31 de enero de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (fragmento + historia)

Tengo debilidad por Mario Levrero, un escritor uruguayo al que leí por primera vez cuando vivía en la Argentina, allá por el 2006. Entré en su obra por Espacios libres, un libro que juraría que compré en Parque Rivadavia, y salí eyectado —como dicen allá— a las 20 o 30 páginas: no hubo conexión. Ni siquiera recuerdo de qué iba. De hecho, terminé regalándolo... Y ahora lamento que no cruzase conmigo el charco de vuelta.

Eso sí, ese lamento cada vez es más tenue: Literatura Random House está publicando libros de Levrero en España a buen ritmo, así que tarde o temprano le llegará su turno a Espacios libres. Y si la multinacional no lo hace, confío en que alguna pequeña editorial, como Libros del Zorro Rojo, que publicó una fantástica versión ilustrada de Caza de conejos, se anime y lo haga. Dada la alta calidad de la obra de Mario Levrero, es solo una cuestión de tiempo que esta ocupe un lugar más visible y relevante en la literatura escrita en español. Una cuestión, digo, de que esta manera tan peculiar y diferente de escribir a las que se estilan aquí siga construyendo sus lectoras y lectores.

Quede cerrada aquí la digresión sobre el futuro editorial de Levrero. Vuelvo sobre el hilo de cómo llegué a él.

Me había quedado en mi desencuentro con Espacios libres. Sigo. Luego, más adelante, una amiga me regaló El discurso vacío, que lo acaba de publicar Interzona, y ahí sí, ahí se produjo la combustión. Ese libro significó que, en un viaje que hice en 2008 a Montevideo, tuviera en mente conseguir 2 o 3 libros levrerianos y probar así si la cosa podía terminar en romance. En una librería que tenía un caja registradora de hacía no menos de 50 años y donde no aceptaban como forma de pago esa modernez de la tarjeta bancaria, conseguí La máquina de pensar en Gladys, Dejen todo en mis manos y El portero y el otro, los tres publicados por la editorial Arca.

Tengo un vago recuerdo de que, a pesar de estar en la capital de Uruguay, me resultó algo complicado encontrar libros de Levrero... Pero puede ser también, como decía antes, mi edad o que, como buen turista, no supiese dónde buscar. De lo que sí me acuerdo con toda nitidez es de que la edición de los libros era infame. Es más: junto con uno de Felisberto Hernández que también compré, esos tres libros de Arca son de los libros más feamente y con menos mimo editados que guardo en la biblioteca. De hecho, son feotes que dan pocas ganas de leerlos. 

Por eso, cuando estuve este año otra vez en Montevideo, me dio una alegría tremenda toparme con los dos libros que Criatura Editores ha publicado de Mario Levrero: una colección de cuentos, Nuestro iglú en el Ártico, y una colección de artículos periodísticos, Irrupciones. De momento, solo tengo el segundo; pero, vamos, intuyo que lo que digo de este podrá decirse también del primero y de cualquier otro libro de la editorial: un gustazo tenerlo entre las manos. En serio: hacía tiempo que no disfrutaba tanto de pasar las hojas, subrayar a lápiz, anotar en los márgenes... y, por supuesto, de leer (recuérdese que soy miope). La justicia poética con Levrero parece estar en marcha.

No tengo más títulos de esta editorial uruguaya, por lo que no me he formado una opinión sobre ella. En cualquier caso, sospecho que merece la pena indagar en su catálogo, así que en el próximo viaje invertiré algún dinerillo en traerme algo más de su cosecha, aunque solo sea ese iglú levreriano en el Ártico. Entre tanto, transcribo un fragmento del primer artículo de los 126 que componen Irrupciones. Un fragmento, todo sea dicho, donde se puede apreciar la clásica prosa nítida y minuciosa de Levrero trabajando sobre un objeto cotidiano hasta construir una gran metáfora existencial. Una joya, digo.


