28 de diciembre de 2014

Indies, hípsters y gafapastas (I), Víctor Lenore

Ya lo he contado en alguna ocasión: empiezo reseñas que nunca termino... Ante la posibilidad de que me suceda eso con este ensayo de Víctor Lenore, he decidido salvar al menos un par de cosas que en algún momento había pensado incluir en la (potencial) reseña y que, al final, se habían quedado sin hueco.

Lo primero es la transcripción de un pasaje del libro que funciona como una suerte de parábola exprés para entender la esencia de la filosofía hípster, esto es, algo que el sociólogo Pierre Bourdieu usaría para explicarnos aquello de el «mecanismo de la distinción». Lo segunda es una lista de 11 mandamientos hispterianos que he elaborado yo a la vista de lo que cuenta Víctor Lenore.

Lo dicho, mientras llega la reseña —si es que llega—, ahí va algo de material de un libro muy recomendable para repensar la yunta música y política en los 90.


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Parábaola exprés para entender la filosofía hípster

[...] si un universitario de clase media escucha techno en un club caro de diseño, estamos ante un acto cultural, pero si un reponedor de Ahorramás se acerca a un polígono a bailar algo parecido solamente es diversión descerebrada. Igual los dos chicos del ejemplo han ido a escuchar al mismo discjockey, pogamos Jeff Mills, Laurent Garnier o Dave Clarke. Pero no es lo mismo: nos negamos a admitir que una sesión rodeado de albañiles tenga el mismo valor cultural que otra donde bailas entre estilistas, diseñadores gráficos y community managers. La creación de la cultura pop premium (más cara, estirada y con los medios de comunicación de su parte) funciona como herramienta para legitimar el clasismo. El Sónar es un festival pijo de Barcelona, lo cual siempre da derecho al triple de atención mediática que a Monegros, que se celebra en Huesca y suele atraer a público de la clase trabajadora.

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11 mandamientos para ser un buen hípster
  1. Lo político es panfletario. Repítelo hasta la saciedad: esta debe ser una de las piedras angulares de tu sofisticado, avanzado y exquito pensamiento artístico.
  2. Si no te convence (1), prueba a reformularlo así: «Hablar de política o dinero no es estético». Es decir: lo político es feo; no es digno de alguien que se cuenta a sí mismo a través de las marcas que consume, el cine tan raro que ve o la literatura minoritaria que engulle.
  3. La palabra estética, vaciada cualquier reminiscencia filosófica y tomada como mero sinónimo de aspecto, debe impregnar tu cháchara cotidiana. Esa palabra y otras como sofisticado, avanzado o exquisito deben ser a tu discurso hípster lo que excelencia, proactividad o win-win a la retórica empresarial (esa que te prefiere como trabajador autónomo —dependiente o no— a contratado para evitar pagar tus seguros sociales y prescindir de tus servicios sin indemnizarte).
  4. Ser pobre o ganar una mierda no es una excusa para no profesar el hipsterismo. Si no puedes diferenciarte de chonis, canis, panchitos, currelas y demás tropa por lo que ganas —es lo que tiene el precariado—, al menos hazlo por la estética.
  5. Muéstrate siempre —aunque no lo seas— más inteligente que el resto: ironiza sin pudor ante todos y de todo. Presume de tu cinismo y, si te sale, de misantropía. A tus hermanos y semejantes —cita de manera encubierta, que siempre te hace quedar bien—, dales la ración de sociofobia que merecen.
  6. Un buen hípster puede afirmar a la vez el punto 4 y, en paralelo, adorar —los hípsters son muy de adorar y de ser adorados— a David Foster Wallace. Tranqui, la posmodernidad es eso: incoherencia entre lo que hablas y lo que haces, falta de compresión lectora, etcétera. What the hell is water?
  7. El hípster defiende el individualismo a full (y anglófilo, claro). Así que, nada, tú por un lado y la masa, por otro... Ya sabes: los borregos son siempre los otros. Tú no. Tú, ante todo, eres un refinado consumidor; un consumidor con criterio —Apple, Carhartt, Fred Perry, buscas caras B de los Stone Roses, alcanzas el éxtasis con las amanzanadas canciones de Smog, ves Mad Men o incluso sabes la biografía de los actores de IT Crowd...—; en definitiva, tú eres un consumidor que gasta mucho dinero para que su identidad emane de sus gustos. Lo dicho: tú vives al margen del capitalismo, tú no eres masa.
  8. Que sí, que sí, tranquilas todas las agencias de publicidad, gerencias de márketing, empresas y medios de comunicación que viven de esto: hiperconsumismo, sí, pero cool... Ah, y con orgullo de pertenencia, que el remordimiento es cosa de feos, cutres y perroflautas.
  9. Píldora intelectual: «Las modas son la vacuna contra el aburrimiento», dijo Carlos Berlanga (un chico cool de clase alta y con una «tremenda clase» que no supo muy bien qué hacer con su vida).
  10. Recuerda: el záping estético —constante— es un arma cargada de futuro. Puedes ser posrock, afterpop, neocountry... Lo que quieras, menos posmitómano, posindividualista o posesnob.
  11. Y, si en algún momento te asola la duda existencial, recuerda: Morrisey apoyó hace poco al UKIP, Bob Dylan flirteó con Juan Pablo II, el beat William Burroghs colaboró con Nike, Keith Richards apoyó a Tony Blair en la invasión de Irak y hasta Josep Guardiola, que iba de poeta del fútbol y de comprometido políticamente, terminó prestando su imagen para el Banco Sabadell (avalista hoy, por ejemplo, de Rodrigo Rato). Lo dicho: la incoherencia entre lo que dices y lo que haces es cool.

    Be cool, be hipster!

21 de diciembre de 2014

Rompiendo algo (IV), Belén Gopegui

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Leer no es lo mismo que devorar libros. Yo he devorado muchos libros. Tenía que hacerlo. Cualquier adolescente que no entienda por qué no siempre la vida sale bien, por qué no todos partimos en igualdad de condiciones, por qué siente celos, rabia, soledad, tiene que devorar libros. También puede ir a fiestas o hacer deporte. No tengo la menor intención de defender el placer de la lectura. Si el adolescente elige devorar libros, si yo lo elegí, si di el salto de los libros de cuentos infantiles a determinadas novelas para adultos que, sin embargo, suelen inaugurar la adolescencia (El extranjero, Nada, El idiota), no lo hice por placer.

La lectura, en ese momento, es poder. Las novelas eran poder porque me daban conocimiento. Pronto empecé a saber más que otros. Quizá no más latín ni más química inorgánica: empecé a saber más sobre las pasiones, sobre el orgullo, la envidia, la venganza, la seducción, la lealtad. Empecé a conocer la mecánica de los pensamientos, a darme cuenta de cómo se juzga a una persona y cómo se justifica una acción. Y empecé a adueñarme del valor de las palabras. Decir no era lo mismo que callar. Si en el colegio conocías el valor de las palabras, podías aprobar un examen de historia sin haber estudiado demasiada historia.

Pero además la lectura era un reino, un imperio, nadie iba a sublevarse, yo era su emperador y ni siquiera tenía la obligación de conformarme, por ser chica, con ser emperatriz. El emperador no está sometido a la crítica de sus súbditos ni tampoco a sus exigencias. Un partido de balonmano puede salir mal; si vas a un concierto es el grupo musical quien te elige a ti, y decide qué día actúa, a qué hora, y son otros quienes deciden con quién puedes o no puedes ir; una película exige que aceptes su velocidad, su prisa; una fiesta también puede salir mal. En cambio, una tarde de lectura la decides tú. Eres el emperador, tus deseos son órdenes y ahora ordenas a los personajes que se aparezcan ante ti. Y ahora les expulsas. Aunque a veces se resistan.

Esta posibilidad de expulsión distingue la lectura de los discos. También he devorado muchos discos. Pero es difícil expulsar una canción. No quieres hacerlo. Quieres escucharla diecisiete veces, y ya tu furia o tu alegría obedecen a la música de esa canción. Los discos, además, no dan poder sino consignas. Durante un abandono amoroso, después de una pelea con tus padres, durante la fiebre y el deseo oyes un disco y te cargas de consignas, de banderas. Las consignas a veces son necesarias, te unen a los que son como tú, pero al hacerlo limitan tu mirada. Los libros la abren. Puedes mirar hacia el exterior con el orgullo indigente de Mersault y, algunas semanas después, averiguar cómo es posible ser firme en la incertidumbre a través de Andrea, y contemplar al mismo tiempo manifestaciones de la bondad con la experiencia de quien ha conocido la vida del príncipe León Nicolaievich Muichkine, el idiota.

