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19 de junio de 2016

Antiprosa, Nicanor Parra

Rescato más abajo tres subrayados del siempre ingenioso y divertido Nicanor Parra, procedentes todos del libro Antiprosa (Universidad Diego Portales, 2015). Sospecho que es un libro raro en su producción, pues, además de estar escrito en prosa, contiene material de lo más variopinto: un cuento que publicó (1935), la tesis sobre René Descartes que presentó en la Universidad de Chile para ser profesor de Matemáticas y Física (1937), una carta desde Oxford a su amigo poeta Tomás Lago (1949), un discurso de bienvenida a Pablo Neruda (1962) o una charla en Temuco (1982) donde habla sobre la antipoesía. En fin, materiales que, a buen seguro, sabrán valorar quienes estén interesados en la obra de Parra.

Para una reseña detallada y al uso, recomiendo leer esta de Roberto Careaga, publicada en El Mercurio.

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01 | Parra, un ecologista de primera ola

Yo quisiera dedicar, como les decía hace algunos momentos, los minutos que nos quedan a conversar sobre este tema, el tema de la supervivencia del hombre sobre la Tierra.

Ustedes dirán lo siguiente: «Pero ¿por qué vamos a hablar sobre esto cuando nosotros hemos venido a escuchar aquí a un poeta?». Por una razón muy sencilla: ¿de qué puede hablar un poeta, o de qué debe hablar un poeta si no es de los problemas de la tribu? Y ¿cuál es el primer problema de la tribu en este momento? El problema de la supervivencia. De manera que nosotros necesariamente tenemos que aterrizar.

[...] Yo soy un convencido de que todos nuestros actos, en estos momentos, de aquí al año 2000, deben estar determinados por el pensamiento ecológico. No podemos dar un paso sin pensar en qué significa ecológicamente ese paso.

[Fragmento extraido de «Charla en Temuco. Liceo Gabriela Mistral, Temuco, 1982», transcrita en Para leer a Nicanor Parra, de Iván Carrasco.] 


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02 | Una poesía menos centrada en el yo y más en el nosotros

La poesía egocéntrica de nuestros antepasados en que ellos tratan de demostrar al lector cuán estimable o repudiable es el ser humano, cuán inteligentes y sensibles son ellos, cuán dignos de consideración son los objetos de este mundo, debe ceder paso a una poesía más objetiva de simple descripción de la naturaleza del hombre. Hasta cuándo seguimos echándonos tierra a los ojos. El bohemio pálido y emocionado debe quemar su sombrero de una vez por todas; el individuo no tiene importancia en la poesía moderna sino como un objeto de análisis psicológico. [...]

Me parece que el arte no puede ser otra cosa que la reproducción objetiva de una realidad psicológica y ese fin no se consigue tratando de mostrar solo aquello que se considera revestido de cierta dignidad. Un poema debe ser una especie de corte practicado en la totalidad del ser humano en el cual se vean todos los hilos y todos los nervios, las fibras musculares y los huesos, las arterias y las venas, los pensamientos, las imágenes, las asociaciones, etc., etc. No se trata de preparar un pastel más o menos fácil de tragar; estoy en contra de los tristes y de los angustiados, de la misma manera como estoy en contra de los bufones, estilo Huidobro. También me rebelo en contra de los profetas y en contra de los pensadores proféticos estilo T. S. Elliot. Estoy convencido de que el poeta no debe interpretar; él debe ser un ojo que mira a través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana; un ojo capaz de explicar lo que se ve; eso es aproximadamente el asunto, dicho a toda carrera.


[Extraído de «Carta a Tomás Lago», Oxford, 1949.]

