22 de febrero de 2014

El vuelo, Sergio González Rodríguez

Subía a su coche y viajaba de día y de noche. Nunca atendía al marcador del kilometraje. Viajar, viajar, viajar la inmensa distancia. Cerros que se desdoblaban en planicies, verdor, cordilleras, pueblos, caminos en los que se detenía un momento a contemplar el cielo, o a escuchar el viento, su escritura en la hierba. El viento. Y ciudades en letargo en las que se preguntaba aquí y allá, esperaba, hacía tratos, examinaba la mercancía, llegaba a un acuerdo en cuanto al precio y pagaba en billetes de dólar americano. Subía al coche y volvía. Un trazo de color en la enormidad del campo. Viajar, viajar, viajar la inmensa distancia, canturreaba de vuelta. Lo recibía su barrio, el aroma de podredumbre frutal y dinero de mano en mano. Los viernes, a punto de la hora de los festejos y la carcajada etílica.

Pesaba la mercancía, la probaba de nuevo, la cortaba y la insertaba en sus papelillos. Las partículas de polvo blanco caían sobre la mesa y le parecían constelaciones de rara geometría. A veces sus clientes le buscaban en casa, a veces le citaban en departamentos de lujo o mansiones. Un decorado circular de jardines, columnas, escaleras, mármoles, pianos de cola, terciopelo rojo, retratos de familia al óleo, servidumbre de uniformes en blanco y negro. Era el mensajero bienvenido de las ilusiones. Terminaba su ronda y se iba hacia la noche.

*

El Capitán detuvo sus pasos. Rafael Asunción Vizcaya escuchaba su voz reverberar:

—Lamberto murió por traidor.
—¿En este comercio solo se muere por traidor?
—No: también se muere los leales.
—¿Y quién sobrevive?...
—El Señor, siempre el Señor.
—Entonces, ¿qué nos queda?
—Posponer la muerte. Nada más, ni nada menos.


 *

El vuelo, Sergio González Rodríguez
Gandhi / DEBOLS!LLO, México D.F., 2009

PD. A ver si escribiéndolo aquí, al final algún día cumplo con un pequeño deseo personal: conseguir y leer dos libros de crónicas de Sergio González, El hombre sin cabeza y Huesos en el desierto. En particular el segundo, si no recuerdo mal, es el que cita o en el que se basó Roberto Bolaño para construir «La parte de los crímenes» de su novela 2666.


19 de febrero de 2014

Historia de Cardenio, Shakespeare

Como obra de teatro, esta Historia de Cardenio (Rey Lear, 2007) es una obra menor. Contiene algunos alicientes intelectuales, como saber que está inspirada en un personaje del Quijote, que Shakespeare la coescribió con un tal John Fletcher o que estuvo sin traducir al español hasta 1987; con todo, más que la obra en sí, son interesantes los dos artículos que preceden a la obra: uno de su primer editor en España, José Esteban, y otro del traductor, Charles David Ley. Ambos artículos dan para entresacar un buen puñado de datos sobre el teatro de la época, la azarosa historia del libro o el mundillo literario que vivieron Esteban y Ley.

En cualquier caso, hay un pasaje de Historia de Cardenio que me parece estupendo. Es un fragmento donde Luscinda se pregunta por qué Cardenio, su amado, tarda tanto en regresar de su misión en palacio y por qué no contesta a sus cartas. Ella desconoce que la prolongada ausencia de su noviete es una estratagema urdida por el hijo del duque, un pretendiente algo testarudo que le ha salido a última hora. La bella Luscinda, lejos de imaginar que alguien de alcurnia tan noble intrigue así por ella, piensa que Cardenio tiene motivos más prosaicos para no volver:

Es el último instante de esperanza.
Él no vendrá. No recibió mi carta.
Ha visto novedades que le impiden
volver los ojos aquí. ¿Habrá negocio
que pueda excusar su tardanza terca?

