25 de octubre de 2015

Bonsái, Alejandro Zambra


A veces, leo libros y encuentro parecidos razonables, guiños literarios, influencias mejor o peor tamizadas. Hace poco leí Bonsái (Anagrama, 2006), del chileno Alejandro Zambra, una diminuta novela de 94 páginas cuyo inicio me recordó el principio de Risa en la oscuridad, de Vladimir Nabokov, publicada en ruso en 1932 mientras vivía en Berlín y luego reescrita en inglés por el propio autor en 1938. 

Copio primero el inicio de Zambra; luego, el de Nabokov. Yo diría que la afinidad es tan palpable que no merece la pena comentarla, sino más bien disfrutarla. De hecho, este es el primero libro que leo de Zambra, así que no tengo una idea formada sobre su obra; pero, vamos, Bonsái trasluce una férrea voluntad de estilo, de que la escritura —algo metaliteraria para mi gusto, todo hay que decirlo— dance y revolotee como si de una mariposa rusa se tratase. Tendré que leer más novelas de Zambra, digo, para saber si mi intuición acierta o yerra. De momento, esta, su primera novela, me ha hecho pasar un rato agradable.

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[ Alejandro Zambra ]

Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama o se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura:

La primera noche que durmieron juntos fue por accidente. Había examen de Sintaxis Española II, una materia que ninguno de los dos dominaba, pero como eran jóvenes y en teoría estaban dispuestos a todo, estaban dispuestos incluso a estudiar Sintaxis Española II en casa de las mellizas Vergara. El grupo de estudio resultó bastante más numeroso de lo previsto: alguien puso música, pues dijo que acostumbraba a estudiar con música, otro trajo vodka, argumentando que le era difícil concentrarse sin vodka, y un tercero fue a comprar naranjas, porque le parecía insufrible el vodka sin jugo de naranjas. A las tres de la mañana estaban perfectamente borrachos, de manera que decidieron irse a dormir. Aunque Julio hubiera preferido pasar la noche con alguna de las hermanas Vergara, se resignó con rapidez a compartir la pieza de servicio con Emilia.


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[ Vladimir Nabokov (traducción de Javier Calzada) ]

Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.

Este es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.

Sucedió, pues, que una noche a Albinus se le ocurrió una idea maravillosa. Cierto que no era completamente suya, pues se la había sugerido la lectura de una frase de Conrad (no el famoso novelista polaco, sino Udo Conrad, el que escribió las Memorias de un hombre desmemoriado y aquello otro sobre el viejo prestidigitador que se hizo desaparecer a sí mismo en su función de despedida). En cualquier caso, Albinus la hizo suya por el hecho de disfrutarla, de jugar con ella, de dejar que se desarrollara dentro de él..., que eso es lo que legitima cualquier propiedad en la libre ciudad del espíritu. Como crítico de arte y experto en pintura que era, a menudo se había divertido atribuyendo a tal o cual maestro los paisajes y rostros que encontraba en la vida real: hasta convertir su existencia en una espléndida galería de arte..., llena de deliciosas falsificaciones. Y entonces, una noche que estaba dando descanso a su erudito espíritu y escribiendo un pequeño ensayo sobre el arte del cine (no demasiado brillante, porque no tenía especiales dotes para ello), la idea maravillosa se le ofreció.

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18 de octubre de 2015

Ladrilleros, Selva Almada

El norte de la Argentina no es un país amable ni con las mujeres ni con los homosexuales; en particular, si hablamos de personas que pertenecen a la clase baja. Algo así nos viene a contar Ladrilleros (Lumen, 2014), una novela que como la anterior de Selva Almada, El viento que arrasa (Mardulce, 2015), pone el foco en lo rural, detiene su cámara sobre un microcosmos, da voz a un par de familias del humilde barrrio de La Cruceña  y explora el hedor a masculinidad que envuelve ese sitio. Si bien de un modo distinto a la anterior, esta es también una novela de clima y de personajes.

Eso sí, el andamiaje constructivo de una y otra obra es distinto. Si en El viento... Almada construía una suerte de hueco tenso —una especie de «hueco del dónut», por seguir la idea que leí hace tiempo en un ensayo de Cristina Cerrada— y jugaba con lo no dicho, en Ladrilleros su intención es la contraria: abunda la información, comete algún exceso narrativo, se permite alguna digresión... Pero, vamos, sin desmelenarse: la novela tiene 196 páginas. En cualquier caso, se nota que tenía ganas de hacer algo distinto, de no repetirse.