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03 | La batalla final: energúmenos contra robots

En el fondo volvemos a nuestra nomenclatura inicial. Energúmenos fuimos siempre. Claro que antes éramos Energúmenos en Potencia. Ahora somos Energúmenos en Acción. El Energúmento —Sr. Presidente— es un sujeto contradictorio, rebosante de vida, en conflicto permanente con los demás y consigo mismo. De un Energúmeno chileno puede esperarse prácticamente todo. Se abanica hasta con la propia idea de revolución. Nuestros enemigos no son los marxistas ni los capitalistas, sino los "pelotudos" (sic) de siempre (no se ponga colorado), los tontos solemnes, los conformistas incondicionales tanto de derecha como de izquierda. En una palabra, los robots. El enfrentamiento definitivo —como se anuncia en el último texto de Obra gruesa— no será entre Orejas Largas y Orejas Cortas, sino que [será] entre Energúmenos y Robots. No estamos con la cubanización de Chile —Sr. Presidente—, sino con la chilenización de Cuba. O sea, somos amigos de Cuba, de Rusia, de China, de todos los países socialistas. Oremus.

[Extraído de «Carta abierta a su excelencia el presidente de la SECh (Sociedad de Escritores Chilenos)», publicada en El Mercurio en 1970.]

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04 | Algunos enlaces para saber más sobre Nicanor Parra

25 de octubre de 2015

Bonsái, Alejandro Zambra


A veces, leo libros y encuentro parecidos razonables, guiños literarios, influencias mejor o peor tamizadas. Hace poco leí Bonsái (Anagrama, 2006), del chileno Alejandro Zambra, una diminuta novela de 94 páginas cuyo inicio me recordó el principio de Risa en la oscuridad, de Vladimir Nabokov, publicada en ruso en 1932 mientras vivía en Berlín y luego reescrita en inglés por el propio autor en 1938. 

Copio primero el inicio de Zambra; luego, el de Nabokov. Yo diría que la afinidad es tan palpable que no merece la pena comentarla, sino más bien disfrutarla. De hecho, este es el primero libro que leo de Zambra, así que no tengo una idea formada sobre su obra; pero, vamos, Bonsái trasluce una férrea voluntad de estilo, de que la escritura —algo metaliteraria para mi gusto, todo hay que decirlo— dance y revolotee como si de una mariposa rusa se tratase. Tendré que leer más novelas de Zambra, digo, para saber si mi intuición acierta o yerra. De momento, esta, su primera novela, me ha hecho pasar un rato agradable.

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[ Alejandro Zambra ]

Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama o se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura:

La primera noche que durmieron juntos fue por accidente. Había examen de Sintaxis Española II, una materia que ninguno de los dos dominaba, pero como eran jóvenes y en teoría estaban dispuestos a todo, estaban dispuestos incluso a estudiar Sintaxis Española II en casa de las mellizas Vergara. El grupo de estudio resultó bastante más numeroso de lo previsto: alguien puso música, pues dijo que acostumbraba a estudiar con música, otro trajo vodka, argumentando que le era difícil concentrarse sin vodka, y un tercero fue a comprar naranjas, porque le parecía insufrible el vodka sin jugo de naranjas. A las tres de la mañana estaban perfectamente borrachos, de manera que decidieron irse a dormir. Aunque Julio hubiera preferido pasar la noche con alguna de las hermanas Vergara, se resignó con rapidez a compartir la pieza de servicio con Emilia.


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[ Vladimir Nabokov (traducción de Javier Calzada) ]

Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.

Este es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.

Sucedió, pues, que una noche a Albinus se le ocurrió una idea maravillosa. Cierto que no era completamente suya, pues se la había sugerido la lectura de una frase de Conrad (no el famoso novelista polaco, sino Udo Conrad, el que escribió las Memorias de un hombre desmemoriado y aquello otro sobre el viejo prestidigitador que se hizo desaparecer a sí mismo en su función de despedida). En cualquier caso, Albinus la hizo suya por el hecho de disfrutarla, de jugar con ella, de dejar que se desarrollara dentro de él..., que eso es lo que legitima cualquier propiedad en la libre ciudad del espíritu. Como crítico de arte y experto en pintura que era, a menudo se había divertido atribuyendo a tal o cual maestro los paisajes y rostros que encontraba en la vida real: hasta convertir su existencia en una espléndida galería de arte..., llena de deliciosas falsificaciones. Y entonces, una noche que estaba dando descanso a su erudito espíritu y escribiendo un pequeño ensayo sobre el arte del cine (no demasiado brillante, porque no tenía especiales dotes para ello), la idea maravillosa se le ofreció.