Luscinda no sabe que el hijo del duque requisa las cartas que Cardenio y ella se escriben, y que esa es la razón de que ambos estén sin noticias el uno de la otra. La trampa del pretendiente ducal consiste en que Luscinda enfrente un largo periodo de silencio por parte de su amante, un silencio que, además, se produce justo cuando Cardenio iba a pedirla en matrimonio. Con esas pinceladas de contexto, se comprende mejor el fulgor de este lamento tan bello como triste: «Ha visto novedades que le impiden volver los ojos aquí».

Touché.

Es entonces cuando el lector siente que el hijo del duque ha conseguido la parte más difícil de su plan: abrir la primera grieta en el amor de Luscinda, un amor que hasta ese verso parecía inquebrantable. Se nota, se siente: una pizca más de soledad y de aislamiento, y Luscinda comenzará a desenamorarse de Cardenio. Otra pizca más de omnipresencia del hijo del duque en casa de Luscinda y ella accederá de buen grado al deseo de su padre: casarla con un noble.

Desconozco si la frase es de Fletcher o de Shakespeare, pero me parece todo un acierto. Me hace volver cada tanto sobre ese fragmento.

Eso sí, lástima que más adelante la dolida Lucinda dice varias tonterías sobre el amor que merecerían digresión aparte. Por ejemplo, esta:
No sentir celos es carecer de amor.
Hummmm... En pleno rebrote del machismo entre los varones adolescentes españoles, adictos al control de sus parejas y capaces incluso de pegarles por un ataque de celos, esa frase suena terrible. Eso sí, en descargo de Luscinda habríamos de apelar a las convenciones de la época, a que su psicología la idearon un par de varones y que probablemente ella se refiere a unos celos no patológicos. También podríamos aducir que su padre era un señor muy de la época, uno de esos caballeros que consideraban que el destino de su hija le pertenecía:
Basta.
Obedéceme, ya que si no lo haces
descerraja el portal y vete al mundo sin la bendición paterna.

Quiero decir: con un mastuerzo por padre como este, parece normal que la chica tuviese una idea algo confusa sobre el amor.

PD 01. Buceando en el catálogo de Rey Lear encontré este La casa de Shakespeare, de Benito Pérez Galdós, que tiene pinta de interesante. Anotado queda.

PD 02. Más Shakespeare desplumado, aquí.

16 de febrero de 2014

De la máquina, Alberto Lema

Lo suyo es flotar en la existencia, como si estuviera esperando por algo o por alguien que le obligase por fin a tocar el suelo, como si no tuviera un propósito o sentido del porvernir: vive a trozos y ahorrando cualquier entrega. Es una buena defensa, al fin. Por una parte, si no hay plan, no hay pérdida ni fracaso; por otra, su tibieza, sus tres pasos ante cualquier cosa, son la distancia perfecta para huir, no para luchar. Algo se rompió dentro de él definitivamente, alguna esperanza, desamor, algo tiene que haber que lo explique.

Y después está su fidelidad al origen. Tiene a mano una vida digna y parece no quererla. ¿Entonces? Sabe que los perderá, si sube, [por]que la altura determina la perspectiva sin remedio y quiere seguir siendo a toda costa uno de los suyos. Pero lo cierto es que él nunca ha sido uno de los suyos, aunque sea imposible hacérselo saber. Quiero decir, no tiene la piel lo suficientemente dura para aguantarlo, para soportar las condiciones de vida de sus padres sin desagarrarse por dentro. No es una cuestión de desclasamiento prematuro, simplemente, su cuerpo no es lo bastante fuerte para esa lucha. Por eso tampoco le sirve lo de llegar a ser clase media de izquierda, divino o
bourgeoise bohême, no cree en la clasificación de la basura en sus respectivos contenedores, en el voto cada cuatro años, en la mala conciencia que colabora con oenegés. Piensa que es delatora: el cadáver en el jardín y todas las metáforas de la culpa en los salvados. Entonces, claro, la vía revolucionaria.

