29 de noviembre de 2015

Irrupciones (parte 2,5), Mario Levrero

Esta ha sido una semana muy complicada por diversas circunstancias, así que no he tenido tiempo de cerrar la tercera parte de esta reseña, comentario, reflexión o lo que sea sobre Irrupciones (Criatura Editora, 2013), de Mario Levrero. A cambio, voy a transcribir un pasaje que Levrero le dedica a la publicidad en la irrupción n.º 37 y que, por razones de espacio, excluí de la sección que le dediqué a ese asunto en la entrada número 2. Además, el texto va muy a tono con la última —o antepenúltima, vaya usted a saber— moda: la de los vampiros.

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Hay una novela espléndida, que en español se titula Soy leyenda. Si no recuerdo mal, su autor es Richard Matheson. Se trata de un pueblo donde, a causa de una infección, todos se transforman en vampiros, menos el protagonista. Y los vampiros vienen a buscarlo, noche a noche, para que se deje morder y se contagie, y se una alegremente a ellos. Ahora me pregunto: yo ¿soy leyenda?

Lo sé, ya lo he dicho, que a todo hombre le llega el momento de reconocerse viejo, de reconocer que ya no tiene nuevas oportunidades en el mundo; que ya ha dejado de entender y de compartir el tiempo presente, y se está remontando sin prisa y sin pausa cada vez más hacia el pasado, que forzosamente le parecerá mejor porque en ese pasado él se sentía mejor. Siempre llega un momento —como le pasó a mi abuelo cuando las cajas de fósforos dejaron de venir con aquella gomita roja, en tiempos de guerra— en que el hombre se preguntaba: «¿Y ahora? ¿Cómo vamos a vivir?».

Yo quisiera saber si ha llegado ese momento para mí; si este problema de no poder convivir con la publicidad sonora significa que he quedado fuera del presente. Quisiera saber si las nuevas generaciones nacieron vacunadas contra la sugestión de la publicidad, o si simplemente ya no importa que el hombre pueda pensar por sí mismo, y sentir por sí mismo, y saber qué desea, qué quiere, por qué va a trabajar, por qué va a luchar, por qué va a vivir.

Quisiera que alguien tuviera el coraje de decírmelo. Y que tratara de explicarme esta nueva forma de vida; a lo mejor, todavía puedo hacer un esfuerzo más, como con la computadora, y adaptarme a los tiempos que corren.

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A este fragmento, yo diría que le pega, aunque solo sea por metonimia, la canción Ciudad vampira, de Nacho Vegas.

Tarde o temprano llegará la tercera —y espero que última parte—, siempre y cuando la vida ceje en su empeño de ponerme las cosas difíciles para bloguear... Entre tanto, quien quiera más, puede leer la primera parte de este texto, la segunda o entretenerse con esto y esto otro que escribí hace algunos años.

Actualización (13/12/15): Hubo tercera y última parte.

22 de noviembre de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (parte 2)

Esta entrada sobre Irrupciones (Criatura Editora, 2013), de Mario Levrero, tuvo su primera parte la semana pasada... Y, por lo que leo al final del todo, puede que incluso tenga una tercera la que viene. ¡Paciencia!
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Un teatro donde entretenerse


En muchas de sus irrupciones, Levrero aparece como un tipo convencido de que el mundo está lleno de gente «que hace payasadas» para divertirlo. De hecho, cualquier escena cotidiana, por irrelevante que pueda parecer a ojos del lector, termina considerándola como un «glorioso espectáculo para un solo espectador consciente: yo». Y ese show puede desatarlo cualquier inanidad: un tipo que se ríe mientras habla desde su teléfono móvil, una mujer que parece que va acompañando a su madre o abuela a no sé dónde... La realidad, bien mirada, puede ser un teatro.

Levrero apuesta por conservar la capacidad de sorpresa infantil donde la mayoría de los adultos verían solo lo tedioso (o lo romántico) de lo cotidiano. Está en juego aquello de observar cualquier escena de la vida como si fuera la primera vez. Este fragmento de la conversación que tiene con su hijo Juan Ignacio puede darnos una clave de lectura al respecto:
Estábamos sentados a la mesa y Juan Ignacio, de unos ocho años, insistía con mucho tesón en que le contara una historia, o un chiste, o le planteara un acertijo, cosas que solían ser habituales en nuestros almuerzos de esa época. Como yo no tenía ganas, o había agotado mi repertorio, le respondí con impaciencia, mientras él tomaba un vaso de agua para llevarlo a los labios:

—Ignacio, ¿vos te creés que el mundo es un circo, y que está lleno de payasos para divertirte? —dije.

