13 de diciembre de 2015

Irrupciones, de Mario Levrero (parte 3)

Esta es la tercera y última entrada —o al menos la que lleva aquello de «parte 3»— sobre el libro Irrupciones (Criatura Editora, Montevideo 2013), del escritor uruguayo Mario Levrero. A las entradas 1, 2 y 2,5 se accede haciendo clic en los enlaces anteriores.

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La pelea del tiempo y el dinero

En su particular trono de las Fuerzas del Mal, además de la publicidad, Levrero guarda un sitio de honor para el interés monetario:
... todo el mundo se afana y se afana y se afana por ganar dinero y el dinero no le alcanza para cubrir todas las necesidades que cree tener, y cualquier distracción de lo que es afanarse para ganar dinero le parece una pérdida de tiempo incomprensible.
Diría que Levrero no tiene nada en contra del dinero, sino del precio que debe pagar por él, en particular en forma de tiempo y de creatividad, sus dos bienes más preciados. De hecho, su máxima aspiración no es ni ganar premios ni vivir profesionalmente de la escritura ni obtener el reconocimiento ajeno; su mayor anhelo es, como puede constatarse en Irrupciones y en varias de sus novelas, disponer de todo el tiempo a su antojo y escribir sobre aquello que sienta necesidad de escribir. En juego está no convertirse en un canalla, en alguien sin un lado espiritual, en un mero objeto. Ceder ahí es ceder en lo nuclear: en su concepto de la escritura como «acto de autoconstrucción» personal.

Levrero escribe para «rescatar fragmentos de sí mismo», y esa tarea de autoexploración le resulta tan absorbente y atractiva que quiere dedicarse de pleno a ella. En la trilogía El diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa, él lo explica —narra— mejor que nadie, así que no es cuestión de detenerme ahí, salvo para subrayar que sus textos nos muestran con frecuencia un tipo de persona bastante concreto: aquella que, como suele decirse, tiene un mundo interior tan rico que no necesita apenas contacto con los demás para ser feliz, sumido como está siempre en sus mil y un proyectos personales, casi todos quiméricos o improductivos a ojos de los demás. Cualquier gerente empresarial escribiría en su cuaderno de notas: «Levrero, un especialista en perder el tiempo».

Y perder, por supuesto, no iría en cursiva.

De hecho, diría que Levrero desarrolló una escritura acorde con sus prioridades vitales, y ahí reside parte de la potencia de su mensaje: escribe desde la necesidad de escribir; escribe sobre aquello que te dé la gana. Escribe al margen del mercado, del público, de la crítica, de la tradición literaria, del reconocimiento social, de tu familia y amigos, y de todo cuanto introduzca un mecanismo de censura en aquello que sientes que debes escribir. Eso sí, por favor, sea lo que sea: escríbelo bien, haz buena literatura (cagándote, de paso, en lo que otros —que van de serios, sesudos, chispeantes, cínicos, profunditos, sabelotodo, sensibles, etc.— consideran literatura). Ah, y si vas a intentar construir un espacio literario propio, asume lo obvio: casi nadie se interesará por lo que haces y difícilmente te dará de comer; por tanto, ¿para qué malgastar el tiempo pensando en si te leen o no? Lo importante es el movimiento de autoconstrucción.

En un mundo como el actual, una concepción así solo es sostenible —sin desdoro de la dignidad— si tu familia tiene patrimonio, te toca la lotería o encuentras un mecenas financiero. En caso contrario, la versión de la Realidad que tenemos cargada en la Matrix, donde la publicidad y la lógica económica lo moldean todo (o casi), te tiene reservado un futuro dolorosamente precario. De hecho, Levrero escribió cuando todavía la sociedad de consumo no se había convertido en la de hiperconsumo y la cultura aún desempeñaba un papel relevante; es decir: cuando todavía quedaba algún resquicio para esconderse de la avalancha. Hoy, su discurso suena a vaticinio cumplido:
No puedo creer que una sociedad entera se entregue así, se deje destruir así, de un momento a otro, sin ofrecer resistencia. Tal vez la gente no se ha dado cuenta del peligro, aunque tendría que darse cuenta de lo que hay en su mente; y lo que hay en su mente es ruido, es música machacona y trivial, es la música de los avisos [anuncios]

[...] Lo cierto es que en poco tiempo, en pocos meses, hubo una escalada de la publicidad en los lugares públicos. Me refiero a la publicidad sonora, que invade sin remedio la mente, y para la cual no hay defensas. Está presente en los medios de transporte, incluyendo los taxis, en los supermercados, en los shopping centers, en los comercios de todo tipo, en las propias calles, y se me hace difícil creer que estoy viviendo, en una situación de tal violencia. Miro espantado en todas direcciones y no encuentro a nadie que esté viviendo el mismo espanto, y esto hace que mi espanto se multiplique.
Ahí está el Kafka rioplatense, el de La ciudad, París y El lugar; el que responde, como sostiene Ignacio Echevarría en el prólogo de esa trilogía, al aforismo kafkiano de que «El mal es lo que distrae». El mal entendido como «esa conspiración de obstáculos que reiteradamente impiden a los personajes cumplir sus más sencillos propósitos».  Y si eso sucede con lo sencillo, cuánta distracción no habrá, nos dice más adelante Levrero, cuando se trata de lo complejo, es decir, de elaborar una respuesta propia ante las grandes preguntas que nos presenta la vida a diario: qué deseamos, por qué vamos a trabajar, por qué causas vamos a luchar o qué motivos tenemos para vivir.

En la era del ensordecedor runrún publicitario de respuestas prefabricadas —recomiendo ver al respecto la obra de teatro Golem—, Levrero nos ofrece un oasis de singularidad, un aliento genuino. Y casi me animaría a decir que nos da una receta sobre cómo resisitir y no perecer bajo la Gran Ola que todo lo uniforma, que cada vez nos hace más predecibles, que devora a bocados el escaso tiempo libre que el trabajo nos deja:
—Dicen —decía el hombre del bar— que la gente viaja menos en ómnibus porque no tiene plata. Yo digo que la gente viaja menos en ómnibus porque está harta de la basura que te hacen escuchar los choferes, y sobre todo de escuchar las tandas de avisos. La gente viaja menos en ómnibus porque va a pie, o toma un taxi. Las razones para que sucedan o no las cosas no son siempre económicas, como dicen los políticos. La gente también tiene sentimientos. No somos simplemente carne con ojos.
Lo reconozco: quizá todo empiece por hacerse una camiseta con la última frase y llevarla puesta siempre.


¡Perpetremos cuentos y novelas inútiles (al Sistema)!

En el «prólogo del prólogo», Felipe Polleri escribe unas líneas que suenan a manifiesto estético, a algo más que unas simples palabras a propósito de un escritor amigo:
Además, si nuestras enfermedades coincidían en un punto era en esa feroz alergia a hacer lo que nos mandaban, a obedecer, a materializar esos inconfundibles y malignos disparates que la mayoría de la gente califica de útiles e, incluso, de necesarios.
A continuación, Polleri se inflama como lo hacen los narradores de sus novelas —al menos de las que yo he leído: Los sillones marchitos, La inocencia y ¡Alemania, Alemania!—, cala la bayoneta surrealista y avanza con sus obras completas y las de Levrero —y diría que las de Leo Maslíah—  contra la trinchera del enemigo y dice:
Un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor. Debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera. Un libro de ficción debe ser percibido (y así fueron percibidos los libros de Mario durante su vida y más acá) como un insulto a lo hecho y a lo que debería hacerse para construir una patria justa y solidaria.
Un pasaje, este de Polleri, que encuentra su eco en este otro mínimo fragmento que pergeña Levrero en su irrupción n.º 73:
[Esta] es mi forma de promocionar el surrealismo en un mundo muy apegado al sentido común. Todavía no he llegado a conocer una mayor belleza que la del absurdo.
Vaya por delante que no creo en la autonomía del arte y que me da urticaria el adjetivo inútil aplicado a la literatura... Sin embargo, el fragmento de Polleri, entendido en su contexto, resulta de una vehemencia tan contagiosa que dan ganas de enrolarse en su ejército y convertirse en un saboteador más del Orden Establecido. De hecho, prefiero dejar al margen mis diferencias con las palabras y quedarme con ese sentimiento enardecedor: la obra literaria concebida como un atentado contra la lógica dominante —la económica— y contra los discursos que son útiles a su causa (el publicitario, el productivista, el del sentido común, el de la gente normal, etc.). O dicho de otro modo: si la literatura no pelea contra las convenciones imperantes, entonces es que prefiere reforzarlas.

No nos quejemos luego, digo, de que otros carguen su versión de la Realidad en la Matrix y nos enjaulen en ella.


El inconsciente y sus esferas

Por último, no puedo cerrar esta reseña sin dedicar unas líneas a la pasión levreriana por excelencia: hacer de espectador de sí mismo, observar el borboteo de su inconsciente. En ese aspecto su literatura encarna un rasgo muy rioplatense que nos resulta aún bastante ajeno en España: lo psicoanalítico. Imagino que, en parte, eso explica que su obra haya carecido aquí de la repercusión que merecía; la crítica y el público españoles, por un lado, van a terapia menos de lo que deberían y, por otro, suelen estar más interesados en indagar en las claves de representación literarias de un escritor estonio, rumano o húngaro —traducido, por supuesto— que en las de un escritor latinoamericano que habla nuestro idioma de otro modo (a las listas de libros más leídos, recomendados o comprados me remito, como hizo en su día Ignacio Echevarría).

Eso sí, tampoco les culpo: casi ninguno de nuestros políticos pone a América Latina como ejemplo de nada bueno; los únicos países que acuden a su cabeza en cuanto les acercan un micrófono o les colocan una cámara delante son Dinamarca, Finlandia, Suecia, Alemania, Francia, Estados Unidos... Pocas veces escuchamos hablar de si Colombia, Argentina, Chile, Ecuador o Uruguay hacen algo bien, algo de lo que podríamos aprender y que nos serviría para mejorar nuestro país. ¿A nadie le resulta curioso?

Pero por volver al tema —y cortar de raíz la digresión anterior—: a lo largo de Irrupciones abundan las referencias solapadas a este tipo de autoobservación típicamente levreriana. De entre todas, quizá la más bella, dada su minuciosidad, precisión y nitidez, sea la que aparece en la irrupción n.º 2, al poco de abrir el libro. Son dos párrafos que explican, si se piensa en esa clave de lectura, una manera de entender la literatura:
Una esfera vacía asciende desde el fondo del mar. Nadie sabe cómo se originó; es una esfera de apariencia metálica, perfecta, que difícilmente podría ser un producto natural aparecido en los abismos oceánicos. Es lo suficientemente resistente como para haber soportado sin deformarse las enormes presiones de los abismos y, sin embargo, cuando la intenta analizar, cede fácilmente al instrumento de la investigación. Como se ha dicho, la esfera es hueca y está vacía; se busca entonces examinar a fondo la delgada materia que la forma. Se encuentra que no es metálica, como parecía a primera vista; tiene una consistencia porosa, como el corcho, pero son poros más apretados, que no dejan pasar ningún elemento. La materia porosa es laminada y con vetas, como la madera, pero más que madera parecería tratarse de una especie de plástico.