Sí, yo he devorado libros, libros que eran poder. Pero un día se hace tarde y el poder ya no te sirve. Has conseguido la identidad, las armas necesarias para estar frente a los otros. Dispones, asimismo, de una residencia fuera del mundo. Como los zares, mandaste construir un palacio para tu invierno y te retiras allí cuando quieres: cierras la puerta de tu cuarto, convocas a los personajes, pones cuanto la vida tiene de incomprensible en manos de la imaginación. Ves el mal, y es una ballena perseverante e informe; ves los imprecisos movimientos del alma. Ves el adulterio, el aire enrarecido de un jardín, una generación sojuzgada, un acto de entusiasmo, una batalla, todo lo tienes en ti. Y no te sirve. Has crecido contra los otros —quién no crece contra los otros—, pero hasta cuándo, piensas, vas a seguir así. Igual que una botella lanzada al mar que hubiera devorado su mensaje, tú has ido devorando los libros que calmaron tu soledad, tu miedo. Ellos te han hecho fuerte, sutil, aguzado tu ingenio. ¿Y bien?

No sabría decir exactamente cuándo ocurre. Si intento pensar durante qué libro quizá deba elegir Job, de Joseph Roth, o la segunda lectura de Ana Karenina. Durante esas dos novelas —podrían haber sido otras—, descubres que ya no lees para aislarte del mundo, sino para estar con él. Leías buceando y un día adviertes que en todas las buenas novelas el fondo del mar, la roca cubierta de algas, los terrores, los últimos monstruos, los pensamientos están puestos en los personajes y los personajes son públicos: necesitan la acción para existir, la procedencia y el nombre. Los libros que hemos leído están también puestos en nosotros, en nuestras acciones, en nuestro proceder, en ese nombre real que hay detrás de nuestro nombre.

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Este artículo, «El otro lado de este mundo», fue publicado en El País el 27 de mayo de 1995. Y me tomado el trabajo de transcribirlo para poder subrayar aquí una frase; esa que habla del día en que descubrimos que ya no leemos para aislarnos del mundo, sino para estar con él... Y que, por tanto, comenzamos a pedirles a los libros y a quienes los escriben algo diferente. ¿Por ejemplo? Ideas para construir un mundo posible mejor que este.

Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora en el blog: Deseo de ser punk, Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más sobre la autora, en Rebelion.org.


«Rompiendo algo (I)», «Rompiendo algo (II)» y «Rompiendo algo (III)».

14 de diciembre de 2014

Cámara Gesell, Guillermo Saccomanno

Cámara Gesell aborda uno de esos temas que, si te pillan en frío, te da la risa (o al menos te suena a que te hablan de un cómic de superhéroes): el Mal.

Así, con mayúscula: el Mal.

Eso sí, Dante, el narrador de esta novela, no tiene claro hasta muy avanzada la historia —página 465— si la acumulación de crímenes, violaciones, abusos de niños, tratos mafiosos, atentados contra la naturaleza, etc., que ocurren en su pueblo, La Villa, lo legitiman para escribir la palabra con mayúscula y concederle así «ese carácter de absoluto típico de la concepción de un devoto poseído». Duda y una línea después, mientras revisa el archivo del periódico donde escribe desde hace muchos años, El Vocero, se contesta a sí mismo con rotundidad: «... el Mal está aquí».

Hasta ese momento, y a pesar de todas las atrocidades tan familiares a las que asistimos, es como si los lectores hubiéramos firmado un pacto con Dante para mentirnos a nosotros mismos y decirnos que La Villa no existe: pertenece a la ficción. Es más: es solo otro pueblo devenido en infierno narrativo, como el New Jersey de Los Soprano, el Lexington de Justified o el Bemidji de Fargo. Sin embargo, a partir de esa mención tan explícita ya resulta imposible leer Cámara Gesell sin asociar su atmósfera de histeria colectiva en torno a la violencia con nuestra experiencia real, en particular con la de bastantes urbes latinoamericanas.

El asunto del Mal, además, la hermana con otra gran novela —en número de páginas y alcance—: 2666, de Roberto Bolaño. Al menos en parte —atmósfera, contenido o estilo fragmentado—, La Villa que construye Guillermo Saccomanno  recuerda a esa Santa Teresa sangrienta y diabólica que nos mostró Bolaño en «La parte de los crímenes», donde se suceden los asesinatos de mujeres y más mujeres hasta componer un conmovedor réquiem por el feminicidio de Ciudad Juárez. Eso sí, si bien Saccomanno comparte algunos elementos con Bolaño, en realidad, su intención es más amplia; él se propuso, como explica en esta entrevista de Página 12, narrar un pueblo entero, a lo Faulkner o Sherwood Anderson.

Es curioso, pero tanto la muy mexicana «La parte de los crímenes» y la muy argentina Cámara Gesell me hicieron sentir con igual intensidad que, en efecto, el Mal hace tiempo que se hizo carne y que habitó entre nosotros. En la primera, Bolaño nos habla de los hombres que no quieren a las mujeres y las matan —en España, por cierto, llevamos unos 50 asesinatos machistas en 2014—; en la segunda, Saccomanno, nos habla del resultado de tantísima violencia —estructural y no estructural—: un montón de hijos echados a perder por culpa de adultos inmaduros, histéricos, corruptos, pederastas, criminales... Y, en conjunto, ambos autores nos transmiten que vivimos rodeados de psicópatas (unos en acto; otros, en potencia).

En el caso de Saccomanno en particular, su novela nos muestra aquello de que el infierno son —somos— los demás... Especialmente cuando vamos armados, drogados, somos incapaces de hacernos cargo de nuestra neurosis o favorecemos las asimetrías de poder, y con esos mimbres construimos sociedades, pueblos, naciones. Como cantaban Barón Rojo, tratamos de «ignorar que existen las flores del mal, pero lo cierto es que se multiplican en los campos de metal».

La importancia de las cloacas

Seres infernales con sus semejantes y un Sistema maléfico, vaya combo...

Quizá por es razón el título de la novela, amén de referirme al instrumento policial —literal y metafóricamente—, me remite a la ciudad como cámara de gas moderna (un hilo conductor es si La Villa fue fundada por alemanes huidos tras la derrota de Hitler). De hecho, me hace pensar en otra mítica canción de los Barón Rojo que habla de la ciudad como un campo de concentración. Por eso, parafraseando a Moni, la poeta de La Villa, diría que Cámara Gesell narra que la muerte está viva y es quien cuenta el cuento del mundo en que vivimos, pese a que quienes estamos vivos no podamos terminar de creérnoslo porque... también estamos muertos.

Acaso por eso, la gran obsesión del corrupto intendente Cachito —en perfecta sintonía con cualquier alcalde español detenido en la Operación Púnica— sea arreglar o instalar una nueva red cloacal de una vez por todas y evitar que, cuando llegue la sudestada —una especie de gota fría costera nuestra—, salten las tapas de las alcantarillas, aflore la mierda en la casa de los vecinos y la ciudad parezca un enorme estercolero mediático. Esa es su gran baza política. Se pasa páginas y páginas aludiendo a ella, como si pudiera tener efectos mágicos. Y, sin embargo, por unas causas u otras, esa red cloacal que tanto beneficio traería a la comunidad, nunca llega. Y lo que llega, es más mierda, y hasta un feto que alguien echó váter abajo.

En fin, gran novela... O mejor dicho: novelón social del carajo, pero que no va a leer casi nadie en España porque tiene 621 muy argentinas páginas donde unos 250 personajes hablan en vesre o dicen cosas tan fascinantes como esta:
Si ahora te llevo a la yuta, los ratis te van a dejar mormoso. Usá el marulo. Con el achaco no vas a ir muy lejos. Con el box, quién te dice, al Luna.
Ya se sabe: al muy refinado lector ibérico medio —tan cosmopolita cuando se trata del inglés, el francés o el alemán—, ni le tira lo social ni suele disfrutar de enriquecerse con otras variedades del español, y menos si estas profundizan en cuestiones coloquiales... Más se pierde esa casta lectora. Y más nos ganamos quienes disfrutamos de un autor y, por extensión, de una literatura que nos ayuda a poner en perspectiva si la narrativa de nuestros Molina, Marías, Chirbes, Cercas y demás tropa es tan buena como nos la pintan.

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P.D.: por aquí, una reseña que escribí sobre El oficinista, también de Saccomanno, y por acá esta otra sobre 77.

