15 de noviembre de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (parte 1)

Irrupciones (Criatura Editora, 2013) reúne 126 textos de Mario Levrero que aparecieron en la revista Posdata y luego en el suplemento Insomnia de esa misma publicación. Hablar de que son columnas periodísticas sería exagerado: la mayoría son cualquier otra cosa —cuentos, sueños, autobiografía, poemas, dibujos...— antes que un texto periodístico al uso. Bien mirado, este libro podría haber sido hoy algo así como el blog literario de Mario Levrero.

De hecho, el propio autor señala en el prólogo que pensó el conjunto de artículos como «un hipertexto» que funcionara a modo de mapa integral de su «propio ser». Sin embargo, en algún momento se dio cuenta de que esa idea requería demasiado trabajo y lo obligaba a la ingrata tarea de pasar muchas horas leyendo en la pantalla del ordenador, así que se conformó con que estas irrupciones pudieran ser leídas como «un holograma» donde se apreciara el hilo común que las une: él y su particular manera de percibir la realidad.

Lo que para otros narradores y narradoras es un modo habitual, placentero y hasta deseable —a colaborar en los medios, me refiero— de pagarse el alquiler, a Levrero le representó una tortura. Su amigo Felipe Polleri lo explica así en su agudo «prólogo del prólogo»
A Mario y a mí el trabajo, la simple palabra trabajo (poco dinero a cambio de mucho tiempo) nos daba horror. Habíamos elegido por vocación, o vaya uno a saber por qué, dedicarnos a escribir y a no ganar un peso. Cumplimos. Él mejor que yo.  [...]
A Levrero no le sobraba el dinero; sin embargo, entre disponer de su tiempo para crear o ganar unos pesos para vivir algo más holgadamente, eligió lo primero siempre que pudo. Según se desprende de estas irrupciones, consideraba que estaba en juego algo que lo asustaba y le repelía mucho: convertirse en un «escritor profesional», es decir, en aquel que escribe por «necesidad de ganar dinero». En esa categoría, él colocaba desde la obra entera de Stephen King y de cualquier bestsellerista a las de Gabriel García Márquez, exceptuando Cien años de soledad y Crónica de una muerte anunciada (que consideraba dos obras maestras). Para Levrero, el dinero —su avidez— condicionaba la creatividad y le quitaba más tiempo del que en apariencia podía darle.

De ahí que prefiriese ser lo que denominaba un «escritor aficionado», esto es, aquel que «escribe por necesidad de escribir». O dicho de otro modo: aquel que escribe lo que le dicta su cuerpo —su inconsciente— que debe escribir, no lo que le sugiere una editorial, lo que le gusta al mercado, lo que le piden los lectores o lo que le encarga un medio de comunicación. Y ese ideal lo representaba Kafka. Visto así, resulta más sencillo entender por qué vivía como una tortura algo que otros hubieran disfrutado enormemente.

La interrupción de las irrupciones

De hecho, esa fue la razón por la que Levrero cortó la colaboración con la revista en junio de 1998, después de dos años de relación regular. Pese a reconocer que la editora le había dado libertad total —hay un cuento sobre un agujero en un jersey de color celeste que publicó ¡en 7 entregas!—, en su texto de despedida aseguraba que, de manera indirecta y paulatina, se había profesionalizado y que temía «no encontrar un camino de retorno a la escritura amateur». Asimismo, reconocía que el público lector actuaba sobre él como una fuerza coercitiva de la que no sabía librarse y que lo obligaba a «acceder a una inspiración condicionada».

Huye, por así decirlo, de la autocensura creativa:
... no puedo seguir soslayando esa necesidad imperiosa de escribir sin límites —límites que, desde luego, están en mí ya que nadie jamás me controló ni los temas ni las formas de expresión. Lo peor del caso es que esas miradas de los lectores que siento en la nuca son miradas bondadosas. Pero también la mirada bondadosa condiciona, y no encontré la forma de seguir publicando estas Irrupciones sin sacrificar otras irrupciones que reclaman un lugar.
Por aquel entonces debió de haber detectado, me imagino, los primeros síntomas de lo que después sería La novela luminosa (obra póstuma que apareció en 2005). Congruente con su firme voluntad de permanecer como escritor aficionado, y tras 112 entregas irruptivas, rompió con lo que sintió como un vampiro temporal y creativo. Eso sí, no menos fiel a su estilo y personalidad algo neurótica, tiempo después retomó la colaboración con la revista y empezó así su primer texto:
Hace un par de años suspendí esta columna con idea de ponerme a escribir algo que parecía estar queriendo manifestarse desde adentro y que no podía sujetarse a cosas tales como plazos de entrega o esa «mirada de los lectores» que me parecía sentir en la nuca.