—Sí —respondió; luego bebió lentamente el agua que quedaba en el vaso—. Y vos sos uno de ellos —concluyó, mientras apoyaba el vaso en la mesa.
Levrero parece deslizarnos, como suele decirse, subrepticiamente, una idea conocida: los niños guardan algunas claves sobre cómo mirar este mundo y disfrutarlo con mayor plenitud. Ellos todavía conservan esa mirada fresca y repleta de posibilidades maravillosas que les permite hacer convivir en un mismo plano imaginación y realidad. Todo se ofrece ante sus sentidos con una textura diferente, con una perspectiva ajena a la lógica adulta, con una libertad insultante. Toda esa sabiduría es la que hemos perdido los adultos y, según entiendo, Levrero anhelaba para sí y para su literatura.


Levrero, el extirpador de saurios

Algo que también deja claro esta colección de 126 textos es que debió de ser complicado convivir con su autor. Como en La novela luminosa, El discurso vacío o Diario de un canalla, nos encontramos con alguien cuya hipersensibilidad —por intentar resumirlo en una palabra— lo condiciona en su vida social. Así, por ejemplo, es imposible olvidar las 7 entregas que le dedicó a un agujero que se hizo en un jersey de color celeste y la subsiguiente odisea comercial que eso desató en pos de uno nuevo. ¿Que por qué tanto lío? Entre otras razones porque Levrero dice padecer una enfermedad relacionada con la electricidad estática y la lana, algo que le vuelve incómodo casi cada jersey que se prueba.

En serio: es más sencillo atracar un banco a cara descubierta y con una cucharilla de café en la mano que acompañar a este buen hombre a comprarse ropa.

Eso sí, la aventura, además de dar esas vueltas y revueltas hipersensibles, también tiene tiempo para entregarse a reflexiones serias. Al final, la prenda elegida como sustituta es un jersey que, por las indicaciones que da, tiene toda la pinta de ser de la marca Lacoste. Sin embargo, para disgusto de su esposa, Levrero llega a casa y se pone a rasquetear «el saurio con la uña». Ella, horrorizada, le dice que «está loco» y que «ese dibujito» es «una marca prestigiosa, un símbolo de distinción». A lo que él le contesta que si algún día ella lo ve «comprando algún objeto» para prestigiarse «con su marca», que, por favor,  le pegue «un tiro, porque para qué seguir viviendo así».

Y antes de emprender la cirugía final armado con un cúter, añade lo siguiente:
También le dije que a los jugadores de fútbol les pagan por llevar propaganda en la ropa, y a mí no solo no me pagaban nada sino que me habían cobrado bastante por el buzo, y que qué clase de estúpido le parecía que era yo para andar haciéndole propaganda gratis a nadie. Mientras hablaba seguía rasqueteando el dibujo con la uña; probablemente todavía se adivinara que se trataba de un saurio porque la marca es conocida, pero visto objetivamente a cualquiera le habría parecido más bien un loro con las plumas alborotadas.
En algunos actos de Levrero hay más política y toma de posición frente al discurso dominante que en muchos palabreríos inflamados, previsibles y vacuos que otros nos endilgan por ahí. Descoser las marcas de la ropa o las zapatillas que llevamos podría ser un acción notable a la hora de descosernos nosotros mismos de la sociedad de hiperconsumo en la que vivimos.


Tres párrafos sobre las ideologías

Levrero apenas le dedicó espacio a la política en sus irrupciones. Salvo por alguna referencia tangencial a Ángel Rama —con cuya aproximación a la literatura discrepa—, juraría que estos tres párrafos de la irrupción n.º 42 son los únicos en la materia. Además, aclaran dónde se coloca Levrero a la hora de construir su literatura:
Siempre me pregunté dónde estaría la fuerza de las ideologías (y llamo ideología a toda forma de la ideología), para convencer a la gente de tantas cosas absurdas y obligarla hasta a dar la vida por ellas. Y nunca había encontrado respuesta hasta que me di cuenta de que esta clase de preguntas solo puedo contestarlas mirando hacia mí mismo.

En algún tiempo yo también profesé algunas de estas colecciones de ideas ajenas, y también yo traté de imponerlas a los demás. Me miro a mí mismo en aquellos tiempos y pienso: ¿por qué lo hacía?

Con este método es muy fácil encontrar una respuesta: lo hacía, descubro, porque para poder vivir en el mundo me parecía más fácil arreglar el mundo que arreglarme a mí mismo.
No estoy muy al cabo del asunto, lo advierto de antemano, pero juraría que una posible evolución levreriana fue de militante de las juventudes comunistas a existencialista kafkiano y, de ahí, a idólatra del psicoanálisis junguiano, las novelas policiales y la parapsicología. Todo salpicado por algunos episodios donde tiene sus más y sus menos con Onetti y su alargada sombra. Ya digo: no estoy muy al cabo de los pormenores... Pero todo sea por escribir y no callar, y hasta quizá por alumbrar los párrafos anteriores, y quizá incluso los venideros.