20 de noviembre de 2014

Los pasos previos, Francisco Urondo

Nunca he entendido muy bien cómo Rodolfo Walsh, Francisco Urondo y otros escritores un buen día decidieron abandonar las letras y empuñar las armas. Así, a lo don Quijote. Y me cuesta entenderlo, entre otras razones, porque, cuando ellos morían torturados o abatidos por las balas, nacía yo en una pequeña ciudad de provincias de otro continente. Además, en mi familia no estaban  entonces ni los argentinos ni los uruguayos que más tarde fueron llegando.

Uno piensa en la Guerra Civil y recuerda a los escritores españoles de un modo distinto. A Lorca, fusilado; a Miguel Hernández, en su «viacrucis de las cárceles»; a Machado, Aub, Cernuda y compañía yéndose al exilio. Y, por el otro bando, recuerda a los Laín Entralgo, Ridruejo, Foxá, Torrente Ballester y compañía de coñac y puro jugando a ser fascistas intelectuales en la corte de Franco, es decir, en «un Burgos salmantino de tedio y plateresco, en una Salamanca burgalesa de plata fría». O algo así.

Quiero decir: uno piensa en los escritores españoles como los ve, por ejemplo, en Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), de Andrés Trapiello, o en Leyenda del César Visionario, de Francisco Umbral... Vamos, que nunca se los imagina pegando tiros.


Felipe Vallese, un metalúrgico como punto de partida

Vaya por delante que Los pasos previos (Adriana Hidalgo, 2011) no es una buena novela. Lo advierte incluso el prologuista, Ángel Rama; sin embargo, como sostiene el insigne crítico uruguayo, este libro es un estupendo documento para entender mejor qué llevó a una generación de intelectuales de izquierda a seguir los pasos del Che Guevara. También para comprender mejor el resultado de aquel intento revolucionario:
Leída desde la perspectiva de la derrota de esta batalla (no de esta guerra), se altera todo su sistema de significación: [Los pasos previos] se lee como el diagrama de una gran equivocación, como el comportamiento extraviado de una razón que no atinó a medir la realidad, como el pecado del hijo del irrealismo cuando no del idealismo.
Los hechos que narra el libro discurren aproximadamente entre 1960 y 1970. Uno de los hitos lo sitúa Urondo en el 8 de julio de 1962, en el crimen de la calle Gascón 257. Allí la Policía Federal baleó por error a dos sargentos de la unidad de San Martín, esto es, se produjo una situación de policías que matan a policías. La versión oficial responsabilizó del asesinato a los comunistas y le cargó los muertos —nunca mejor dicho— a Alberto Rearte, un sindicalista al que tenían fichado y que no estaba relacionado con el asunto.

El crimen de Gascón termina —por hacer corta la historia— con Felipe Vallese, amigo de Rearte y obrero metalúrgico, secuestrado, torturado y asesinado por la policía. Felipe Vallese se convierte así en un desaparecido. De hecho, si no he entendido mal a Urondo, en uno de los primeros de la larga lista que vendría después.

De algún modo, la desaparición de Vallese pone a muchos sobre la pista de que la Argentina está entrando en una etapa muy peligrosa. También de que el terrorismo de Estado es un hecho. O al menos así nos los da a entender el texto: «Se estaba demostrando que en nuestro país un hombre puede desaparecer, puede conocerse a sus secuestradores, con nombres y apellidos, y no pasar absolutamente nada».

El caldo de cultivo

A fin de mostrar el contexto, Urondo nos hace caminar por la siempre compleja historia argentina. Y es que ese momento es muy convulso y rico en acontecimientos relevantes; a saber: la dictadura de Onganía (1966 - 1970), la muerte del Che en Bolivia (1967), la fundación de la CGT de los Argentinos (1968), el Congreso Cultural de La Habana (1968), la gira de Nelson Rockefeller por América Látina (1969) o el Cordobazo (1969). Y eso solo por hablar de algunos de los grandes éxitos de una época signada por la triada dictadura, oligarquía e imperialismo.

Además, Argentina atraviesa en 1968 un momento dramático, descrito así por el libro:
La situación del país no puede ser otra cosa que un espejo de la nuestra. El índice de mortalidad infantil es cuatro veces superior al de los países desarrollados, veinte veces superior en zonas de Jujuy, donde un niño de cada tres muere antes de cumplir un año de vida. Más de la mitad de la población está parasitada por la anquilostomiasis en el litoral norteño; el cuarenta por ciento de los chicos padecen bocio en Neuquén; la tuberculosis y el mal de Chagas causan estragos por doquier. La deserción escolar en el ciclo primario llega al 70 %; al 83 % en Corrientes, Santiago del Estero y el Chaco; las puertas de los colegios secundarios están entornadas para los hijos de los trabajadores y definitivamente cerradas las de la Universidad.

En ese caldo de cultivo, asoma una un dirigente sindical llamado Raimundo Ongaro, que parece significar un punto de inflexión (perdónese, por favor, mi ignorancia sobre historia sindical argentina; la subsano con este enlace). Y junto a él, surge ese otro punto de inflexión en el periodismo y la literatura del cono sur que es Rodolfo Walsh. Juntos, Ongaro y Walsh, escribieron Solo el pueblo salvará al pueblo, del que aparecen numerosos y extensos extractos al inicio de varios capítulos del libro de Urondo.

En Los pasos previos se ve con claridad que Rodolfo Walsh fue el espejo en que mirarse para otros escritores de la época. En un pasaje donde Urondo extracta parte del trabajo que hizo el periodista Leopoldo Barraza sobre el caso Vallese, el propio Barraza deja escrita una frase que así lo indica: «Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, marcó el camino a seguir».

Y tanto que sí.

En fin, Los pasos previos es un libro interesante para ver cómo algunos intelectuales argentinos pasaron de leer a Sartre, criticar a Borges por «chupamedias de los intereses norteamericanos» o escuchar a Erik Satie mientras fumaban un Gitanes a convertirse en guerrilleros revolucionarios. Y a mí, en particular, me hace sopesar si acometer algún día el voluminoso libro que escribieron Martín Caparrós y Eduardo Anguita sobre la historia de la militancia revolucionaria en la Argentina.

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PD 01. En esta página de El Ortiba hay más información sobre Francisco Urondo.

PD 02. El 27 de octubre se celebró una lectura de poemas de Haroldo Conti, Rodolfo Walsh y Francisco Urondo a cargo de Susana Oviedo en Casa de América. Aquí va enlazado el vídeo (1,5 h).

14 de noviembre de 2014

Transición: Gregorio Morán vs. Juan Carlos Monedero



El miércoles pasado, El Diario subió esta charla entre Gregorio Morán y Juan Carlos Monedero. Moderó Juan Diego Boto. Los créditos del streaming son de Stéphane M. Grueso. La conversación es larga, pero merece la pena si a uno le interesa llamada «cultura de la Transición».

Mientras veía la charla, tomé algunos apuntes. Quizá a alguien le sirvan.

TRANSICIÓN
  • La importancia de quién y de cómo se construye el relato político. La pregunta que deberíamos hacernos es quién construyó el relato de la Transición. Es más: por qué y para qué, a beneficio de quién.
  • El relato que nos han hecho de la Transición —y por extensión del 23F— es, en esencia, mentira.
  • El año 1979, según Monedero, fue el de mayor conflictividad laboral de la historia de España. Y, en paralelo, según Morán, el diario El País no paraba de amedrentar a la población con aquello de que había «ruido de sables».
  • Más que algo colectivo, según Morán, la Transición española fue algo manejado por 4 o 5 personas.
  • La Transición, en palabras de Vázquez Montalbán, fue una correlación de debilidades. Por eso se quedó en transición y no se alcanzó la ruptura con el franquismo.
  • El propio rey Juan Carlos sería la piedra angular sobre la que Transición y corrupción quedaron asociadas ya para la historia. Al parecer, según Morán, una de las primeras cosas que hizo Juan Carlos de Borbón fue pedir dinero por carta al sha de Persia. Le dijo que era para  financiar a la UCD y frenar el avance del comunismo en los Ayuntamientos españoles en las próximas elecciones... Ese dinero —alrededor de mil millones de pesetas— nunca llegó a UCD. Según Morán, la carta puede consultarse en un libro publicado por un colaborador del sha (juraría que es este).
  • La Transición se caracterizó por el miedo; el miedo era lo que estaba más arraigado en la sociedad española. Franco llegó matando y se murió matando; por tanto, según Morán, mienten quienes dicen que descorcharon botellas de champán: esos, como todos los demás, se quedaron en casa sin saber muy bien qué iba a pasar. Y sí, la gente salió a la calle, pero no para celebrar la muerte del dictador, sino para formar largas colas el día de su funeral y despedirlo con honores.
  • A diferencia de Alemania o Francia, España ha carecido de una sociedad civil que actúase como freno ante los políticos. Conclusión: hay que construirla.
  • Parte de la regeneración de España pasa por la construcción de una esfera pública virtuosa similar a la de otros países europeos.

