De la Alemania occidental a la oriental
El conflicto entre los dos Hugos era, sobre todo, afectivo. De falta de reciprocidad afectiva, se entiende; Hackl lo sintetiza así: «Hugo estaba orgulloso de su padre, pero su padre no estaba orgulloso de él». Y, a diferencia de otras relaciones conflictivas entre padre e hijo, esta no tenía que ver con lo político: ambos eran comunistas. Es más: Hugo júnior estaba tan sensibilizado con el asesinato de su madre en un campo de concentración que «le habría parecido una traición no haber tomado partido», de ahí que militara en la Juventud de Liberación Alemana en tiempos en los que eso conllevaba sanciones laborales (la JLA fue prohibida en 1951, un año después de la «renazificación del funcionariado» alemán y cinco antes de que el propio PKD fuera prohibido en Alemania).
Con los años, la sensación de que ni su padre ni la nueva familia de este lo querían se fue acrecentando. Su padre no hablaba mucho con él y, «al final, ya ni siquiera le felicitaba su cumpleaños». El vínculo afectivo se debilitó tanto que Hugo júnior decidió ingresar voluntariamente en la RDA, que por aquel entonces (1953) vivía «en plena campaña contra agentes reales o imaginarios». Al parecer, incluso a su padre aquella decisión le pareció una locura.
La tensión era tan grande en el lado oriental que el joven militante comunista y antifascista Salzmann, en vez de ser recibido con honores, fue despojado de su carné de la JLA y del de víctima de la persecución nazi nada más ingresar en el país. ¿Su error? Invocar ingenuamente la amistad de su familia con un tal Dahlem, acusado de ser un titoísta. Caído en desgracia, Hugo júnior le escribe meses después una carta a Erich Honecker contándole su caso, y este le dice que se ocupará personalmente
En efecto, Honecker resuelve el entuerto y, al poco, el muchacho «fue rehabilitado, reconocido de nuevo como perseguido por el régimen nazi, admitido por el Partido y enviado por deseo propio a Halle, a la Facultad de Obreros y Campesinos». Allí su vida se normaliza: estudia, le dan un trabajo, conoce a Herta y se casa con ella en 1957. La situación política en la RDA no se ajusta a lo que esperaba Hugo; con todo, Herta y él son razonablemente felices, y ambos podían salir del país una vez al año para disfrutar de unas vacaciones en Austria con la tía Ernestine. Sin embargo, el nacimiento de Peter y la construcción del Muro lo cambiarán todo.
De la RDA al extranjero capitalista austriaco
El pequeño Peter nació con una parálisis cerebral que no fue detectada a tiempo y que le generó una discapacidad motora. La sanidad de la RDA no disponía de medios suficientes para tratarlo y todos los neurólogos les dijeron que el chaval empeoraría con los años. Además, al niño le iba bien bañarse en el mar, algo que desde la construcción del Muro (1961) se había complicado, pues ya no era tan fácil salir del país. Así las cosas, Herta y Hugo entrevieron que la solución —o al menos la esperanza de obtenerla— estaba en Austria, donde «a lo mejor se ensayaban terapias nuevas».
En 1965, Herta y Hugo toman la decisión: se irán de la RDA. Las restricciones para que una familia joven viaje al extranjero capitalista son enormes; por tanto, para conseguir unos visados temporales, Hugo recurre a un alto funcionario amigo de su padre —el mismo Dahlem por el que le quitaron los carnés nada más entrar, que ahora estaba rehabilitado— y le expone su caso; eso sí, no le cuenta el plan completo... Le omite lo fundamental, esto es, que su esposa y él no tienen pensando volver. Tampoco le dicen nada a los padres de Herta. Hugo y su esposa simplemente se van y, cuando se les caduca el permiso, avisan en sus respectivos trabajos de que no regresarán.
Ese hecho desencadenará la separación definitiva de Hugo y su padre, quien se lo tomará como una traición política y personal. Enfundado en su traje de intachable militante político, el padre redactará una carta implacable contra su hijo que termina así:
[...] Constato que no me he equivocado con mi juicio con mi hijo Hugo, en lo que se refiere a la inconsecuencia de su vida y en lo que a su carácter se refiere. Si se atreve a dar ese paso con su mujer comete traición contra su padre y su madre. Otro tanto vale para su mujer. La confianza de padre, quien cediendo a su ruego respondió con su nombre por el hijo ante sus más caros amigos, fue defraudada vilmente. Es la felonía más grave que un hijo puede cometer con su padre. Aquí no hay disculpa. Si se atreve a tomar ese camino, el del fraude, no me resulta fácil decirlo, entonces todos los lazos quedarán rotos. La vida es dura, pero con un carácter limpio se puede soportar erguido.