*

Cuando se llega a determinado punto de la vida, pienso que toda persona se encuentra, desde luego que sin imaginárselo, con una evidencia de que el mundo se ha terminado. Hay algo que aparece y que dice, más o menos: «Todo está perdido. Ya nada será igual. Has vivido en vano», todo lo cual, bien mirado, es cierto —aunque no necesariamente dramático—. Todo depende de la idea de la propia importancia que haya tenido hasta ese momento la persona. Pero siempre es una experiencia dura.
Hay quienes sintieron eso que trato de decir cuando se enteraron de la caída del Muro de Berlín. La experiencia de mi abuelo fue menos espectacular, aunque no por ello menos atroz. Eran tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Las cajas de fósforos eran cuadradas y chatas, con una vistosa envoltura rígida de cartón, y en su interior tenían la caja propiamente dicha, que contenía fósforos de cabeza roja con un cabito de papel encerado de color marrón, una especie de rollito que resultaba muy placentero desenrollar. Ahora bien: esa caja propiamente dicha estaba ligada a la envoltura vistosa mediante una gomita, o banda elástica, de color rojo. La gomita permitía tirar de la caja interior, haciendo uso de una saliente en forma de uña, sin riesgo de que uno tirara demasiado fuerte y la caja se soltara de la envoltura; se podía hacer, pero había que hacerlo con intención. Esa gomita permitía, además, que la caja se metiera sola en la envoltura una vez que uno había retirado el fósforo.

Una mañana, mi abuelo inauguró una caja de fósforos nueva y descubrió que no traía la gomita roja. Se dio cuenta de que no era un defecto de fábrica; muchas cosas habían bajado de calidad, según se decía por causa de la guerra, como por ejemplo los suplementos de historietas de los diarios, que dejaron de venir en colores. Quedó desconcertado, estupefacto, desconsolado.

—¿Y ahora? —dijo, mirándose las manos, cada una con una parte de la caja de fósforos, la envoltura en la izquierda, la caja propiamente dicha en la derecha—. ¿Cómo vamos a hacer?

Vivió unos cuantos años más, pero ya no fue el mismo. Aquel desánimo, aquella perplejidad, son de esa clase de cosas que no tienen retorno.

*


Irrupciones, Mario Levrero.
Criatura Editora (Montevideo, 2013).

Aquí se pueden ojear las primeras páginas del libro (de hecho, podría haberlo mirado antes de transcribir a manopla el pasaje...).

+ Levrero en el blog: acá.
+ Levrero en Teína: acullá.

PD sobre el fragmento. Si una caja de fósforos es capaz de encerrar una metáfora sutil sobre el afecto que profesamos por lo que nos proporciona sensación de cotidianidad, ¿qué decir cuando esa caja de cerillas es la humilde casa donde vives, y un banco o un fondo buitre te deshaucia de ella? Ante la duda, puede consultarse con Andrés, con Wilson o con los vecinos de Carabanchel Alto.

25 de enero de 2015

La inocencia, Felipe Polleri

He aquí un autor y una novela que funcionan como antídoto contra el sentimentalismo —estético y del otro— que suele asolar al biografismo familiar. Eso que aquí, de manera irónica, se llama recuperar «la luz de la infancia». Por suerte, como nos avisa varias veces Rodolfo, el narrador de esta nouvelle, las suyas son unas memorias «más que malas, malvadas»; por tanto, los lectores podemos respirar tranquilos: allí donde otros nos agotan con su lloriqueo y sensiblerío supuestamente profundo, La inocencia (HUM, 2012) nos ofrece una prosa delirante, excesiva y decidida a terminar con cualquier expectativa ñoña del lector.

De hecho, puede tomarse como clave de lectura este proverbio del infierno de William Blake: «El camino del exceso conduce a los palacios de la sabiduría». La glosa figura, al poco de comenzar la segunda parte, que lleva por título el proustiano «Las muchachas de Pocitos»; el proverbio es el segundo de la generosa retahíla con que el narrador adereza sus memorias. Este del exceso es el que mejor refleja el discurso literario de Felipe Polleri, un autor convencido de que la prudencia es fruto de la incapacidad y solo sirve —sigo parafraseando a Blake— para cortejar a viejas solteronas ricas y feas.

Con el respeto debido a las solteronas de Pocitos —o del barrio de Salamanca, un posible equivalente madrileño—, esos proverbios de Blake pueden orientarnos también sobre el tipo de lector a quien se dirige Polleri. La prosa que aflora en La inocencia rompe con mucho de lo que cualquier vieja solterona literaria —léase: mediocres profesores de taller literario que pregonan que todo el orégano del monte es Raymond Carver; miopes reseñistas que solo saben pagar y deber favores a través de sus textos en las revistas, blogs y suplementos culturales; engolados y solemnes catedráticos del aburrimiento; lectores que usan la lectura como sinónimo de distinción; etcétera, etcétera— calificaría como Literatura (así, con mayúscula).