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28 de junio de 2015

Archivo Bolaño: Roberto y los manifiestos infrarrealistas

Bolaño con Piel Divina y Rubén Medina. DF (ca. 1975).
He ido un par de veces a la exposición «Archivo Bolaño», que está en el Matadero (Madrid). De ella he salido con la sensación de que era lógico y natural que Bolaño perpetrara novelas tan voluminosas y briosas como 2666 o Los detectives; son dos textos propios de un grafómano, de un tipo que escribía de manera compulsiva en cuanta hoja de papel tuviera cerca, de un escritor que no tenía miedo a la página en blanco, sino en todo caso a quedarse sin papel y sin tinta. La enorme cantidad de libretas, blocs, cuadernos y hojas sueltas que muestra la exposición así lo atestigua.

En la exposición también hay una vitrina donde están encerradas una máquina de escribir, un teclado de ordenador y tres gafas... Sin embargo, el poder de irradiación de esos objetos resulta escaso frente a la enorme cantidad de apuntes manuscritos (todos, además, elaborados con una letra pulcra, pequeña y supereconomizadora del espacio). Es fácil imaginar a Bolaño a través de esos borradores como alguien que necesitaba escribir para lograr pensar con claridad, para conseguir encauzar de algún modo una conciencia tan caudalosa y colorida como la que traslucen sus novelas. De hecho, la exposición deja la sensación de estar ante un atleta de la escritura.

Lo otro que me ha gustado de «Archivo Bolaño» son las fotografías de sus primeros años, de cuando estaba en su México lindo y querido —y siempre picante hasta hacerte cagar fuego como no tengas cuidado con los chiles toreados— allá por los 70. De algún modo, esas fotografías transmiten lo mismo que predican las piezas dedicadas a los manifiestos infrarrealistas: escasa solemnidad, antiacademicismo, alegría de vivir. No es de extrañar, digo, que el muy experto en figuras retóricas Juan García Madero dejase a su profesor de taller de escritura y se fuera con los visceral realistas Arturo Belano y Ulises Lima con la promesa de que juntos iban «a cambiar la poesía latinoamericana».

A continuación, transcribo algunos textos que pueden leerse en la exposición y las fotos de donde proceden. Y, ya que estoy, enlazo también el documental «Bolaño: el último maldito».


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01 | En suma, ¿qué es el infrarrealismo?

Mario Santiago: En esta hora, el problema artístico no puede ser considerado como una lucha interna de tendencias, sino sobre todo como una lucha táctica entre quienes, de manera conciente o no, están con el sistema y pretenden conservarlo y quienes quieren hacerlo estallar. Estos últimos son concientemente no [sic] infrarrealistas. No hay que hacer un oficio del arte. Debemos mostrar que todo es arte y que todo el mundo puede hacerlo. Ocuparse de cosas insignificantes, sin valor institucional, jugar. Es necesario transformar el arte, la vida cotidiana. La creatividad es la vida desalienada a toda costa.

Cuautéhmoc Méndez: Para definir el infrarrealismo, sería necesario un lenguaje tan plástico como el de los hechos. Yo lo entiendo como la oposición al orden: subversión ante lo establecido. Una alteración de los juicios, valores y prácticas que nos han sido impuestos. Desprecio la poesía que produce una sensibilidad enferma que no tiene contacto con este prodigioso siglo XX y lo que representa: una época de transición entre el capitalismo y el socialismo.

José Rosas Ribeyro: El infrarrealismo es como una explosión. El capitalismo ha hecho del arte y de la poesía productos de museo y de biblioteca. No sirve para nada, no transforma ni puede ser transformado. La poesía está en la vida, en las calles, en las barricadas, en la revolución, en la lucha de clases, no en la mayoría de las prestigiosas editoriales. Poesía es acción. Poesía es un mundo nuevo construido con seres en permanente transformación.