Se piensa que la función de la esfera es ascender a la superficie, ya que está vacía y no hay en la materia que la compone nada que permita pensar en alguna clase de función, ni siquiera en ninguna clase de actividad, una vez que la esfera ha llegado a la superficie. Solo ascender, y tal vez flotar, y la respuesta es una sola: se trata de un mensaje. El mensaje es sola presencia, haciendo saber que hay algo allí en los abismos oceánicos capaz de crear una esfera tal, mensaje cuya importancia justificaría la creación de la esfera.
Ahí está Levrero de cuerpo entero, en fondo y forma, con el texto como una suerte de burbuja procedente de esas fosas Marianas que llamamos inconsciente y que, en vez de explotar por el camino, se hace fuerte en su fragilidad y consigue llegar hasta la superficie consciente. ¿Es raro, absurdo, onírico, surrealista... su contenido? Qué más da: lo importante es que la burbuja supo ascender desde las profundidades para flotar ante nosotros con total convicción, tan orgullosa de su tranquilizador contorno esférico como de su desasosegante y hasta cierto punto inexplicable contenido irracional. ¿Qué quiere contarnos lo que está dentro de la esfera? Importa poco; lo relevante es que flota, que supo ascender desde un lugar remoto y del cual no siempre llegan noticias. Por tanto, lo que debería alegrarnos es haber descubierto una napa de petróleo onírico en nuestro subsuelo; el significado es lo de menos.

El propio Levrero lo menciona a raíz de un dibujo muy simple, estilo Miró, que hizo y que presentó a varias personas:
Me preocupa cuando paso mucho tiempo consumiendo, sin producir. Pero no me preocupa el significado psicológico de nada de lo que hago, ya que todo tiene significado, y todos los significados que puedan encontrarse darían para preocuparse si uno es de los que se preocupan por esas cosas, porque nada de lo que está oculto en lo profundo del alma es, digamos, liviano.
O dicho en traducción: uno también pueden pensar que el texto de la esfera... solo habla de una esfera. Que solo existe ese plano literal. En ese caso, imagino que el lector pensará que el libro es una estafa y el autor, una porquería. Está todo en su derecho. Otra cosa es que, con menos ruido publicitario en la cabeza, quizá consiguiera vislumbrar aristas de la realidad que ahora considera un invento.

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29 de noviembre de 2015

Irrupciones (parte 2,5), Mario Levrero

Esta ha sido una semana muy complicada por diversas circunstancias, así que no he tenido tiempo de cerrar la tercera parte de esta reseña, comentario, reflexión o lo que sea sobre Irrupciones (Criatura Editora, 2013), de Mario Levrero. A cambio, voy a transcribir un pasaje que Levrero le dedica a la publicidad en la irrupción n.º 37 y que, por razones de espacio, excluí de la sección que le dediqué a ese asunto en la entrada número 2. Además, el texto va muy a tono con la última —o antepenúltima, vaya usted a saber— moda: la de los vampiros.

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Hay una novela espléndida, que en español se titula Soy leyenda. Si no recuerdo mal, su autor es Richard Matheson. Se trata de un pueblo donde, a causa de una infección, todos se transforman en vampiros, menos el protagonista. Y los vampiros vienen a buscarlo, noche a noche, para que se deje morder y se contagie, y se una alegremente a ellos. Ahora me pregunto: yo ¿soy leyenda?

Lo sé, ya lo he dicho, que a todo hombre le llega el momento de reconocerse viejo, de reconocer que ya no tiene nuevas oportunidades en el mundo; que ya ha dejado de entender y de compartir el tiempo presente, y se está remontando sin prisa y sin pausa cada vez más hacia el pasado, que forzosamente le parecerá mejor porque en ese pasado él se sentía mejor. Siempre llega un momento —como le pasó a mi abuelo cuando las cajas de fósforos dejaron de venir con aquella gomita roja, en tiempos de guerra— en que el hombre se preguntaba: «¿Y ahora? ¿Cómo vamos a vivir?».

Yo quisiera saber si ha llegado ese momento para mí; si este problema de no poder convivir con la publicidad sonora significa que he quedado fuera del presente. Quisiera saber si las nuevas generaciones nacieron vacunadas contra la sugestión de la publicidad, o si simplemente ya no importa que el hombre pueda pensar por sí mismo, y sentir por sí mismo, y saber qué desea, qué quiere, por qué va a trabajar, por qué va a luchar, por qué va a vivir.

Quisiera que alguien tuviera el coraje de decírmelo. Y que tratara de explicarme esta nueva forma de vida; a lo mejor, todavía puedo hacer un esfuerzo más, como con la computadora, y adaptarme a los tiempos que corren.

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A este fragmento, yo diría que le pega, aunque solo sea por metonimia, la canción Ciudad vampira, de Nacho Vegas.

Tarde o temprano llegará la tercera —y espero que última parte—, siempre y cuando la vida ceje en su empeño de ponerme las cosas difíciles para bloguear... Entre tanto, quien quiera más, puede leer la primera parte de este texto, la segunda o entretenerse con esto y esto otro que escribí hace algunos años.

Actualización (13/12/15): Hubo tercera y última parte.

22 de noviembre de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (parte 2)

Esta entrada sobre Irrupciones (Criatura Editora, 2013), de Mario Levrero, tuvo su primera parte la semana pasada... Y, por lo que leo al final del todo, puede que incluso tenga una tercera la que viene. ¡Paciencia!
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Un teatro donde entretenerse


En muchas de sus irrupciones, Levrero aparece como un tipo convencido de que el mundo está lleno de gente «que hace payasadas» para divertirlo. De hecho, cualquier escena cotidiana, por irrelevante que pueda parecer a ojos del lector, termina considerándola como un «glorioso espectáculo para un solo espectador consciente: yo». Y ese show puede desatarlo cualquier inanidad: un tipo que se ríe mientras habla desde su teléfono móvil, una mujer que parece que va acompañando a su madre o abuela a no sé dónde... La realidad, bien mirada, puede ser un teatro.

Levrero apuesta por conservar la capacidad de sorpresa infantil donde la mayoría de los adultos verían solo lo tedioso (o lo romántico) de lo cotidiano. Está en juego aquello de observar cualquier escena de la vida como si fuera la primera vez. Este fragmento de la conversación que tiene con su hijo Juan Ignacio puede darnos una clave de lectura al respecto:
Estábamos sentados a la mesa y Juan Ignacio, de unos ocho años, insistía con mucho tesón en que le contara una historia, o un chiste, o le planteara un acertijo, cosas que solían ser habituales en nuestros almuerzos de esa época. Como yo no tenía ganas, o había agotado mi repertorio, le respondí con impaciencia, mientras él tomaba un vaso de agua para llevarlo a los labios:

—Ignacio, ¿vos te creés que el mundo es un circo, y que está lleno de payasos para divertirte? —dije.

—Sí —respondió; luego bebió lentamente el agua que quedaba en el vaso—. Y vos sos uno de ellos —concluyó, mientras apoyaba el vaso en la mesa.
Levrero parece deslizarnos, como suele decirse, subrepticiamente, una idea conocida: los niños guardan algunas claves sobre cómo mirar este mundo y disfrutarlo con mayor plenitud. Ellos todavía conservan esa mirada fresca y repleta de posibilidades maravillosas que les permite hacer convivir en un mismo plano imaginación y realidad. Todo se ofrece ante sus sentidos con una textura diferente, con una perspectiva ajena a la lógica adulta, con una libertad insultante. Toda esa sabiduría es la que hemos perdido los adultos y, según entiendo, Levrero anhelaba para sí y para su literatura.


Levrero, el extirpador de saurios

Algo que también deja claro esta colección de 126 textos es que debió de ser complicado convivir con su autor. Como en La novela luminosa, El discurso vacío o Diario de un canalla, nos encontramos con alguien cuya hipersensibilidad —por intentar resumirlo en una palabra— lo condiciona en su vida social. Así, por ejemplo, es imposible olvidar las 7 entregas que le dedicó a un agujero que se hizo en un jersey de color celeste y la subsiguiente odisea comercial que eso desató en pos de uno nuevo. ¿Que por qué tanto lío? Entre otras razones porque Levrero dice padecer una enfermedad relacionada con la electricidad estática y la lana, algo que le vuelve incómodo casi cada jersey que se prueba.

En serio: es más sencillo atracar un banco a cara descubierta y con una cucharilla de café en la mano que acompañar a este buen hombre a comprarse ropa.

Eso sí, la aventura, además de dar esas vueltas y revueltas hipersensibles, también tiene tiempo para entregarse a reflexiones serias. Al final, la prenda elegida como sustituta es un jersey que, por las indicaciones que da, tiene toda la pinta de ser de la marca Lacoste. Sin embargo, para disgusto de su esposa, Levrero llega a casa y se pone a rasquetear «el saurio con la uña». Ella, horrorizada, le dice que «está loco» y que «ese dibujito» es «una marca prestigiosa, un símbolo de distinción». A lo que él le contesta que si algún día ella lo ve «comprando algún objeto» para prestigiarse «con su marca», que, por favor,  le pegue «un tiro, porque para qué seguir viviendo así».

Y antes de emprender la cirugía final armado con un cúter, añade lo siguiente:
También le dije que a los jugadores de fútbol les pagan por llevar propaganda en la ropa, y a mí no solo no me pagaban nada sino que me habían cobrado bastante por el buzo, y que qué clase de estúpido le parecía que era yo para andar haciéndole propaganda gratis a nadie. Mientras hablaba seguía rasqueteando el dibujo con la uña; probablemente todavía se adivinara que se trataba de un saurio porque la marca es conocida, pero visto objetivamente a cualquiera le habría parecido más bien un loro con las plumas alborotadas.
En algunos actos de Levrero hay más política y toma de posición frente al discurso dominante que en muchos palabreríos inflamados, previsibles y vacuos que otros nos endilgan por ahí. Descoser las marcas de la ropa o las zapatillas que llevamos podría ser un acción notable a la hora de descosernos nosotros mismos de la sociedad de hiperconsumo en la que vivimos.