De putos, reyes del mambo y otros machos

En conjunto, Ladrilleros, ya digo, huele a macho. O mejor dicho: a una suma de aromas masculinos que recogen las peores esencias del heteropatriarcado. Así, la novela nos muestra a ese macho que se obstina en que sus pequeños rencores se conviertan «en piedras» y estropeen, si es necesario, la apacible convivencia de su familia con la vecina. Ya se sabe: varones que prefieren el conflicto y la fricción constante antes que solucionar los problemas.

También apreciamos la fragancia que acompaña al esposo que, perpetrado el matrimonio, se aferra a sus privilegios masculinos y se autoproclama Gran Rey del Mambo. Es el típico que practica el absolutismo doméstico, que hace y deshace a su voluntad en el hogar, y que incluso consigue que su esposa trabaje por él, que sea ella quien mantenga económicamente a la familia y le financie sus vicios. Por supuesto, este especímen siempre tiene mejores cosas que hacer antes que trabajar: ir al bar, jugar a las cartas, hacer el vago en casa, pelearse con alguien, etc. En general, el susodicho suele adornarse, por desgracia, con una cualidad extra: zurra a su mujer e hijos porque sí, porque es el rey y quiere seguir siéndolo.

Por último, y sin pretender ser exhaustivo, hay una tercera esencia: la del varón que todavía dice puto como insulto. El que se aferra a esa palabra como el peor agravio contra la identidad de otro hombre; como si puto fuera más despreciativo que mongólico, hijo de perra, tonto del culo o infradotado mental; como si ser puto fuera peor que ser corrupto, mentiroso, pederasta, golpeador, putero, violador o cualquier otra lindeza similar. Para ellos, ninguna desgracia supera a tener un hijo puto o descubrirse a sí mismos como putos reprimidos, sin darse cuenta de que esa intolerancia —homofobia— los hace más vulnerables que fuertes.


El barrio como microcosmos narrativo

Otro de los olores que trae consigo Ladrilleros es el del barrio, en concreto el de uno humilde situado en una zona rural del Chaco. La Cruceña tiene calles de tierra, luce casas antiguas en estado de ruina y es habitado por familias a las que parece no importarles que antes hubiera allí una fabrica de taninos (supongo que contaminante...). Son gentes que viven donde pueden, no donde quieren, y que tienen oficios en los que se trabaja mucho y se gana poco: la cosecha del algodón, una tienda de ultramarinos, una pequeña ladrillería, etc.

En La Cruceña no es raro que algunas madres y algunos padres abandonen un buen día al resto de la familia. Tampoco es infrecuente que las chicas se queden preñadas antes de los 16 años, o que a los 27 vayan ya por el tercer hijo porque, como vemos a través de Celina, a veces follar es la única diversión gratuita de la que disponen y, como cualquier otra persona, también quieren divertirse. Es más: el «amor carnal» es el único modo que tienen de sentir que aún le importan algo a su pareja, y hasta de fantasear que todavía están a tiempo de construir una familia feliz.

Los barrios así, según nos muestra Ladrilleros, suele envolverlos una sociedad donde la violencia está tan normalizada que los heridos y muertos en las peleas callejeras ocupan menos espacio en los periódicos del que deberían. Fajarse los unos a los otros a la salida del bar es tan habitual, tan deporte de machos y borrachos, que a nadie le extraña que luego esos padres peguen a sus hijos o que esos esposos les den palizas a sus mujeres. Y hasta parece que lo aceptamos, que lo vemos como propio de la naturaleza humana (nunca como un daño colateral del sistema político del que nos hemos dotado). En sociedades así, los asesinatos machistas todavía son calificados de «crímenes pasionales» y apalear a un niño es una decisión educativa en la que nadie debe inmiscuirse.


Los hombres que merecemos

A través de Ladrilleros vemos con qué clase de relaciones de pareja deben conformarse muchas mujeres de La Cruceña. Así, Estela, una de las protagonistas, es una chica tan hermosa —varios años reina del carnaval— que podría haberse casado con un buen partido y desclasarse hacia arriba dos o tres peldaños; de hecho, se han interesado por ella algunos gringos con tierras y los ingenieros de la desmotadora. Sin embargo, la linda de Estela prefirió engancharse con el no menos lindo Elvio Miranda, que procede de una familia de ladrilleros del barrio, pero cuyas grandes virtudes son ser «timbero, simpático y vagoneta».