La publicidad: ese oscuro organizador de nuestra esclavitud

No todas las funciones que daban en el teatro mental levreriano eran divertidas. Había unas cuantas que le hacían percibir la sociedad como un entorno hostil. En varios de sus textos transmite la sensación de sentirse rodeado por un ambiente que tiende a uniformizarlo todo y que sospecha de «aquello que sale fuera de lo regular y previsible». Y él, cuyas actitud y expectativas vitales rompían con muchas convenciones sociales, debió de pasar más de un mal rato.

También se muestra susceptible a algo que, por desgracia, es moneda corriente hoy: la publicidad invasiva. De hecho, carga con tanto furor contra ella que parece reservarle uno de los asientos más distinguidos en el trono del Eje del Mal. En una de las irrupciones sostiene que en cada persona habita un niño imbécil y que, precisamente, es a ese imbécil a quien va dirigida la publicidad. En otro par de artículos se queja del uso de técnicas de propaganda hitlerianas para bombardear a las personas en cualquier momento, situación o lugar. Con todo, el culmen lo alcanza cuando relaciona la publicidad con lo tanático y el psicoanálisis:
El problema de la muerte es el problema del yo. Por eso, quizás, como cada vez se quiere poner mayor distancia con la idea de la muerte, y nos quieren prolongar la juventud y que luego desaparezcamos limpiamente sin que los demás se enteren demasiado de los detalles... por eso tal vez aceptamos ser masificados por la publicidad, por los líderes, por las infinitas formas del trance y del olvido de la vida que nos ofrecen, cada día más, esos oscuros organizadores de nuestra esclavitud.
Antes de ponerse así de existencial, Levrero, como era de esperar en él, venía hablando de Charlie Brown y de Snoopy, a quien se le había ocurrido decir en algún cómic: «¡Soy demasiado yo para morir!». Y eso, claro está, había disparado la reflexión levreriana. En cualquier caso, a partir de ahora, cada vez que alguien se presente ante mí como especialista en marketing, publicidad o algo similar, pensaré lo mismo que Levrero: ¡ah, un oscuro organizador de nuestra esclavitud!

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Si los hados me son favorables, es probable que haya una tercera entrada... Otra cosa es que pueda ser la semana que viene. Ya se verá. Paso a paso. Entre tanto, quien quiera más, puede leer la primera parte de este texto o entretenerse con estocon esto otro.

Actualización (13/12/15). Al final, hubo dos entradas más: la 2,5 y la 3 (más la previa, claro).

15 de noviembre de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (parte 1)

Irrupciones (Criatura Editora, 2013) reúne 126 textos de Mario Levrero que aparecieron en la revista Posdata y luego en el suplemento Insomnia de esa misma publicación. Hablar de que son columnas periodísticas sería exagerado: la mayoría son cualquier otra cosa —cuentos, sueños, autobiografía, poemas, dibujos...— antes que un texto periodístico al uso. Bien mirado, este libro podría haber sido hoy algo así como el blog literario de Mario Levrero.

De hecho, el propio autor señala en el prólogo que pensó el conjunto de artículos como «un hipertexto» que funcionara a modo de mapa integral de su «propio ser». Sin embargo, en algún momento se dio cuenta de que esa idea requería demasiado trabajo y lo obligaba a la ingrata tarea de pasar muchas horas leyendo en la pantalla del ordenador, así que se conformó con que estas irrupciones pudieran ser leídas como «un holograma» donde se apreciara el hilo común que las une: él y su particular manera de percibir la realidad.

Lo que para otros narradores y narradoras es un modo habitual, placentero y hasta deseable —a colaborar en los medios, me refiero— de pagarse el alquiler, a Levrero le representó una tortura. Su amigo Felipe Polleri lo explica así en su agudo «prólogo del prólogo»
A Mario y a mí el trabajo, la simple palabra trabajo (poco dinero a cambio de mucho tiempo) nos daba horror. Habíamos elegido por vocación, o vaya uno a saber por qué, dedicarnos a escribir y a no ganar un peso. Cumplimos. Él mejor que yo.  [...]
A Levrero no le sobraba el dinero; sin embargo, entre disponer de su tiempo para crear o ganar unos pesos para vivir algo más holgadamente, eligió lo primero siempre que pudo. Según se desprende de estas irrupciones, consideraba que estaba en juego algo que lo asustaba y le repelía mucho: convertirse en un «escritor profesional», es decir, en aquel que escribe por «necesidad de ganar dinero». En esa categoría, él colocaba desde la obra entera de Stephen King y de cualquier bestsellerista a las de Gabriel García Márquez, exceptuando Cien años de soledad y Crónica de una muerte anunciada (que consideraba dos obras maestras). Para Levrero, el dinero —su avidez— condicionaba la creatividad y le quitaba más tiempo del que en apariencia podía darle.