Tres párrafos sobre las ideologías

Levrero apenas le dedicó espacio a la política en sus irrupciones. Salvo por alguna referencia tangencial a Ángel Rama —con cuya aproximación a la literatura discrepa—, juraría que estos tres párrafos de la irrupción n.º 42 son los únicos en la materia. Además, aclaran dónde se coloca Levrero a la hora de construir su literatura:
Siempre me pregunté dónde estaría la fuerza de las ideologías (y llamo ideología a toda forma de la ideología), para convencer a la gente de tantas cosas absurdas y obligarla hasta a dar la vida por ellas. Y nunca había encontrado respuesta hasta que me di cuenta de que esta clase de preguntas solo puedo contestarlas mirando hacia mí mismo.

En algún tiempo yo también profesé algunas de estas colecciones de ideas ajenas, y también yo traté de imponerlas a los demás. Me miro a mí mismo en aquellos tiempos y pienso: ¿por qué lo hacía?

Con este método es muy fácil encontrar una respuesta: lo hacía, descubro, porque para poder vivir en el mundo me parecía más fácil arreglar el mundo que arreglarme a mí mismo.
No estoy muy al cabo del asunto, lo advierto de antemano, pero juraría que una posible evolución levreriana fue de militante de las juventudes comunistas a existencialista kafkiano y, de ahí, a idólatra del psicoanálisis junguiano, las novelas policiales y la parapsicología. Todo salpicado por algunos episodios donde tiene sus más y sus menos con Onetti y su alargada sombra. Ya digo: no estoy muy al cabo de los pormenores... Pero todo sea por escribir y no callar, y hasta quizá por alumbrar los párrafos anteriores, y quizá incluso los venideros.


La publicidad: ese oscuro organizador de nuestra esclavitud

No todas las funciones que daban en el teatro mental levreriano eran divertidas. Había unas cuantas que le hacían percibir la sociedad como un entorno hostil. En varios de sus textos transmite la sensación de sentirse rodeado por un ambiente que tiende a uniformizarlo todo y que sospecha de «aquello que sale fuera de lo regular y previsible». Y él, cuyas actitud y expectativas vitales rompían con muchas convenciones sociales, debió de pasar más de un mal rato.

También se muestra susceptible a algo que, por desgracia, es moneda corriente hoy: la publicidad invasiva. De hecho, carga con tanto furor contra ella que parece reservarle uno de los asientos más distinguidos en el trono del Eje del Mal. En una de las irrupciones sostiene que en cada persona habita un niño imbécil y que, precisamente, es a ese imbécil a quien va dirigida la publicidad. En otro par de artículos se queja del uso de técnicas de propaganda hitlerianas para bombardear a las personas en cualquier momento, situación o lugar. Con todo, el culmen lo alcanza cuando relaciona la publicidad con lo tanático y el psicoanálisis:
El problema de la muerte es el problema del yo. Por eso, quizás, como cada vez se quiere poner mayor distancia con la idea de la muerte, y nos quieren prolongar la juventud y que luego desaparezcamos limpiamente sin que los demás se enteren demasiado de los detalles... por eso tal vez aceptamos ser masificados por la publicidad, por los líderes, por las infinitas formas del trance y del olvido de la vida que nos ofrecen, cada día más, esos oscuros organizadores de nuestra esclavitud.
Antes de ponerse así de existencial, Levrero, como era de esperar en él, venía hablando de Charlie Brown y de Snoopy, a quien se le había ocurrido decir en algún cómic: «¡Soy demasiado yo para morir!». Y eso, claro está, había disparado la reflexión levreriana. En cualquier caso, a partir de ahora, cada vez que alguien se presente ante mí como especialista en marketing, publicidad o algo similar, pensaré lo mismo que Levrero: ¡ah, un oscuro organizador de nuestra esclavitud!

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Si los hados me son favorables, es probable que haya una tercera entrada... Otra cosa es que pueda ser la semana que viene. Ya se verá. Paso a paso. Entre tanto, quien quiera más, puede leer la primera parte de este texto o entretenerse con estocon esto otro.

Actualización (13/12/15). Al final, hubo dos entradas más: la 2,5 y la 3 (más la previa, claro).

15 de noviembre de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (parte 1)

Irrupciones (Criatura Editora, 2013) reúne 126 textos de Mario Levrero que aparecieron en la revista Posdata y luego en el suplemento Insomnia de esa misma publicación. Hablar de que son columnas periodísticas sería exagerado: la mayoría son cualquier otra cosa —cuentos, sueños, autobiografía, poemas, dibujos...— antes que un texto periodístico al uso. Bien mirado, este libro podría haber sido hoy algo así como el blog literario de Mario Levrero.

De hecho, el propio autor señala en el prólogo que pensó el conjunto de artículos como «un hipertexto» que funcionara a modo de mapa integral de su «propio ser». Sin embargo, en algún momento se dio cuenta de que esa idea requería demasiado trabajo y lo obligaba a la ingrata tarea de pasar muchas horas leyendo en la pantalla del ordenador, así que se conformó con que estas irrupciones pudieran ser leídas como «un holograma» donde se apreciara el hilo común que las une: él y su particular manera de percibir la realidad.

Lo que para otros narradores y narradoras es un modo habitual, placentero y hasta deseable —a colaborar en los medios, me refiero— de pagarse el alquiler, a Levrero le representó una tortura. Su amigo Felipe Polleri lo explica así en su agudo «prólogo del prólogo»
A Mario y a mí el trabajo, la simple palabra trabajo (poco dinero a cambio de mucho tiempo) nos daba horror. Habíamos elegido por vocación, o vaya uno a saber por qué, dedicarnos a escribir y a no ganar un peso. Cumplimos. Él mejor que yo.  [...]
A Levrero no le sobraba el dinero; sin embargo, entre disponer de su tiempo para crear o ganar unos pesos para vivir algo más holgadamente, eligió lo primero siempre que pudo. Según se desprende de estas irrupciones, consideraba que estaba en juego algo que lo asustaba y le repelía mucho: convertirse en un «escritor profesional», es decir, en aquel que escribe por «necesidad de ganar dinero». En esa categoría, él colocaba desde la obra entera de Stephen King y de cualquier bestsellerista a las de Gabriel García Márquez, exceptuando Cien años de soledad y Crónica de una muerte anunciada (que consideraba dos obras maestras). Para Levrero, el dinero —su avidez— condicionaba la creatividad y le quitaba más tiempo del que en apariencia podía darle.

De ahí que prefiriese ser lo que denominaba un «escritor aficionado», esto es, aquel que «escribe por necesidad de escribir». O dicho de otro modo: aquel que escribe lo que le dicta su cuerpo —su inconsciente— que debe escribir, no lo que le sugiere una editorial, lo que le gusta al mercado, lo que le piden los lectores o lo que le encarga un medio de comunicación. Y ese ideal lo representaba Kafka. Visto así, resulta más sencillo entender por qué vivía como una tortura algo que otros hubieran disfrutado enormemente.

La interrupción de las irrupciones

De hecho, esa fue la razón por la que Levrero cortó la colaboración con la revista en junio de 1998, después de dos años de relación regular. Pese a reconocer que la editora le había dado libertad total —hay un cuento sobre un agujero en un jersey de color celeste que publicó ¡en 7 entregas!—, en su texto de despedida aseguraba que, de manera indirecta y paulatina, se había profesionalizado y que temía «no encontrar un camino de retorno a la escritura amateur». Asimismo, reconocía que el público lector actuaba sobre él como una fuerza coercitiva de la que no sabía librarse y que lo obligaba a «acceder a una inspiración condicionada».

Huye, por así decirlo, de la autocensura creativa:
... no puedo seguir soslayando esa necesidad imperiosa de escribir sin límites —límites que, desde luego, están en mí ya que nadie jamás me controló ni los temas ni las formas de expresión. Lo peor del caso es que esas miradas de los lectores que siento en la nuca son miradas bondadosas. Pero también la mirada bondadosa condiciona, y no encontré la forma de seguir publicando estas Irrupciones sin sacrificar otras irrupciones que reclaman un lugar.
Por aquel entonces debió de haber detectado, me imagino, los primeros síntomas de lo que después sería La novela luminosa (obra póstuma que apareció en 2005). Congruente con su firme voluntad de permanecer como escritor aficionado, y tras 112 entregas irruptivas, rompió con lo que sintió como un vampiro temporal y creativo. Eso sí, no menos fiel a su estilo y personalidad algo neurótica, tiempo después retomó la colaboración con la revista y empezó así su primer texto:
Hace un par de años suspendí esta columna con idea de ponerme a escribir algo que parecía estar queriendo manifestarse desde adentro y que no podía sujetarse a cosas tales como plazos de entrega o esa «mirada de los lectores» que me parecía sentir en la nuca.

Pero no escribí nada.
Como suele decirse: genio y figura.

Además, para cerrar esta irrupción, echó mano de su escritor aficionado favorito, Kafka, en quien encontró la excusa perfecta para explicar su actitud vital y, de un modo solapado, la importancia que le concedía a todo cuanto viniera del inconsciente, en particular a los sueños:
[...]  tal vez por ese terror primitivo o por otras causas (como un aristocrático desprecio hacia los predadores y los invasores, o una especie de soberbia que se disfraza de humildad), tengo por norma (fantástica, desde luego, ya que cumplirla es imposible) hacer que mi paso por el mundo no se note, no deje huellas; vivo en mi casa como en una casa ajena, y trato de dejar las cosas en el mismo estado en que las encontré; uso suelas de goma, para que el ruido de mis pasos en la calle no altere el sueño de las niñas que duermen la siesta; jamás llamo por teléfono, si no es en respuesta a un llamado que me hayan hecho pidiendo que llame y, como verás, jamás titulo los mails porque siempre soy el que responde (el seducido, jamás el seductor). Mi héroe es Kafka: de visita en la casa de un amigo, al bajar por una escalera produjo un crujido y despertó de la siesta al padre del amigo. Kafka le habló suavemente: «Considéreme un sueño», le dijo.

El escritor que prefería soñar a opinar

A la luz de estas 430 páginas, vemos también a un Levrero que rompe con la figura del escritor como intelectual. De hecho, prefiere comentar cualquier detalle —por banal que sea— que le permita explorar su singular manera de percibir la realidad antes que dedicar unas líneas a comentar un libro ajeno, opinar sobre la actualidad política, relatar un viaje a otra ciudad, comentar una visita a un museo, hablar de música, etc. (Hay algunas excepciones a lo anterior, pero son eso: excepciones). Es más: se declara un fan de la novela negra —incluidas las muy malas— y le interesa más la parapsicología que la historia, la sociología o la crítica literaria. Es como si se tomara muy en serio lo de no hacer de escritor, sino serlo.

A él lo que le interesa es aquello que le permita incursionar en la nebulosa asociada a los fenómenos psíquicos y la imaginación. De ahí que encontremos todo tipo de consideraciones sobre hormigas, palomas, gorriones o arañas. También enmarañadas reflexiones sobre la «gripe zen», las almohadas que dan mucho calor a la hora de dormir, la presencia de hongos alucinógenos en los libros, cómo saber si ha pasado un año por la posición de la Tierra o cómo están escritos algunos carteles. Y, por supuesto, leemos sueños descritos con su habitual minuciosidad y nitidez, amén de abundantes referencias —más y menos solapadas— a la alquimia de los procesos creativos (otro de sus focos de interés).