Eso, claro está, tiene sus inconvenientes para ella. Miranda es el típico que hereda un próspero negocio familiar, piensa que el dinero se hace solo y, en dos días, casi hunde la empresa apostando en las carreras de galgos (ilegales, si mal no recuerdo). Y, ojo, no es que no le gustaran los ladrillos; al contrario: «le gustaba su oficio, pero por encima de todas las cosas, le gustaba el juego». Pese a todo, Estela se enamora de él hasta las trancas y, si bien sabe que «su marido era un tarambana», se autoconvence de que «en el fondo, sería un buen padre». Apreciación algo discutible desde el momento en que él está en el bar y ella pariendo a solas en el hospital al primer hijo, Marciano.

Por su parte, Celina es la menor de tres hermanas. Su padre es un señor catalán viudo y muy posesivo, tanto que ninguna de sus otras dos hijas ha conseguido ennoviarse con la fiereza suficiente como para independizarse de su yugo emocional y, ya de paso, de sus obligaciones como trabajadoras en el negocio familiar. El negocio es una pensión donde se alojan los trabajadores que viene a la cosecha del algodón. Uno de esos trabajadores, Oscar Tamái —aindiado, pintón y que va de «pájaro libre» por la vida—, será quien saque a Celina de allí y se case con ella ante la oposición familiar. En consecuencia, Celina quedará a merced de Tamái para lo malo... y para lo peor.

Tamái es un regalo envenenado. En la parte positiva solo cabe anotarle que fue útil para que Celina se independizase del padre y que folla muy bien. Casi todo lo demás habría que ponerlo en el debe, pues a Tamái lo que le gusta es ejercer de Gran Rey del Mambo y hacer lo que le da la gana; es más: lo suyo es ir de pueblo en pueblo, de trabajo en trabajo, de pendencia en pendencia —como la que arrastra desde hace años con su vecino Elvio Miranda— y, probablemente, de mujer en mujer. A él la vida familiar le parece un aburrimiento: una esposa o unos hijos son un estorbo; no una razón por la que sacrificarse.

Repartidas así las cartas, esto es, con estos padres y madres sueltos por el mundo narrativo de Ladrilleros, resulta sencillo imaginar el difícil futuro que espera a sus hijos. De hecho, la novela nos habla de las complicaciones que surgieron en las vidas de Marciano Miranda y Pajarito Tamái —los respectivos primogénitos— por venir de las familias que venían, la educación que recibieron y el lugar donde crecieron. También cómo uno de ellos, a modo de conclusión, se termina preguntando si en ese pueblo todo tiene que ser siempre tan violento, tan «a la fuerza», si no sería mejor emigrar a Entre Ríos, que es más verde y más acuático.

Argentina también es lo rural

Las novelas de Selva Almada amplían y enriquecen la idea reduccionista que muchos se han forjado sobre la Argentina. En el caso de los lectores españoles, esa idea no va más allá de la Ciudad de Buenos Aires y, con suerte, de la Patagonia. En ese sentido, si bien El viento que arrasa y Ladrilleros son ficción —no hay documentalismo ni nada parecido en ellas—, son obras que pueden dialogar, por ejemplo, con las crónicas de El interior, de Martín Caparrós, publicado el año pasado aquí. Almada, en vez de aportar una mirada periodística sobre la mortalidad infantil, la pobreza o los efectos de la sequía en la economía chaqueña, construye atmósferas y perfila personajes y conflictos narrativos que permiten imaginar con mayor precisión cómo es esa provincia (y otras que se le parecen).

En el caso argentino, y a tenor de lo que he leído en la prensa de allá —véase 1, 2 y 3—, la literatura de Almada obliga a pensar el país también en clave rural, y no solo urbana (la preferida por las editoriales y medios de comunicación). También pone sobre la mesa la eterna tensión entre el centralismo porteño y la periferia —que tiene algún parecido con el «todo se cuece en Madrid y Barcelona»— y reavivar la no menos eterna polémica de si la autora merece o desmerece tanta atención mediática, de si hablan de ella porque hay que compensar los excesos del centralismo, etcétera, etcétera.

Por último, algo relevante en estas dos novelas de Almada es que sus personajes pertenecen a la clase baja, algo que siempre supone un riesgo literario. Por un lado, porque los pobres y la gente humilde, en general, son los grandes marginados de la llamada alta literatura; por otro, porque cuando esas gentes aparecen en las narraciones suelen ser sometidas a diversas cirugías estéticas —costumbrismo, pintoresquismo, tremendismo, etc.—, destinadas todas a convertir lo narrado en algo más literario, esto es, más dócil al gusto —a los prejuicios— de las clases medias y altas (que son quienes compran los libros, fijan la idea de canon literario o buscan caudal simbólico a través del rito de la lectura). En el caso de Selva Almada, por suerte, el lector encuentra humildad, precisión y ganas de comprender el mundo que la rodea. También la sensación de que si ella no contase las historias de esos personajes, casi nadie lo haría.