De ahí que prefiriese ser lo que denominaba un «escritor aficionado», esto es, aquel que «escribe por necesidad de escribir». O dicho de otro modo: aquel que escribe lo que le dicta su cuerpo —su inconsciente— que debe escribir, no lo que le sugiere una editorial, lo que le gusta al mercado, lo que le piden los lectores o lo que le encarga un medio de comunicación. Y ese ideal lo representaba Kafka. Visto así, resulta más sencillo entender por qué vivía como una tortura algo que otros hubieran disfrutado enormemente.

La interrupción de las irrupciones

De hecho, esa fue la razón por la que Levrero cortó la colaboración con la revista en junio de 1998, después de dos años de relación regular. Pese a reconocer que la editora le había dado libertad total —hay un cuento sobre un agujero en un jersey de color celeste que publicó ¡en 7 entregas!—, en su texto de despedida aseguraba que, de manera indirecta y paulatina, se había profesionalizado y que temía «no encontrar un camino de retorno a la escritura amateur». Asimismo, reconocía que el público lector actuaba sobre él como una fuerza coercitiva de la que no sabía librarse y que lo obligaba a «acceder a una inspiración condicionada».

Huye, por así decirlo, de la autocensura creativa:
... no puedo seguir soslayando esa necesidad imperiosa de escribir sin límites —límites que, desde luego, están en mí ya que nadie jamás me controló ni los temas ni las formas de expresión. Lo peor del caso es que esas miradas de los lectores que siento en la nuca son miradas bondadosas. Pero también la mirada bondadosa condiciona, y no encontré la forma de seguir publicando estas Irrupciones sin sacrificar otras irrupciones que reclaman un lugar.
Por aquel entonces debió de haber detectado, me imagino, los primeros síntomas de lo que después sería La novela luminosa (obra póstuma que apareció en 2005). Congruente con su firme voluntad de permanecer como escritor aficionado, y tras 112 entregas irruptivas, rompió con lo que sintió como un vampiro temporal y creativo. Eso sí, no menos fiel a su estilo y personalidad algo neurótica, tiempo después retomó la colaboración con la revista y empezó así su primer texto:
Hace un par de años suspendí esta columna con idea de ponerme a escribir algo que parecía estar queriendo manifestarse desde adentro y que no podía sujetarse a cosas tales como plazos de entrega o esa «mirada de los lectores» que me parecía sentir en la nuca.

Pero no escribí nada.
Como suele decirse: genio y figura.

Además, para cerrar esta irrupción, echó mano de su escritor aficionado favorito, Kafka, en quien encontró la excusa perfecta para explicar su actitud vital y, de un modo solapado, la importancia que le concedía a todo cuanto viniera del inconsciente, en particular a los sueños:
[...]  tal vez por ese terror primitivo o por otras causas (como un aristocrático desprecio hacia los predadores y los invasores, o una especie de soberbia que se disfraza de humildad), tengo por norma (fantástica, desde luego, ya que cumplirla es imposible) hacer que mi paso por el mundo no se note, no deje huellas; vivo en mi casa como en una casa ajena, y trato de dejar las cosas en el mismo estado en que las encontré; uso suelas de goma, para que el ruido de mis pasos en la calle no altere el sueño de las niñas que duermen la siesta; jamás llamo por teléfono, si no es en respuesta a un llamado que me hayan hecho pidiendo que llame y, como verás, jamás titulo los mails porque siempre soy el que responde (el seducido, jamás el seductor). Mi héroe es Kafka: de visita en la casa de un amigo, al bajar por una escalera produjo un crujido y despertó de la siesta al padre del amigo. Kafka le habló suavemente: «Considéreme un sueño», le dijo.

El escritor que prefería soñar a opinar

A la luz de estas 430 páginas, vemos también a un Levrero que rompe con la figura del escritor como intelectual. De hecho, prefiere comentar cualquier detalle —por banal que sea— que le permita explorar su singular manera de percibir la realidad antes que dedicar unas líneas a comentar un libro ajeno, opinar sobre la actualidad política, relatar un viaje a otra ciudad, comentar una visita a un museo, hablar de música, etc. (Hay algunas excepciones a lo anterior, pero son eso: excepciones). Es más: se declara un fan de la novela negra —incluidas las muy malas— y le interesa más la parapsicología que la historia, la sociología o la crítica literaria. Es como si se tomara muy en serio lo de no hacer de escritor, sino serlo.

