26 de junio de 2016

Los animales de Montevideo, Felipe Polleri

01 | Ante todo, pongamos esta exégesis en cuestión. Casi todo en la estética literaria de Polleri, salvo su cuidada y bien cincelada prosa, remite al caos, a lo antisimétrico, a la mugre y a la mierda. De hecho, en Los animales de Montevideo (Casa Editorial Hum, 2015), Polleri se burla de los cretinos como yo, que sacamos sextante, compás y hasta tabla ouija si hace falta con tal de elaborar algún tipo de explicación o teorema que aclare lo que él escribe. Como el mismo libro da a entender, lo de Polleri es «un teorema que nadie ha podido resolver del todo, excepto Todo». Es decir: quizá alguna deidad —diabólica, por supuesto— del polimorfo polleriano tenga la respuesta... De momento, los simples mortales debemos conformarnos con el contundente apunte n. º 2  de la pág. 31 (véase la foto de más abajo). Quiero decir: todo lo que he escrito de aquí en adelante puede ser un disparate. Ahora bien, es tan lindo escribir disparates...

02 | ¿De qué van las novelas de Polleri?
No lo sé con exactitud, y no sé quiero saberlo (con milimétrica exactitud, digo). Es más: juraría que tampoco sirve de mucho saberlo, que eso sería como preguntarle a un cuadro de Málevich por su argumento. Uno entrevé algunas cuestiones y especifidades realistas, claro que sí; con todo, hasta cierto punto, la obra cuenta aquello que quien lee quiere que le cuente. Los textos de Polleri combinan tal riqueza simbólica, libertinaje y, a la vez, precisión en su prosa que suelen prestarse a construir sentidos... y más sentidos. La mayoría remiten al delirio narrativo y vienen impregnados de una violenta ebriedad alucinatoria; casi todos, intentan ser un atentado contra la razón y un canto a la locura que nos habita. Por tanto, cuanto escribo sobre Los animales de Montevideo, insisto, es un delirio mío, un delirio de un enfebrecido lector polleriano.

03 | El loco del autor y sus máscaras en forma de personajes. En esta novela hay más o menos lo de siempre, pues, ya se sabe, Polleri escribe una y otra vez el mismo libro; por tanto, nos encontramos con un narrador que es escritor, que dice estar loco y que tiene múltiples personalidades (en concreto, refiere 13 mutaciones de sí mismo en una nota a pie de página). Además, ese narrador nos asegura que puede estar en 13 o 18 sitios a la vez y que, si debido a ese don de la ubicuidad dos de sus personalidades se encuentran al doblar la esquina, se detienen y hablan de literatura. Así es la voz que cuenta las historias de Polleri: ahora es Batman y, dos páginas más allá, la Hormiga Atómica, y por en medio puede encarnarse en Gabriel, Bruno o Carlos. En cualquier caso, por mucho cambio de avatar que encontremos, todo emana de la misma fuente oscura, del mismo holograma: Felipe Polleri, suma sincrética de esas 13 —o más— maneras de convivir con la locura.

04 | Un viejo de mierda que habla sin filtro. El punto de vista —al menos de las nouvelles 1, 2 y 4 que componen el libro— es, en palabras del narrador, el de un viejo de mierda, solitario, tímido, malvado, entre bajito y enano, moralista peligroso, que prefiere el jiu jitsu al yoga y la literatura de Lautrémont o Sebald a la mierda de la autoayuda que lee su esposa. También el de alguien que está harto de que los jóvenes se quejen de que Uruguay está lleno de viejos, en vez de indignarse por que está repleto de jovencitos descerebrados (y también... de mierda). ¿Y de qué nos habla esa voz polimórfica y en primera persona? Además de dos clásicos pollerianos —la salud mental y lo horrible que es Montevideo—, esta voz dedica una parte apreciable de su tiempo a detallarnos lo asquerosa que es la vejez y lo infame que es divorciarse a los 60 años, en particular si uno debe hacerlo de una señora de carácter algo nazi y que, por mucha autoayuda que lea, lo que busca es una pareja con menos vida interior y con más «dinerrro» («—¡Nein eskribirr! ¡Trabajarrrrr! ¡Dinerrrro! —crujía la nazi»). Los escritores, esos bichos solitarios e incomprendidos a los que es mejor leer que tenerlos como animales domésticos en casa.

El teorema de la página 31.
05 | Un viejo (de mierda) con un zoológico por cabeza. Como anuncia el título de la novela, los animales funcionan como uno de los hilos conductores. De hecho, el narrador muda de animal en función de su estado de ánimo, de sus «emociones contradictorias, locas». La decisión la toma su «cabeza, sola y lejos, como decapitada», que, sin consultarle, unos días le elige cuerpo de «gorila, pantera, cocodrilo, papagayo, chimpancé, toro» y otros, de «ballena o elefante, o ratón o cocodrilo». Toda esa parafernalia simbólica envuelve, nos dice el narrador, a «ese tipo bajito y tímido y loco» que es él cuando se mira en las fotografías. Y eso es Polleri: la suma del pobre tipo que vive encerrado escribiendo de noche con la megalomanía de sus 13 personalidades a la hora de narrar y el amplio bestiario emocional que lo habita. ¿El resultado? Un gran unicornio literario. Y no es lo que lo diga yo; lo dice él: «Soy, resumiendo, un animal utópico».