INTELECTUALIDAD

  • En los 60, los intelectuales soñaban con ser críticos frente al poder; hoy sueñan con ser funcionarios.
  • La herencia intelectual de la llamada inteligencia española es bastante pobre: los Fernando Savater, Enrique Gil-Calvo, Fernando Vallespín, Santos Juliá o José Álvarez Junco se caracterizan, sobre todo, según Monedero, por haber involucionado en su pensamiento. ¿Es posible nombrar 5 libros que hayan dejado como referencia ineludible para generaciones venideras?
  •  Vale, todo está fatal; pero siempre quedaré el comodín Gramsci: pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.

PD. Reseña de El maestro en el erial, de Gregorio Morán.

6 de noviembre de 2014

La inmensa minoría, presentación en Medina de Pomar


Por si no se lee bien la invitación, aquí van los datos:
Más información sobre La inmensa minoría: reseña en Babelia, reseña en Solo de Libros, reseña en La cueva del Erizo y dramatización de un pasaje en TVE. También una entrada en este blog.

Y poco más. Nos vemos por allí.


26 de octubre de 2014

Rompiendo algo (III), Belén Gopegui



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[...] La voluntad no asegura nada: puedes escribir pensando que no representas a nadie y que solo lo haces para tu propia satisfacción y estar representando a todos los que viven instalados en el convencimiento político de que vivir consiste, básicamente, en alimentar el propio narcisismo. Yo plantearía la cuestión, en lo que tiene que ver con escribir novelas, desde otro ángulo.

La novela como representación atiende a una acción humana que se desarrolla en un tiempo y en un espacio. Entiendo que en la actualidad, en esta era del capitalismo sin límite, la propia noción del tiempo ha sido secuestrada. No me refiero a la idea de progreso, sino a la idea de que el hoy va a tener consecuencias en el mañana. La desaparición de esa idea es una de las herencias de la posmodernidad.

Jordi Llovet la formulaba así: «Negligencia hacia el tiempo pasado e indiferencia hacia el futuro, anulación del tiempo que no es más que la muerte». Aun siendo una herencia no deseada por muchos, en mi opinión forma parte del patrimonio de la actualidad. Como escritora, me encuentro entre quienes rechazan esa herencia, y por eso construyo novelas donde el tiempo, el transcurrir, sea un medio de crear significación.

Evidentemente, hay otros escritores o escritoras que se sienten cómodos dentro de esa herencia: todo es presente, se dicen; incluso el pasado es presente, y pensar en el futuro es algo castrador y autoritario. El futuro, qué le vamos a hacer, introduce responsabilidad en la novela, en la vida, en la política. En las narraciones dominantes apenas hay futuro, luego apenas hay política; porque la política es, a su modo, la construcción en común del tiempo.

Nos quedaría el espacio, el territorio. Ahora bien: ¿a qué se reduce el territorio si el tiempo desaparece? A un decorado del yo, a un paisaje cuya única función es reflejar el yo. Como diría Dalí, el paisaje es un estado de ánimo, cuya única función, por otro lado, es reflejar un estado anímico casi siempre existencialista. Convertidas en paisajes anímicos, numerosas novelas se plantean a menudo como invención/expresión del yo; en última instancia, como autoayuda individualista.

Y el problema de la autoayuda es lo que tiene en común con la lotería: no nos puede tocar a la mayoría. Por mucho que todos se propongan ser líderes, millonarios o el vendedor más grande del mundo, las cosas no funcionan así en nuestra sociedad piramidal.

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Este fragmento procede de un coloquio entre Gonzaló Torné, Pablo Muñoz, Ignacio Echevarría y Belén Gopegui en la Universidad Pompeu Fabra. Fue con motivo de la publicación de Acceso no autorizado y ocurrió el 23 de febrero de 2012.

La pregunta que motivó esta respuesta puede encontrarse en el artículo «Novelas, museos y política» que publicó Ignacio Echevarría en El Cultural. Allí el crítico y editor de Rompiendo algo —y quien formuló la pregunta— menciona esta reflexión de Orhan Pamuk, premio Nobel en 2006:

(...) los escritores occidentales no escriben para representar a nadie, sino simplemente para su satisfacción. Con toda naturalidad, dice Pamuk, «dan por sentadas la riqueza y la educación de un público literario consolidado», de modo que «no se sienten partícipes de ningún conflicto sobre a quién y qué retratar, y no les angustia la cuestión de para quién escriben, con qué fin y por qué».


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Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk, Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más aún sobre ella, en Rebelion.org.



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24 de octubre de 2014

Valle-Inclán visto por Gómez de la Serna


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Yo le oí alguna noche [a Valle-Inclán] su teoría del escribir, según la cual hay tres maneras de escribir: de rodillas, de pie y en el aire. De rodillas escribió Homero, que se redujo a adorar a sus héroes, a glosar sus hechos con una admiración suprema. De pie escribió Shakespeare, que ponía a los hombres y sus problemas delante de él y los discutía y los resolvía como mejor lo parecía. En el aire escribió Cervantes, que idealizaba en el aire y en el viento a sus personajes, dejándoles colgados de lo aéreo.

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Son las palabras —ha dicho él [Valle-Inclán]— espejos mágicos donde se evocan todas las imágenes del mundo, matrices cristalinas; en ellas se aprisiona el recuerdo de lo que otros vieron y nosotros ya no podemos ver por nuestra propia limitación mortal. Las palabras imponen normas al pensamiento, lo encadenan, lo guían y le muestran caminos imprevistos. De la baja sustancia de las palabras están hechas las acciones. Las palabras son humildes como la vida.

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—Ya ve usted —le decía una vez un joven escritor—, no hay manera de hacer dinero, ni aun siendo como usted, un prestigio.
—No me interesa —respondió él—; nunca he sentido una voz que me diga: «No seas pobre» o «Hazte rico»... Solo he oído la voz que me aconseja: «Sé independiente».

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—¿Se habrá acabado el arte, don Ramón?
—El arte no se acaba nunca —me repuso—, y no se acaba nunca porque el arte sirve para pasar el invierno, ya que el arte es siempre primavera.

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[...] En esos momentos graves hubo de recurrir a una transfusión de sangre. Don Ramón se defendió de las propuestas voluntarias que llegaban a su lecho, pues varios compañeros de letras se dispusieron a prestar su sangre al glorioso maestro. Don Ramón, incorporado sobre sus almohadas, gritaba:

—No, de ese no, porque no es cosa que cuando esté convaleciente me dé por escribir cuentos de niños... Y de ese otro tampoco, porque ése tiene la «sangre cargada de gerundios».

*

Cuando se me planteó el problema de tener que escoger una manera de vivir, pensé enseguida: «Yo tengo que buscar una profesión sin jefe». Y me costaba trabajo. Pensaba en ser militar, y se me aparecían los generales déspotas, dándome órdenes estúpidas. Pensaba en ser cura, y en seguida surgían el obispo y el Papa. Si alguna vez pensé en ser funcionario, la idea del director me preocupaba... Sin jefe solo existe el escritor.

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Todos los fragmentos proceden Don Ramón María del Valle-Inclán (Espasa-Calpe, 2007), escrito por el otro Ramón: Gómez de la Serna.

21 de octubre de 2014

Editorial Huacanamo, Roger Wolfe

El viernes pasado, mientras pensaba en cómo cocinar unas berenjenas que tenía por casa, me acordé del poemario Noches de blanco papel, de Roger Wolfe, que llevaba meses —años— para comprármelo.

Ya se sabe cómo funciona esto de la memoria y de gastar dinero cuando no te sobra: lo vas dejando y dejando y, en fin, dejando hasta que terminas bebiéndotelo con los amigos, dándoselo al dentista a cambio de un poco de paz mandibular o, en el mejor de los casos, invirtiéndolo en unos cuantos libros de los saldos. Es lo que tiene la austeridad: te convierte en un mal cliente de las editoriales, en un lector infiel y en alguna otra horrible cosa más.