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PD. Reseña de El viento que arrasa, también en el blog.

11 de octubre de 2015

El viento que arrasa, Selva Almada


El viento que arrasa (Mardulce, 2015), de Selva Almada, tiene todo lo que una buena novela de clima necesita. A saber: un entorno desolador, un territorio singular, un tiempo narrativo acotado, un calor que raja —literalmente— la tierra, una tormenta de proporciones bíblicas en ciernes y, claro está, un viento caliente que lo envuelve todo «en un sopor infernal» y es capaz de secar el alma de cualquiera. Todo está impregnado aquí de tensión narrativa. Todo es pura inminencia, sensación de que alguna ficha está descolocada y arrastrará el dominó completo en el momento más inesperado.

Es aquello de la obra de teatro donde hay un clavo en una de las paredes del escenario a la espera de que algún personaje se decida a usarlo para ahorcarse. Pero también es aquello de que el paisaje es un personaje más, de que no se puede vivir a 40 ºC en mitad de un páramo perdido y pensar que eso no condicionará tu identidad, tus actos, tu manera de vivir. El clima —en el sentido narrativo y en el literal— y el paisaje son dos elementos fundamentales en esta novela.

Encuentros casuales en un taller mecánico

La acción transcurre un día de verano en algún punto indeterminado del norte argentino, en la provincia del Chaco. El decorado básico lo componen una carretera secundaria, el «polvo de los caminos abandonados por vialidad nacional» y un taller que hace las veces de gasolinera y casa particular de un tal Brauer. Alrededor, un páramo donde el follaje crece de manera irregular, los árboles están torcidos y negros gracias a los rayos que descargan las tormentas y los pájaros, de tan quietos como están sobre las ramas, parecen embalsamados. Aunque no lo parezca, Brauer y su cementerio de coches averiados, más una docena de perros, hacen las veces de oasis en el desierto.

Con todo, alguien se detiene allí de vez en cuando. Hace algunos años, por ejemplo, paró un autobús del que bajó una mujer con un niño pequeño. Ella buscó a Brauer, le recordó que se encamaron no sé cuándo y le dijo que Tapioca, el niño que la acompañaba, era también hijo suyo. A continuación, le explicó que ya no tenía dinero para mantenerlo y que se iba a Rosario a buscar trabajo. Brauer aceptó que el chico se quedara con él; quizá le enseñara el oficio cuando creciera. Han pasado varios años de aquello y Tapioca es ahora su ayudante; sin embargo, Brauer aún no ha encontrado el momento oportuno para aclararle que es algo más que un ahijado.

Casualidades que se dan en las novelas, en esa misma estación de servicio, un día de verano aparecen el reverendo Pearson y su hija Leni. El reverendo es un pastor itinerante: su casa es la carretera y recorre, sobre todo, las provincias de Corrientes, Entre Ríos y el Chaco, una zona que le resulta propicia porque abunda la inmigración gringa, las iglesias protestantes y el tipo de público, como su amigo el reverendo Zack, al que dirige sus sermones: 
... la gente abandonada por los gobiernos, los alcohólicos recuperados que se han convertido gracias a la palabra de Cristo, en pastores de pequeñas comunidades: hombres que durante el día el trabajan de albañiles, a la tardecita venden biblias y revistas puerta a puerta, y los domingos se paran frente a un auditorio sin la fortaleza que les daba el alcohol y hablan con un discurso tal vez torpe, pero sostenidos y marchando con el combustible de Cristo.
De tanto ir y venir por la ruta, esa mañana su coche se ha roto y, gracias a un caritativo camionero que los remolca, su hija y él llegan hasta el taller de Brauer.


Gringos, gatos rojos de cemento y un perro que lo huele todo

Casi cada página de El viento que arrasa está recorrida por un aire turbio, enrarecido. Esa brisa extraña comienza con los nombres de los personajes —Brauer, Pearson, Tapioca, Leni, Zack—, que traslucen la particular demografía de la zona, una región fértil a la migración europea de la primera mitad del siglo XX. Y continúa por los topónimos —Pampa del Infierno, Tostado, Gato Colorado o Bermejito—, que parece elegida para que el Diablo sople y deje constancia de la temperatura de su aliento.