Rubén Medina: [...] El acto cultural más necesario es la revolución. Para nosotros decir arte es una condición extrema de la vida. Esto es sencillo de explicar: todo pasa primero por los sentidos, los que en una sociedad capitalista se encuentran condicionados por el aparataje ideológico del poder (y con poder digo compra-venta [de la] propiedad privada, explotación), entonces uno va a actuar de acuerdo con las excitaciones recibidas, pero ya conforme a la belleza del orden prefabricado, o sea, sin ningún rasgo de libertad [...]




02 | Déjenlo todo, nuevamente

(Busquen, no solamente los museos están llenos de mierda) (Un proceso de museificación personal) (Certeza de que todo está nombrado, develado) (Miedo a descubrir) (Miedo a los desequilibrios no previstos).







 03 | Las fracturas de la realidad


No nos morimos por publicar. El fin de nuestra poesía no es ver nuestro nombre impreso. [...] Lo que comemos lo ganamos trabajando con nuestras manos y no especulando sobre «el escribo que me escriben que me vieron escribiendo». [...] La inspiración la DAMOS GRATIS, o sea: hacemos circular el discurso libremente (libremente dentro de los límites ya trazados de antemano por la burguesía y su aparato cultural, pero buscando, y esto significa desatarse del aparato cultural y de la tradición que este aparato crea o manipula, para bucear sin cordones umbilicales en las Fracturas de la Realidad. Contradicciones para salir a la llanura y para volver a salir, y para regresar: al museo o a la revolución). Nuestras máquinas de escribir parpadean en los caminos. En las fábricas. En las ciudades. No somos escritores profesionales, pero tenemos el derecho de escribir. Nos hemos tomado el derecho de escribir. Entonces nos boicotean porque nos reímos y nos inventamos poemas totalmente fragmentarios. Porque inventamos poemas de vértigo autodestructivo, las estatuas, las pobres y enormes estatuas que si no saben siquiera de las caminatas cómo podrían comprender las carreras desesperadas o jubilosas, nos boicotean. [...] Los viejos muerden con más fuerza su hueso cuando llegan los jóvenes a relevarlos. Es la lucha por el poder y el poder, en este caso, son las revistas, los libros, los premios, las becas, las traducciones, y sobre todo los trabajos, digamos paralelos (aunque en este caso lo esencialmente paralelo para ellos es el oficio de escritor, el status, el aura para acceder a otras jerarquías), como son los puestos burocráticos, las embajadas, y en fin, todo ese universo de oficinas apto para prolongar romances y sonetos.


29 de julio de 2014

Jamás el fuego nunca, Diamela Eltit

Esta novela narra el ocaso de dos personas que en otro tiempo creyeron poder cambiar el mundo a través de sus ideas políticas y la acción colectiva. Ambos, de hecho, parecían tenerlo todo en común: la célula en que militaban, el enemigo al que combatían, las consignas que proferían... Eran tan afines que incluso fueron más allá y construyeron una relación de pareja.

Sin embargo, 20 o 30 años después, muerto el fantasma de la dictadura y vivo el del capitalismo salvaje, esa otrora enamorada pareja atraviesa un proceso radical de descomposición. Tanto es así que ambos se han perdido el respeto mutuo, han renunciado al compromiso político y, más que vivir, agonizan, se entregan a su agotamiento existencial. Quienes antes pelearon por una utopía son hoy dos seres humanos derrotados... Pero no —o no solo— por la Historia o por el Enemigo, sino por sí mismos, por sus limitaciones afectivas.