Al margen de la indignación lógica y entendible, sorprende —asusta— la ausencia de cualquier referencia al —hipotético— amor que la mayoría de las personas siente por un hijo o un nieto. En cambio, retumban con fuerza palabras como inconsecuencia, traición, felonía o fraude, unas palabras algo grandilocuentes en boca de un padre que no había ido a buscar a su hijo al final de la guerra. O que ni siquiera había ido a la boda de este ni había hecho el intento de conocer a su nieto Peter.
De nada sirvió, por supuesto, que Hugo júnior le pidiera disculpas y se justificase diciendo a lo Blade Runner: «... pero créeme que he vivido cosas allí que me mueven a dar este paso». La relación quedó rota para siempre.
De nuevo Stainz, de nuevo la tía Ernestine
Hugo y Herta se fueron a vivir a Stainz, el pueblo de la madre de Hugo, donde él había pasado la infancia junto a su tía Ernestine mientras sus padres estaban en el campo de concentración. Ernestine los recibió con los brazos abiertos y convivieron con ella hasta principios de 1969; es más: ella cuidaba de Peter mientras Hugo y Herta viajaban a Graz a trabajar a ritmo capitalista, esto es, bajo la asfixiante presión de la productividad. Si bien eran tiempos de «pleno empleo» en Austria, la experiencia fue muy dura, pues «los ritmos eran más elevados y la tolerancia menor que en las empresas de la RDA».
Una vez más, Hugo no fue bien recibido en Stainz. De hecho, Herta y él debieron aprender a convivir con las acusaciones de espionaje, la policía los interrogó sobre si tenían pensando «desarrollar alguna actividad política» y les llevó un par de años obtener el permiso de residencia indefinido. También la Iglesia —muy solícita ella— se apersonó en su casa para obligarlos a pagar «un impuesto religioso». Por suerte, a cambio de todos esos sinsabores, el pequeño Peter pudo asistir a una escuela de educación especial.
La mudanza a Stainz les trajo dos buenas noticias más a Herta y Hugo: una, el nacimiento de Hanno; otra, convivir o tener cerca casi 25 años a la tía Ernestine. Es ella, la hermana de Juliana, el personaje más conmovedor y valioso de este libro. Desde que acogió al pequeño Hugo en 1933, supo serlo todo para su sobrino: madre, padre, tía, amiga... A decir de Hackl, defendió a Hugo «con denuedo frente a su padre», «estuvo siempre para Hugo y su familia hasta avanzada edad» y cuidó de los demás hasta que un día, en 1989, «ella misma necesitó los cuidados». Toda la inteligencia emocional que le faltó a Hugo Salzmann la tuvo Ernestine Sternad.
De nada sirvió, por supuesto, que Hugo júnior le pidiera disculpas y se justificase diciendo a lo Blade Runner: «... pero créeme que he vivido cosas allí que me mueven a dar este paso». La relación quedó rota para siempre.
De nuevo Stainz, de nuevo la tía Ernestine
Hugo y Herta se fueron a vivir a Stainz, el pueblo de la madre de Hugo, donde él había pasado la infancia junto a su tía Ernestine mientras sus padres estaban en el campo de concentración. Ernestine los recibió con los brazos abiertos y convivieron con ella hasta principios de 1969; es más: ella cuidaba de Peter mientras Hugo y Herta viajaban a Graz a trabajar a ritmo capitalista, esto es, bajo la asfixiante presión de la productividad. Si bien eran tiempos de «pleno empleo» en Austria, la experiencia fue muy dura, pues «los ritmos eran más elevados y la tolerancia menor que en las empresas de la RDA».
Una vez más, Hugo no fue bien recibido en Stainz. De hecho, Herta y él debieron aprender a convivir con las acusaciones de espionaje, la policía los interrogó sobre si tenían pensando «desarrollar alguna actividad política» y les llevó un par de años obtener el permiso de residencia indefinido. También la Iglesia —muy solícita ella— se apersonó en su casa para obligarlos a pagar «un impuesto religioso». Por suerte, a cambio de todos esos sinsabores, el pequeño Peter pudo asistir a una escuela de educación especial.