De hecho, es tan singular el territorio literario que suena a inventado y deudor del Santa María onettiano o del Yoknapatawpha faulkneriano. Sin embargo, según Google Maps, todos esos pueblos existen. Es más: son tan reales como «... los dos gatos de cemento, pintados de rojo furioso, sentados sobre dos pilares a la entrada del pueblo, ubicado en la frontera entre Santa Fe y Chaco». Parte del encanto de esta novela reside ahí, en esos detalles narrativos que chispean como fuegos artificiales y dotan de profundidad a la propuesta estética.

Lo que no puede verificar el lector y, sencillamente, debe creer es el olor del páramo donde Brauer tiene su taller. El olfato de Bayo, uno de sus perros, nos lo empieza a describir así en el capítulo 16:

Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, sino de mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse. El olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de los animales, del microcosmos que palpita debajo de las bostas: semillitas, insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores de ese pedacito de suelo umbrío.

El olor de las plumas que quedan en los nidos y se van pudriendo por las lluvias y el abandono, junto con las ramitas y hojas y pelos de animales usados para su construcción.

El olor de la madera de un árbol tocado por un rayo, incinerado hasta la médula, usurpado por gusanos y por termitas que cavan túneles y por los pájaros carpinteros que agujerean la corteza muerta para comerse todo lo vivo que encuentren.

El recuento olfativo continúa cuatro párrafos más. En ellos, sinestesia mediante, vemos qué clase de mamíferos habitan aquellas tierras —osos mileros, zorritos, gatos de los pajonales—, el tipo de cultivo que hay —algodonales—, los ranchos mal ventilados donde abundan las vinchucas —causantes del Mal de Chagas— o el basural que limita con el pueblo más cercano, un pueblo con barrios sin red cloacal. Lo dicho: el viento trae y lleva mucha información en esta novela.

Cuatro personajes algo existenciales

Además de por la tensión atmosférica, esta novela destaca también por los cuatro personajes que se reparten el protagonismo: Pearson, Brauer, Leni y Tapioca. Los dos primeros funcionan como antagonistas entre sí, mientras que los respectivos hijos, de algún modo, les hacen de contrapunto. Entre todos urden una trama existencial —¿un poco Di Benedetto?— donde se hilvanan los turbios aires mesiánicos de Pearson, el hastío vital de Brauer, la infancia infeliz de Leni y la bisoñez con que Tapioca se asoma al mundo.

Así, descubrimos que el reverendo Pearson llegó a esto de la religión de carambola. De hecho, su madre no profesaba fe alguna y lo bautizó en «las mugrientas aguas del Paraná» porque en la radio le habían dado mucha publicidad a la llegada de un pastor evangélico a la ciudad. Es más: ella nunca se creyó los vehementes y aplaudidos sermones de su hijo; en todo caso, consideraba que se le daba muy bien embaucar a la gente y que, gracias a eso, los dos habían salido de pobres y tenían de qué vivir. Y, ojo, le estaba agradecida por ello; sin embargo, para mortificación de su vástago, ella veía en lo suyo un oficio, no una vocación o una iluminación.

Por su parte, a Brauer tampoco le parece que el reverendo sea trigo limpio. Eso sí, si bien considera que el sermoneo de Pearson no es «la lengua de Dios» sino «palabras meloneras», a él no le molesta lo de la religión, siempre y cuando sea algo personal y nadie intente evangelizarlo a él o a su ayudante. Cada quien que se encomiende a los dioses que quiera; los suyos son el tabaco —tiene los pulmones podridos—, la cerveza, los coches averiados y los perros. Él es más hombre de problemas mecánicos que espirituales.

La hija del reverendo, Leni, está de acuerdo a medias con la visión de Brauer. A ella, por un lado, le fascina la oratoria y la capacidad que tiene su padre para enardecer a un auditorio; por otro, desconfía de alguien que siempre sonríe «pletórico de fe» ante cualquier adversidad, que prefiere ejercer de mesías a desempeñar el papel de padre o que le ha hurtado una explicación de por qué hace diez años abandonó a su madre en mitad de la carretera. También está cansada de esa vida itinerante donde solo existen la siguiente iglesia y el próximo pueblo polvoriento, y nunca un hogar al que volver.

Por último, el tímido Tapioca, a los 16 años, sabe poco de la vida: él es un árbol más del paisaje, otro de los perros que hacen compañía a Brauer. De hecho, su madre ni siquiera ha vuelto a visitarlo y su mentor es un hombre poco dado a la efusividad. Así las cosas, Leni le parece una chica de mundo y Pearson, un tipo que sabe de cosas raras, como eso del cielo, el infierno o el alma. Él, que pensaba que todo empezaba y terminaba en Brauer, ve alterada de repente su reducida cosmovisión y tiene que recolocar la información en su cabeza.