06 | El encierro y el odio.
En Los animales de Montevideo todo el mundo odia, persigue y trata de humillar al narrador, y lo acusan de todo tipo de perversiones y obscenidades. La cosa es tan intensa que casi tiene un punto paranoide: «Toda la ciudad es un animal repugnante parido con el único propósito de echarme», «El Uruguay está resuelto a matarme de un susto, de frío y de hambre» o «Todos me odian y se reúnen para verme caer del trapecio». Hasta ahí nada nuevo en comparación con La inocencia o ¡Alemania, Alemania!; sin embargo, juraría que aquí la cosa va un poco más allá; según el narrador, lo que más le molesta es que lo tomen por imbécil, y no por loco. La distinción casi parece una evaluación estética: con la imbecilidad no se construye una obra artística; con la locura, sí. Por eso: imbécil, no; loco y algo infantil, sí.

07 | El discípulo uruguayo de Artaud. Como en otras obras, Polleri nos traslada una creencia: todos estamos enfermos, locos. Y procura hacerlo de la manera más apasionada, impactante y violenta que puede, como si siguiera al pie de la letra el credo artaudiano del teatro de la crueldad. La locura es lo que encontramos latente bajo el ser humano si le arrancamos todas las máscaras, sostiene Polleri en esta entrevista. Ahí están Auschwitz o las dictaduras —o los refugiados que buscan asilo en Europa, añado yo— para mostrarnos quiénes somos (y no quiénes creemos ser). Probablemente, por esa razón sus narradores zoomórficos invocan su aura negra y dicen escribir alentados por el aullido de Lucifer, ese orgulloso ángel caído que, según Milton, prefiere mandar en el infierno que obedecer en el cielo. Solo él no tiene miedo de volverse loco ante la canción de la locura; solo él puede cantarla con tal fuerza que algo de esta realidad putrefacta estalle.

08 | El mundo como dictadura antiartística. Uruguay es una cárcel artística, un pudridero de escritores. Todo conspira contra el Arte en Uruguay, un país que aparece adjetivado en la novela como gris, mediocre, mesocrático. «Históricamente, este país toleró y hasta premió a los seudoartistas, gentecilla inofensiva. A los artistas, nunca. Si al pueblo no le interesan, a los políticos tampoco». Los artistas molestan tanto, dice, que hay una policía que se dedica a la «perezosa obligación de librar a la población» de semejantes fanáticos, quienes solo pueden ser considerados como «una molestia, una pequeña molestia, pero molestia al fin». Polleri, a través de su narrador, reclama para sí el último sitio en una lista que incluye nombres como Meyerhold, Ajmátova, Málevich o Mayakovsky. Uruguay, dice, no es país para «que un ruiseñor cante a la hora de la siesta» su canción de la locura.

09 | Lo francés (pequeño brindis por el surrealismo). De las 13 personalidades —o más— en las que Polleri se encarna en Los animales de Montevideo, una de ellas es de lo más afrancesada. Y no solo por el delirio fulgurante de Artaud, sino por algo de aroma más típicamente bretoniano. Al menos así lo sugiere el fragmento número 27:
A veces consiguen que los animales se yergan sobre las patas traseras y posen... Hoy mismo, en una pieza del fondo, vi una cebra levantando un hacha y un tigre ofreciéndole un ramo de violetas. Estaban inmóviles desde las 7, como estatuas de carne; pero un parpadeo o el latido de un músculo demasiado tenso mostraba que formaban uno de esos "cuadros vivientes" tan populares en el siglo XVIII. Chasqueó los dedos y la magia se rompió: la cebra quedó en cuatro patas y relinchó y huyó escaleras arriba y el tigre destrozó el ramo a zarpazos y (furioso por no haber podido comerse a la cebra, confundido por no haber sido transformado en un tigre de papel de El Niño) se dejó caer y cerró los ojos y perdió el sentido, como si un elefante le hubiera dado un hachazo en la cabeza.
10 | Más afrancesamiento (o digresión simbolista que remite a otra obra de Polleri, pero que trata de explicar algo sobre la actual).  En Gran ensayo sobre Baudelaire, un ensayo-novela sobre el autor de Las flores del mal, Polleri da algunas claves sobre cómo leer —descifrar— su propia literatura. En clave simbolista, la obra artística aparece en este libro como una «cerradura moderna» capaz de sortear las «trampas rectangulares y negras» del mecanismo narrativo y la lectura emerge como «una llave imaginaria» capaz de abrir la valija de los espantos allí encerrados por el autor. O dicho de otro modo: el libro es una golosina mugrienta, hedionda e insalubre; el autor, «un títere con los hilos cortados por el Demonio» y «la cabeza mal unida al resto del cuerpo»; y la lectura o la escritura, sendos actos donde levantarse la tapa del cráneo y dejar que se vean las serpientes que allí habitan. En fin, con esto en la cabeza —decapitada y en manos de sierpes luciferinas—, es con lo que yo he leído Los animales de Montevideo (y así me está yendo mientras escribo un disparate tras otro, claro...).