Particularmente, Jamás el fuego nunca (Periférica, 2012) me plantea la pregunta de si el compromiso político de los 70 se centró demasiado en lo que está fuera de uno, en la pelea cuerpo a cuerpo, y acaso olvidó preocuparse más y mejor de lo personal, ese ámbito donde el cuerpo a cuerpo toma otro significado. Por decirlo en términos de la novela, me pregunto si los militantes duros, como Lucho, se equivocaron precisamente en eso, en su ortodoxia, en su dureza:
Lucho, que se impacientaba pero ocultaba su impaciencia ante algún comentario que resultara ajeno a la reunión. Nada, nada externo. Porque así era él. No aceptaba rumores ni menos una alusión a lo que podría ser considerado como personal. Odiaba eso, eso lo odiaba, se negaba a las preguntas, jamás emitía una opinión ajena a los temas de la célula. Lucho no se reía ni preguntaba y evadía cualquier personalización. Era así.
El contraste estridente entre esos pasajes y el tono con que la voz —un yo intimista, exhaustivo y dado a la confidencia— narra su historia me hace pensar en esa posible lectura. De hecho, la narradora nos hace saber que, mucho de lo que nos está diciendo sería tildado de «reflexiones indebidas» que bordean «el peor sentimentalismo humano» por compañeros como Lucho. Quizá incluso por otros como Ximena, quien ejecutaba su labor militante «despojada de emociones, entregada a su tarea política». 

Aun a riesgo de patinar, diría que el texto gira alrededor de ese hecho estético y político: una antigua militante interpreta desde la subjetividad su práctica política. Una práctica que, además de forjar su identidad, acabó mezclándose con otras dos: la derivada de construir una relación de pareja y la de afrontar la maternidad. Por desgracia, lejos de conseguir que esas tres prácticas se realimentasen entre sí —y generaran un círculo virtuoso—, su pareja y ella lograron lo contrario: poner en marcha un preciso dispositivo de autodestrucción. Así, el cáncer —el comportamiento tumoral de cualesquiera células, sean políticas o biológicas— atraviesa como metáfora el texto de principio a fin y emerge como la imagen que ilustra los desencantados tiempos que corren. De ahí que esta recomendable novela huela a frustración, a enfermedad, a una suerte de fracaso generacional del cual quienes venimos detrás deberíamos tomar nota y sacar nuestras conclusiones.

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PD. En un principio, solo iba a escribir un par de líneas y transcribir un pasaje de la novela... Pero, como suele pasarme, al final me he liado. Más abajo está el fragmento.

PD. Enlazo una pieza de teatro que montaron en Chile a propósito de esta novela y una entrevista donde la autora cuenta, a grandes rasgos, su punto de vista sobre qué literatura le interesa, desde dónde escribe o cómo funciona el mercado latinoamericano (parte 1, parte 2).

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Era necesario, absolutamente.

Absolutamente necesario descabezarte porque tus ideas no, no, no significaban más que una mera burocracia en medio de una situación que parecía inconmovible. Nos habíamos convertido en una célula sin destino, perdidos, desconectados, conducidos laxamente por un conjunto de palabras selectas y convincentes pero despojadas de realidad. Sé que ese día significó una tragedia para tus cómodas expectativas, pero no podía o no debía ser de otra manera. Tú ya no eras. Te habías convertido en la pieza más útil para consolidar una catástrofe. No me perdonas, te digo en medio de la noche, te lo he repetido en algunas de las noches más desesperantes, no me perdonas, ¿verdad? Hasta cuándo, me contestas, déjame dormir.

Sí, esa noche precisa marcó el rumbo de lo que iba a ser nuestra propia vida, la de los dos. La vida exacta después de que nos desprendimos de esa célula. Pero a pesar de que el tiempo no cesa de transcurrir, nunca, vivimos como militantes, austeros, concentrados en nuestros principios. Pensamos como militantes. Estamos convencidos de que nuestra ética es la única pertinente. Lo sabemos, lo constatamos a cada instante. Entendemos que no nos podemos dejar avasallar por sentimientos comunes, sabemos que la historia terminará por darnos la razón. No necesitamos de ninguna confirmación, ni siquiera discutirlo en el interior de la célula en la que nos hemos convertido. Somos una célula, una sola célula clandestina enclaustrada en la pieza, con una salida controlada y cuidadosa a la cocina o al baño. Tú sigues a la cabeza, tú diriges. Yo procuro obedecer. Me esfuerzo por alcanzar la lealtad plena. Lo hago convencida de que tu liderazgo ahora sí es profundo y certero. Pudiste pulir tu liderazgo luego de medir con rigurosidad el uso de cada una de tus palabras. Dejaste de lado los términos ampulosos. Cuándo lo hiciste, en qué minuto abandonaste esas palabras pretenciosas, ¿cuándo fue?