Desde el Chaco, rumbo al matadero

El viento que arrasa
es una novela donde lo que se calla tiene tanta densidad o más que lo dicho. La carga está ahí, latente, a la manera carveriana. Diseminados por todo el texto y escondidos tras una estructura no lineal, el lector encuentra los detalles suficientes para reconstruir una trama de la que va sabiendo a fogonazos: mientras una línea de tensión avanza en el presente de ese día de verano, la otra viaja hacia atrás en el tiempo, recoge sermones de Pearson o, como en el capítulo 16, lleva la omnisciencia hasta el olfato de un perro para contarnos algo a través del olor del sitio. Y todo hecho con una gran economía de medios, como si se tratara de vaciar el texto y dejar un tenso hueco dentro.

En conjunto, la novela deja un poso parecido al de las películas de Lucrecia Martel: un clima narrativo asociado a un espacio geográfico. Si en el caso de Martel ya no hay manera de pensar Salta sin que te venga a la cabeza la atmósfera opresiva de La ciénaga o de La niña santa, algo similar sucede con Selva Almada y el territorio sobre el que levanta su sólido, potente y genuino edificio narrativo. Tras la lectura de El viento que arrasa, ya no es posible pensar en el Chaco argentino sin recordar el clima agónico que envuelve estas 160 páginas. Es más, no es posible hacerlo sin que el reverendo Pearson, a lo Robert Mitchum en La noche del cazador, te guiñe un ojo y trate de evangelizarte:
Yo les digo: mañana es ahora.
¿Por qué dejar pasar el tiempo, el invierno, sus heladas, el verano con sus tempestades? ¿Por qué seguir mirando la vida desde el borde del camino? No somos reses para mirarlo todo desde detrás del alambrado, esperando que llegue el camión de carga y nos deposite a todos en el matadero.
Somos personas que pueden pensar, sentir, elegir su propio destino. Todos ustedes pueden cambiar el mundo.

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P.D.: Más adelante también reseñé Ladrilleros y Chicas muertas.

4 de octubre de 2015

Estilo rico, estilo pobre, Luis Magrinyà (2)


Esta reseña sobre Estilo rico, estilo pobre (Debate, 2015), de Luis Magrinyà, comenzó la semana pasada y, salvo causas de fuerza mayor, terminará con esta entrada.


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El diálogo y la socorrida gestualidad de cartón piedra

Además de las disquisiciones alrededor de la traducción, el otro eje temático que me ha interesado es el novelístico. En particular, los apartados dedicados a eso que llama Luis Magrinyà —y con acierto— la «carpintería de los diálogos». Se nota que ha tenido que leer, por obligación, toneladas de mala prosa y que, primero por divertirse un rato y luego por sistematizar sus apreciaciones, ha terminado elaborando su propia casuística de horrores estilísticos.

Así, Magrinyà destripa con ironía y precisión ese momento en que el autor siente la imperiosa necesidad de subrayar con algún tipo de gesto lo que el personaje acaba de decir. En el mejor de los casos, eso sucede entre línea y línea de diálogo; en el peor, en la atribución. Casi invariablemente, ese gesto pertenece a una suerte de catálogo que un Ikea literario ha dejado en el buzón de cientos de narradores y narradoras. Tanto es así que, si nos lo propusiésemos —y esto corre por mi cuenta—, podríamos elaborar un listado de referencias:
  • Atrib_01: sacudir la cabeza
  • Atrib_02: asentir / negar con la cabeza
  • Atrib_03: encogerse de hombros
  • Atrib_04: fruncir el ceño
  • Atrib_05: chasquear la lengua
  • Atrib_06: enarcar las cejas
  • Atrib_07: morderse el labio
  • Atrib_08: reírse, sonreír, esbozar una sonrisa...
  • Atrib_09: esbozar una media sonrisa
  • ...
Es más: siguiendo las acotaciones de Magrinyá, podríamos establecer algunas variantes. ¿Por ejemplo? El amplio y «cansino surtido de verbos» con que los textos con aspiraciones literarias suelen salpimentar todo cuanto esté relacionado con la vista:
... mirar fijamente, levantar o bajar la vista o los ojos o la mirada, con hacia o sin hacia, escrutar, escudriñar, contemplar, lanzar o echar, o dirigir o clavar o fijar una mirada, etc.
Un listado al que yo añadiría un par de referencias: echar fuego por los ojos y humillar la mirada. También la gastadísima metáfora poner los ojos como platos. Ah, y ya que estamos, que decía el fontanero, un clásico: la mirada torva (que incluiría variantes tan desopilantes como lo/la miró torvamente, le lanzó una mirada torva, etc.), una de esas expresiones que nadie dice cuando habla con sus amigos, nadie sabe exactamente qué significa y que solo aparece en las novelas.