11 | La maniobra «Amanecer en Lisboa».
Desde el punto de vista estructural, Polleri ejecuta una maniobra de lo más cervantinamente impertinente: intercala una nouvelle que ya había publicado en 1994, «Amanecer en Lisboa», a modo de tercer capítulo. Si el lector no lo sabe, la asume como una sección o capítulo más; y si lo sabe, le da vueltas al porqué de esa acción (a tal efecto, léase por ejemplo la recomendable reseña de Ramiro Sanchiz para La Diaria). Personalmente, encuentro admirable la valentía de Polleri, y la celebro; ahora bien, si atendemos al efecto global del libro, considero que la novela se resiente, que decae y que, por intensidad y ritmo, preferiría Los animales de Montevideo sin esa digresión lisboeta de 40 páginas. Es decir: opino lo contrario que Alicia Torres en su no menos recomendable reseña para Brecha. Y, dicho lo anterior, paso a contradecirme (o algo parecido a eso) en el siguiente bloque.

12 | Sigamos amaneciendo en Portugal. «Amanecer en Lisboa» comparte el imaginario alucinatorio y psicozoológico de las otras tres nouvelles o capítulos del libro. Es más: contiene algunas claves de lectura que permiten conceptualizar mejor algunos aspectos; a saber: lo monstruoso, el escritor como ventrílocuo, la belleza de la fealdad o el delirio paranoide. Sin embargo, los hallazgos surgen de manera aislada y no alcanzan para sostener la altísima temperatura de ebriedad y delirio que previamente han marcado «El zoo de papel» y «El viejo» (al mejor nivel del Polleri de ¡Alemania, Alemania!). Con todo, en esas 40 páginas, aparecen ideas tan relevantes que me hacen dudar sobre lo beneficioso de la amputación. Algunas de esas ideas ya ha aparecido en la reseña —la kafkiana del trapecio o la artaudiana de la canción de la locura—; otras, ahora que las reflexiono y escribo, me dejan aún más dubitativo si cabe... Al fin y al cabo, «Amanecer en Lisboa» nos cuenta algo fundamental: «... el alma más corrompida, esa cosa marchita en agua podrida, puede ser para otra alma el regalo más bello del Universo». O dicho de otro modo (en modo parafraseador y lisboeta, digo): inexplicablemente, la basura es tan hermosa en los libros de Polleri.


13 | Apéndice de conclusiones irrelevantes y algo deshilvanadas. Después de tres largas reseñas sobre tres novelas de Polleri, para mi desgracia —soy una persona con más ocupaciones que un maldito blog—, me siguen quedando ideas que desarrollar. Planteo algunas aquí por si le sirven a alguien y quiere ahorrarme el esfuerzo de tener que escribir sobre ellas. Ahí voy: 1) Damián Tabarovksy no puede seguir publicando arengas vanguardistas rioplatenses estilo Literatura de izquierda sin antes leer o posicionarse respecto a Felipe Polleri; 2) entre César Aira y Felipe Polleri, me quedo con Felipe Polleri; 3) Polleri me da ganas de escuchar a mi banda favorita durante años, El Niño Gusano, encabezada por el muy surrealista y ya difunto Sergio Algora; 4) unido con lo anterior: dejaría en manos de Oscar Sanmartín Vargas la ilustración de un libro polleriano;  5) ¿habría que leer a Polleri con los cuadros de El Bosco —y no con los de Málevich— en mente?; y 6) por el prólogo que escribió Polleri para Irrupciones, de Mario Levrero, supe que los dos eran amigos; de aquel libro saqué la conclusión de que Levrero veía el mundo como un teatro construido para que sus habitantes lo divirtieran a él; en Los animales de Montevideo, en cambio, he llegado a la conclusión de que para Polleri el mundo es un gran zoológico lleno de animales que, en el fondo, están locos... Tendré que leer más sobre teatros y zoológicos, digo, a ver si esta cabeza decapitada hilvana alguna nueva conclusión disparatada sobre ellos.

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P. D.:  por si pasó inadvertida a lo largo del texto, rescato aquí también esta entrevista de 1 hora en el programa Café Literario, que permite comprobar que Felipe Polleri es un tipo tranquilo, sociable y encantador.

19 de junio de 2016

Antiprosa, Nicanor Parra

Rescato más abajo tres subrayados del siempre ingenioso y divertido Nicanor Parra, procedentes todos del libro Antiprosa (Universidad Diego Portales, 2015). Sospecho que es un libro raro en su producción, pues, además de estar escrito en prosa, contiene material de lo más variopinto: un cuento que publicó (1935), la tesis sobre René Descartes que presentó en la Universidad de Chile para ser profesor de Matemáticas y Física (1937), una carta desde Oxford a su amigo poeta Tomás Lago (1949), un discurso de bienvenida a Pablo Neruda (1962) o una charla en Temuco (1982) donde habla sobre la antipoesía. En fin, materiales que, a buen seguro, sabrán valorar quienes estén interesados en la obra de Parra.

Para una reseña detallada y al uso, recomiendo leer esta de Roberto Careaga, publicada en El Mercurio.

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01 | Parra, un ecologista de primera ola

Yo quisiera dedicar, como les decía hace algunos momentos, los minutos que nos quedan a conversar sobre este tema, el tema de la supervivencia del hombre sobre la Tierra.

Ustedes dirán lo siguiente: «Pero ¿por qué vamos a hablar sobre esto cuando nosotros hemos venido a escuchar aquí a un poeta?». Por una razón muy sencilla: ¿de qué puede hablar un poeta, o de qué debe hablar un poeta si no es de los problemas de la tribu? Y ¿cuál es el primer problema de la tribu en este momento? El problema de la supervivencia. De manera que nosotros necesariamente tenemos que aterrizar.