A él lo que le interesa es aquello que le permita incursionar en la nebulosa asociada a los fenómenos psíquicos y la imaginación. De ahí que encontremos todo tipo de consideraciones sobre hormigas, palomas, gorriones o arañas. También enmarañadas reflexiones sobre la «gripe zen», las almohadas que dan mucho calor a la hora de dormir, la presencia de hongos alucinógenos en los libros, cómo saber si ha pasado un año por la posición de la Tierra o cómo están escritos algunos carteles. Y, por supuesto, leemos sueños descritos con su habitual minuciosidad y nitidez, amén de abundantes referencias —más y menos solapadas— a la alquimia de los procesos creativos (otro de sus focos de interés).

Irrupciones certifica lo que los lectores ya habíamos experimentado con anterioridad en las novelas y cuentos: existe lo que podríamos llamar un mundo levreriano, esto es, una manera singular de hacer habitar la imaginación en nuestra realidad cotidiana. A las hormigas o palomas, ya digo, pongo por testigos.
*

Quizá la semana que viene esta entrada continúe en otra... O quizá no. Vaya usted a saber. El caso que tengo más notas en el disco duro; faltará ver si el tiempo y las neuronas se alían conmigo para perpetrar una digna segunda parte. Entre tanto, en el blog se pude leer más sobre Levrero
acá; y en la revista Teína, acullá.

Actualización (13/15/15): Al final, esta entrada fue cuádruple; hubo esta primera parte, una segunda, la 2,5 y, por fin, la tercera

8 de noviembre de 2015

Chicas muertas, Selva Almada

01. Crímenes sin resolver. Chicas muertas (Random House, 2015) aborda el asesinato no resuelto de tres chicas adolescentes del interior de la Argentina a finales de los 80. Si bien algunas secciones del libro mencionan muchos otros casos de mujeres asesinadas que no han sido resueltos, el hilo principal se sostiene sobre las tres primeras de las que tuvo noticia Selva Almada (Entre Ríos, 1973), con la democracia argentina recién estrenada y todavía presente «una policía con los vicios de la dictadura». A la memoria de ellas, de Andrea, María Luisa y Sarita, está dedicada su investigación.

02. Las tres chicas asesinadas. Andrea Danne, de 19 años y estudiante de profesorado, a quien alguien —todavía no se sabe quién— apuñaló en casa de sus padres mientras dormía..., y mientras sus padres estaban en el hogar. María Luisa Quevedo, de 15 años, que salió una mañana a trabajar y fue encontrada violada y estrangulada en un baldío de la ciudad. Sarita Mundín, que tenía un hijo de 4 años y un novio que la obligaba a prostituirse para mantenerlo; un día se fue a bañar al río con su novio y ya nunca más regresó. Andrea era de San José (Entre Ríos); María Luisa, de Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco); Sarita, de Villa María (Córdoba).

03. Machismo rural.
Selva Almada pone su talento narrativo, demostrado en El viento que arrasa y en Ladrilleros, al servicio de un texto periodístico que dibuja con precisión y nitidez cómo parte de la sociedad argentina ha naturalizado el machismo, en particular los estratos más pobres. En conjunto, el libro ofrece algo así como un catálogo de situaciones preocupantes que acontecen con frecuencia en el norte del país: chicas de 15 años que no van al colegio y tienen que trabajar en algo para sobrevivir; núcleos familiares que asumen con normalidad que acostarse con el jefe es un medio como cualquier otro de ganarse unos pesos extra; madres solteras que salen con hombres por dinero; varones celosos y posesivos con sus parejas; padres que no quieren que sus hijas se pinten o vayan a bailar; varones que hostigan a las mujeres y que no aceptan un no por respuesta ante sus avances...

04. Lo atmosférico.
Uno de los aciertos de Chicas muertas es su capacidad para contarnos cómo es el ambiente de las ciudades donde vivían las chicas asesinadas y, a partir de ahí, iluminar alguna arista de los hechos. Así, paseamos por la chaqueña ciudad de Presidencia de Roque Sáenz Peña, un sitio donde todos se encierran «a cal y canto en sus casas, esperando que la bravura del calor amaine», no hay apenas bares para los jóvenes o donde un posible negocio familiar es una agencia de viajes que venda un circuito en furgoneta por Bolivia. También, por ejemplo, palpamos la textura sórdida y fabril que envuelve San José (Entre Ríos), donde la actividad económica depende casi en exclusiva de un frigorífico cárnico, que parece transferirle tanta gelidez a la carne de vaca como a la humana.

05. Esa teleserie con tan poca audiencia llamada Vida.
El libro recoge una variedad de maneras de matar a una mujer que parece sacada del cualquier teleserie estadounidense estilo CSI, Bones, Castle, etc.: a los golpes, mutilándola, violándola —de manera individual o en grupo—, estrangulándola, apuñalándola, descuartizándola, quemándola, a los tiros... A diferencia de las teleseries, en la vida, el resultado es más brutal y aterrador; no hay ficción: solo muerte, desolación, ausencia. Tampoco, en muchos casos, la policía da con el culpable.