Diríamos al unísono, estoy segura, que ocurrió después de que ese caudal incontrolable de palabras entró en estado de sosiego, cuando se desencadenó ese momento profundamente celular, ínfimo. El silencio, el tuyo, un silencio larvario que espera, que espera, que se entrega fielmente al tiempo, porque ahora somos cuerpos palabras, cuerpos, sí, palabras. Podríamos claudicar, pero no queremos o no sabemos ya cómo claudicar, cómo hacerlo, a quién rendirnos o qué rendir de nosotros, a quiénes entregar nuestro arsenal de experiencias y de prácticas largamente cultivadas. Cuál sería el castigo o el premio que nos correspondería por nuestras acciones. No sabemos ya cómo claudicar.

Francamente no lo sé. Tú tampoco.

21 de febrero de 2013

No se lo cuentes a nadie, VV. AA.

Para mí, este libro de cartas entre 10 autoras de diferentes países quedará asociado para siempre a dos citas que, pasados los meses, releo y releo con deleite. Una aparece en la página 150, en el intercambio epistolar entre Isabel Nuñez y Elena Villalonga:

Quiero escribir mi infancia como en la cita de Yeats que le gustaba a Maeve Brennan: «Solo lo que no pretende enseñar, lo que no grita ni llora, lo que no pretende persuadir, lo que no condesciende ni explica es irresisible».

He ahí una reflexión de lo más interesante sobre el tono a la hora de narrar cualquier historia (literaria o no, de la infancia o no). Eso sí, ese último explica lo leo como la persistencia en autojustificarse y sacarse a uno mismo en procesión cuando te narras, en vez de limitarte a mostrar los hechos y dejar que los demás —incluido tu yo más imparcial— los juzguen.

Y la segunda cita es este fragmento de la carta que le escribe Lydia Zimmerman a Esmeralda Berbel (pág. 263):
Cada núcleo familiar es un mundo hermético que se cuenta su historia una y otra vez, escenificándola sin descanso, como una compañía de teatro en la que cada actor tiene su papel asignado. Es comprensible que dentro de este marco, si algún miembro del clan cambia sus frases o su posicionamiento en escena, provoque molestia, ira o enfado en los que viven más aferrados a su personaje.
Este pasaje lo recordé mientras veía en enero la obra de teatro La larga cena de Navidad, de Thorton Wilder y me pareció estupendo. Ahora, cada vez que veo en escena a la Familia Real, con el cadera loca de nuestro rey pegando tiros —o braguetazos— en África, la reina pasando más tiempo en Londres que en Madrid o con Urdangarin empalmado por lo fácil que es robar en España, también le doy alguna que otra vuelta a esta cita.

Veredicto. Este libro demuestra que en las cartas, como en las novelas, cabe todo. Y de todo. En una buena carta, hay espacio para las relaciones de pareja (homo, hetero, la que sea); para reflexionar sobre los padres, los hijos o los amigos; para manifestar tus dudas laborales y la inquietud que te produce el estado del país; para dar noticias sobre amigos comunes, no tan comunes o las sempiternas exparejas; para comentar películas, libros... y hasta para hablar de fútbol, como en el caso de Cristina Peri Rossi y Diana Patricia Decker, que lo mismo acometen sus crisis personales que comentan el partido Ghana - Uruguay. Quizá por eso nos guste tanto recibir cartas. Por eso y por lo que señala Elena Bossi mientras le escribe a Liliana Heker (pág. 73): «Una carta es como un nido, un espacio pequeño para dos».

PD. Aquí, en Revista de Letras, una reseña seria, a la antigua usanza.