Como explica el propio Polleri en el prólogo a Irrupciones, de Mario Levrero, él considera que «un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor». Es decir, que «debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera». Y, al menos en La inocencia, se esmera por seguir ese programa literario: practica repeticiones al por mayor, asume contradicciones continuas en su discurso, abusa de la repetición, emplea gran variedad de juegos sintácticos, usa hipérboles delirantemente divertidas, frasea en corto, en largo y en muy largo, usa una estructura que es pura desestructura... Y todo, salvo algún detalle puntual, funciona; es más: uno siente que no quiere dejar en ningún momento la lectura.


El sabio delirio del loco

En términos de argumento, lo que nos cuenta La inocencia son las disparatadas memorias de Rodolfo, un tipo que nació en una familia acomodada del barrio de Pocitos y que, debido a las tensiones inherentes a formar parte de la clase media-alta uruguaya, atravesó una niñez lo bastante cruel como para convertirse en un adulto lleno de traumas. En su caso, tanta insistencia en «el abolengo de la Familia», la obsesión por lo que es de buen y de mal gusto o por respetar el apartheid entre las gentes de bien —habitantes de barrios residenciales— y los grasas —habitantes de barrios no residenciales— dieron como resultado un señor mayor que odia su vida de solterón, incapaz de lidiar con los problemas del mundo o que sufre porque piensa que no se envejece igual con hijos que sin ellos.

De ahí que, cuando se pone a revisar su infancia, Rodolfo diga cosas como esta:
Yo creo, en resumen, que [la gente de Pocitos] no fuimos educados para entender los problemas sociales. Nacimos para cuidar y mantener uno de los barrios más hermosos de la ciudad. Para mantener el clima amable y provinciano (amplios jardines, piedra venerable) que nos legaron nuestros antepasados. 
O esta otra —que suscribiría más de un padre y una madre que conozco—:
Ser un imbécil fue un lujo que papá, a fin de cuentas, no pudo darse; en cambio, tener un hijo imbécil estaba completamente dentro de sus posibilidades financieras.
O, por último, esta otra, que Rodolfo nos endosa a sus lectores a modo de balance vital:
A nuestra edad podemos tener dolores musculares o reumáticos. No se considera apropiado, en cambio, que un hombre maduro llore a las tres de la mañana porque le duele su vida inútil, triste, perdida.
Y quizá esto es lo mejor de Polleri: cómo consigue que, en mitad del delirio y el exceso, como pedía Blake, afloren los fogonazos de sabiduría. Al fin y al cabo, pasajes como los anteriores conviven con otros donde se describen «resquebrajaduras de 50 m de largo en mi así llamada identidad», se narra la caída de dos hermanas suicidas que se hacen trampa para ver quien llega antes al suelo o se establecen claves de lectura con pasajes tan desopilantes como este:
El único hijo del edificio que estaba cuerdo solía pasearse por el hall vestido de novia, con el resplandeciente vestido de novia robado a su madre.

Un vestido resplandeciente, blanco como el edificio negro, lleno de voladitos y tules vaporosos, que Alejandro lucía desvergonzadamente para avergonzar a su padre (otro inútil y otro imbécil que se dedicaba a la genealogía y a la heráldica con una pasión excesiva, incluso para los parámetros del edificio).

Era un muchacho buen mozo y bien humorado, aunque fuera "un homosexual" como decía mamá o "maricón", como decía papá, aunque fuera más duro y menos afeminado que todos los hombres del edificio, excepto cuando se vestía de novia para mover las caderas sobre los tacos aguja, como una reina del Carnaval.

Lo cruel es que no esté publicado aquí

En fin, esta es la primera novela que he leído de Felipe Polleri, y me he quedado con ganas de haberme traído alguna más (la última, ¡Alemania! ¡Alemania!, estaba agotada en esta bonita librería). Sospecho que los libros de HUM no se consiguen en España ni siquiera en la librería Juan Rulfo, así que habrá que abogar por que algún editor o editora valore publicar aquí a este autor. A falta de haber leído alguna otra obra polleriana, diría que La inocencia marida bien con Rafael Pinedo (Salto de Página), Mario Levrero (Caballo de Troya, PRH), Copi (Anagrama) o César Aira (PRH). Y ya puesto a hacerme el estupendo, aporto una coordenada más: el libro me supo al El hombre de la pampa, de Jules Supervielle, mezclado con un concierto de Leo Maslíah.