Como señala Magrinyà, la frecuencia con que encontramos ese tipo de palabrerío en la literatura nos indica dos cosas. Por un lado, un miedo común:
Para este tipo de narración, entre una línea de diálogo y la siguiente, o entre partes de la misma alocución, parece que hay como un abismo espantoso. Abrumados, y a la vez envalentonados, por el horror vacui, los narradores se apresuran a llenarlo, uno diría que la mayoría de las veces con los ojos cerrados. Porque qué curioso, ¿no?, que siempre lo llenen con las mismas cosas.
Por otro, tras tanto fuego artificial, podemos ver «un índice harto significativo de lo que muchas veces se entiende por narración». Vamos, que el concepto de literatura de algunos se parece a la típica imitación de un español que, para hacerse el argentino, cree que alcanza con decir a todas horas boludo y sheshearlo todo (o a la inversa: un argentino que reduce lo español a una voz nasal y troglodita que dice hostia, puta, joder, tío).


Decir: un verbo tabú 

El capítulo «Los verbos parlanchines» es uno de esos que cualquier escritor o escritora novel debería estudiar antes de presentar su manuscrito en cualquier editorial seria. (Por ahorrarse algún sofoco más que nada, digo). A la hora de construir un diálogo, un idioma tan rico en verbos como el español sufre todo tipo de experimentos cuando alguien se obsesiona con evitar la repetición del verbo decir y confunde el diálogo en una narración con el de un texto teatral. Aparecen entonces las más variopintas y coloridas atribuciones de diálogo. Con el permiso de Magrinyà, me animo a separarlas en al menos dos familias: las zoológicas y las decibélicas.

Las primeras, como su nombre indica, recogen la fascinación del ser humano literario por tomar un sonido animal y convertirlo en verbo de habla. La colección de ejemplos que recoge Magrinyà roza lo hilarante: un librero de Ruiz Zafón que ruge, un militar de Isabel Allende que ladra, un intruso de Leopoldo Azancot que muge...  Y así hasta llegar al infantable personaje que brama (pese a no ser un toro, claro). Ah, tampoco faltan atribuciones donde, para no decir, se prefiere relinchar o rebuznar. Vamos, que, en breve, alguien se animará y hará que, por fin, los camareros zureen o que las peluqueras crotoren. Todo es ponerse (además, graznar ya está muy visto...).

La segunda familia incluye el espectro completo del medidor acústico con el que la policía viene a comprobar si tu fiesta privada molesta al vecindario. Es decir: abarca desde bisbisear y susurrar hasta chillar o desgañitarse, y pasa por decibelios —y vocalizaciones— intermedias como mascullar, escupir —palabras, se entiende—, espetar, increpar o imprecar. Todo sea por aclarar lo que, si estuviera bien contado, debería desprenderse de lo que el texto está narrando y cómo nos lo está narrando. Por cierto, dentro de esta familia, merecería mención aparte el uso incorrecto, desde el punto de vista gramatical, de los verbos interrogar y preguntar.

En conjunto, Magrinyà muestra que para muchos lectores, escritores y editores la literatura es, sobre todo, aquello que suena a literatura. O dicho de otro modo: identifican la literatura con la utilización de un determinado campo semántico, no con una apuesta estética y política de alguien que tiene algo que decir y se sirve de esa disciplina artística para contárselo a su comunidad. Ojo: nadie discute que bramidos, relinchos y bisbiseos sean un punto de partida en el aprendizaje; otra cosa es cuando eso se convierte en hábito y  convencimiento de que el cartón piedra es pura sofisticación literaria. Eso podría caratularse, siguiendo a Andrés Ibáñez, como «prosa leprosa».


El lenguaje literario como invención

Uno de los grandes momentos de Estilo rico, estilo pobre tiene que ver con tres verbos: tamborilear, perlar y tintinear. Según Magrinyà, estos verbos solo existen en los libros y nadie —o casi— sabe qué significan a ciencia cierta. Eso sí, aparecen con frecuencia porque envuelven la narración en un aire prestigioso, culto, literario (en el peor sentido del término, digo). Magrinyà afirma incluso que estas palabras, y las expresiones que la tropa narrativa amartilla con ellas, no tienen una «correspondencia con un estado real de la lengua».