Irrupciones certifica lo que los lectores ya habíamos experimentado con anterioridad en las novelas y cuentos: existe lo que podríamos llamar un mundo levreriano, esto es, una manera singular de hacer habitar la imaginación en nuestra realidad cotidiana. A las hormigas o palomas, ya digo, pongo por testigos.
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Quizá la semana que viene esta entrada continúe en otra... O quizá no. Vaya usted a saber. El caso que tengo más notas en el disco duro; faltará ver si el tiempo y las neuronas se alían conmigo para perpetrar una digna segunda parte. Entre tanto, en el blog se pude leer más sobre Levrero
acá; y en la revista Teína, acullá.

Actualización (13/15/15): Al final, esta entrada fue cuádruple; hubo esta primera parte, una segunda, la 2,5 y, por fin, la tercera

8 de noviembre de 2015

Chicas muertas, Selva Almada

01. Crímenes sin resolver. Chicas muertas (Random House, 2015) aborda el asesinato no resuelto de tres chicas adolescentes del interior de la Argentina a finales de los 80. Si bien algunas secciones del libro mencionan muchos otros casos de mujeres asesinadas que no han sido resueltos, el hilo principal se sostiene sobre las tres primeras de las que tuvo noticia Selva Almada (Entre Ríos, 1973), con la democracia argentina recién estrenada y todavía presente «una policía con los vicios de la dictadura». A la memoria de ellas, de Andrea, María Luisa y Sarita, está dedicada su investigación.

02. Las tres chicas asesinadas. Andrea Danne, de 19 años y estudiante de profesorado, a quien alguien —todavía no se sabe quién— apuñaló en casa de sus padres mientras dormía..., y mientras sus padres estaban en el hogar. María Luisa Quevedo, de 15 años, que salió una mañana a trabajar y fue encontrada violada y estrangulada en un baldío de la ciudad. Sarita Mundín, que tenía un hijo de 4 años y un novio que la obligaba a prostituirse para mantenerlo; un día se fue a bañar al río con su novio y ya nunca más regresó. Andrea era de San José (Entre Ríos); María Luisa, de Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco); Sarita, de Villa María (Córdoba).

03. Machismo rural.
Selva Almada pone su talento narrativo, demostrado en El viento que arrasa y en Ladrilleros, al servicio de un texto periodístico que dibuja con precisión y nitidez cómo parte de la sociedad argentina ha naturalizado el machismo, en particular los estratos más pobres. En conjunto, el libro ofrece algo así como un catálogo de situaciones preocupantes que acontecen con frecuencia en el norte del país: chicas de 15 años que no van al colegio y tienen que trabajar en algo para sobrevivir; núcleos familiares que asumen con normalidad que acostarse con el jefe es un medio como cualquier otro de ganarse unos pesos extra; madres solteras que salen con hombres por dinero; varones celosos y posesivos con sus parejas; padres que no quieren que sus hijas se pinten o vayan a bailar; varones que hostigan a las mujeres y que no aceptan un no por respuesta ante sus avances...

04. Lo atmosférico.
Uno de los aciertos de Chicas muertas es su capacidad para contarnos cómo es el ambiente de las ciudades donde vivían las chicas asesinadas y, a partir de ahí, iluminar alguna arista de los hechos. Así, paseamos por la chaqueña ciudad de Presidencia de Roque Sáenz Peña, un sitio donde todos se encierran «a cal y canto en sus casas, esperando que la bravura del calor amaine», no hay apenas bares para los jóvenes o donde un posible negocio familiar es una agencia de viajes que venda un circuito en furgoneta por Bolivia. También, por ejemplo, palpamos la textura sórdida y fabril que envuelve San José (Entre Ríos), donde la actividad económica depende casi en exclusiva de un frigorífico cárnico, que parece transferirle tanta gelidez a la carne de vaca como a la humana.

05. Esa teleserie con tan poca audiencia llamada Vida.
El libro recoge una variedad de maneras de matar a una mujer que parece sacada del cualquier teleserie estadounidense estilo CSI, Bones, Castle, etc.: a los golpes, mutilándola, violándola —de manera individual o en grupo—, estrangulándola, apuñalándola, descuartizándola, quemándola, a los tiros... A diferencia de las teleseries, en la vida, el resultado es más brutal y aterrador; no hay ficción: solo muerte, desolación, ausencia. Tampoco, en muchos casos, la policía da con el culpable.

06. Centro en lo propio. Otro acierto del libro es que Almada toma su familia como fuente de su experiencia; eso nos permite entender el vínculo emocional que ella ha forjado con la violencia machista. Así, relata que sus padres se casaron muy jóvenes —tan jóvenes como algunas de las chicas muertas— y que un buen día su padre quiso pegarle a su madre; esta agarró un tenedor y se lo clavó en el antebrazo. Desde entonces, su padre supo mantenerse a raya.

07. La bestia está ahí, cerca de ti. La madre de Selva Almada aparece como la excepción de la regla. En el vecindario de sus padres, sin ir más lejos, hay un par de mujeres que han recibido palizas de sus maridos y otra a quien su marido violaba. Es más: su tía Liliana estuvo a punto de ser violada en los maizales por su primo Tatú. Y el suegro de Almada ayudó a transportar a Carahuni, una chica que encontraron violada y muerta en un baldío de Villa Elisa. Moraleja: el machismo no es una abstracción ni un invento mediático o feminista: está ahí, en el barrio o edificio donde vivimos. Y quien más y quien menos conocemos al menos un caso.

08. Un trilogía inesperada.
Por curioso que parezca, Chicas muertas funciona estupendamente como apéndice de las dos novelas de Selva Almada que se han publicado por ahora en España. Quienes no sepan mucho del espacio físico donde se desarrollan El viento que arrasa o Ladrilleros agradecerán esta lectura en clave literaria. Además de por el calor que los atraviesa y por la geografía, los tres libros están unidos entre sí por la reflexión sobre la familia y el análisis del universo masculino.

09. Un libro que denuncia. Este no es un libro brillante —no juega en la liga de Leila Guerriero, Martín Caparrós, Rodolfo Walsh o Tomás Eloy Martínez, digo, por citar los referentes del periodismo argentino más conocidos en España—, pero es un libro necesario y que se ajusta a su función periodística: aporta información, pone voz a casos olvidados, denuncia, pelea. Y siempre lo hace con un tono contenido, equilibrando perfectamente lo personal y lo observado, dejando que el material recabado hable por sí solo. Al final, ninguno de los tres asesinatos queda resuelto, y eso decepciona a la par que asusta: queda la sensación de que, como sociedad, nos estamos acostumbrando a que un día nos maten a una hija, una amiga, una hermana, una madre... y que el criminal no pague por ello. ¿Verdad que estamos enfermos?

10. Chicas muertas.
Mariela Bustos, Marina Soledad da Silva, Zulma Brochero, Arnulfa Ríos, Paola Tomé, Priscila Lafuente, Carolina Arcos, Nanci Molina, Luciana Rodríguez, Querlinda Vásquez, Maira Tévez, María Soledad Morales, Gladys Mc Donald, Elena Arreche, Adriana y Cecilia Barreda, Liliana Tallarico, Ana Fuschini, Sandra Reiter, Carolina Aló, Natalia Melman, Fabiana Gandiaga, María Marta García Belsunce, Marela Martínez, Paulina Lebbos, Nora Dalmasso, Rosa Galliano... Y la lista sigue y sigue. Todas ellas aparecen en algún momento en este libro por la misma razón: fueron asesinadas a manos de un varón que hacía las veces de vecino, amigo, amante, novio, exnovio, marido, exmarido, putero, proxeneta, lo que fuera. Por desgracia, ellas son solo un puñado de las miles que mueren cada año en el mundo a causa de la violencia machista. De hecho, en España, van más de 700 mujeres asesinadas en la última década y también tenemos nuestra propia lista (enlazo solo, a modo de ejemplo, la de 2015).

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PD 01. Entrevista con Selva Almada en el blog de Eterna Cadencia: «La misoginia, en vez de retroceder, avanza».

PD 02. Por si alguien tiene interés, enlazo la web de Ni una menos (Argentina) y un vídeo de la manifestación de ese movimiento en Uruguay. Ayer, sábado 7 de noviembre, se celebró en España una manifestación similar y, esa consigna, #niunamenos, estuvo presente.

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Actualización (9/11/15): Solo un día más tarde de haber publicado esta entrada, la noticia en España es que han muerto 4 mujeres más por violencia machista... Una en Oviedo; dos, madre e hija, en Lliria (Valencia); otra en Baena (Córdoba).

Actualización (23/11/15): En esta noticia del 16 de noviembre se recogen tres nuevos asesinatos de mujeres a manos de varones. Una fue en El Vendrell (Tarragona), otra en Marchena (Sevilla) y una tercera en Madrid. Entre las 4 mujeres muertas de la actualización anterior y las 3 de esta, una cuarta víctima en San Lúcar la Mayor (Sevilla). Desde el 7N, si mis cuentas no fallan, son 8 mujeres las que han muerto en 15 días.

Actualización (13/12/15): «Asesinada mujer de 44 años en Alcobendas y la Policía detiene a su expareja».

Actualización (16/12/15): «Una mujer es asesinada en Zaragoza en un presunto caso de violencia machista». 

Actualización (13/01/16): 

Me tomé un respiro con el blog en Navidad y, por dejar, hasta dejé de actualizar esta entrada... Entre tanto, por desgracia, han sucedido más de media de docena de asesinatos. Quizá se me haya olvidado consignar alguno... En cualquier caso, cargo los que recuerdo o he encontrado. Además de los buscadores o de las noticias que yo recordaba, he consultado estas dos fuentes extra: el blog Ibasque y la 15Mpedia.

«Detenido por matar supuestamente a su pareja golpeándola con una piedra» (Villena [Alicante], 30 de diciembre.)

«Detenido el marido de una mujer asesinada en Pontevedra» (Mos [Pontevedra], 30 de diciembre.)

«Un hombre de 62 años mata a su pareja de 23 con una escopeta y luego se suicida»  (Adra, [Almería], 31 de diciembre.)

 -- > Balance de 2015: «El año termina con 57 mujeres asesinadas por violencia de género»

Los casos de 2016

1. «Mata a su mujer y su hija y se suicida en una vivienda de Torrevieja» (1 de enero)

2. «Muere una mujer de 43 años estrangulada por su pareja en Madrid» (4 de enero)

3. «Una mujer es asesinada por su pareja a puñaladas en Guadalajara» (5 de enero)

4. «El detenido por el asesinato de la joven encontrada en el pantaño de Alange tiene antecedentes penales por maltrato» (la noticia es del 8 de enero; el asesinato del día 8).