[...] Yo soy un convencido de que todos nuestros actos, en estos momentos, de aquí al año 2000, deben estar determinados por el pensamiento ecológico. No podemos dar un paso sin pensar en qué significa ecológicamente ese paso.

[Fragmento extraido de «Charla en Temuco. Liceo Gabriela Mistral, Temuco, 1982», transcrita en Para leer a Nicanor Parra, de Iván Carrasco.] 


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02 | Una poesía menos centrada en el yo y más en el nosotros

La poesía egocéntrica de nuestros antepasados en que ellos tratan de demostrar al lector cuán estimable o repudiable es el ser humano, cuán inteligentes y sensibles son ellos, cuán dignos de consideración son los objetos de este mundo, debe ceder paso a una poesía más objetiva de simple descripción de la naturaleza del hombre. Hasta cuándo seguimos echándonos tierra a los ojos. El bohemio pálido y emocionado debe quemar su sombrero de una vez por todas; el individuo no tiene importancia en la poesía moderna sino como un objeto de análisis psicológico. [...]

Me parece que el arte no puede ser otra cosa que la reproducción objetiva de una realidad psicológica y ese fin no se consigue tratando de mostrar solo aquello que se considera revestido de cierta dignidad. Un poema debe ser una especie de corte practicado en la totalidad del ser humano en el cual se vean todos los hilos y todos los nervios, las fibras musculares y los huesos, las arterias y las venas, los pensamientos, las imágenes, las asociaciones, etc., etc. No se trata de preparar un pastel más o menos fácil de tragar; estoy en contra de los tristes y de los angustiados, de la misma manera como estoy en contra de los bufones, estilo Huidobro. También me rebelo en contra de los profetas y en contra de los pensadores proféticos estilo T. S. Elliot. Estoy convencido de que el poeta no debe interpretar; él debe ser un ojo que mira a través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana; un ojo capaz de explicar lo que se ve; eso es aproximadamente el asunto, dicho a toda carrera.


[Extraído de «Carta a Tomás Lago», Oxford, 1949.]

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03 | La batalla final: energúmenos contra robots

En el fondo volvemos a nuestra nomenclatura inicial. Energúmenos fuimos siempre. Claro que antes éramos Energúmenos en Potencia. Ahora somos Energúmenos en Acción. El Energúmento —Sr. Presidente— es un sujeto contradictorio, rebosante de vida, en conflicto permanente con los demás y consigo mismo. De un Energúmeno chileno puede esperarse prácticamente todo. Se abanica hasta con la propia idea de revolución. Nuestros enemigos no son los marxistas ni los capitalistas, sino los "pelotudos" (sic) de siempre (no se ponga colorado), los tontos solemnes, los conformistas incondicionales tanto de derecha como de izquierda. En una palabra, los robots. El enfrentamiento definitivo —como se anuncia en el último texto de Obra gruesa— no será entre Orejas Largas y Orejas Cortas, sino que [será] entre Energúmenos y Robots. No estamos con la cubanización de Chile —Sr. Presidente—, sino con la chilenización de Cuba. O sea, somos amigos de Cuba, de Rusia, de China, de todos los países socialistas. Oremus.

[Extraído de «Carta abierta a su excelencia el presidente de la SECh (Sociedad de Escritores Chilenos)», publicada en El Mercurio en 1970.]

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04 | Algunos enlaces para saber más sobre Nicanor Parra

13 de junio de 2016

El lado vacío del corazón, Erich Hackl (y III)

                                    [ A las dos partes anteriores de esta entrada se accede por aquí: 1 y 2. ]


De la Alemania occidental a la oriental


El conflicto entre los dos Hugos era, sobre todo, afectivo. De falta de reciprocidad afectiva, se entiende; Hackl lo sintetiza así: «Hugo estaba orgulloso de su padre, pero su padre no estaba orgulloso de él». Y, a diferencia de otras relaciones conflictivas entre padre e hijo, esta no tenía que ver con lo político: ambos eran comunistas. Es más: Hugo júnior estaba tan sensibilizado con el asesinato de su madre en un campo de concentración que «le habría parecido una traición no haber tomado partido», de ahí que militara en la Juventud de Liberación Alemana en tiempos en los que eso conllevaba sanciones laborales (la JLA fue prohibida en 1951, un año después de la «renazificación del funcionariado» alemán y cinco antes de que el propio PKD fuera prohibido en Alemania).

Con los años, la sensación de que ni su padre ni la nueva familia de este lo querían se fue acrecentando. Su padre no hablaba mucho con él y, «al final, ya ni siquiera le felicitaba su cumpleaños». El vínculo afectivo se debilitó tanto que Hugo júnior decidió ingresar voluntariamente en la RDA, que por aquel entonces (1953) vivía «en plena campaña contra agentes reales o imaginarios». Al parecer, incluso a su padre aquella decisión le pareció una locura.