06. Centro en lo propio. Otro acierto del libro es que Almada toma su familia como fuente de su experiencia; eso nos permite entender el vínculo emocional que ella ha forjado con la violencia machista. Así, relata que sus padres se casaron muy jóvenes —tan jóvenes como algunas de las chicas muertas— y que un buen día su padre quiso pegarle a su madre; esta agarró un tenedor y se lo clavó en el antebrazo. Desde entonces, su padre supo mantenerse a raya.

07. La bestia está ahí, cerca de ti. La madre de Selva Almada aparece como la excepción de la regla. En el vecindario de sus padres, sin ir más lejos, hay un par de mujeres que han recibido palizas de sus maridos y otra a quien su marido violaba. Es más: su tía Liliana estuvo a punto de ser violada en los maizales por su primo Tatú. Y el suegro de Almada ayudó a transportar a Carahuni, una chica que encontraron violada y muerta en un baldío de Villa Elisa. Moraleja: el machismo no es una abstracción ni un invento mediático o feminista: está ahí, en el barrio o edificio donde vivimos. Y quien más y quien menos conocemos al menos un caso.

08. Un trilogía inesperada.
Por curioso que parezca, Chicas muertas funciona estupendamente como apéndice de las dos novelas de Selva Almada que se han publicado por ahora en España. Quienes no sepan mucho del espacio físico donde se desarrollan El viento que arrasa o Ladrilleros agradecerán esta lectura en clave literaria. Además de por el calor que los atraviesa y por la geografía, los tres libros están unidos entre sí por la reflexión sobre la familia y el análisis del universo masculino.

09. Un libro que denuncia. Este no es un libro brillante —no juega en la liga de Leila Guerriero, Martín Caparrós, Rodolfo Walsh o Tomás Eloy Martínez, digo, por citar los referentes del periodismo argentino más conocidos en España—, pero es un libro necesario y que se ajusta a su función periodística: aporta información, pone voz a casos olvidados, denuncia, pelea. Y siempre lo hace con un tono contenido, equilibrando perfectamente lo personal y lo observado, dejando que el material recabado hable por sí solo. Al final, ninguno de los tres asesinatos queda resuelto, y eso decepciona a la par que asusta: queda la sensación de que, como sociedad, nos estamos acostumbrando a que un día nos maten a una hija, una amiga, una hermana, una madre... y que el criminal no pague por ello. ¿Verdad que estamos enfermos?

10. Chicas muertas.
Mariela Bustos, Marina Soledad da Silva, Zulma Brochero, Arnulfa Ríos, Paola Tomé, Priscila Lafuente, Carolina Arcos, Nanci Molina, Luciana Rodríguez, Querlinda Vásquez, Maira Tévez, María Soledad Morales, Gladys Mc Donald, Elena Arreche, Adriana y Cecilia Barreda, Liliana Tallarico, Ana Fuschini, Sandra Reiter, Carolina Aló, Natalia Melman, Fabiana Gandiaga, María Marta García Belsunce, Marela Martínez, Paulina Lebbos, Nora Dalmasso, Rosa Galliano... Y la lista sigue y sigue. Todas ellas aparecen en algún momento en este libro por la misma razón: fueron asesinadas a manos de un varón que hacía las veces de vecino, amigo, amante, novio, exnovio, marido, exmarido, putero, proxeneta, lo que fuera. Por desgracia, ellas son solo un puñado de las miles que mueren cada año en el mundo a causa de la violencia machista. De hecho, en España, van más de 700 mujeres asesinadas en la última década y también tenemos nuestra propia lista (enlazo solo, a modo de ejemplo, la de 2015).

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PD 01. Entrevista con Selva Almada en el blog de Eterna Cadencia: «La misoginia, en vez de retroceder, avanza».

PD 02. Por si alguien tiene interés, enlazo la web de Ni una menos (Argentina) y un vídeo de la manifestación de ese movimiento en Uruguay. Ayer, sábado 7 de noviembre, se celebró en España una manifestación similar y, esa consigna, #niunamenos, estuvo presente.

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Actualización (9/11/15): Solo un día más tarde de haber publicado esta entrada, la noticia en España es que han muerto 4 mujeres más por violencia machista... Una en Oviedo; dos, madre e hija, en Lliria (Valencia); otra en Baena (Córdoba).

Actualización (23/11/15): En esta noticia del 16 de noviembre se recogen tres nuevos asesinatos de mujeres a manos de varones. Una fue en El Vendrell (Tarragona), otra en Marchena (Sevilla) y una tercera en Madrid. Entre las 4 mujeres muertas de la actualización anterior y las 3 de esta, una cuarta víctima en San Lúcar la Mayor (Sevilla). Desde el 7N, si mis cuentas no fallan, son 8 mujeres las que han muerto en 15 días.