Sin embargo, el cerebro tienes sus rachas y, ya digo, alguna conexión neuronal funcionó en mi cabeza. Así que el viernes, berenjena mediante, entré en la web de la editorial Huacanamo. En la portada me encontré con este texto:

[...] se cierra así el círculo después de casi 6 años de libros, actuaciones y voces que consideramos imprescindibles. No nos vamos del todo ni de cualquier manera, mantenemos distribución, seguimos promocionando nuestros libros y esperamos volver algún día, si la deriva tiene a bien devolvernos a esta orilla. Gracias a los autores por su valor y entrega y a los lectores por seguir apoyando la compra de nuestro catálogo, único sustento de esta humilde casa.

De lo que deduje lo obvio: otra editorial que cierra o medio cierra. A continuación, como remate de ese texto, figuraba una coletilla que podía leerse como una suerte de poética editorial:

No tuvimos subvenciones, no publicamos premios, no buscamos más que cierta idea de libertad. Huacanamo está orgullosa de sus habitantes.

Leído eso, como cuando cerró el diario Público en su primera etapa, lamenté no haber aportado antes mi grano de arena. Así que, aprovechando una oferta que tiene la editorial, compré 4 libros de Roger Wolfe (los de la foto): Noches de blanco papel, Escrito con la lengua, Tiempos muertos y Siéntate y escribe. Total: 25 € (gastos incluidos). Han tardado 2 días en mandármelos. Quiero decir: hay vida —mucha, variada y enriquecedora— más allá de Amazon. Probadla.

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PD 01. En la web de Huacanamo hay varias promociones, pero quizá las dos más interesantes son la de 4 libros por 25 € y la de 8 por 50 €. Puedes elegir los libros que quieras. Es una editorial, sobre todo, de poesía; así que es una buena oportunidad, por ejemplo, para ponerse al día con poetas vascos: Harkaitz Cano, Karmelo C. Iribarren, Michel Gatzambide, Pablo Casares o Itziar Mínguez. También anda por ahí una traducción de Gregory Corso que hizó Roger Wolfe o El paraíso perdido, de John Milton, ilustrado por Pablo Auladell (de quien siempre me pregunto si fuimos al mismo instituto en Alicante). Quizá más adelante yo mismo vuelva a huacanamear un rato, digo.

PD 02. En su día, entresaqué algunos fragmentos de Oigo girar los motores de la muerte.

16 de octubre de 2014

Rompiendo algo (II), Belén Gopegui

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[...] Cuando te pregunten por tu poética, recuerda que no es tuya, pues la creación, la literatura, la hacen las colectividades a través de determinados individuos y no al revés, como se suele pensar. El filósofo inglés Robin George Collingwood escribió unas líneas que lo expresan bien: “El artista debe profetizar, no en el sentido de que anuncie el porvenir, sino en el sentido de que dice a su público, a riesgo de disgustarle, los secretos que guarda su corazón. Su cometido como artista es hablar alto, volcando al exterior las impurezas del ánimo. Pero no por ello debe expresar, como nos llevaría a creer la teoría individualista del arte, sus propios secretos. Los secretos que debe expresar son los de la comunidad. La razón de que la comunidad le necesite es que ninguna conoce su propio corazón; y al faltarle ese conocimiento, la colectividad se engaña a sí misma en materias cuya ignorancia equivale a la muerte”.

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Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk y Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más aún sobre ella, en Rebelion.org.




► Hacia «Rompiendo algo (III)
◄ Hacia  «Rompiendo algo (I)»

12 de octubre de 2014

Rompiendo algo (I), Belén Gopegui


He empezado a tomar notas para reseñar Rompiendo algo, de Belén Gopegui; pero, como me conozco, sé que eso no garantiza que termine escribiendo la pertinente entrada para este blog (acumulo unos 15 borradores de entradas sin acabar...). Los aviones desplumados y yo no terminamos de llegar a un acuerdo para llevarnos bien de manera regular.

Por tanto, voy a cambiar de estrategia: digo desde ya que Rompiendo algo me ha parecido uno de los mejores ensayos sobre literatura que he leído en mucho tiempo —en concreto, desde Todos los ensayos bonsái, de Fabián Casas, una de esas entradas pospuestas desde hace una eternidad— y, a continuación, iré subiendo al blog algunos fragmentos que me han parecido relevantes. Más adelante, a fuerza de acumular apuntes en público, quizá hasta consiga darles forma y escribir la reseña de rigor.

Entre tanto, al lío. Aquí va el primer apunte gopeguiano; es sobre la responsabilidad del escritor y sobre por qué leer las narraciones más allá de la pirotecnia verbal que contienen. Está al inicio del texto «La responsabilidad del escritor en los relatos de victoria y derrota».

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El 14 de agosto de 1943, Bertolt Brecht, exiliado en Estados Unidos, hace una anotación en su diario sobre un pequeño festival organizado en honor a Alfred Döblin, que cumple 65 años. Escribe Brecht:

Döblin comenzó a explicar por qué él, como muchos otros escritores, tenía parte de responsabilidad por la ascensión de los nazis [...]. Por unos instantes tuve la pueril esperanza de que dijera: porque disimulé los delitos de los poderosos, porque humillé a los oprimidos, porque quise alimentar con cantos a los hambrientos, etcétera. Pero él prosiguió con empecinamiento, sin contricción, sin remordimientos: porque no busqué a Dios».

Me propongo hablar aquí de la responsabilidad del escritor, del escritor como aquel o aquella que trabaja en la construcción de ficciones. No de su responsabilidad en cuanto a ciudadano, o militante, o trabajador intelectual que tiene mayor acceso que otras personas a la palabra pública. Hablar, en cambio, de la responsabilidad de la ficción. Hablar de que es posible que los relatos disimulen los delitos de los poderosos, humillen a los oprimidos, quieran alimentar con cantos a los hambrientos.

Sé que la ficción goza de un estatuto especial y que en cierto modo lo necesita. Podemos matar en la ficción sin que nos salpique la sangre, es necesario conservar esta posibilidad igual que, en otro orden de cosas, es necesario que en un laboratorio se trabaje con gérmenes mortíferos pues conocerlos ayuda a encontrar el medicamento que pueda dominarlos. Por lo que se refiere a la ficción, ¿hasta dónde debemos llegar? El acuerdo vigente hoy en día parece ser que dice: hasta el infinito, si bien quizá existan dos o tres fronteras que hoy no se aceptarían, difícilmente se aceptaría una ficción no cómica sino dramática que convirtiera a Hitler en un héroe, que negara exterminio de los judíos o que pretendiera que la raza negra es inferior.

Siempre que se trata este tema surge el espectro de la censura y la discusión se encona o se cierra, pues da la impresión de que quien lo promueve está pensando en la conveniencia de prohibir ciertos libros o películas. Yo no tengo ninguna posibilidad de prohibir relatos y no hablo desde ahí. Reivindico algo bastante más humilde: la posibilidad de criticar la ficción por lo que cuenta, por lo que propone, después de haber analizado no solo las comas, las estrategias narrativas, la brillantez formal, sino de haber analizado además a quién salpica la sangre y de quién es la sangre que salpica o, dicho de otro modo, qué valores se articulan y dramatizan y por qué. Creo que, en contra de lo que a menudo se afirma, este es un juicio que se hace siempre, que no ha dejado de hacerse y que está íntimamente relacionado con la percepción colectiva de lo bueno, lo deseable, lo intolerable.

*

Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk y Un pistoletazo en medio de un concierto.
PD 02. Más aún sobre ella, en Rebelion.org.

► Hacia «Rompiendo algo (II)».

5 de octubre de 2014

Sociofobia, César Rendueles

Mejor tarde que nunca. Esto de escribir siempre se termina convirtiendo en una complicación: soy tan lento, me cuesta tanto mantener una regularidad, me surgen tantos imprevistos, que la mitad de los días pienso que los blogs son para que los escriben los demás. Pero, bueno, en su día había tomado algunas notas sobre Sociofobia, de César Rendueles, y, aunque sea de manera deslavazada, me propongo salvarlas del olvido. Al menos tributaré un último servicio a este ensayo que me ha gustado y, sobre todo, me ha hecho pensar mucho.
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01. Talento desperdiciado. Una pregunta sencilla: ¿a qué se dedican actualmente las mentes más brillantes? Tic, tac, tiempo para pensar... ¿Al bien común? ¿A resolver los grandes problemas de la humanidad —hambre, distribución desigual de la riqueza, desarrollo sostenible del planeta, etc.—? No, no, nada de eso. En general, según el tecnólogo Jaron Lanier, es bastante fácil encontrar a ingenieros doctorados en el MIT desarrollando «proyectos para enviar imágenes digitales de ositos de peluche y dragones entre miembros adultos de redes sociales». Por tanto, cuidadito con venirnos demasiado arriba con la euforia digital

02. La empresa como símbolo. La empresa se ha instalado como metáfora que explica, rige y determina cómo debemos funcionar como sociedad En particular, en la época precrisis, uno escuchaba hablar de que no necesitábamos políticos, sino gestores; que todo debía de administrarse con «criterios empresariales». De hecho, el actual Gobierno español y, en particular el de la Comunidad de Madrid, usan esa metáfora como ariete contra cualquier tipo de gestión pública. Y eso incluye desde un hospital, un aeropuerto o un servicio de ferrocarriles a una guardería, el servicio de parques y jardines o un centro cultural.