La tensión era tan grande en el lado oriental que el joven militante comunista y antifascista Salzmann, en vez de ser recibido con honores, fue despojado de su carné de la JLA y del de víctima de la persecución nazi nada más ingresar en el país. ¿Su error? Invocar ingenuamente la amistad de su familia con un tal Dahlem, acusado de ser un titoísta. Caído en desgracia, Hugo júnior le escribe meses después una carta a Erich Honecker contándole su caso, y este le dice que se ocupará personalmente

En efecto, Honecker resuelve el entuerto y, al poco, el muchacho «fue rehabilitado, reconocido de nuevo como perseguido por el régimen nazi, admitido por el Partido y enviado por deseo propio a Halle, a la Facultad de Obreros y Campesinos». Allí su vida se normaliza: estudia, le dan un trabajo, conoce a Herta y se casa con ella en 1957. La situación política en la RDA no se ajusta a lo que esperaba Hugo; con todo, Herta y él son razonablemente felices, y ambos podían salir del país una vez al año para disfrutar de unas vacaciones en Austria con la tía Ernestine. Sin embargo, el nacimiento de Peter y la construcción del Muro lo cambiarán todo.

De la RDA al extranjero capitalista austriaco

El pequeño Peter nació con una parálisis cerebral que no fue detectada a tiempo y que le generó una discapacidad motora. La sanidad de la RDA no disponía de medios suficientes para tratarlo y todos los neurólogos les dijeron que el chaval empeoraría con los años. Además, al niño le iba bien bañarse en el mar, algo que desde la construcción del Muro (1961) se había complicado, pues ya no era  tan fácil salir del país. Así las cosas, Herta y Hugo entrevieron que la solución —o al menos la esperanza de obtenerla— estaba en Austria, donde «a lo mejor se ensayaban terapias nuevas».

En 1965, Herta y Hugo toman la decisión: se irán de la RDA. Las restricciones para que una familia joven viaje al extranjero capitalista son enormes; por tanto, para conseguir unos visados temporales, Hugo recurre a un alto funcionario amigo de su padre —el mismo Dahlem por el que le quitaron los carnés nada más entrar, que ahora estaba rehabilitado— y le expone su caso; eso sí, no le cuenta el plan completo... Le omite lo fundamental, esto es, que su esposa y él no tienen pensando volver. Tampoco le dicen nada a los padres de Herta. Hugo y su esposa simplemente se van y, cuando se les caduca el permiso, avisan en sus respectivos trabajos de que no regresarán.

Ese hecho desencadenará la separación definitiva de Hugo y su padre, quien se lo tomará como una traición política y personal. Enfundado en su traje de intachable militante político, el padre redactará una carta implacable contra su hijo que termina así:
[...] Constato que no me he equivocado con mi juicio con mi hijo Hugo, en lo que se refiere a la inconsecuencia de su vida y en lo que a su carácter se refiere. Si se atreve a dar ese paso con su mujer comete traición contra su padre y su madre. Otro tanto vale para su mujer. La confianza de padre, quien cediendo a su ruego respondió con su nombre por el hijo ante sus más caros amigos, fue defraudada vilmente. Es la felonía más grave que un hijo puede cometer con su padre. Aquí no hay disculpa. Si se atreve a tomar ese camino, el del fraude, no me resulta fácil decirlo, entonces todos los lazos quedarán rotos. La vida es dura, pero con un carácter limpio se puede soportar erguido.
Al margen de la indignación lógica y entendible, sorprende —asusta— la ausencia de cualquier referencia al —hipotético— amor que la mayoría de las personas siente por un hijo o un nieto. En cambio, retumban con fuerza palabras como inconsecuencia, traición, felonía o fraude, unas palabras algo grandilocuentes en boca de un padre que no había ido a buscar a su hijo al final de la guerra. O que ni siquiera había ido a la boda de este ni había hecho el intento de conocer a su nieto Peter.

De nada sirvió, por supuesto, que Hugo júnior le pidiera disculpas y se justificase diciendo a lo Blade Runner: «... pero créeme que he vivido cosas allí que me mueven a dar este paso». La relación quedó rota para siempre.

De nuevo Stainz, de nuevo la tía Ernestine

Hugo y Herta se fueron a vivir a Stainz, el pueblo de la madre de Hugo, donde él había pasado la infancia junto a su tía Ernestine mientras sus padres estaban en el campo de concentración. Ernestine los recibió con los brazos abiertos y convivieron con ella hasta principios de 1969; es más: ella cuidaba de Peter mientras Hugo y Herta viajaban a Graz a trabajar a ritmo capitalista, esto es, bajo la asfixiante presión de la productividad. Si bien eran tiempos de «pleno empleo» en Austria, la experiencia fue muy dura, pues «los ritmos eran más elevados y la tolerancia menor que en las empresas de la RDA».

Una vez más, Hugo no fue bien recibido en Stainz. De hecho, Herta y él debieron aprender a convivir con las acusaciones de espionaje, la policía los interrogó sobre si tenían pensando «desarrollar alguna actividad política» y les llevó un par de años obtener el permiso de residencia indefinido. También la Iglesia —muy solícita ella— se apersonó en su casa  para obligarlos a pagar «un impuesto religioso». Por suerte, a cambio de todos esos sinsabores, el pequeño Peter pudo asistir a una escuela de educación especial.

La mudanza a Stainz les trajo dos buenas noticias más a Herta y Hugo: una, el nacimiento de Hanno; otra, convivir o tener cerca casi 25 años a la tía Ernestine. Es ella, la hermana de Juliana, el personaje más conmovedor y valioso de este libro. Desde que acogió al pequeño Hugo en 1933, supo serlo todo para su sobrino: madre, padre, tía, amiga... A decir de Hackl, defendió a Hugo «con denuedo frente a su padre», «estuvo siempre para Hugo y su familia hasta avanzada edad» y cuidó de los demás hasta que un día, en 1989, «ella misma necesitó los cuidados». Toda la inteligencia emocional que le faltó a Hugo Salzmann la tuvo Ernestine Sternad.