Pero no escribí nada.
Como suele decirse: genio y figura.

Además, para cerrar esta irrupción, echó mano de su escritor aficionado favorito, Kafka, en quien encontró la excusa perfecta para explicar su actitud vital y, de un modo solapado, la importancia que le concedía a todo cuanto viniera del inconsciente, en particular a los sueños:
[...]  tal vez por ese terror primitivo o por otras causas (como un aristocrático desprecio hacia los predadores y los invasores, o una especie de soberbia que se disfraza de humildad), tengo por norma (fantástica, desde luego, ya que cumplirla es imposible) hacer que mi paso por el mundo no se note, no deje huellas; vivo en mi casa como en una casa ajena, y trato de dejar las cosas en el mismo estado en que las encontré; uso suelas de goma, para que el ruido de mis pasos en la calle no altere el sueño de las niñas que duermen la siesta; jamás llamo por teléfono, si no es en respuesta a un llamado que me hayan hecho pidiendo que llame y, como verás, jamás titulo los mails porque siempre soy el que responde (el seducido, jamás el seductor). Mi héroe es Kafka: de visita en la casa de un amigo, al bajar por una escalera produjo un crujido y despertó de la siesta al padre del amigo. Kafka le habló suavemente: «Considéreme un sueño», le dijo.

El escritor que prefería soñar a opinar

A la luz de estas 430 páginas, vemos también a un Levrero que rompe con la figura del escritor como intelectual. De hecho, prefiere comentar cualquier detalle —por banal que sea— que le permita explorar su singular manera de percibir la realidad antes que dedicar unas líneas a comentar un libro ajeno, opinar sobre la actualidad política, relatar un viaje a otra ciudad, comentar una visita a un museo, hablar de música, etc. (Hay algunas excepciones a lo anterior, pero son eso: excepciones). Es más: se declara un fan de la novela negra —incluidas las muy malas— y le interesa más la parapsicología que la historia, la sociología o la crítica literaria. Es como si se tomara muy en serio lo de no hacer de escritor, sino serlo.

A él lo que le interesa es aquello que le permita incursionar en la nebulosa asociada a los fenómenos psíquicos y la imaginación. De ahí que encontremos todo tipo de consideraciones sobre hormigas, palomas, gorriones o arañas. También enmarañadas reflexiones sobre la «gripe zen», las almohadas que dan mucho calor a la hora de dormir, la presencia de hongos alucinógenos en los libros, cómo saber si ha pasado un año por la posición de la Tierra o cómo están escritos algunos carteles. Y, por supuesto, leemos sueños descritos con su habitual minuciosidad y nitidez, amén de abundantes referencias —más y menos solapadas— a la alquimia de los procesos creativos (otro de sus focos de interés).

Irrupciones certifica lo que los lectores ya habíamos experimentado con anterioridad en las novelas y cuentos: existe lo que podríamos llamar un mundo levreriano, esto es, una manera singular de hacer habitar la imaginación en nuestra realidad cotidiana. A las hormigas o palomas, ya digo, pongo por testigos.
*

Quizá la semana que viene esta entrada continúe en otra... O quizá no. Vaya usted a saber. El caso que tengo más notas en el disco duro; faltará ver si el tiempo y las neuronas se alían conmigo para perpetrar una digna segunda parte. Entre tanto, en el blog se pude leer más sobre Levrero
acá; y en la revista Teína, acullá.

Actualización (13/15/15): Al final, esta entrada fue cuádruple; hubo esta primera parte, una segunda, la 2,5 y, por fin, la tercera

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