La demostración, a golpe de ejemplo, es desternillante. Así, unos escriben tamborilear sobre el abdomen, otros prefieren la opción tamborilearán los dedos y tampoco falta quien teclea tamborileará una canción. Es más: los hay que sostienen que son su corazón, sus ojos o la lluvia los que tamborilean. Inaudita tanta variedad gramatical y dispersión semántica, ¿verdad? ¿A que nadie tiene un problema similar con verbos como robar, mentir o beber? Pues de eso va, en no pocas ocasiones, lo que algunos y algunas se ufanan por llamar tener estilo.

Algo similar argumenta Magrinyà sobre perlar. Al parecer, este verbo es un galicismo que introdujo Rubén Darío en Prosas profanas y otros poemas y que, en teoría, debería significar 'bordar, hacer un trabajo primoroso'. Es decir: cualquier cercanía con el sudor que perla tantas frentes de personajes literarios es mera distorsión del original (o «derivaciones creativas», como ironiza Magrinyà). De hecho, Darío usó ese invento suyo para construir uno de sus típicos versos aéreos
La orquesta perlaba sus mágicas notas;
un coro de sones alados se oía...
Por su parte, tintinear debería servir solo para campanillas, copas y objetos frágiles... Sin embargo, por alguna extraña razón, el verbo ha adquirido prestigio poético y, a decir los textos que menciona Magrinyà, ha terminado sirviendo para que tintinee cualquier otra cosa menos las originales y genuinas; vamos, que ahora tintinean la sangre, la duda, la risa o hasta unas castañuelas (sí, esas que más bien castañetean).

Para una futura segunda partte o ampliación del libro, sugiero que haya una sección para el verbo titilar. Yo diría que cumple condiciones parecidas: tiene rango de prestigioso y poético, y muchos se desesperan por utilizarlo sin tener muy claro qué significa o si viene a cuento. Hoy no se puede aspirar a ser literato si antes no se ha hecho titilar en algún texto, qué sé yo, estrellas, luces de neón, el corazón, lo que se preste.


La maldita aspiración a ser matizados

Las 250 páginas del libro de Magrinyà abarcan otros detalles que no caben en esta reseña (por muy doble que sea): el estilismo preposicional, los problemas verbales que acarrea el coito literario, la propensión a utilizar ciertos plurales... En fin, como suele decirse, quien quiera saber más que lea el libro. Y que discuta con él, que no todo lo que asegura el autor tiene por qué ser así (o tan así como dice).

Yo, por ejemplo, tengo mis dudas sobre que lugar sea tan impropio como lo pinta Magrinyà en el capítulo dedicado a los hiperónimos. Quizá lo esté malinterpretando y no hablemos de lo mismo, pero no dejo de pensar que el Quijote empieza «en un lugar de la Mancha» o que uno de los complementos circunstanciales más habituales es el de lugar. Algo similar me sucede si pienso en otras expresiones, como «unidad de lugar», «lugar común» o «encontrar tu lugar en el mundo». Quiero decir: no termino de ver que todo sea influencia del inglés.

Pero, vamos, esas son cuestiones menores: me quedo con la capacidad de Magrinyà para estimular la duda y hacerte pensar sobre aquello que la costumbre, la pereza o la desinformación te habían llevado a ver como normales. En cualquier caso, por encima de tal o cual palabra o expresión, Estilo pobre, estilo rico también merece la pena por las consideraciones sobre el estilo que intercala su autor, algo que adquiere relevancia en tanto en cuanto Magrinyà es uno de los escritores de referencia de su generación.

Su punto de vista puede resumirse en dos pensamientos: «... uno de los errores comunes del estilista es crear oposiciones allí donde no las hay» y el estilo consiste «en la identificación de lo prescindible». En general, los autores profesan una solidaridad ciega con aquello que escriben, es decir, creen firmemente que todas las palabras están en el texto por algo (aunque ni ellos mismos tengan claro el porqué). De ahí que se dejen llevar muchas veces más por criterios subjetivos que objetivos:
La aspiración a ser «matizados», intensos, precisos, exactos, nos lleva a creer que hay palabras o expresiones que definen «exactamente» una realidad, cuando en la lengua la única relación exacta que puede haber es entre palabras y palabras, entre convenciones y convenciones.
La trampa, por tanto, suele estar en el matiz. Y vale la pena pensar en eso porque, a decir de Magrinyà, ahí está encerrado el secreto del estilo rico y del estilo pobre.