El antisemitismo latente en Austria

La última parte de la historia —entendida esta en términos cronológicos— transcurre íntegramente en Austria. Es la parte del presente, la que actuará como detonador para que Hugo Salzmann llame a Erich Hackl y le proponga escribir sobre lo sucedido con su hijo Hanno. A pesar de que se mudaron de Stainz a Graz (la segunda urbe austriaca), Hugo, Herta y sus dos hijos jamás tuvieron la sensación de haberse arraigado en el país, nunca dejaron de sentirse extranjeros. Al fin y al cabo, abundaban a su alrededor las esvásticas, los uniformes nazis y la permisividad con los homenajes a quienes habían asesinado en Ravensbrück a la abuela Juliana.

Y tenían razón en sentir esa incomodidad: ese clima profascista terminó dañando su familia una vez más. Un día de 1994 Hanno comentó accidentalmente con unos compañeros de trabajo que su abuela Juliana había muerto en un campo de concentración. Ese dato, unido a que el apellido familiar sonaba a judío, bastó para que varios de ellos lo hostigaran. Gracias a la connivencia de los jefes, el hostigamiento ocasional se convirtió en un acoso permanente; y el acoso, como suele decirse, en derribo: Hanno perdió su trabajo en 1997. Por el camino, también fue perdiendo la salud mental.

Pese a que trabajaba en un organismo público, superó con notable las evaluaciones laborales que le hicieron o denunció el caso, lo despidieron a él... Y no a los acosadores. Ni siquiera el Partido Socialista (SPÖ), en el que tenía amigos y contactos, lo ayudó. Tampoco le sirvió para cambiar su suerte la intercesión de Simon Wiesenthal ante el entonces canciller, el socialista Viktor Klima. Como a sus abuelos en 1933, de nada le sirvió su demostrable ascendencia aria.

Al contrario, bastó una acusación inventada, la tergiversación persistente y un clima hostil sostenido por simpatizantes antisemitas para que lo declarasen culpable de una situación de la que era víctima. Como en el caso de su abuela Juliana, quien debería haber sido héroe terminó estigmatizado y humillado. Nadie, a excepción de Erich Hackl, se tomó la molestia de hacer lo que había que hacer en contra de tamaña injusticia: documentarla, contextualizarla y tratar de repararla de algún modo. Evitar ese silencio o neutralidad, digo, que termina favoreciendo los intereses de unos pocos en vez de los de la mayoría.

A vueltas con la novela de no ficción, la crónica y la literatura documental

En conjunto, El lado vacío del corazón nos muestra de qué manera dos fuerzas tan potentes como el anticomunismo y el nazismo moldearon las vidas de muchas personas de condición humilde a lo largo del siglo XX. Aquellas raíces podridas que originaron los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial siguen dando frutos envenenados hoy a través de las segundas y terceras generaciones de quienes los idearon y defendieron. Lo peor de nuestro pasado, si no lo remediamos, continúa sucediendo en el presente. Y eso no ocurre por predestinación o porque sí, sino porque los llamados Estados del bienestar están sostenidos sobre bases intelectuales muy pobres (basta ver lo que sucede con nuestra ley de Memoria Histórica).

Asimismo, el libro se presta a una lectura crítica sobre la clásica militancia varonil de izquierda, donde lo afectivo y lo familiar quedan relegados en beneficio del trabajo político. La historia de Salzmann con su hijo me hizo recordar Leer con niños, de Santiago Alba Rico, donde este filósofo recoge la respuesta de su hija Blanca, de tres años, a la pregunta de para qué sirven los niños: «Para cuidarlos», le dice. También El comité de la noche, de Belén Gopegui, donde la narradora de la primera parte de la novela dice: «... puede haber más verdad en trabajar juntos y juntas que en tener razón». El lado vacío del corazón nos cuenta precisamente eso: mejor que malgastar el tiempo en querer tener razón es invertirlo en aprender a quererse y trabajar juntos.

Por último, la historia de los Salzmann puede leerse también como una reflexión sobre para qué sirve la literatura, sobre dónde puede colocarse quien escribe en relación con su talento y el medio en el que lo cultiva. En el ensayo «Truman Capote reexaminado», Cynthia Ozick sostiene que lo que ha perdurado de Capote es «la célebre mentira con que la estética ha nutrido a los siglos», esto es, «la idea de que la vida es estilo y que la forma y el gusto son lo importante dentro y fuera de la ficción».

O dicho de otro modo, «en nombre de la objetividad» o «de la distancia periodística», el autor de A sangre fría eludió la gran pregunta moral: ¿aprobaba o desaprobaba lo que habían hecho los asesinos de su novela de no ficción? Capote se queda en eso que Ozick llama la «manipulación estética» y el bello mecanismo bien diseñado y construido, en el narcisismo literario. Es más: extirpa lo fundamental: «... la relación de la mente del observador con la mente del observado».

A mi duda inicial, digo, sobre si lo que hacía Hackl era crónica periodística, novela de no ficción, literatura documental o vaya usted a saber qué, juraría estar contestándola a través del ensayo de Ozick: nada de lo que critica esta escritora estadounidense en Capote sucede en El lado vacío del corazón; al contrario, Erich Hackl toma partido y no se escuda en una supuesta objetividad, sino que aventura un juicio moral y se expone por ello a la crítica ajena. Hackl ni esconde ni disfraza sus ideas tras lo estético: él está del lado de Hanno Salzmann y de su abuela Juliana, de lo que ellos representan para el bien común.

