5 de julio de 2008

Matanza y Navidad, Carlos Labbé

La peor pregunta que te pueden hacer sobre Matanza y Navidad, de Carlos Labbé, es: ¿de qué va? Yo sólo podría resumirla así: una novela que hay que leer escuchando a Clara Rockmore tocando el theremin. Sólo así puede entenderse cabalmente. El sonido de la Rockmore ilustra la atmósfera inquietante de esta delicada ficción y el casi imposible equilibrio con que se sostienen entre sí los materiales que Labbé usa para construirla. Asimismo, la manera de tocar que exige el instrumento, donde las cuerdas que se tañen son invisibles campos magnéticos, es la analogía que mejor le calza al experimento formal que ofrece, y que el texto parece justificar y resumir así: «La literatura es una mentira. Abrazar el viento». Abundar en explicaciones, con ese otro theremin wittgensteniano que es el lenguaje, sólo alcanzará a generar confusión. Pero, bueno, ahí voy.

Como sucede con todo artefacto literario situado en el plano más experimental y lúdico, resulta difícil escribir la sinopsis de marras. Hay varias historias dando vueltas, muchos guiños literarios —Lewis Carroll, Nabokov, George Lynch, Chesterton, Wittgenstein, Edgar Lee Masters...—, cruces de la realidad con la ficción, detalles oníricos, metaliteratura, alegorías musicales, amén de varios niveles de significación. Es decir: el asunto argumental queda casi a elección del consumidor; sería raro que dos lectores coincidiesen a la hora de resumir el argumento. Cada quien verá lo que le pareciere.

Por todo ello, el texto podría etiquetarse como «novela juego». De hecho, la tensión reside sobre todo en su estructura narrativa: un rompecabezas que sólo es posible ordenar parcialmente. El punto de partida parece ser una suerte de policial donde nadie resuelve nada, sino donde todo parece complicarse siempre aún más, y donde las piezas nunca terminan de encajar. El lenguaje empleado o el argumento son funcionales a ese objetivo; de ahí que el lector asista a una generación continua de historias paralelas que forman bucles que se realimentan infinitamente entre sí. ¿El efecto? Una novela que se cierra constantemente sobre sí misma, como si fuera una cinta de Moebius.

Quizá todo esto suene marciano, pero es que esta novela hay que tomarla desde la experimentación formal. Por ejemplo, resulta imposible establecer una cronología temporal exacta de los acontecimientos — o quizá sí, pero haría falta leer cuarenta veces el libro—, porque el texto desvía continuamente la atención del lector de un nivel de significación a otro, de una historia paralela a otra, de un personaje a otro. El coqueteo con la inverosimilitud y la confusión premeditada llega a tal extremo que, por ejemplo, resulta imposible saber a ciencia exacta si Boris Real o Patrice Dounn son o no un solo personaje. Aparecen, desaparecen, cambian de nombre, mutan incluso en otros personajes... El efecto conjunto de todos estos recursos técnicos produce un efecto estético singular: la lectura avanza hacia la desintegración del texto, en vez de hacia la clásica unidad.

Y para conseguir esto, Labbé inventa gente ociosa que roba toallas en la playa, narra con un periodista que sigue el caso de dos adolescentes desaparecidos, idea un secreto club vip que alquila dos pueblos chilenos enteros para una fiesta mundial a la que asisten sólo diez mil elegidos, habla en clave de ciencia ficción sobre el hadón —el éxtasis del odio—, se pone enigmático y exótico al sacarse de la manga un thereminista congoleño —el tal Patrice Dounn—, dota de metaliteratura a personajes que se llaman Lunes, Martes, Miércoles.... y abre hasta un taller de escritura en un laboratorio de biología. En fin, que hay mucho donde elegir y es difícil sintetizar.

De todos modos, de entre todo lo que propone el libro, me quedo con la alegoría del theremin, que parece un instrumento de mentira pero cuya música suena tan real como la de una guitarra, un oboe o un bombo. Asimismo, el lenguaje es tan invisible como esos campos magnéticos que circundan al theremin, y en ambos casos sólo la pericia del instrumentista logra sacar los sonidos adecuados para componer una melodía y modularla para 'contar' algo con ellos. Por último, el theremin, como el libro, es visible; sin embargo, la música que emiten es inapresable. Quizá la oración que mejor resuma esta apuesta literaria esté en el propio texto: «Bruno ejecutaba el encantamiento». Parece dicho por el propio Mario Levrero.

2 comentarios:

  1. Estimado Rubén: me ha gustado mucho tu comentario. "Comentar la novela con ese otro theremin wittgensteiniano que es el lenguaje" es una de las frase más melodiosas que he leído sobre mi novela. Debe ser porque escribir es tener oído más que lógica.
    Gracias.

    Carlos Labbé

    ResponderEliminar
  2. Gracias a ti, Carlos, por pasar por acá. Y, claro, gracias también por "Navidad y matanza". A ver si nos llegan más 'mentiras' tuyas a este lado del Atlántico.

    PD: Tengo dos amigos, Javi y Cris, que viajan en agosto al Congo; si encuentran algún thereminista allá, te aviso. Yo, por si acaso, les diré que anden con cuidado.

    ResponderEliminar