Por supuesto, las empresas hacen algunas cosas bien. Nadie lo niega. Eso sí, convengamos en que también hacen cosas muy mal y que, por tanto, la metáfora está coja. Ahí están los casos de Gowex, Panrico, Pescanova o Bankia por citar los primeros cuatro que me vienen a la cabeza. Y ahí están también presidentes de patronal como Gerardo Díaz Ferrán o Arturo Fernández, dos modelos poco edificantes. Sin embargo, desde arriba, desde el poder, los llamados «criterios empresariales» siguen siendo incuestionables, casi mandatos divinos. 

03. Una ínsula autoritaria. Tampoco parece que reflexionemos mucho, sostiene Rendueles, sobre que la empresa es un archipiélago de autoritarismo amparado y rodeado por un contexto legal público. O dicho de otro modo: el jefe manda que algo se hace por sus huevos/ovarios y los demás obedecemos no vaya ser que perdamos el trabajo; el jefe te baja el salario y los demás aceptamos no vayas a ser que...; etcétera. Y así, frecuentando esas insularidades laborales, nos pasamos la mitad de nuestra vida consciente. ¿Es esa la metáfora vital que queremos trasladar a las 24 horas de nuestros días? 

04. La letra pequeña del contrato. No hay ninguna iglesia que exija tanto compromiso como una empresa que te contrata como asalariado. Y con la precarización del mercado laboral, más aún. Rendueles se pregunta si analizamos nuestras elecciones, si somos conscientes de ellas, más que nada porque hemos disociado lo que hacemos de lo que decimos. Hablamos pestes de las empresas y hablamos de lo mucho que nos gusta el contacto personal; sin embargo, aceptamos un modelo social que maximiza nuestra relación con las empresas y minimiza el compromiso con los amigos y la familia. Somos parte de esta construcción; en nuestra mano está cambiarla.

05. Precariedad y subjetividad. Vale, mucho iPhone y lo que tú quieras; pero la realidad es una y nítida: vivimos tiempos de precariedad laboral. Somos los working poor, que dicen por ahí ya los académicos del asunto. Y eso implica restricciones desconocidas hasta ahora (o que nos remiten a Germinal, de Emile Zola). Para varias generaciones, de repente, han desaparecido al menos dos elementos que funcionaron como pegamento cohesionador para la generación de sus padres: estabilidad laboral y un proyecto de futuro. Es decir: la precariedad laboral viene acompañada de la emocional. Nuestra salud mental ya se está resintiendo.

06. La santísima trinidad virtual. Tres vectores dominan Internet: la pornografía, los cotilleos y el deporte. Lo dicen las estadísticas. Es una cuestión de porcentajes, es algo medible. Incluso en los países como China, donde están restringidos los derechos a los internautas, la gente, aunque encuentre un hueco en el Sistema de Vigilancia, no dedica su tiempo a informarse sobre el paro, la crisis de representatividad, etc. No; hacen lo mismo que tantos españoles: leer el Marca, ver tías en bolas, buscar las fotos de la última boda de George Clooney. Pese a algunas revoluciones achacadas a Internet, conviene no perder de vista la crudeza de los datos.

07. ¿Tenemos un proyecto común, como sociedad? En teoría, queremos construir una sociedad basada en establecer lazos entre las personas y cooperar los unos con los otros para obtener beneficios para la mayoría. En general, a todos les suena bien esa cantinela; sin embargo, cuando vamos a la parte práctica vemos que estamos consiguiendo lo contrario. Es más: en vez de implicarnos en la tarea, la hemos delegado en unos burócratas y tecnócratas que están tejiendo un modelo que optimiza el beneficio económico, no el bien social. Por tanto, cualquier solución debe partir de la autocrítica y de la implicación personal

08. Autocrítica, responsabilidad, concienciación. Pocas cosas vamos a mejorar si evitamos una pregunta fundamental: ¿estamos dispuestos a aceptar la pobreza, la distribución desigual de la riqueza, la contaminación, etc. como subproductos necesarios de los procesos económicos? O dicho de otro modo: somos responsables de un modelo de convivencia que lanza a la basura 40 toneladas de comida a la vez que millones de personas pasan hambre: ¿queremos ser parte de la solución o parte del problema?

09. Internet como símbolo. Internet dista mucho aún de ser una comunidad política (del mismo modo que una empresa dista mucho, por más que lo intente algún gerente general o de Recursos Humanos, de ser una gran familia). Internet es, sobre todo, un bálsamo de irrealidad para hacer más soportable la situación actual. Una situación que está dominada por la precariedad económica y la fragilización de los vínculos sociales. En la Red casi nadie mantiene compromisos normativos vinculantes —similares a los de un partido—, sino que practica el altruismo anónimo y mantiene compromisos marginales (Wikipedia como modelo aprox.).

De hecho, el debate tecnológico gira en gran medida alrededor de cuestiones legales, esto es, sobre los derechos de autor. O lo que es lo mismo: dinero. Por tanto, en términos comparativos, la Red apenas la usamos para conversar de los efectos de la tecnología sobre la estructura social, las relaciones de poder o la identidad personal. Es decir: seguimos con los mismos Grandes Problemas Estructurales de Siempre, y la tecnología no ha resuelto ninguno de ellos. Seguimos donde estábamos: preferimos comprar y vender armas a dotar de fondos unas leyes de dependencia que nos garanticen una vejez digna.


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PD. El blog de César Rendueles, por aquí.

24 de septiembre de 2014

La inmensa minoría, Miguel Ángel Ortiz

Las leyes del karma son claras: si un amigo te nombra en la sección de agradecimientos de su novela, haz algo para mostrarle tu gratitud. Por tanto, aprovecho que La inmensa minoría salió a la venta la semana pasada, para contribuir con mi granito de arena a su difusión. Además, yo no puedo criticar esta novela porque, de algún modo, el Pista, Chusmari, Retaco, Mari Luz, Laia y compañía forman parte de mi vida desde hace tiempo. Hablar mal de ellos sería como hacerlo de alguien a quien tienes aprecio.

Lo suyo es que sean otras personas, más neutrales, quienes hablen sobre los méritos o deméritos de lo que esta novela cuenta, que es mucho y variado. ¿Y qué cuenta La inmensa minoría? Pues habla de lo que puede marcarle a uno un barrio como Zona Franca  —periferia de Barcelona—; de la función del instituto, el bar, las aceras de la calle o el equipo de fútbol como instituciones educativas y lugares donde forjarse una identidad; de la música como una manera de narrarse a uno mismo; de las primeras parejas, del machismo adolescente, de las familias que se rompen o de los negocios familiares que se hunden debido a la crisis; también del Mundial de 2010, del asunto del nacionalismo o del 15-M. Por hablar, esta novela habla incluso de para qué sirve leer: para entender mejor las letras del Robe Iniesta.

Como sostiene Constantino Bértolo —el editor de Fuera de juego, la  novela anterior—, La inmensa minoría muestra a unos personajes «en el punto exacto de la adolescencia: ese momento biográfico en el que algunas posibilidades se cierran, otras se abren y la vida empieza a ser, para bien o para mal, algo inevitable». La novela capta ese momento en el que consiguemos nuestros primeros triunfos, pero también donde debutamos en el arte de fracasar y vemos cómo algunas de nuestras ilusiones se desmoronan. Por eso, dice Bértolo, esta es «una novela sobre el resplandor de la suciedad y sobre los afilados brillos del desencanto existencial».

Al final de la contratapa, aparecen varias referencias para incardinar La inmensa minoría en una determinada tradición literaria: Tomás Salvador, Mercè Rodoreda, Luis Goytisolo, Juan Marsé o Francisco Casavella. Por ampliar el foco, en mi opinión, La inmensa minoría también recuerda el aire de periferia urbana que había en El Bola, las conversaciones rápidas e hilarantes de los chavales de Barrio, algo del toque musical que hizo Historias del Kronen tan reconocible para una generación —si bien esos personajes eran mayores que el Pista y compañía— o esa capacidad que tenía Pelotas —serie divertida y poco valorada— para radiografiar un barrio y una manera de entender la vida a través del fútbol. En fin, todo sea por sumar y aportar ideas a la lectura de la segunda novela de Miguel.