La mudanza a Stainz les trajo dos buenas noticias más a Herta y Hugo: una, el nacimiento de Hanno; otra, convivir o tener cerca casi 25 años a la tía Ernestine. Es ella, la hermana de Juliana, el personaje más conmovedor y valioso de este libro. Desde que acogió al pequeño Hugo en 1933, supo serlo todo para su sobrino: madre, padre, tía, amiga... A decir de Hackl, defendió a Hugo «con denuedo frente a su padre», «estuvo siempre para Hugo y su familia hasta avanzada edad» y cuidó de los demás hasta que un día, en 1989, «ella misma necesitó los cuidados». Toda la inteligencia emocional que le faltó a Hugo Salzmann la tuvo Ernestine Sternad.
El antisemitismo latente en Austria
La última parte de la historia —entendida esta en términos cronológicos— transcurre íntegramente en Austria. Es la parte del presente, la que actuará como detonador para que Hugo Salzmann llame a Erich Hackl y le proponga escribir sobre lo sucedido con su hijo Hanno. A pesar de que se mudaron de Stainz a Graz (la segunda urbe austriaca), Hugo, Herta y sus dos hijos jamás tuvieron la sensación de haberse arraigado en el país, nunca dejaron de sentirse extranjeros. Al fin y al cabo, abundaban a su alrededor las esvásticas, los uniformes nazis y la permisividad con los homenajes a quienes habían asesinado en Ravensbrück a la abuela Juliana.
Y tenían razón en sentir esa incomodidad: ese clima profascista terminó dañando su familia una vez más. Un día de 1994 Hanno comentó accidentalmente con unos compañeros de trabajo que su abuela Juliana había muerto en un campo de concentración. Ese dato, unido a que el apellido familiar sonaba a judío, bastó para que varios de ellos lo hostigaran. Gracias a la connivencia de los jefes, el hostigamiento ocasional se convirtió en un acoso permanente; y el acoso, como suele decirse, en derribo: Hanno perdió su trabajo en 1997. Por el camino, también fue perdiendo la salud mental.
Pese a que trabajaba en un organismo público, superó con notable las evaluaciones laborales que le hicieron o denunció el caso, lo despidieron a él... Y no a los acosadores. Ni siquiera el Partido Socialista (SPÖ), en el que tenía amigos y contactos, lo ayudó. Tampoco le sirvió para cambiar su suerte la intercesión de Simon Wiesenthal ante el entonces canciller, el socialista Viktor Klima. Como a sus abuelos en 1933, de nada le sirvió su demostrable ascendencia aria.
Al contrario, bastó una acusación inventada, la tergiversación persistente y un clima hostil sostenido por simpatizantes antisemitas para que lo declarasen culpable de una situación de la que era víctima. Como en el caso de su abuela Juliana, quien debería haber sido héroe terminó estigmatizado y humillado. Nadie, a excepción de Erich Hackl, se tomó la molestia de hacer lo que había que hacer en contra de tamaña injusticia: documentarla, contextualizarla y tratar de repararla de algún modo. Evitar ese silencio o neutralidad, digo, que termina favoreciendo los intereses de unos pocos en vez de los de la mayoría.
Y tenían razón en sentir esa incomodidad: ese clima profascista terminó dañando su familia una vez más. Un día de 1994 Hanno comentó accidentalmente con unos compañeros de trabajo que su abuela Juliana había muerto en un campo de concentración. Ese dato, unido a que el apellido familiar sonaba a judío, bastó para que varios de ellos lo hostigaran. Gracias a la connivencia de los jefes, el hostigamiento ocasional se convirtió en un acoso permanente; y el acoso, como suele decirse, en derribo: Hanno perdió su trabajo en 1997. Por el camino, también fue perdiendo la salud mental.
Pese a que trabajaba en un organismo público, superó con notable las evaluaciones laborales que le hicieron o denunció el caso, lo despidieron a él... Y no a los acosadores. Ni siquiera el Partido Socialista (SPÖ), en el que tenía amigos y contactos, lo ayudó. Tampoco le sirvió para cambiar su suerte la intercesión de Simon Wiesenthal ante el entonces canciller, el socialista Viktor Klima. Como a sus abuelos en 1933, de nada le sirvió su demostrable ascendencia aria.
Al contrario, bastó una acusación inventada, la tergiversación persistente y un clima hostil sostenido por simpatizantes antisemitas para que lo declarasen culpable de una situación de la que era víctima. Como en el caso de su abuela Juliana, quien debería haber sido héroe terminó estigmatizado y humillado. Nadie, a excepción de Erich Hackl, se tomó la molestia de hacer lo que había que hacer en contra de tamaña injusticia: documentarla, contextualizarla y tratar de repararla de algún modo. Evitar ese silencio o neutralidad, digo, que termina favoreciendo los intereses de unos pocos en vez de los de la mayoría.