5. «Detenido el marido de la mujer asesinada en Narón (Coruña)» (la noticia es del 13 de enero; el asesinato, del 29 de diciembre)

6. «Un hombre asesina a su pareja en plena calle en Tarragona» (13 de enero)

7. «Muere una mujer en Valencia acuchillada por su marido, que se ha suicidado» (22 de enero)

8. «Una mujer muere estrangulada por su marido en Calviá» (23 de enero)

9. «El dueño de la confitería La Duquesita de Avilés mata a golpes a su mujer en su domicilio» (28 de enero)

10. «Un hombre mata a su pareja en Becerreá» (11 de febrero)

11. «Un hombre estrangula a su mujer en su casa del Cabanyal» (14 de febrero)

12. «Un hombre asesina a tiros a su expareja y luego se suicida en un bar de Miralbueno» (22 de febrero). Y Gustavo Alcalde, el delegado de Gobierno, dice que ella debería haber avisado.

Y siguen las víctimas... En las siguientes páginas controlan de manera puntual y exhaustiva cada caso que sucede. Os remito a ellas si queréis estar al día sobre el asunto del femenicidio en España: el blog Ibasque, el wiki 15Mpedia y la web Feminicidio.net.

1 de noviembre de 2015

El increíble Springer, Damián González Bertolino

El increíble Springer (Casa Editorial Hum, 2014), de Damián González Bertolino se compone dos novelas cortas: la que da título al libro y Threesomes. La primera tiene que ver con el fútbol, recibió un premio en Uruguay y acapara el bombo editorial de la portada y de la contraportada. La segunda nouvelle, en cambio, se sirve del golf como materia narrativa, no recibió galardón alguno y viene acompañada de un glosario terminológico que, en principio, no la hace tan atractiva como la otra. Pues bien: la del golf es mucho mejor que la del fútbol.

De lejos, además.

Por eso, y porque mi vida bloguera no está ahora para grandes despliegues, me centraré en comentar algunos hallazgos narrativos de Threesomes, que es la me ha gustado. De la otra novela corta, de El increíble Springer, me limitaré a decir que me recordó a una suerte de Mr. Vértigo paul-austeriano, pero con bicicletas, venta ambulante de pescado y un futbolizado sabor uruguayo. Y yo no soy muy de ese palo, del toque fantástico austeriano, digo, qué va a ser (de las bicicletas y el pescado, sí: a muerte).

El campo de golf como lugar de encuentro de ricos y pobres

Hay una idea de Threesomes que me pareció estupenda: el uso del campo de golf como territorio narrativo. O, más exactamente, la elección de ese espacio para mostrar cómo se entrecruzan la clase más alta y la más baja en Punta del Este, una elitista ciudad de veraneo uruguaya (algo así como un Puerto Banús español). En términos narrativos, el campo de golf ofrece una ventaja difícil de encontrar en otros escenarios: los personajes pueden caminar juntos varias horas, mientras recorren a pie un precioso y arbolado campo verde. Y eso, claro está, facilita la interacción.

Eso no implica que ricos —jugadores— y pobres —empleados— estén en pie de igualdad, sino que unos y otros pasan más rato juntos del que que hubiera sido posible de otro modo. El narrador nos lo dice así:
Morán estaba seguro de que, si se hubiese cruzado con la Sra. Etchegoyen en la calle, la mujer se cuidaría muy bien de no tener mayor trato con él.
Morán es el caddie de la Sra. Etchegoyen, la esposa del vicepresidente del club de golf y alto directivo de un banco argentino. Además de posición social, la Sra. Etchegoyen puede presumir de cuerpo: ha pasado los cincuenta sin haber perdido la tersura en las piernas y la delicadeza en los brazos, es decir, sigue estando de buen ver y de mejor tocar. Es lo que tiene no tener que partirse el lomo trabajando, cuidando niños o preocupada por llegar a final de mes: evita muchas arrugas y deja tiempo libre para tonificar el cuerpo.

A sus bondades físicas, la Sra. Etchegoyen suma al menos dos atributos intelectuales —por llamarlos de algún modo— derivados de disfrutar de las ventajas de una musculosa cuenta bancaria: la displicencia en el trato con el prójimo y la seguridad en sí misma. Es decir: conoce perfectamente qué lugar ocupa en la sociedad y cuál ocupan los demás, y no tiene confusiones al respecto. Para ella, un caddie es un caddie y un banquero es un banquero. Y el sexo no altera ese orden.

Por su parte, Morán parece no superar los 30 años, viene de una familia humilde, vive en una casa modesta y se casó hace algunos años con una chica del barrio. Si bien él es un tipo trabajador y podría ser relativamente feliz, fue lo bastante idiota para casarse y tener hijos con alguien con quien tiene poco en común. Ella es una especie de choni de barrio española, de carácter insoportable, que no trabaja, mete por las tardes a todas las amigas en casa para ver juntas la tele y que considera a su marido como el proveedor de cuanto ella decida. Ejemplo: si las quinceañeras del barrio van en moto, su hija, cueste lo que cueste, también.

Conclusión: Morán prefiere trabajar el día entero arrastrando un carrito con palos que se llaman hierro, madera o putter, loma arriba, loma abajo, antes que regresar pronto a casa.

Los ricos no son gente como nosotros...

Así las cosas, a Morán le sale la oportunidad de trabajar de caddie para la Sra. Etchegoyen y ese encuentro implica para él un aprendizaje inesperado, en particular porque la cosa termina en sexo. Y si bien para la Sra. Etchegoyen aquello es sexo entre los arbustos y nada más, para Morán la cosa va un poco más allá; de hecho, se siente fascinado por haber convertido en alcanzable a una mujer de las que él consideraba «inalcanzables, o simplemente inexistentes». Y presa de esa ingenuidad, cae en un trampa —una ficción— que él mismo se fabrica, y cree que hay «una disposición especial del aire que iba y volvía entre él y la Sra. Etchegoyen».

Ah, el amor y ese halo que envuelve a quienes caminan por la vida apoyados en la rotundidad de su cuenta bancaria... ¿Quién genera esa fascinante atmósfera que los acompaña: el rico, que sabe o necesita irradiarla, o el pobre, que de repente se da cuenta de todo lo que le falta y siente una atracción fatal?

Ya lo cantaba La Costa Brava allá por 2006: el aroma de las chicas de las familias bien «es tan distinto que uno se esfuerza en averiguar el secreto de sus besos». Algo de eso le sucede a Morán, que se esfuerza por comprender a esa señora que solo reclama de él que la embista con rapidez y que no tiene necesidad de hablar con él. Una señora que, pese a que dobla en edad a su esposa y sea más disfrutable que ella, él concluye que «no era nada especial».

Y ahí está su error: Morán llega a creer que el sexo lo pone en situación de igualdad, que él puede ser incluso algo más que una mera anécdota del verano de la Sra. Etchegoyen. Que su relación con ella puede ir más allá de la estricta funcionalidad. A este Morán le hubiera venido bien escuchar antes a otro Morán, escritor español y de nombre Gregorio, quien comentaba hace unos meses en una entrevista que los ricos no son gente como nosotros, pero con más dinero; los ricos son distintos, son otra cosa. Threesomes cuenta muy bien precisamente eso: la esposa de un banquero no es una choni de barrio, pero con más dinero, por más que se empeñe el caddie de Morán. Los ricos, dicho está, son... otra cosa.
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PD. Por si alguien tiene interés, enlazo la entrada que le dediqué a El maestro en el erial, de Gregorio Morán.

25 de octubre de 2015

Bonsái, Alejandro Zambra


A veces, leo libros y encuentro parecidos razonables, guiños literarios, influencias mejor o peor tamizadas. Hace poco leí Bonsái (Anagrama, 2006), del chileno Alejandro Zambra, una diminuta novela de 94 páginas cuyo inicio me recordó el principio de Risa en la oscuridad, de Vladimir Nabokov, publicada en ruso en 1932 mientras vivía en Berlín y luego reescrita en inglés por el propio autor en 1938. 

Copio primero el inicio de Zambra; luego, el de Nabokov. Yo diría que la afinidad es tan palpable que no merece la pena comentarla, sino más bien disfrutarla. De hecho, este es el primero libro que leo de Zambra, así que no tengo una idea formada sobre su obra; pero, vamos, Bonsái trasluce una férrea voluntad de estilo, de que la escritura —algo metaliteraria para mi gusto, todo hay que decirlo— dance y revolotee como si de una mariposa rusa se tratase. Tendré que leer más novelas de Zambra, digo, para saber si mi intuición acierta o yerra. De momento, esta, su primera novela, me ha hecho pasar un rato agradable.

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[ Alejandro Zambra ]

Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama o se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura:

La primera noche que durmieron juntos fue por accidente. Había examen de Sintaxis Española II, una materia que ninguno de los dos dominaba, pero como eran jóvenes y en teoría estaban dispuestos a todo, estaban dispuestos incluso a estudiar Sintaxis Española II en casa de las mellizas Vergara. El grupo de estudio resultó bastante más numeroso de lo previsto: alguien puso música, pues dijo que acostumbraba a estudiar con música, otro trajo vodka, argumentando que le era difícil concentrarse sin vodka, y un tercero fue a comprar naranjas, porque le parecía insufrible el vodka sin jugo de naranjas. A las tres de la mañana estaban perfectamente borrachos, de manera que decidieron irse a dormir. Aunque Julio hubiera preferido pasar la noche con alguna de las hermanas Vergara, se resignó con rapidez a compartir la pieza de servicio con Emilia.


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[ Vladimir Nabokov (traducción de Javier Calzada) ]

Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.

Este es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.

Sucedió, pues, que una noche a Albinus se le ocurrió una idea maravillosa. Cierto que no era completamente suya, pues se la había sugerido la lectura de una frase de Conrad (no el famoso novelista polaco, sino Udo Conrad, el que escribió las Memorias de un hombre desmemoriado y aquello otro sobre el viejo prestidigitador que se hizo desaparecer a sí mismo en su función de despedida). En cualquier caso, Albinus la hizo suya por el hecho de disfrutarla, de jugar con ella, de dejar que se desarrollara dentro de él..., que eso es lo que legitima cualquier propiedad en la libre ciudad del espíritu. Como crítico de arte y experto en pintura que era, a menudo se había divertido atribuyendo a tal o cual maestro los paisajes y rostros que encontraba en la vida real: hasta convertir su existencia en una espléndida galería de arte..., llena de deliciosas falsificaciones. Y entonces, una noche que estaba dando descanso a su erudito espíritu y escribiendo un pequeño ensayo sobre el arte del cine (no demasiado brillante, porque no tenía especiales dotes para ello), la idea maravillosa se le ofreció.