Por último, transcribo 3 pasajes por si alguien tiene curiosidad y se anima a entrar en La inmensa minoría. Y aquí enlazo una entrevista que le hice al autor a propósito de Fuera de juego.




I

[...] Cada año había tenido su ritmo, sus letras. Yo me había enganchado a las de Extremo en Secundaria, el año que sacaron el recopilatorio Grandes éxitos y fracasos. Las canciones eran de discos anteriores que, poco a poco, me fui aprendiendo de memoria en los cuatro años que estuvieron sin sacar nada nuevo. Los dos últimos cursos de la ESO fueron los de La ley innata. Aunque el disco había salido en tercero, en cuarto lo seguíamos escuchando como el primer día. Aquel fue el último CD original que el hermano del Pista se compró, el último que coleccionó. Lo escuchamos más de mil veces. Como con los anteriores, me acabé sabiendo todas las canciones de memoria. Cada palabra del Robe me estallaba en la cabeza, me corría por la espalda como un calambrazo. Me retorcía algo dentro. Ningún otro cantante componía letras como las suyas. Acostumbrado a escapar de la realidad, perdí el sentido del camino y envejecí cien años más de tanto andar perdido. Escuchábamos al Robe como no lo hacíamos con ningún otro adulto.


II

Al Pista, el mote le venía de pistacho. Desde pequeño, en el barrio le decían que tenía la piel del color de la cascarilla que recubre los pistachos. Tostada de sol en verano y en invierno. En letras azules, llevaba su mote tatuado en el antebrazo izquierdo. El punto de la i era una estrella de cinco puntas. Debajo, en número romanos, la X de su dorsal en el Iberia: el diez. Desde que le conocía, había tatuado su nombre en todo lo que pillaba: en los libros de texto con bolis de colores; en las mesas del colegio, con el compás; en las paredes, con la punta de las llaves o con rotus.

Pista, Pista, Pista.

El Peludo y el Chusmari vivían en la calle paralela a la nuestra. Al Peludo le llamábamos Peludo porque su madre tenía una peluquería en el barrio y él odiaba cortarse el pelo. Lo llevaba largo, liso, con la raya en el medio. Cuando éramos más pequeños, cada vez que su madre le obligaba a cortárselo, el Peludo se encerraba en casa y no salía. Al día siguiente, en clase, todavía le duraba el cabreo y se pasaba horas sin hablar. Y eso que su madre solo le recortaba las puntas. El Pista le vacilaba un poco: Ya era hora de que se te viera el pelo, o cosas del rollo; pero el Peludo ni le miraba. Como se nota que eres hijo único, le jodía el Pista rascándole la cabeza para que saltase. Y tú un hijoperra, le soltaba el Peludo.

Lo de Chusmari era más simple: venía de una mezcla entre Jesús Mari, su nombre, y chusma. Era gitano y, para la mayoría de los gitanos, el Chusmari era chusma. Para nosotros era un tío noble, amigo de sus amigos. Tenía los ojos oscuros como la noche, la piel del color de la tierra mojada y el pelo negro y grasiento. Lo llevaba cortado a lo cenicero, las puntas teñidas de amarillo canario. Aunque todos le comíamos la olla para que cambiase de peinado, a él le molaba su rollo. Aparte del peinado, para nosotros, de chusma tenía muy poco.

A mí, en todo el barrio, me llamaban el Retaco. Porque era un retaco, sin más. Incluso algunos profesores me llamaban así en vez de por mi nombre. Solo los que habían compartido clase conmigo o me conocían desde pequeño sabían mi nombre; la mayoría de la gente en el instituto no tenía ni idea. Dependiendo de quién lo dijera hasta se me hacía raro escucharlo. Mi padre odiaba que me llamasen Retaco. Cuando picaban al portero, si por cualquier cosa atendía él y le preguntaban por el Retaco, mi padre se encabronaba y les decía: Aquí no vive ningún Retaco, aquí solo vive el Roger. Y les colgaba el telefonillo.


III

Cuando empezó el calor, el Pista me pidió que le cortara el pelo. Había robado una máquina de rapar en el Carrefour del Gran Vía 2. Había trapicheado con el segurata al que su hermano le vendía el tate y el tipo le había dejado salir con ella. Sin la caja, con la maquinilla metida en los huevos.

Quería que yo le cortara el pelo.

Le dije que no sabía.

Me dijo que lo había visto hacer millones de veces en la peluquería de la madre del Peludo. Me dijo:

Tienes los mismos ojos que las cámaras de fotos.

Y me dio la máquina. Le corté el pelo en su habitación. Se quitó la camiseta y me dijo que quería una cresta; así que le rapé los laterales al uno y le recorté la cresta con las tijeras del pescado de su madre. A trasquilón limpio. Él, sentado en una banqueta, se fumó varios cigarrillos mirándose en el espejo. El humo se deshacía en sus labios, le nublaba los ojos mientras los mechones de pelo caían sobre sus hombros desnudos y oscurecían el suelo de la habitación. Cuando terminé, se puso de pie y se acercó al espejo.

Estoy listo, dijo con medio cigarro bailándole en los labios.

Me había quedado una cresta de puta madre.

10 de septiembre de 2014

El Robe Iniesta y los talleres de escritura



No me lo creía cuando lo leí: el Robe Iniesta acepta una medalla del presidente de Extremadura... Es de esas cosas que nunca esperas: ni que se la den ni que él la reciba, y sin embargo va y sucede.

He buscado el vídeo y el Robe, para variar, no me ha defraudado: tras el agradecimiento de marras, dice:
Los que me conocéis ya sabéis que no me gustan este tipo de actos, así que lo primero que hice cuando me lo notificaron es buscar razones para no venir. 
Igualito que la mayoría de artistas cuando los premian, ¿verdad?

A continuación, desde su atril, en pleno Teatro Romano de Mérida, ante la plana mayor de su Comunidad Autónoma, consciente de que no hay mejor altavoz que ese para su mensaje, va y dice:
Ya que estoy aquí, voy a intentar conseguir que todo esto sirva para algo.
Ay, no, un artista intentando hacer algo... útil. Haciendo política. ¡Anatema! 

Y, sin embargo, ahí está el tío, delante de quienes aprueban presupuestos, toman grandes decisiones y demás, dispuesto a que la medalla que le han dado —y el correspondiente enriquecimiento simbólico que eso conlleva para el presidente Monago y compañía— reporte algún beneficio para otras personas. ¿Y qué pide nuestro otro gran Iniesta? Entre otras cosas, ¡locales para dar talleres de escritura!

¡Válame, dios!, que diría don Quijote.

Juraría que es la primera vez que le escucho a alguien pedir en público en España y en un foro así... ¡talleres de escritura! Qué grande eres, Robe. Y, gracias, en la parte que me toca.

¡Va a subir la marea... y se lo va llevar todo!

8 de septiembre de 2014

Sostiene Pereira, Antonio Tabucchi

El gran problema de Pereira, jefe de la sección Cultura del conservador y oficialista diario Lisboa, es que no ve la conexión entre las cosas. Del mismo modo que no entiende por qué el médico que lo ayuda a adelgazar se especializó en psicología —además de en dietética—, tampoco entiende por qué debe haber una relación entre la literatura y la política. Le cuesta verla aun cuando su país, Portugal, vive el ascenso del fascismo salazarista y, al otro lado de la frontera, España está en plena guerra civil.

Pereira lo dice una y otra vez, aquí y allá, a quien quiera oírle:
(...) nosotros hacemos un periódico libre e independiente y no queremos meternos en política.
Y si una dama judía le pide, visto como está el patio, que se moje, que haga algo, Pereira sostiene:

Haré lo que pueda, señora Delgado, pero no es fácil hacer lo que se puede en un país como este, para una persona como yo, sabe, yo no soy Thomas Mann, soy solo el oscuro director de la página cultural de un modesto periódico de la tarde, escribo efemérides de escritores ilustres y traduzco cuentos franceses del siglo pasado, no se puede hacer más.


Y si un italiano con pasaporte argentino viene a reclutar portugueses para la guerra contra Franco, Pereira sigue sosteniendo:
Escuche, señor Lugones, dijo Pereira en portugués, hablaré lentamente para que usted me entienda: a mí no me interesa ni la causa republicana ni la causa monárquica, yo dirijo la página cultural de un periódico de la tarde y esas cosas no forman parte de mi entorno (...)