«La vida no es el estilo, sino lo que hacemos: Actos —sostiene Ozick cuando cierra su ensayo—. Y lo mismo vale para la literatura. De lo contrario, las vasijas áticas serían nuestras únicas mentoras». Eso es la literatura de Hackl: política en acto, un faro intelectual en mitad de tanta niebla de vasijas áticas posmodernas.

                        
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P.D.: merece la pena leer esta crítica de Erich Hackl sobre las incongruencias y falsedades cometidas por Antonio Muñoz Molina en la novela Sefarad, publicada por la revista Lateral en 2001. Desconozco si nuestro patrio intelectual se dio por aludido (y contestó).

P.D: en el n.º 45 de la revista eñe publicaron las primeras páginas de Como si un ángel, libro publicado en alemán, pero no aún en español. En fin, por si esta mención ayuda a que alguien se anime a publicarlo aquí. Entre lo que he leído y lo que dice la editorial suiza, el argumento vendría ser algo así: a través de los testimonios de la familia, los amigos y sus investigaciones, Hackl trata de averiguar qué pasó con Gisela Tenenbaum, guerrillera montonera, cuyo último rastro de vida data del 8 de abril de 1977 en Mendoza (Argentina).

5 de junio de 2016

El lado vacío del corazón, Erich Hackl (parte II)


[ La 1.ª parte de esta reseña puede leerse aquí. ]

La historia que nos cuenta El lado vacío del corazón (Periférica, 2016) abarca tres generaciones de una familia austriaco-alemana, los Salzmann, a lo largo del siglo XX. Eso, que podría parece un típico planteamiento para mil páginas de novela rusa decimonónica, ocupa, sin embargo, poco más de 170 en manos del sobrio y conciso Erich Hackl.

De hecho, este escritor austriaco tiene tal capacidad para condensar la información —y yo tal incapacidad para resumir una historia tan arborescente y con tantas aristas— que la mejor síntesis del argumento que puedo hacer es la que él dio en esta entrevista en ABC:
«El lado vacío del corazón» trata de los Salzmann, una familia austriaco-alemana que no era judía pero que tenía relación con los judíos y que, debido a la militancia comunista del patriarca, fue perseguida por el nazismo en los años treinta y cuarenta. La historia alcanza hasta la generación del nieto, Hanno, quien, como efecto tardío de la muerte de su abuela en el campo de concentración de Ravensbrück, sufre acoso laboral en la oficina de la Seguridad Social donde trabaja. Un caso terrible: no sólo no hubo consecuencias, sino que el acosado fue despedido.
Aclarado eso, solo falta añadir que los personajes de la foto de la portada son Hugo Salzmann y Juliana Sternad, quienes posan junto al único hijo que tuvieron, Hugo júnior. También que esa es la foto de una familia como tantas otras de la época: personas humildes, criadas en pueblos pequeños y que se abrieron paso en la vida gracias a trabajar con dedicación en oficios modestos. Una familia obrera y aria, impecablemente aria. También, para su desgracia, impecablemente obrera.


Hugo, el activista político

A sus 26 años, el tornero metalúrgico Hugo Salzmann se convirtió en el edil más joven de Kreuznach, un pequeño pueblo alemán. A la mayoría de sus vecinos, la noticia les pareció estupenda: hasta quienes no lo habían votado se referían a él como «un hombre íntegro y solvente». También era considerado intrépido, altruista y libre de vicios. Además, su intensa trayectoria política lo avalaba como alguien idóneo para liderar el «área responsable de las personas sin empleo ni subsidio».

El currículum del joven Salzmann era tan extenso ya entonces que Erich Hackl dedica algo más de media página a detallarlo. Entre otras cosas, Salzmann era jefe de organización del KPD —Partido Comunista Alemán—, redactor del periódico local o presidente del comité de empresa de una compañía típicamente industrial. La suya era una figura apreciada y políticamente relevante; había empezado como obrero adolescente y, en unos pocos años, se había transformado en un líder comunitario, en un referente político.

Por su parte, Juliana procedía de Stainz, un pequeño pueblo austriaco, y era la penúltima de 13 hermanos. Como la de Salzmann, su familia era muy humilde: cuatro de sus hermanos murieron de «una enfermedad llamada pobreza» y ella se fue de casa a los 20 años para no ser una carga económica. Salió a los caminos, vivió donde pudo y se ganó la vida como mejor supo, en general, fregando suelos. Así, llegó hasta Kreuznach y conoció al edil Salzmann, ese tipo que tanto compromiso demostraba con los de su clase social.

Como toda pareja, Juliana y Hugo debieron de soñar que iban a ser felices, aun con turbulencias políticas que vivía el país. Sin embargo, el ascenso de los nazis al poder implicó la persecución de todos los cuadros principales del KPD, también la de aquellos que tenían buena reputación en su pequeña comunidad. De hecho, tras el incendio del Reichstag (1933), los nazis pusieron precio a la cabeza de Salzmann —800 marcos, si no recuerdo mal— y Christian Kapel, miembro de la SA, dejó dicho lo siguiente: «Para ese ya tenemos la bala preparada». Por tanto, a los Salzmann no les quedó más remedio que huir. Hugo tenía entonces 30 años, Juliana rondaba los 26 y el niño había nacido hacía unos meses.