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18 de octubre de 2015

Ladrilleros, Selva Almada

El norte de la Argentina no es un país amable ni con las mujeres ni con los homosexuales; en particular, si hablamos de personas que pertenecen a la clase baja. Algo así nos viene a contar Ladrilleros (Lumen, 2014), una novela que como la anterior de Selva Almada, El viento que arrasa (Mardulce, 2015), pone el foco en lo rural, detiene su cámara sobre un microcosmos, da voz a un par de familias del humilde barrrio de La Cruceña  y explora el hedor a masculinidad que envuelve ese sitio. Si bien de un modo distinto a la anterior, esta es también una novela de clima y de personajes.

Eso sí, el andamiaje constructivo de una y otra obra es distinto. Si en El viento... Almada construía una suerte de hueco tenso —una especie de «hueco del dónut», por seguir la idea que leí hace tiempo en un ensayo de Cristina Cerrada— y jugaba con lo no dicho, en Ladrilleros su intención es la contraria: abunda la información, comete algún exceso narrativo, se permite alguna digresión... Pero, vamos, sin desmelenarse: la novela tiene 196 páginas. En cualquier caso, se nota que tenía ganas de hacer algo distinto, de no repetirse.


De putos, reyes del mambo y otros machos

En conjunto, Ladrilleros, ya digo, huele a macho. O mejor dicho: a una suma de aromas masculinos que recogen las peores esencias del heteropatriarcado. Así, la novela nos muestra a ese macho que se obstina en que sus pequeños rencores se conviertan «en piedras» y estropeen, si es necesario, la apacible convivencia de su familia con la vecina. Ya se sabe: varones que prefieren el conflicto y la fricción constante antes que solucionar los problemas.

También apreciamos la fragancia que acompaña al esposo que, perpetrado el matrimonio, se aferra a sus privilegios masculinos y se autoproclama Gran Rey del Mambo. Es el típico que practica el absolutismo doméstico, que hace y deshace a su voluntad en el hogar, y que incluso consigue que su esposa trabaje por él, que sea ella quien mantenga económicamente a la familia y le financie sus vicios. Por supuesto, este especímen siempre tiene mejores cosas que hacer antes que trabajar: ir al bar, jugar a las cartas, hacer el vago en casa, pelearse con alguien, etc. En general, el susodicho suele adornarse, por desgracia, con una cualidad extra: zurra a su mujer e hijos porque sí, porque es el rey y quiere seguir siéndolo.

Por último, y sin pretender ser exhaustivo, hay una tercera esencia: la del varón que todavía dice puto como insulto. El que se aferra a esa palabra como el peor agravio contra la identidad de otro hombre; como si puto fuera más despreciativo que mongólico, hijo de perra, tonto del culo o infradotado mental; como si ser puto fuera peor que ser corrupto, mentiroso, pederasta, golpeador, putero, violador o cualquier otra lindeza similar. Para ellos, ninguna desgracia supera a tener un hijo puto o descubrirse a sí mismos como putos reprimidos, sin darse cuenta de que esa intolerancia —homofobia— los hace más vulnerables que fuertes.


El barrio como microcosmos narrativo

Otro de los olores que trae consigo Ladrilleros es el del barrio, en concreto el de uno humilde situado en una zona rural del Chaco. La Cruceña tiene calles de tierra, luce casas antiguas en estado de ruina y es habitado por familias a las que parece no importarles que antes hubiera allí una fabrica de taninos (supongo que contaminante...). Son gentes que viven donde pueden, no donde quieren, y que tienen oficios en los que se trabaja mucho y se gana poco: la cosecha del algodón, una tienda de ultramarinos, una pequeña ladrillería, etc.

En La Cruceña no es raro que algunas madres y algunos padres abandonen un buen día al resto de la familia. Tampoco es infrecuente que las chicas se queden preñadas antes de los 16 años, o que a los 27 vayan ya por el tercer hijo porque, como vemos a través de Celina, a veces follar es la única diversión gratuita de la que disponen y, como cualquier otra persona, también quieren divertirse. Es más: el «amor carnal» es el único modo que tienen de sentir que aún le importan algo a su pareja, y hasta de fantasear que todavía están a tiempo de construir una familia feliz.

Los barrios así, según nos muestra Ladrilleros, suele envolverlos una sociedad donde la violencia está tan normalizada que los heridos y muertos en las peleas callejeras ocupan menos espacio en los periódicos del que deberían. Fajarse los unos a los otros a la salida del bar es tan habitual, tan deporte de machos y borrachos, que a nadie le extraña que luego esos padres peguen a sus hijos o que esos esposos les den palizas a sus mujeres. Y hasta parece que lo aceptamos, que lo vemos como propio de la naturaleza humana (nunca como un daño colateral del sistema político del que nos hemos dotado). En sociedades así, los asesinatos machistas todavía son calificados de «crímenes pasionales» y apalear a un niño es una decisión educativa en la que nadie debe inmiscuirse.


Los hombres que merecemos

A través de Ladrilleros vemos con qué clase de relaciones de pareja deben conformarse muchas mujeres de La Cruceña. Así, Estela, una de las protagonistas, es una chica tan hermosa —varios años reina del carnaval— que podría haberse casado con un buen partido y desclasarse hacia arriba dos o tres peldaños; de hecho, se han interesado por ella algunos gringos con tierras y los ingenieros de la desmotadora. Sin embargo, la linda de Estela prefirió engancharse con el no menos lindo Elvio Miranda, que procede de una familia de ladrilleros del barrio, pero cuyas grandes virtudes son ser «timbero, simpático y vagoneta».

Eso, claro está, tiene sus inconvenientes para ella. Miranda es el típico que hereda un próspero negocio familiar, piensa que el dinero se hace solo y, en dos días, casi hunde la empresa apostando en las carreras de galgos (ilegales, si mal no recuerdo). Y, ojo, no es que no le gustaran los ladrillos; al contrario: «le gustaba su oficio, pero por encima de todas las cosas, le gustaba el juego». Pese a todo, Estela se enamora de él hasta las trancas y, si bien sabe que «su marido era un tarambana», se autoconvence de que «en el fondo, sería un buen padre». Apreciación algo discutible desde el momento en que él está en el bar y ella pariendo a solas en el hospital al primer hijo, Marciano.

Por su parte, Celina es la menor de tres hermanas. Su padre es un señor catalán viudo y muy posesivo, tanto que ninguna de sus otras dos hijas ha conseguido ennoviarse con la fiereza suficiente como para independizarse de su yugo emocional y, ya de paso, de sus obligaciones como trabajadoras en el negocio familiar. El negocio es una pensión donde se alojan los trabajadores que viene a la cosecha del algodón. Uno de esos trabajadores, Oscar Tamái —aindiado, pintón y que va de «pájaro libre» por la vida—, será quien saque a Celina de allí y se case con ella ante la oposición familiar. En consecuencia, Celina quedará a merced de Tamái para lo malo... y para lo peor.

Tamái es un regalo envenenado. En la parte positiva solo cabe anotarle que fue útil para que Celina se independizase del padre y que folla muy bien. Casi todo lo demás habría que ponerlo en el debe, pues a Tamái lo que le gusta es ejercer de Gran Rey del Mambo y hacer lo que le da la gana; es más: lo suyo es ir de pueblo en pueblo, de trabajo en trabajo, de pendencia en pendencia —como la que arrastra desde hace años con su vecino Elvio Miranda— y, probablemente, de mujer en mujer. A él la vida familiar le parece un aburrimiento: una esposa o unos hijos son un estorbo; no una razón por la que sacrificarse.

Repartidas así las cartas, esto es, con estos padres y madres sueltos por el mundo narrativo de Ladrilleros, resulta sencillo imaginar el difícil futuro que espera a sus hijos. De hecho, la novela nos habla de las complicaciones que surgieron en las vidas de Marciano Miranda y Pajarito Tamái —los respectivos primogénitos— por venir de las familias que venían, la educación que recibieron y el lugar donde crecieron. También cómo uno de ellos, a modo de conclusión, se termina preguntando si en ese pueblo todo tiene que ser siempre tan violento, tan «a la fuerza», si no sería mejor emigrar a Entre Ríos, que es más verde y más acuático.

Argentina también es lo rural

Las novelas de Selva Almada amplían y enriquecen la idea reduccionista que muchos se han forjado sobre la Argentina. En el caso de los lectores españoles, esa idea no va más allá de la Ciudad de Buenos Aires y, con suerte, de la Patagonia. En ese sentido, si bien El viento que arrasa y Ladrilleros son ficción —no hay documentalismo ni nada parecido en ellas—, son obras que pueden dialogar, por ejemplo, con las crónicas de El interior, de Martín Caparrós, publicado el año pasado aquí. Almada, en vez de aportar una mirada periodística sobre la mortalidad infantil, la pobreza o los efectos de la sequía en la economía chaqueña, construye atmósferas y perfila personajes y conflictos narrativos que permiten imaginar con mayor precisión cómo es esa provincia (y otras que se le parecen).

En el caso argentino, y a tenor de lo que he leído en la prensa de allá —véase 1, 2 y 3—, la literatura de Almada obliga a pensar el país también en clave rural, y no solo urbana (la preferida por las editoriales y medios de comunicación). También pone sobre la mesa la eterna tensión entre el centralismo porteño y la periferia —que tiene algún parecido con el «todo se cuece en Madrid y Barcelona»— y reavivar la no menos eterna polémica de si la autora merece o desmerece tanta atención mediática, de si hablan de ella porque hay que compensar los excesos del centralismo, etcétera, etcétera.

Por último, algo relevante en estas dos novelas de Almada es que sus personajes pertenecen a la clase baja, algo que siempre supone un riesgo literario. Por un lado, porque los pobres y la gente humilde, en general, son los grandes marginados de la llamada alta literatura; por otro, porque cuando esas gentes aparecen en las narraciones suelen ser sometidas a diversas cirugías estéticas —costumbrismo, pintoresquismo, tremendismo, etc.—, destinadas todas a convertir lo narrado en algo más literario, esto es, más dócil al gusto —a los prejuicios— de las clases medias y altas (que son quienes compran los libros, fijan la idea de canon literario o buscan caudal simbólico a través del rito de la lectura). En el caso de Selva Almada, por suerte, el lector encuentra humildad, precisión y ganas de comprender el mundo que la rodea. También la sensación de que si ella no contase las historias de esos personajes, casi nadie lo haría.


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PD. Reseña de El viento que arrasa, también en el blog.

11 de octubre de 2015

El viento que arrasa, Selva Almada


El viento que arrasa (Mardulce, 2015), de Selva Almada, tiene todo lo que una buena novela de clima necesita. A saber: un entorno desolador, un territorio singular, un tiempo narrativo acotado, un calor que raja —literalmente— la tierra, una tormenta de proporciones bíblicas en ciernes y, claro está, un viento caliente que lo envuelve todo «en un sopor infernal» y es capaz de secar el alma de cualquiera. Todo está impregnado aquí de tensión narrativa. Todo es pura inminencia, sensación de que alguna ficha está descolocada y arrastrará el dominó completo en el momento más inesperado.