Para él ese es el abrazo, la única relación entre clases posible sin condescencia. Solo así conseguiría que el vínculo no se rompiese nunca, porque ahí estás con ellos, detrás de ellos, del Santo Proletariado. El solitario construye las mejores místicas de la unión. ¿Pero cuánto hay de ilusión? Por supuesto, contestar a esta pregunta sería su perdición:
credo quia absurdum. Evidente. Como en una especie de maldición, de Dorian Gray inverso: la mala existencia garantiza su pulcritud en el relato. La pobreza como precinto de garantía, etc.

                                                                                   *


De la máquina, Alberto Lema 
Caballo de Troya, 2012
Traducción del gallego de Oriana Méndez

Entrevista con el autor en Culturamas.

13 de febrero de 2014

Hasta la línea de llegada, Miguel Motta

Como hago deporte y cada tanto leo la sección correspondiente del periódico, de esta novela uruguaya me ha conquistado que la trama estuviera centrada en el dopaje genético. No estoy al día de casi nada; pero, bueno, juraría que no hay mucha narrativa que aborde el asunto del dopaje y que, además, lo haga inventándose una competición propia, los Juegos de Leonardo da Vinci, con reglamento y cachivaches ad hoc. Por tanto, la propuesta literaria me ha parecido original a la par que actual.

En los pasados Juegos Olímpicos de Londres, leí varios artículos sobre el dopaje genético... Y aquello me pareció entre marciano y muy lejano, pura ciencia ficción (yo me había quedado en la epo de tercera generación, las transfusiones sanguíneas o el clembuterol). Sin embargo, Hasta la cinta de llegada (Banda Oriental, 2012), del Miguel Motta, me ha convencido de que en Río de Janeiro 2014 no servirá de nada recoger la orina para garantizar la limpieza de los deportistas; como mínimo, habría que tomarles también una muestra de ADN. Cerrado el libro y acabada la fábula, me he quedado con la sensación de que el mundo entero funciona ahora de manera similar a como antes lo hizo la RDA, aquella tierra tan fértil en maravillosas atletas cuando yo era niño. ¿Quién no recuerda aquellos récords inalcanzables de Marita Koch?

Por cierto, si alguien piensa que exagero con la extensión y la inminencia del dopaje genético, basta con que lo guglee para que enseguida le salten artículos como este de la BBC o este reportaje de La noche temática de TVE.

En ese plano deportivo, la moraleja de Hasta la cinta de llegada es clara: la divisa de «Más alto, más rápido, más fuerte» se ha quedado anacrónica. En el siglo XXI, a los deportistas habría que añadirles un cuarto valor: más limpieza. De hecho, la novela propone algo así como que los Ben Johnson, Lance Armstrong o Marion Jones —por citar solo tres casos mundialmente conocidos— de turno deberían ser quienes intenten destruir el dopaje desde dentro. En vez de vender su alma al diablo y escudarse en que todo el mundo hace lo mismo, los deportistas de élite deberían ser quienes denuncien en voz alta lo que sucede. Por ejemplo, como hizo Jesús Manzano, nuestro ciclista, hace algún tiempo (a pesar de la que Operación Puerto no ha alcanzado los resultados esperados).

Y si no lo denuncian por temor a perder el favor del público o caer en desgracia en su profesión, quizá deberían hacerlo por respeto a sí mismos. Al fin y al cabo, el dopaje, como sugiere un guiño kafkiano de esta novela, es sobre todo una cuestión de salud (mental y de la otra): los deportistas dopados suelen sentirse prisioneros de su propia metamorfosis. Así, al menos nos lo deja caer el narrador de esta historia: «En algún momento llegué a preguntarme: ¿y si mañana aparezco convertido en un horrible nicho?». Como le leí hace poco a Fabián Casas, La metamorfosis es aún más terrible si se desvincula de lo fantástico y se ancla en lo real. Los atletas dopados son seres mutantes; son Gregorio Samsa, y están por todas partes (incluso en el deporte aficionado).

Hasta ahí la parte fácil de la diatriba: pedirle a los demás que sean mejores.