Actualización (13/12/15): «Asesinada mujer de 44 años en Alcobendas y la Policía detiene a su expareja».

Actualización (16/12/15): «Una mujer es asesinada en Zaragoza en un presunto caso de violencia machista». 

Actualización (13/01/16): 

Me tomé un respiro con el blog en Navidad y, por dejar, hasta dejé de actualizar esta entrada... Entre tanto, por desgracia, han sucedido más de media de docena de asesinatos. Quizá se me haya olvidado consignar alguno... En cualquier caso, cargo los que recuerdo o he encontrado. Además de los buscadores o de las noticias que yo recordaba, he consultado estas dos fuentes extra: el blog Ibasque y la 15Mpedia.

«Detenido por matar supuestamente a su pareja golpeándola con una piedra» (Villena [Alicante], 30 de diciembre.)

«Detenido el marido de una mujer asesinada en Pontevedra» (Mos [Pontevedra], 30 de diciembre.)

«Un hombre de 62 años mata a su pareja de 23 con una escopeta y luego se suicida»  (Adra, [Almería], 31 de diciembre.)

 -- > Balance de 2015: «El año termina con 57 mujeres asesinadas por violencia de género»

Los casos de 2016

1. «Mata a su mujer y su hija y se suicida en una vivienda de Torrevieja» (1 de enero)

2. «Muere una mujer de 43 años estrangulada por su pareja en Madrid» (4 de enero)

3. «Una mujer es asesinada por su pareja a puñaladas en Guadalajara» (5 de enero)

4. «El detenido por el asesinato de la joven encontrada en el pantaño de Alange tiene antecedentes penales por maltrato» (la noticia es del 8 de enero; el asesinato del día 8).

5. «Detenido el marido de la mujer asesinada en Narón (Coruña)» (la noticia es del 13 de enero; el asesinato, del 29 de diciembre)

6. «Un hombre asesina a su pareja en plena calle en Tarragona» (13 de enero)

7. «Muere una mujer en Valencia acuchillada por su marido, que se ha suicidado» (22 de enero)

8. «Una mujer muere estrangulada por su marido en Calviá» (23 de enero)

9. «El dueño de la confitería La Duquesita de Avilés mata a golpes a su mujer en su domicilio» (28 de enero)

10. «Un hombre mata a su pareja en Becerreá» (11 de febrero)

11. «Un hombre estrangula a su mujer en su casa del Cabanyal» (14 de febrero)

12. «Un hombre asesina a tiros a su expareja y luego se suicida en un bar de Miralbueno» (22 de febrero). Y Gustavo Alcalde, el delegado de Gobierno, dice que ella debería haber avisado.

Y siguen las víctimas... En las siguientes páginas controlan de manera puntual y exhaustiva cada caso que sucede. Os remito a ellas si queréis estar al día sobre el asunto del femenicidio en España: el blog Ibasque, el wiki 15Mpedia y la web Feminicidio.net.

1 de noviembre de 2015

El increíble Springer, Damián González Bertolino

El increíble Springer (Casa Editorial Hum, 2014), de Damián González Bertolino se compone dos novelas cortas: la que da título al libro y Threesomes. La primera tiene que ver con el fútbol, recibió un premio en Uruguay y acapara el bombo editorial de la portada y de la contraportada. La segunda nouvelle, en cambio, se sirve del golf como materia narrativa, no recibió galardón alguno y viene acompañada de un glosario terminológico que, en principio, no la hace tan atractiva como la otra. Pues bien: la del golf es mucho mejor que la del fútbol.

De lejos, además.

Por eso, y porque mi vida bloguera no está ahora para grandes despliegues, me centraré en comentar algunos hallazgos narrativos de Threesomes, que es la me ha gustado. De la otra novela corta, de El increíble Springer, me limitaré a decir que me recordó a una suerte de Mr. Vértigo paul-austeriano, pero con bicicletas, venta ambulante de pescado y un futbolizado sabor uruguayo. Y yo no soy muy de ese palo, del toque fantástico austeriano, digo, qué va a ser (de las bicicletas y el pescado, sí: a muerte).

El campo de golf como lugar de encuentro de ricos y pobres

Hay una idea de Threesomes que me pareció estupenda: el uso del campo de golf como territorio narrativo. O, más exactamente, la elección de ese espacio para mostrar cómo se entrecruzan la clase más alta y la más baja en Punta del Este, una elitista ciudad de veraneo uruguaya (algo así como un Puerto Banús español). En términos narrativos, el campo de golf ofrece una ventaja difícil de encontrar en otros escenarios: los personajes pueden caminar juntos varias horas, mientras recorren a pie un precioso y arbolado campo verde. Y eso, claro está, facilita la interacción.