Es aquello de la obra de teatro donde hay un clavo en una de las paredes del escenario a la espera de que algún personaje se decida a usarlo para ahorcarse. Pero también es aquello de que el paisaje es un personaje más, de que no se puede vivir a 40 ºC en mitad de un páramo perdido y pensar que eso no condicionará tu identidad, tus actos, tu manera de vivir. El clima —en el sentido narrativo y en el literal— y el paisaje son dos elementos fundamentales en esta novela.

Encuentros casuales en un taller mecánico

La acción transcurre un día de verano en algún punto indeterminado del norte argentino, en la provincia del Chaco. El decorado básico lo componen una carretera secundaria, el «polvo de los caminos abandonados por vialidad nacional» y un taller que hace las veces de gasolinera y casa particular de un tal Brauer. Alrededor, un páramo donde el follaje crece de manera irregular, los árboles están torcidos y negros gracias a los rayos que descargan las tormentas y los pájaros, de tan quietos como están sobre las ramas, parecen embalsamados. Aunque no lo parezca, Brauer y su cementerio de coches averiados, más una docena de perros, hacen las veces de oasis en el desierto.

Con todo, alguien se detiene allí de vez en cuando. Hace algunos años, por ejemplo, paró un autobús del que bajó una mujer con un niño pequeño. Ella buscó a Brauer, le recordó que se encamaron no sé cuándo y le dijo que Tapioca, el niño que la acompañaba, era también hijo suyo. A continuación, le explicó que ya no tenía dinero para mantenerlo y que se iba a Rosario a buscar trabajo. Brauer aceptó que el chico se quedara con él; quizá le enseñara el oficio cuando creciera. Han pasado varios años de aquello y Tapioca es ahora su ayudante; sin embargo, Brauer aún no ha encontrado el momento oportuno para aclararle que es algo más que un ahijado.

Casualidades que se dan en las novelas, en esa misma estación de servicio, un día de verano aparecen el reverendo Pearson y su hija Leni. El reverendo es un pastor itinerante: su casa es la carretera y recorre, sobre todo, las provincias de Corrientes, Entre Ríos y el Chaco, una zona que le resulta propicia porque abunda la inmigración gringa, las iglesias protestantes y el tipo de público, como su amigo el reverendo Zack, al que dirige sus sermones: 
... la gente abandonada por los gobiernos, los alcohólicos recuperados que se han convertido gracias a la palabra de Cristo, en pastores de pequeñas comunidades: hombres que durante el día el trabajan de albañiles, a la tardecita venden biblias y revistas puerta a puerta, y los domingos se paran frente a un auditorio sin la fortaleza que les daba el alcohol y hablan con un discurso tal vez torpe, pero sostenidos y marchando con el combustible de Cristo.
De tanto ir y venir por la ruta, esa mañana su coche se ha roto y, gracias a un caritativo camionero que los remolca, su hija y él llegan hasta el taller de Brauer.


Gringos, gatos rojos de cemento y un perro que lo huele todo

Casi cada página de El viento que arrasa está recorrida por un aire turbio, enrarecido. Esa brisa extraña comienza con los nombres de los personajes —Brauer, Pearson, Tapioca, Leni, Zack—, que traslucen la particular demografía de la zona, una región fértil a la migración europea de la primera mitad del siglo XX. Y continúa por los topónimos —Pampa del Infierno, Tostado, Gato Colorado o Bermejito—, que parece elegida para que el Diablo sople y deje constancia de la temperatura de su aliento.

De hecho, es tan singular el territorio literario que suena a inventado y deudor del Santa María onettiano o del Yoknapatawpha faulkneriano. Sin embargo, según Google Maps, todos esos pueblos existen. Es más: son tan reales como «... los dos gatos de cemento, pintados de rojo furioso, sentados sobre dos pilares a la entrada del pueblo, ubicado en la frontera entre Santa Fe y Chaco». Parte del encanto de esta novela reside ahí, en esos detalles narrativos que chispean como fuegos artificiales y dotan de profundidad a la propuesta estética.

Lo que no puede verificar el lector y, sencillamente, debe creer es el olor del páramo donde Brauer tiene su taller. El olfato de Bayo, uno de sus perros, nos lo empieza a describir así en el capítulo 16:

Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, sino de mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse. El olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de los animales, del microcosmos que palpita debajo de las bostas: semillitas, insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores de ese pedacito de suelo umbrío.

El olor de las plumas que quedan en los nidos y se van pudriendo por las lluvias y el abandono, junto con las ramitas y hojas y pelos de animales usados para su construcción.

El olor de la madera de un árbol tocado por un rayo, incinerado hasta la médula, usurpado por gusanos y por termitas que cavan túneles y por los pájaros carpinteros que agujerean la corteza muerta para comerse todo lo vivo que encuentren.

El recuento olfativo continúa cuatro párrafos más. En ellos, sinestesia mediante, vemos qué clase de mamíferos habitan aquellas tierras —osos mileros, zorritos, gatos de los pajonales—, el tipo de cultivo que hay —algodonales—, los ranchos mal ventilados donde abundan las vinchucas —causantes del Mal de Chagas— o el basural que limita con el pueblo más cercano, un pueblo con barrios sin red cloacal. Lo dicho: el viento trae y lleva mucha información en esta novela.

Cuatro personajes algo existenciales

Además de por la tensión atmosférica, esta novela destaca también por los cuatro personajes que se reparten el protagonismo: Pearson, Brauer, Leni y Tapioca. Los dos primeros funcionan como antagonistas entre sí, mientras que los respectivos hijos, de algún modo, les hacen de contrapunto. Entre todos urden una trama existencial —¿un poco Di Benedetto?— donde se hilvanan los turbios aires mesiánicos de Pearson, el hastío vital de Brauer, la infancia infeliz de Leni y la bisoñez con que Tapioca se asoma al mundo.

Así, descubrimos que el reverendo Pearson llegó a esto de la religión de carambola. De hecho, su madre no profesaba fe alguna y lo bautizó en «las mugrientas aguas del Paraná» porque en la radio le habían dado mucha publicidad a la llegada de un pastor evangélico a la ciudad. Es más: ella nunca se creyó los vehementes y aplaudidos sermones de su hijo; en todo caso, consideraba que se le daba muy bien embaucar a la gente y que, gracias a eso, los dos habían salido de pobres y tenían de qué vivir. Y, ojo, le estaba agradecida por ello; sin embargo, para mortificación de su vástago, ella veía en lo suyo un oficio, no una vocación o una iluminación.

Por su parte, a Brauer tampoco le parece que el reverendo sea trigo limpio. Eso sí, si bien considera que el sermoneo de Pearson no es «la lengua de Dios» sino «palabras meloneras», a él no le molesta lo de la religión, siempre y cuando sea algo personal y nadie intente evangelizarlo a él o a su ayudante. Cada quien que se encomiende a los dioses que quiera; los suyos son el tabaco —tiene los pulmones podridos—, la cerveza, los coches averiados y los perros. Él es más hombre de problemas mecánicos que espirituales.

La hija del reverendo, Leni, está de acuerdo a medias con la visión de Brauer. A ella, por un lado, le fascina la oratoria y la capacidad que tiene su padre para enardecer a un auditorio; por otro, desconfía de alguien que siempre sonríe «pletórico de fe» ante cualquier adversidad, que prefiere ejercer de mesías a desempeñar el papel de padre o que le ha hurtado una explicación de por qué hace diez años abandonó a su madre en mitad de la carretera. También está cansada de esa vida itinerante donde solo existen la siguiente iglesia y el próximo pueblo polvoriento, y nunca un hogar al que volver.

Por último, el tímido Tapioca, a los 16 años, sabe poco de la vida: él es un árbol más del paisaje, otro de los perros que hacen compañía a Brauer. De hecho, su madre ni siquiera ha vuelto a visitarlo y su mentor es un hombre poco dado a la efusividad. Así las cosas, Leni le parece una chica de mundo y Pearson, un tipo que sabe de cosas raras, como eso del cielo, el infierno o el alma. Él, que pensaba que todo empezaba y terminaba en Brauer, ve alterada de repente su reducida cosmovisión y tiene que recolocar la información en su cabeza.

Desde el Chaco, rumbo al matadero

El viento que arrasa
es una novela donde lo que se calla tiene tanta densidad o más que lo dicho. La carga está ahí, latente, a la manera carveriana. Diseminados por todo el texto y escondidos tras una estructura no lineal, el lector encuentra los detalles suficientes para reconstruir una trama de la que va sabiendo a fogonazos: mientras una línea de tensión avanza en el presente de ese día de verano, la otra viaja hacia atrás en el tiempo, recoge sermones de Pearson o, como en el capítulo 16, lleva la omnisciencia hasta el olfato de un perro para contarnos algo a través del olor del sitio. Y todo hecho con una gran economía de medios, como si se tratara de vaciar el texto y dejar un tenso hueco dentro.

En conjunto, la novela deja un poso parecido al de las películas de Lucrecia Martel: un clima narrativo asociado a un espacio geográfico. Si en el caso de Martel ya no hay manera de pensar Salta sin que te venga a la cabeza la atmósfera opresiva de La ciénaga o de La niña santa, algo similar sucede con Selva Almada y el territorio sobre el que levanta su sólido, potente y genuino edificio narrativo. Tras la lectura de El viento que arrasa, ya no es posible pensar en el Chaco argentino sin recordar el clima agónico que envuelve estas 160 páginas. Es más, no es posible hacerlo sin que el reverendo Pearson, a lo Robert Mitchum en La noche del cazador, te guiñe un ojo y trate de evangelizarte:
Yo les digo: mañana es ahora.
¿Por qué dejar pasar el tiempo, el invierno, sus heladas, el verano con sus tempestades? ¿Por qué seguir mirando la vida desde el borde del camino? No somos reses para mirarlo todo desde detrás del alambrado, esperando que llegue el camión de carga y nos deposite a todos en el matadero.
Somos personas que pueden pensar, sentir, elegir su propio destino. Todos ustedes pueden cambiar el mundo.

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P.D.: Más adelante también reseñé Ladrilleros y Chicas muertas.

4 de octubre de 2015

Estilo rico, estilo pobre, Luis Magrinyà (2)


Esta reseña sobre Estilo rico, estilo pobre (Debate, 2015), de Luis Magrinyà, comenzó la semana pasada y, salvo causas de fuerza mayor, terminará con esta entrada.


