábamos —ya se sabe: la escandinava—, sino una bastante parecida a la que indicaba Galeano en su artículo «Los cursos de la facultad de impunidades» para Uruguay, Argentina y otros países hispanoamericanos:
Impunidad de los dueños del mundo. Hágase la voluntad de los países ricos, aunque los países ricos son ricos precisamente porque predican la libertad económica pero no la practican.

Nuestra buena conducta se mide por la puntualidad en los pagos y la capacidad de obediencia.

Los acreedores golpean la mesa y nuestros gobiernos civiles humillan la cabeza y juran que van a privatizarlo todo. Los numeritos prueban que en América Latina la libertad del dinero favorece su evasión, no su inversión, y que así la especulación se ríe de la producción y la economía se convierte en una ruleta: pero las trompetas anuncian al capital privado como si fuera un rescate del Quinto de Caballería.

Nuestros gobiernos quieren privatizarlo todo, sí, y empiezan por poner bandera de remate a los sectores claves de la soberanía nacional: las comunicaciones, la energía, el transporte.

Privatizarlo todo, y de ser posible también los hospitales y las escuela y los cementerios y las cárceles y los zoológicos. Todo, menos las Fuerzas Armadas, que casualmente son las que se llevan la parte del león de los sueldos y gastos de cada presupuesto público.

En el nuevo Estado. Estado de la Seguridad Nacional, la burocracia militar es sagrada. Y si no, ¿quién va a ocuparse del «costo social» de los «programas de ajuste»? La impunidad del dinero, que en nuestras tierras mata por hambre o bala, exige que el Estado benefactor deje paso al Estado juez y gendarme: juez vulnerable al soborno y la amenaza, implacable gendarme de los pobres.
Visto en perspectiva, hubiera estado bien que en el instituto, además de hablarnos de La celestina y de darnos la murga con Azorín, nos hubieran puesto a Galeano en los famosos ejercicios de «comentario de texto». No hubiera sido tan extraño, además; muchos lo hubiéramos visto como una continuación natural de la educación que habíamos comenzado a recibir años antes con la bruja Avería, los electroduendes y La bola de cristal.

Por cierto, España es el séptimo país exportador de armas del mundo y vende unos 3000 millones al año (algunos de sus principales compradores son Irak, Venezuela o Arabia Saudita). Este es nuestro modelo de progreso, digo, no el de las bicicletas. Haríamos bien en reconocerlo públicamente y dejar de engañarnos, de hacer el escandi-nabo.


Nos están robando el tiempo

Por último, rescato a un fragmento del artículo que da título al libro: «Ser como ellos». Un título que, bien leído, encierra toda una filosofía de vida: ¿hacemos lo suficiente para evitar parecernos a aquellos a quienes criticamos? Y el verbo no es baladí: hacer (que no es lo mismo que decir). Con todo, el fragmento que más me gusta del artículo es uno que rescata un asunto al que soy particularmente sensible: el del robo del tiempo libre.

En mi barrio hay una pintada inspiradora: «Organiza tu rabia». Y mi pregunta inmediata siempre es ¿a qué hora?, ¿cuándo? La crisis del 2010 nos trajo la precarización, así que nos pasamos el día trabajando, y apenas para sobrevivir. De ahí que, como señalaba Galeano —algo que también mencionaba mucho otro uruguayo, Mario Levrero—, el tiempo libre se haya convertido para la mayoría en uno de los bienes más escasos y caros. Además, por si fuera poco, socialmente  parecemos convencidos de que la libertad tiene que ver más con los coches, las bebidas refrescantes o cambiarnos de teléfono que con ser dueños de nuestro tiempo y con el gozo de dedicarlo a lo que nos dé la gana, sin estar pensando a cada segundo si estamos siendo productivos o no.

Galeano lo cuenta así:
Ser es tener, dice el sistema. Y la trampa consiste en que quien más tiene, más quiere, y en resumidas cuentas las personas terminan perteneciendo a las cosas y trabajando a sus órdenes. El modelo de vida de la sociedad de consumo, que hoy día se impone como modelo único en escala universal, convierte al tiempo en un recurso económico, cada vez más escaso y más caro: el tiempo se vende, se alquila, se invierte. Pero ¿quién es el dueño del tiempo?

El automóvil, el televisor, el vídeo, la computadora personal, el teléfono celular y demás contraseñas de la felicidad, máquinas nacidas para ganar tiempo o para pasar el tiempo, se apoderan del tiempo. El automóvil, pongamos por caso, no sólo dispone del espacio urbano: también dispone del tiempo humano. En teoría, el automóvil sirve para economizar tiempo, pero en la práctica lo devora. Buena parte del tiempo de trabajo se destina al pago del transporte al trabajo, que por lo demás resulta cada vez más tragón de tiempo a causa de los embotellamientos del tránsito en las babilonias modernas.

No se necesita ser sabio en economía. Basta el sentido común para suponer que el progreso tecnológico, al multiplicar la productividad, disminuye el tiempo de trabajo. El sentido común no ha previsto, sin embargo, el pánico al tiempo libre, ni las trampas del consumo, ni el poder manipulador de la publicidad. En las ciudades del Japón se trabaja 47 horas semanales desde hace veinte años. Mientras tanto, en Europa, el tiempo de trabajo se ha reducido, pero muy lentamente, a un ritmo que nada tiene que ver con el acelerado desarrollo de la productividad. En las fábricas automatizadas hay diez obreros donde antes había mil; pero el progreso tecnológico genera desocupación en vez de ampliar los espacios de libertad. La libertad de perder el tiempo: la sociedad de consumo no autoriza semejante desperdicio. Hasta las vacaciones, organizadas por las grandes empresas que industrializan el turismo de masas, se han convertido en una ocupación agotadora. Matar el tiempo: los balnearios modernos reproducen el vértigo de la vida cotidiana en los hormigueros urbanos.
Pero, bueno, para que no todo sea tragedia en esta reseña, termino rescatando algo de ese optimismo incondicional que suele transmitir Galeano. En particular, este fragmento de «El derecho a la alegría», que es toda una invitación a ponerse manos a la obra a mejorar la realidad que nos rodea. O dicho de otro modo, una propuesta en toda regla para evitar ser como ellos (y ellas):
Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable.
*

P.D. El blog Cycling4Life recoge otras citas de Eduardo Galeano hablando sobre las biciletas. El artículo «Los cursos de la facultad de impunidades» se puede leer íntegro en el periódico colombiano  El Espectador, que además publicó este especial. El portal Rebelión recoge esta reflexión sobre «Ser como ellos», con citas extensas del texto. En el portal Tiwy se puede leer completo «Cinco siglos de prohibición del arcoiris en el cielo americano», donde aparece mencionado Ignacio Ellacuría. El programa de radio uruguayo La Máquina de Pensar, entre otras cosas, ofrece esta memoria abierta de Eduardo Galeano. El cartel que acompaña a esta posdata salió de Saudade, una radio mexicana por internet. Por último, la web de la editorial Siglo XXI muestra el homenaje que se le hizo a Galeano en Tabacalera (1 h).