Eso no implica que ricos —jugadores— y pobres —empleados— estén en pie de igualdad, sino que unos y otros pasan más rato juntos del que que hubiera sido posible de otro modo. El narrador nos lo dice así:
Morán estaba seguro de que, si se hubiese cruzado con la Sra. Etchegoyen en la calle, la mujer se cuidaría muy bien de no tener mayor trato con él.
Morán es el caddie de la Sra. Etchegoyen, la esposa del vicepresidente del club de golf y alto directivo de un banco argentino. Además de posición social, la Sra. Etchegoyen puede presumir de cuerpo: ha pasado los cincuenta sin haber perdido la tersura en las piernas y la delicadeza en los brazos, es decir, sigue estando de buen ver y de mejor tocar. Es lo que tiene no tener que partirse el lomo trabajando, cuidando niños o preocupada por llegar a final de mes: evita muchas arrugas y deja tiempo libre para tonificar el cuerpo.

A sus bondades físicas, la Sra. Etchegoyen suma al menos dos atributos intelectuales —por llamarlos de algún modo— derivados de disfrutar de las ventajas de una musculosa cuenta bancaria: la displicencia en el trato con el prójimo y la seguridad en sí misma. Es decir: conoce perfectamente qué lugar ocupa en la sociedad y cuál ocupan los demás, y no tiene confusiones al respecto. Para ella, un caddie es un caddie y un banquero es un banquero. Y el sexo no altera ese orden.

Por su parte, Morán parece no superar los 30 años, viene de una familia humilde, vive en una casa modesta y se casó hace algunos años con una chica del barrio. Si bien él es un tipo trabajador y podría ser relativamente feliz, fue lo bastante idiota para casarse y tener hijos con alguien con quien tiene poco en común. Ella es una especie de choni de barrio española, de carácter insoportable, que no trabaja, mete por las tardes a todas las amigas en casa para ver juntas la tele y que considera a su marido como el proveedor de cuanto ella decida. Ejemplo: si las quinceañeras del barrio van en moto, su hija, cueste lo que cueste, también.

Conclusión: Morán prefiere trabajar el día entero arrastrando un carrito con palos que se llaman hierro, madera o putter, loma arriba, loma abajo, antes que regresar pronto a casa.

Los ricos no son gente como nosotros...

Así las cosas, a Morán le sale la oportunidad de trabajar de caddie para la Sra. Etchegoyen y ese encuentro implica para él un aprendizaje inesperado, en particular porque la cosa termina en sexo. Y si bien para la Sra. Etchegoyen aquello es sexo entre los arbustos y nada más, para Morán la cosa va un poco más allá; de hecho, se siente fascinado por haber convertido en alcanzable a una mujer de las que él consideraba «inalcanzables, o simplemente inexistentes». Y presa de esa ingenuidad, cae en un trampa —una ficción— que él mismo se fabrica, y cree que hay «una disposición especial del aire que iba y volvía entre él y la Sra. Etchegoyen».

Ah, el amor y ese halo que envuelve a quienes caminan por la vida apoyados en la rotundidad de su cuenta bancaria... ¿Quién genera esa fascinante atmósfera que los acompaña: el rico, que sabe o necesita irradiarla, o el pobre, que de repente se da cuenta de todo lo que le falta y siente una atracción fatal?

Ya lo cantaba La Costa Brava allá por 2006: el aroma de las chicas de las familias bien «es tan distinto que uno se esfuerza en averiguar el secreto de sus besos». Algo de eso le sucede a Morán, que se esfuerza por comprender a esa señora que solo reclama de él que la embista con rapidez y que no tiene necesidad de hablar con él. Una señora que, pese a que dobla en edad a su esposa y sea más disfrutable que ella, él concluye que «no era nada especial».

Y ahí está su error: Morán llega a creer que el sexo lo pone en situación de igualdad, que él puede ser incluso algo más que una mera anécdota del verano de la Sra. Etchegoyen. Que su relación con ella puede ir más allá de la estricta funcionalidad. A este Morán le hubiera venido bien escuchar antes a otro Morán, escritor español y de nombre Gregorio, quien comentaba hace unos meses en una entrevista que los ricos no son gente como nosotros, pero con más dinero; los ricos son distintos, son otra cosa. Threesomes cuenta muy bien precisamente eso: la esposa de un banquero no es una choni de barrio, pero con más dinero, por más que se empeñe el caddie de Morán. Los ricos, dicho está, son... otra cosa.
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PD. Por si alguien tiene interés, enlazo la entrada que le dediqué a El maestro en el erial, de Gregorio Morán.