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El diálogo y la socorrida gestualidad de cartón piedra

Además de las disquisiciones alrededor de la traducción, el otro eje temático que me ha interesado es el novelístico. En particular, los apartados dedicados a eso que llama Luis Magrinyà —y con acierto— la «carpintería de los diálogos». Se nota que ha tenido que leer, por obligación, toneladas de mala prosa y que, primero por divertirse un rato y luego por sistematizar sus apreciaciones, ha terminado elaborando su propia casuística de horrores estilísticos.

Así, Magrinyà destripa con ironía y precisión ese momento en que el autor siente la imperiosa necesidad de subrayar con algún tipo de gesto lo que el personaje acaba de decir. En el mejor de los casos, eso sucede entre línea y línea de diálogo; en el peor, en la atribución. Casi invariablemente, ese gesto pertenece a una suerte de catálogo que un Ikea literario ha dejado en el buzón de cientos de narradores y narradoras. Tanto es así que, si nos lo propusiésemos —y esto corre por mi cuenta—, podríamos elaborar un listado de referencias:
  • Atrib_01: sacudir la cabeza
  • Atrib_02: asentir / negar con la cabeza
  • Atrib_03: encogerse de hombros
  • Atrib_04: fruncir el ceño
  • Atrib_05: chasquear la lengua
  • Atrib_06: enarcar las cejas
  • Atrib_07: morderse el labio
  • Atrib_08: reírse, sonreír, esbozar una sonrisa...
  • Atrib_09: esbozar una media sonrisa
  • ...
Es más: siguiendo las acotaciones de Magrinyá, podríamos establecer algunas variantes. ¿Por ejemplo? El amplio y «cansino surtido de verbos» con que los textos con aspiraciones literarias suelen salpimentar todo cuanto esté relacionado con la vista:
... mirar fijamente, levantar o bajar la vista o los ojos o la mirada, con hacia o sin hacia, escrutar, escudriñar, contemplar, lanzar o echar, o dirigir o clavar o fijar una mirada, etc.
Un listado al que yo añadiría un par de referencias: echar fuego por los ojos y humillar la mirada. También la gastadísima metáfora poner los ojos como platos. Ah, y ya que estamos, que decía el fontanero, un clásico: la mirada torva (que incluiría variantes tan desopilantes como lo/la miró torvamente, le lanzó una mirada torva, etc.), una de esas expresiones que nadie dice cuando habla con sus amigos, nadie sabe exactamente qué significa y que solo aparece en las novelas.

Como señala Magrinyà, la frecuencia con que encontramos ese tipo de palabrerío en la literatura nos indica dos cosas. Por un lado, un miedo común:
Para este tipo de narración, entre una línea de diálogo y la siguiente, o entre partes de la misma alocución, parece que hay como un abismo espantoso. Abrumados, y a la vez envalentonados, por el horror vacui, los narradores se apresuran a llenarlo, uno diría que la mayoría de las veces con los ojos cerrados. Porque qué curioso, ¿no?, que siempre lo llenen con las mismas cosas.
Por otro, tras tanto fuego artificial, podemos ver «un índice harto significativo de lo que muchas veces se entiende por narración». Vamos, que el concepto de literatura de algunos se parece a la típica imitación de un español que, para hacerse el argentino, cree que alcanza con decir a todas horas boludo y sheshearlo todo (o a la inversa: un argentino que reduce lo español a una voz nasal y troglodita que dice hostia, puta, joder, tío).


Decir: un verbo tabú 

El capítulo «Los verbos parlanchines» es uno de esos que cualquier escritor o escritora novel debería estudiar antes de presentar su manuscrito en cualquier editorial seria. (Por ahorrarse algún sofoco más que nada, digo). A la hora de construir un diálogo, un idioma tan rico en verbos como el español sufre todo tipo de experimentos cuando alguien se obsesiona con evitar la repetición del verbo decir y confunde el diálogo en una narración con el de un texto teatral. Aparecen entonces las más variopintas y coloridas atribuciones de diálogo. Con el permiso de Magrinyà, me animo a separarlas en al menos dos familias: las zoológicas y las decibélicas.

Las primeras, como su nombre indica, recogen la fascinación del ser humano literario por tomar un sonido animal y convertirlo en verbo de habla. La colección de ejemplos que recoge Magrinyà roza lo hilarante: un librero de Ruiz Zafón que ruge, un militar de Isabel Allende que ladra, un intruso de Leopoldo Azancot que muge...  Y así hasta llegar al infantable personaje que brama (pese a no ser un toro, claro). Ah, tampoco faltan atribuciones donde, para no decir, se prefiere relinchar o rebuznar. Vamos, que, en breve, alguien se animará y hará que, por fin, los camareros zureen o que las peluqueras crotoren. Todo es ponerse (además, graznar ya está muy visto...).

La segunda familia incluye el espectro completo del medidor acústico con el que la policía viene a comprobar si tu fiesta privada molesta al vecindario. Es decir: abarca desde bisbisear y susurrar hasta chillar o desgañitarse, y pasa por decibelios —y vocalizaciones— intermedias como mascullar, escupir —palabras, se entiende—, espetar, increpar o imprecar. Todo sea por aclarar lo que, si estuviera bien contado, debería desprenderse de lo que el texto está narrando y cómo nos lo está narrando. Por cierto, dentro de esta familia, merecería mención aparte el uso incorrecto, desde el punto de vista gramatical, de los verbos interrogar y preguntar.

En conjunto, Magrinyà muestra que para muchos lectores, escritores y editores la literatura es, sobre todo, aquello que suena a literatura. O dicho de otro modo: identifican la literatura con la utilización de un determinado campo semántico, no con una apuesta estética y política de alguien que tiene algo que decir y se sirve de esa disciplina artística para contárselo a su comunidad. Ojo: nadie discute que bramidos, relinchos y bisbiseos sean un punto de partida en el aprendizaje; otra cosa es cuando eso se convierte en hábito y  convencimiento de que el cartón piedra es pura sofisticación literaria. Eso podría caratularse, siguiendo a Andrés Ibáñez, como «prosa leprosa».


El lenguaje literario como invención

Uno de los grandes momentos de Estilo rico, estilo pobre tiene que ver con tres verbos: tamborilear, perlar y tintinear. Según Magrinyà, estos verbos solo existen en los libros y nadie —o casi— sabe qué significan a ciencia cierta. Eso sí, aparecen con frecuencia porque envuelven la narración en un aire prestigioso, culto, literario (en el peor sentido del término, digo). Magrinyà afirma incluso que estas palabras, y las expresiones que la tropa narrativa amartilla con ellas, no tienen una «correspondencia con un estado real de la lengua».

La demostración, a golpe de ejemplo, es desternillante. Así, unos escriben tamborilear sobre el abdomen, otros prefieren la opción tamborilearán los dedos y tampoco falta quien teclea tamborileará una canción. Es más: los hay que sostienen que son su corazón, sus ojos o la lluvia los que tamborilean. Inaudita tanta variedad gramatical y dispersión semántica, ¿verdad? ¿A que nadie tiene un problema similar con verbos como robar, mentir o beber? Pues de eso va, en no pocas ocasiones, lo que algunos y algunas se ufanan por llamar tener estilo.

Algo similar argumenta Magrinyà sobre perlar. Al parecer, este verbo es un galicismo que introdujo Rubén Darío en Prosas profanas y otros poemas y que, en teoría, debería significar 'bordar, hacer un trabajo primoroso'. Es decir: cualquier cercanía con el sudor que perla tantas frentes de personajes literarios es mera distorsión del original (o «derivaciones creativas», como ironiza Magrinyà). De hecho, Darío usó ese invento suyo para construir uno de sus típicos versos aéreos
La orquesta perlaba sus mágicas notas;
un coro de sones alados se oía...
Por su parte, tintinear debería servir solo para campanillas, copas y objetos frágiles... Sin embargo, por alguna extraña razón, el verbo ha adquirido prestigio poético y, a decir los textos que menciona Magrinyà, ha terminado sirviendo para que tintinee cualquier otra cosa menos las originales y genuinas; vamos, que ahora tintinean la sangre, la duda, la risa o hasta unas castañuelas (sí, esas que más bien castañetean).

Para una futura segunda partte o ampliación del libro, sugiero que haya una sección para el verbo titilar. Yo diría que cumple condiciones parecidas: tiene rango de prestigioso y poético, y muchos se desesperan por utilizarlo sin tener muy claro qué significa o si viene a cuento. Hoy no se puede aspirar a ser literato si antes no se ha hecho titilar en algún texto, qué sé yo, estrellas, luces de neón, el corazón, lo que se preste.


La maldita aspiración a ser matizados

Las 250 páginas del libro de Magrinyà abarcan otros detalles que no caben en esta reseña (por muy doble que sea): el estilismo preposicional, los problemas verbales que acarrea el coito literario, la propensión a utilizar ciertos plurales... En fin, como suele decirse, quien quiera saber más que lea el libro. Y que discuta con él, que no todo lo que asegura el autor tiene por qué ser así (o tan así como dice).

Yo, por ejemplo, tengo mis dudas sobre que lugar sea tan impropio como lo pinta Magrinyà en el capítulo dedicado a los hiperónimos. Quizá lo esté malinterpretando y no hablemos de lo mismo, pero no dejo de pensar que el Quijote empieza «en un lugar de la Mancha» o que uno de los complementos circunstanciales más habituales es el de lugar. Algo similar me sucede si pienso en otras expresiones, como «unidad de lugar», «lugar común» o «encontrar tu lugar en el mundo». Quiero decir: no termino de ver que todo sea influencia del inglés.

Pero, vamos, esas son cuestiones menores: me quedo con la capacidad de Magrinyà para estimular la duda y hacerte pensar sobre aquello que la costumbre, la pereza o la desinformación te habían llevado a ver como normales. En cualquier caso, por encima de tal o cual palabra o expresión, Estilo pobre, estilo rico también merece la pena por las consideraciones sobre el estilo que intercala su autor, algo que adquiere relevancia en tanto en cuanto Magrinyà es uno de los escritores de referencia de su generación.

Su punto de vista puede resumirse en dos pensamientos: «... uno de los errores comunes del estilista es crear oposiciones allí donde no las hay» y el estilo consiste «en la identificación de lo prescindible». En general, los autores profesan una solidaridad ciega con aquello que escriben, es decir, creen firmemente que todas las palabras están en el texto por algo (aunque ni ellos mismos tengan claro el porqué). De ahí que se dejen llevar muchas veces más por criterios subjetivos que objetivos:
La aspiración a ser «matizados», intensos, precisos, exactos, nos lleva a creer que hay palabras o expresiones que definen «exactamente» una realidad, cuando en la lengua la única relación exacta que puede haber es entre palabras y palabras, entre convenciones y convenciones.
La trampa, por tanto, suele estar en el matiz. Y vale la pena pensar en eso porque, a decir de Magrinyà, ahí está encerrado el secreto del estilo rico y del estilo pobre.