De la clandestinidad al campo de concentración

Al igual que tantos otros compatriotas, la familia Salzmann se exilió primero al Sarre y luego a París. Y eso, a ojos de una austriaca como Juliana, no dejaba de ser paradójico cuando le escribía a su familia para explicarle por qué habían tenido que huir de Alemania:
No  tenemos la mala suerte de ser considerados judíos o semijudíos. No, mi marido es un ario puro, según los conceptos de la Alemania de hoy. Aun así terminamos [exiliados] en París. A pesar de ser arios.
Lejos de ser bien recibidos por Francia, se vieron obligados a vivir en la clandestinidad, puesto que el Gobierno francés negaba sistemáticamente el estatus de «refugiados políticos» a los alemanes. Unos refugiados que, por cierto, coincidieron allí con refugiados de otros países: los españoles que huían de la Guerra Civil y los italianos que huían de Mussolini. Ni unos ni otros —como los sirios, iraquíes o afganos de hoy— encontraron facilidades para establecerse en el país galo: les retiraban la tarjeta de identidad, los detenían, los expulsaban. Juliana dejó constancia de todo ello en las cartas que envió a su familia austriaca: 
También aquí, en Francia, los extranjeros lo pasan mal, porque Hugo no puede trabajar a pesar de tener un buen oficio.
La situación duró al menos tres años, hasta que el Frente Nacional llegó al poder. Con todo, ni así mejoraron demasiado las cosas: al poco estalló la drôle de guerre ('guerra de broma') y muchos alemanes fueron detenidos y deportados por la policía francesa, entre ellos Hugo y Juliana. Sin embargo, antes de que eso sucediese, estos lograron poner a salvo al pequeño Hugo: una hermana de Juliana aceptó cuidarlo y la Cruz Roja se lo llevó hasta Stainz, el pueblo de donde había salido la madre y donde vivía su hermana.

Poco después, Hugo y Juliana fueron entregados a las autoridades nazis, quienes lo encerraron a él en la prisión de Butzbach y a ella, en el campo de concentración de Ravensbrück. A partir de entonces, el foco narrativo se desplaza hacia el pequeño Hugo y su infancia en Stainz. Con los dos adultos encarcelados, Hackl aprovecha para saltar de generación y avanzar en la genealogía familiar.

El militante que no sabía querer a su hijo

La infancia de Hugo júnior en Stainz fue muy dura. Por un lado, estuvo marcada por la ausencia de sus padres, quienes le escribían regularmente cartas desde sus respectivos campos de concentración. Por otro, no fue bien recibido en el pueblo de su madre: quienes no lo percibían como un extranjero —hablaba casi mejor francés que alemán— lo veían como un elemento potencialmente peligroso o perturbador. En otras palabras: preferían verlo como el hijo de unos comunistas antes que como el sobrino de su vecina Ernestine, pese a que esta tuviera a su marido peleando en el frente en favor de los nazis. Faltó poco, de hecho, para que Ernestine perdiera su trabajo por culpa de cuidar del niño.

En ese contexto sucedió la primera orfandad de Hugo júnior: entre carta y carta, su madre enfermó y murió de tifus exantemático. La segunda orfandad le llegó cuando terminó la guerra, y fue aún más dolorosa si cabe que la otra. Después de que liberasen a su padre de Butzbach, este tomó una decisión que marcará la vida de ambos para siempre: eligió retomar su militancia y su trabajo político antes que ir a buscar a su hijo a Austria. Es más: rehizo su vida en Alemania con otra mujer, tuvo otros hijos y hasta 1948 no consideró oportuno reencontrarse con Hugo júnior, cuando este ya era un adolescente, cuando ya era demasiado tarde.

Asoma así, con toda crudeza, el lado vacío del corazón de Hugo Salzmann. Y con ello uno de los planos de lecturas más potentes —y mi favorito— del libro: el militante ejemplar que ayudaba a buscar trabajo a otras personas, que perseguía criminales de guerra o recordaba con emocionado orgullo a quienes habían muerto en los campos de concentración fue, sin embargo, un padre desastroso (al menos con su primer hijo). De hecho, nunca hizo gran cosa por integrar a Hugo en la nueva familia. Tampoco por que se sintiera querido. Su analfabetismo emocional es, nunca mejor dicho, descorazonador.

Y, sobre todo, inesperado para el lector, quien ve cómo una típica historia de perseguidos políticos vira de manera repentina hacia una reflexión sobre la paternidad y los afectos. Si la vida de Hugo júnior había sido difícil hasta la fecha aún empeorará más después de que su padre se haga cargo de él: la madrastra «consideraba que no le incumbía ocuparse de él» y el chaval sentía que cualquier persona era más importante para su padre que él. Es más: «... se sentía un mero habitante de la casa, vinculado a su padre por una historia tan remota en el tiempo que no daba pie a ninguna unión nueva».

El propio Hackl así lo menciona en esta entrevista:
El «lado vacío» es la incapacidad de compaginar el compromiso político con el amor. Mucha gente que tiene un alto compromiso humanitario con los demás, con la sociedad, se olvida, sin embargo, de su propia familia. Se ve, por ejemplo, en la relación de Hugo Salzmann con su hijo, el padre de Hanno. Ese «lado vacío» también se podría interpretar como la ausencia de la madre, muerta en Ravensbrück [...]