5 de julio de 2008

Matanza y Navidad, Carlos Labbé

La peor pregunta que te pueden hacer sobre Matanza y Navidad, de Carlos Labbé, es: ¿de qué va? Yo sólo podría resumirla así: una novela que hay que leer escuchando a Clara Rockmore tocando el theremin. Sólo así puede entenderse cabalmente. El sonido de la Rockmore ilustra la atmósfera inquietante de esta delicada ficción y el casi imposible equilibrio con que se sostienen entre sí los materiales que Labbé usa para construirla. Asimismo, la manera de tocar que exige el instrumento, donde las cuerdas que se tañen son invisibles campos magnéticos, es la analogía que mejor le calza al experimento formal que ofrece, y que el texto parece justificar y resumir así: «La literatura es una mentira. Abrazar el viento». Abundar en explicaciones, con ese otro theremin wittgensteniano que es el lenguaje, sólo alcanzará a generar confusión. Pero, bueno, ahí voy.

Como sucede con todo artefacto literario situado en el plano más experimental y lúdico, resulta difícil escribir la sinopsis de marras. Hay varias historias dando vueltas, muchos guiños literarios —Lewis Carroll, Nabokov, George Lynch, Chesterton, Wittgenstein, Edgar Lee Masters...—, cruces de la realidad con la ficción, detalles oníricos, metaliteratura, alegorías musicales, amén de varios niveles de significación. Es decir: el asunto argumental queda casi a elección del consumidor; sería raro que dos lectores coincidiesen a la hora de resumir el argumento. Cada quien verá lo que le pareciere.

Por todo ello, el texto podría etiquetarse como «novela juego». De hecho, la tensión reside sobre todo en su estructura narrativa: un rompecabezas que sólo es posible ordenar parcialmente. El punto de partida parece ser una suerte de policial donde nadie resuelve nada, sino donde todo parece complicarse siempre aún más, y donde las piezas nunca terminan de encajar. El lenguaje empleado o el argumento son funcionales a ese objetivo; de ahí que el lector asista a una generación continua de historias paralelas que forman bucles que se realimentan infinitamente entre sí. ¿El efecto? Una novela que se cierra constantemente sobre sí misma, como si fuera una cinta de Moebius.

Quizá todo esto suene marciano, pero es que esta novela hay que tomarla desde la experimentación formal. Por ejemplo, resulta imposible establecer una cronología temporal exacta de los acontecimientos — o quizá sí, pero haría falta leer cuarenta veces el libro—, porque el texto desvía continuamente la atención del lector de un nivel de significación a otro, de una historia paralela a otra, de un personaje a otro. El coqueteo con la inverosimilitud y la confusión premeditada llega a tal extremo que, por ejemplo, resulta imposible saber a ciencia exacta si Boris Real o Patrice Dounn son o no un solo personaje. Aparecen, desaparecen, cambian de nombre, mutan incluso en otros personajes... El efecto conjunto de todos estos recursos técnicos produce un efecto estético singular: la lectura avanza hacia la desintegración del texto, en vez de hacia la clásica unidad.

Y para conseguir esto, Labbé inventa gente ociosa que roba toallas en la playa, narra con un periodista que sigue el caso de dos adolescentes desaparecidos, idea un secreto club vip que alquila dos pueblos chilenos enteros para una fiesta mundial a la que asisten sólo diez mil elegidos, habla en clave de ciencia ficción sobre el hadón —el éxtasis del odio—, se pone enigmático y exótico al sacarse de la manga un thereminista congoleño —el tal Patrice Dounn—, dota de metaliteratura a personajes que se llaman Lunes, Martes, Miércoles.... y abre hasta un taller de escritura en un laboratorio de biología. En fin, que hay mucho donde elegir y es difícil sintetizar.

De todos modos, de entre todo lo que propone el libro, me quedo con la alegoría del theremin, que parece un instrumento de mentira pero cuya música suena tan real como la de una guitarra, un oboe o un bombo. Asimismo, el lenguaje es tan invisible como esos campos magnéticos que circundan al theremin, y en ambos casos sólo la pericia del instrumentista logra sacar los sonidos adecuados para componer una melodía y modularla para 'contar' algo con ellos. Por último, el theremin, como el libro, es visible; sin embargo, la música que emiten es inapresable. Quizá la oración que mejor resuma esta apuesta literaria esté en el propio texto: «Bruno ejecutaba el encantamiento». Parece dicho por el propio Mario Levrero.