A vueltas con la novela de no ficción, la crónica y la literatura documental
En conjunto, El lado vacío del corazón nos muestra de qué manera dos fuerzas tan potentes como el anticomunismo y el nazismo moldearon las vidas de muchas personas de condición humilde a lo largo del siglo XX. Aquellas raíces podridas que originaron los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial siguen dando frutos envenenados hoy a través de las segundas y terceras generaciones de quienes los idearon y defendieron. Lo peor de nuestro pasado, si no lo remediamos, continúa sucediendo en el presente. Y eso no ocurre por predestinación o porque sí, sino porque los llamados Estados
del bienestar están sostenidos sobre bases intelectuales muy pobres (basta ver lo que sucede con nuestra ley de Memoria Histórica).
Asimismo, el libro se presta a una lectura crítica sobre la clásica militancia varonil de izquierda, donde lo afectivo y lo familiar quedan relegados en beneficio del trabajo político. La historia de Salzmann con su hijo me hizo recordar Leer con niños, de Santiago Alba Rico, donde este filósofo recoge la respuesta de su hija Blanca, de tres años, a la pregunta de para qué sirven los niños: «Para cuidarlos», le dice. También El comité de la noche, de Belén Gopegui, donde la narradora de la primera parte de la novela dice: «... puede haber más verdad en trabajar juntos y juntas que en tener razón». El lado vacío del corazón nos cuenta precisamente eso: mejor que malgastar el tiempo en querer tener razón es invertirlo en aprender a quererse y trabajar juntos.
Asimismo, el libro se presta a una lectura crítica sobre la clásica militancia varonil de izquierda, donde lo afectivo y lo familiar quedan relegados en beneficio del trabajo político. La historia de Salzmann con su hijo me hizo recordar Leer con niños, de Santiago Alba Rico, donde este filósofo recoge la respuesta de su hija Blanca, de tres años, a la pregunta de para qué sirven los niños: «Para cuidarlos», le dice. También El comité de la noche, de Belén Gopegui, donde la narradora de la primera parte de la novela dice: «... puede haber más verdad en trabajar juntos y juntas que en tener razón». El lado vacío del corazón nos cuenta precisamente eso: mejor que malgastar el tiempo en querer tener razón es invertirlo en aprender a quererse y trabajar juntos.
O dicho de otro modo, «en nombre de la objetividad» o «de la distancia periodística», el autor de A sangre fría eludió la gran pregunta moral: ¿aprobaba o desaprobaba lo que habían hecho los asesinos de su novela de no ficción? Capote se queda en eso que Ozick llama la «manipulación estética» y el bello mecanismo bien diseñado y construido, en el narcisismo literario. Es más: extirpa lo fundamental: «... la relación de la mente del observador con la mente del observado».
A mi duda inicial, digo, sobre si lo que hacía Hackl era crónica periodística, novela de no ficción, literatura documental o vaya usted a saber qué, juraría estar contestándola a través del ensayo de Ozick: nada de lo que critica esta escritora estadounidense en Capote sucede en El lado vacío del corazón; al contrario, Erich Hackl toma partido y no se escuda en una supuesta objetividad, sino que aventura un juicio moral y se expone por ello a la crítica ajena. Hackl ni esconde ni disfraza sus ideas tras lo estético: él está del lado de Hanno Salzmann y de su abuela Juliana, de lo que ellos representan para el bien común.
«La vida no es el estilo, sino lo que hacemos: Actos —sostiene Ozick cuando cierra su ensayo—. Y lo mismo vale para la literatura. De lo contrario, las vasijas áticas serían nuestras únicas mentoras». Eso es la literatura de Hackl: política en acto, un faro intelectual en mitad de tanta niebla de vasijas áticas posmodernas.
*
P.D.: merece la pena leer esta crítica de Erich Hackl sobre las incongruencias y falsedades cometidas por Antonio Muñoz Molina en la novela Sefarad, publicada por la revista Lateral en 2001. Desconozco si nuestro patrio intelectual se dio por aludido (y contestó).
P.D: en el n.º 45 de la revista eñe publicaron las primeras páginas de Como si un ángel, libro publicado en alemán, pero no aún en español. En fin, por si esta mención ayuda a que alguien se anime a publicarlo aquí. Entre lo que he leído y lo que dice la editorial suiza, el argumento vendría ser algo así: a través de los testimonios de la familia, los amigos y sus investigaciones, Hackl trata de averiguar qué pasó con Gisela Tenenbaum, guerrillera montonera, cuyo último rastro de vida data del 8 de abril de 1977 en Mendoza (Argentina).
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