Sin embargo, Hasta la cinta de llegada nos sugiere que combatir el dopaje sería más fácil si no viviéramos en un entorno laboral tan ultracompetitivo, corrupto e hipócrita. ¿O es que el deporte no es un trabajo donde el talento se premia con sueldos incluso más altos que para los altos cargos empresariales, las presidencias de Gobierno o la investigación puntera? Y si eso es así, lo normal es que la lógica productiva del capitalismo adquiera en ese nicho laboral su máxima expresión, ¿no? ¿O es que alguien se imagina a los jugadores de fútbol de élite y a los empresarios que los contratan consolándose con eso de que lo importante es participar, superarse a uno mismo, etc.?

Ni de casualidad, vamos.

Eso se lo dejan, por ejemplo, al único nepalí presente en los Juegos de Invierno de Sochi, Dachhiri Sherpa.

Con todo, me parece que la pregunta fundamental que plantea esta novela es si los aficionados están dispuestos a regresar a un deporte limpio. En Hasta la cinta de llegada, el héroe se rebela contra el sistema de dopaje organizado por su Gobierno, pelea contra otros atletas corruptos y, sin embargo, choca contra la incomprensión de unos aficionados que, como si el deporte hubiera salido de los estadios para regresar al circo romano, parecen pedir ya solo sangre, espectáculo y diversión a cualquier precio. Y, dado que el deporte es fuente de metáforas para la vida cotidiana, resulta preocupante que incluso ahí el discurso dominante sea el mismo que en el ámbito laboral o el político: lo importante no es ser honrado, sino parecerlo.

Moraleja: el mejor deporte es que el uno práctica.

11 de febrero de 2014

"Alborto Ruiz Gallardón", Ana Galvañ y Carla Berrocal



Más cómics e ilustraciones contra la reforma del aborto y contra su ideólogo, don Alberto Ruiz Gallardón, aquí, en la iniciativa Wombastic. Esta que subo yo es de mi coleguilla Ana Galvañ y de su compi Carla Berrocal.

Para tener un poco de letra en el asunto, recomiendo este artículo de eldiario.es: «Ilustraciones que abanderan la lucha contra la reforma del aborto».

5 de febrero de 2014

Tijuana: crimen y olvido, Luis Humberto Crosthwaite

En general, a Magda le molestaba no ser tomada en serio, ya sea por el comandante o por cualquiera de los tantos policías que vigilaban la ciudad; para ellos era una muchachita que debería estar de compras en un mall y no haciendo averiguaciones en la escena de un crimen. Aunque con ella eran especialmente pendejos, las autoridades en general hablaban acerca de su trabajo con un paternalismo ofensivo, partían de la idea de que la ciudadanía debía ser defendida de la realidad: como si fueran niños, los habitantes de la ciudad no deberían enterarse de lo que hacen los adultos. Les repugna el periodismo que insiste en reportar las malas noticias; el Gobierno defiende el derecho de un ciudadano a la desinformación. Se ofenden porque los periódicos insisten con sus encabezados salvajes (violencia, secuestros, asesinatos) como si no hubiera eventos más interesantes en la ciudad.


                               *

Tijuana: crimen y olvido, Luis Humberto Crosthwaite.
Tusquets Editores, 2010.


PD. Este libro y este pasaje, de algún modo, me llevaron hasta una conferencia de Rodrigo Canales sobre cómo el narcotráfico mexicano gestiona su marca: «Los genios mortales de los cárteles de drogas». Me gusta que Canales insiste en términos de márketing y de gestión empresarial para explicarse; al fin y al cabo, ese es el lenguaje que usa hoy buena parte del hampa, incluida la española, ¿no? 

Ahora bien, en particular, del texto de Luis Humberto Crosthwaite me encantó lo de que los Gobiernos defienden el derecho de la ciudadanía a estar desinformada. Me hizo pensar en Miguel Blesa y sus amenazas a eldiario.es o en que, misteriosamente, le hayan quitado de en medio al juez que lo estaba juzgando. También me acordé de Hervé Falciani y su famosa lista. O de Julien Assange y WikiLeaks. ¿Nos estaremos mexicanizando a ritmo de quiebras bancarias y corrupción política?