La literatura inmaculada

Pereira entiende que la literatura —la cultura— es una suerte de divertimento elevado, distinguido, refinado. Algo que permite alejarse del costumbrismo luso y acercarse al glamour y el savoir-faire francés. Pereira pertenece a esa categoría en la que a tanta gente le gusta militar: la de ser una persona sensible... Es esa una categoría que admite como tema literario la ontología del ser, el abismo de las grandes pasiones humanas, asuntos del siglo pasado, laberínticas metáforas para hablar del extravío del ser humano, detectives, esoterismo y lo que haga falta. Pero nunca (o casi) la política.

Maradona lo diría así: «La pelota —la literatura— no se mancha».

La política como mácula, digo.

Por eso, según Pereira, la modernidad cultural consistiría en preparar de antemano las necrológicas de escritores que estén por morirse y así, cuando la diñen, publicarlas más rápido que nadie. Productividad. Eficiencia. Anticipación. Eso sería para él trabajar como un periódico cultural de primera línea. Esa sería la vanguardia cultural que Portugal merece. Ahí parecería estribar la diferencia, por ejemplo, con su admirada Francia.

(Interrupción al paso. Seamos honestos: Pereira no estaba tan desencaminado en 1938... Ese mismo concepto de modernidad parecen manejarlo hoy muchas editoriales: en cuanto la palma uno de sus escritores, mandan un correo colectivo explicando qué parte de la obra del autor o la autora han publicado.)


Las contradicciones son siempre de los demás


Eso sí, Pereira es un buen tipo: viudo devoto de su difunta, gordinflón, culto y razonable, lector ensimismado de los clásicos franceses del siglo XIX, generoso con el prójimo y siempre con ese toque de melancolía típicamente portugués.  Quiero decir: buen vecino y mejor compañero de trabajo. Es más: no le importa invitarte a comer y, si puede, aunque políticamente estés en sus antípodas, te dará una oportunidad laboral. Trigo limpio. Una buena persona, que suele decirse.

Sin embargo, su punto débil es ese miedo tan burgués, tan cerval, a meterse en problemas. Él vive y deja vivir; eso sí, que nadie ni nada estorbe su devoción por traducir a Maupassant, Daudet, Bernanos, Mauriac... De hecho, si en plan Rilke del periodismo piensa en consejos para un joven que recién empieza en el oficio —como es el caso del joven activista de izquierdas Montero Rossi, a quien quiere contratar para que escriba esas necrológicas anticipadas que darán fama nacional al Lisboa—, su punto de vista no varía un ápice:
El problema es que usted no debería meterse en problemas que son más grandes que usted, hubiera querido responder Pereira. El problema es que el mundo es un problema y seguramente no seremos ni usted ni yo quienes lo resolvamos, hubiera querido decirle Pereira. El problema es que usted es joven, demasiado joven, podría ser mi hijo, hubiera querido decirle Pereira, pero no me gusta que usted me tome por su padre, yo no estoy aquí para resolver sus contradicciones. El problema es que entre nosotros ha de haber una relación correcta y profesional, hubiera querido decirle Pereira, y que debe usted aprender a escribir, porque, de otro modo, si escribe con las razones del corazón, va usted a tropezarse con grandes complicaciones, se lo puedo asegurar.

Las contradicciones son las de los otros, las de quienes reivindican, por ejemplo, a Lorca en tiempos del salazarismo y con la guerra civil española ahí al lado. Y «aprender a escribir» es saber autocensurarse a tiempo y evitarse las complicaciones. Toda una poética literaria, la de Pereira; esa que se conforma con decir que las cosas son así y no de otra manera, que no existe alternativa, que nuestras acciones no van a ninguna parte. Una poética que defiende la lectura, la traducción o la escritura solo como una manera de apartarse de este molesto y sucio mundo y refugiarse en un sitio mejor. Un sitio más cómodo donde, en vez de cosas, solo hay palabras (y no llegan los recibos del banco).

Qué gran personaje este Pereira. Qué gran conflicto el suyo. Casi da hasta pena que él, que quería pasar por el mundo sin molestar ni ser molestado, al final, como cualquier otra persona, deba elegir entre ser parte del problema o de la solución. Yo diría que, como tantos otros, quizá Pereira fuera apartidista, pero no apolítico. Eso sí, lástima que tarde tantas páginas en descubrirlo y que, entre medias, sus lectores tengamos que tragarnos no sé qué rollo sobre «la confederación de almas». En fin, todo sea porque Pereira vea la luz. 

25 de agosto de 2014

Escarnio, Coradino Vega


De Escarnio, la segunda novela de Coradino Vega me enganchó, sobre todo, el tema que aborda. De hecho, la leí casi del tirón. Si bien la contraportada hace hincapié en el desclasamiento del protagonista, Carlos García —un brillante estudiante de Derecho que deja la universidad de Huelva para continuar su carrera en la Complutense de Madrid—, yo he leído este libro también desde un lugar algo más vitalista. Al fin y al cabo, trae a colación algunas cuestiones que muchos universitarios de provincias hemos conocido.

A saber: el hijo universitario como carga económica para unos padres humildes que deben pedir un crédito, la presión que supone mantener un boletín repleto de matrículas de honor, la ansiedad derivada de ser el primer miembro de la familia que accede a la universidad, la búsqueda o necesidad de encontrar mentores intelectuales —diferentes a los padres— cuando tienes 18 años o las grietas que aparecen en la vida cuando uno cambia un entorno controlado (tu pueblo, tu ciudad) por uno nuevo y más grande (a veces incluso extranjero). Todo eso y más es lo que le sucede a Carlos García, quien a duras penas sabe qué tiene que hacer para mantenerse fiel a sí mismo en un momento vital donde los cambios a su alrededor son mayúsculos.

Como trasfondo de ese conflicto vital, aparece un decorado típicamente universitario: el colegio mayor, una institución venida a menos generación tras generación. A Carlos, y pese a que su mentor había tratado de conseguirle plaza en uno laico, la universidad le ha asignado el Pío IX, un elitista colegio mayor católico donde se hospedan los hijos de la más rancia élite de la derecha española. Él, hijo de un ferretero y de una ama de casa, no encaja en aquel ambiente. Y no lo hace, en parte, por la diferencia de clase; pero, sobre todo, porque él es un tío humilde, estudioso y responsable, convencido de que el esfuerzo y el mérito sirven de algo en esta vida... Y en eso, sus compañeros piononos le llevan ventaja: saben que lo importante son los contactos, la red social, el tráfico de influencias; no los títulos o unas notas excelentes.

De hecho, algo que narra bien Escarnio (Caballo de Troya, 2014) es que un expediente académico brillante muchas veces no alcanza para equilibrar la ventaja que otros tienen por ser hijos o hijas de un empresario relevante o de un alto cargo en un ministerio. Lo otro que nos muestra la novela es que los hijos de esa élite, más que cultos y estudiosos protoconservadores que analizan con finura a Friedman, Hayek o Smith, son y se comportan como mafiosillos de tinte filofascista. De hecho, más que aspirar a ser intelectuales o economistas a lo Chicago Boys parecen limitarse a ver «guarros» y «etarras» por todas partes.

En el otro extremo del péndulo ideológico, la novela habla de un asesinato que marcó —o al menos debería haberlo hecho— a la generación universitaria del momento: el de Francisco Tomás y Valiente. No se trata de establecer jerarquías entre los más de 800 asesinatos de ETA, pero quienes estábamos en la universidad en la segunda mitad de los 90 deberíamos recordar que este catedrático de Derecho y exmiembro del Tribunal Constitucional fue asesinado a tiros en su despacho mientras hablaba por teléfono. Debería ser un hito al que asociar esa etapa de nuestra vida. Sus asesinos lo mataron porque sí, porque en un momento dado ETA nos convirtió a todos en objetivo, y más aún a alguien que se animó a escribir artículos como este: «ETA y nosotros». Escarnio le rinde un merecido homenaje a esa figura.

Esa oposición o contraste de violencias en el ámbito universitario me parece, junto a la zozobra del protagonista tratando de mantenerse fiel a sí mismo, el gran acierto del texto.
  
Buena segunda novela de Coradino Vega. Como en el caso de su estupenda El hijo del futbolista, una excelente compañía para revisar quiénes éramos y en quiénes nos hemos convertido. Que los hados le sean favorables a este autor onubense y que lleguemos a leer su tercer libro.