Y, ahora, como no sé cómo terminar este comentario, voy a escribir una de esas frases epatantes que tanto ensayan los reseñistas para que luego las editoriales se las citen en los paratextos de los siguientes libros del autor y así figurar como formadores de la opinión cultural del país. No soy muy dado a ello y no tengo apenas entrenamiento; pero, bueno, todo sea por acabar esta entrada del blog y participar en el Concurso Mundial de Frases para Faja de Libro. Ahí va la mía: «La inocencia muestra la prosa de un narrador inteligente, capaz de contradecirse a sí mismo casi en cada frase, salir indemne y, además, hacerte estallar en una carcajada mientras te habla sobre la crueldad familiar».

(Ay, qué horror, por favor. ¡Electrocución!)


P. D.: por cierto, según explica Juan Cruz en el documental Jamás leí a Onetti autocitando su artículo «Grandísimos largatos», don Juan Carlos bajaba a la playa... en Pocitos. Eso sí, alguien me dice que a la playa de Pocitos solo bajan... los grasas, que la gente de Pocitos veranea, por supuesto, en otra parte.

                                                                                  *

Actualización (18/12/15): Tiempo después reseñé otra obra filípico-polleriana, ¡Alemania, Alemania! Me quedó tan linda como esta reseña... ¡o más! 

Actualización (11/11/16): En junio de 2016 publiqué otra reseña más sobre Felipe Polleri, esta sobre Los animales de Montevideo (Casa Editorial HUM, 2015).

18 de enero de 2015

Mares baldíos, Carlos María Domínguez

Una amiga uruguaya que se burla de que prefiera a Onetti a Kenn Follet o Kate Morton me regaló a finales de año Mares baldíos (PRH, 2014), de Carlos María Domínguez. Ella no me explicó por qué lo eligió, si bien sospecho que su elección está relacionada, por un lado, con su obsesión —infundada— de que soy un fan de Onetti y, por otro, con que ella arrastra no sé que trauma desde que la obligaron a leer El pozo en el liceo.

La broma entre nosotros se repite desde que nos conocemos: según Ana, que así se llama ella, no se me puede dejar organizar nada porque mi paradigma de la diversión consiste en leer a Onetti caminando alrededor de la piscina (a él o a cualquiera de «esos otros autores redivinos para cortarse las venas que te gustan a vos»). Y, pese lo exagerado de su prejuicio, algo de razón no le falta... De hecho, terminé de leer este libro a orillas del Río de la Plata, entre mates, chapuzones y siestas.

La cuestión es que, mientras lo leía, me preguntaba por qué Ana me lo había regalado. Al final, me quedé con la hipótesis inicial: en la solapa anterior decía que Domínguez había recibido el Premio Onetti de la Embajada de España de Uruguay y había escrito Construcción de la noche, una biografía sobre don Juan Carlos (Onetti). Por tanto, ella debió de pensar: «Ideal para el Gallego: literatura para cortarse las venas».

Sin embargo, como soy un mal lector onettiano —disfruté de Los adioses, El astillero y Juntacadáveres, pero no leí El pozo, me aburrí con La vida breve o me cuesta conectar con sus cuentos—, disfruté del libro de Domínguez desde otro lugar. Por un lado, todos los relatos están ambientados o relacionados con el delta del Río de la Plata, un lugar con el que mantengo un vínculo personal: en su día, lo cruzaba en barco cada tres meses para renovar mi visado de residente en la Argentina (al salir y entrar del país, la renovación era automática). 

Y por otro, ese estuario es un lugar tan enorme, voluptuoso y salvaje que solo cabe la fascinación frente a él. De hecho, dispone de todos los elementos necesarios para convertirse en un imponente territorio mítico —hasta un Canal del Infierno tiene—; sin embargo, a tenor de lo que leí en este artículo, aún está poco explotado narrativamente. Por eso, quizá la gran contribución de los siete cuentos que componen Mares baldíos sea esa: transmutar los barcos encallados, los expertos marinos a la deriva o las sudestadas que arrasan diminutas islas en una atmósfera global que te absorbe y te obliga a querer a ese río con otros ojos, más admirativos y fascinados aún si cabe.

A continuación, transcribo un pasaje donde un marinero explica la enorme complejidad de este majestuoso estuario donde vuelcan sus aguas el río Paraná y el río Uruguay. El fragmento, además, me recordó dos cosas: una, la eterna pregunta de familiares y amigos cuando vuelves de bañarte: ¿de qué color estaba hoy el agua? —rara como pocas para un ser acostumbrado al Mediterráneo como yo—; dos, algo que me enseñó Alejandro Winograd, editor versado en náutica y con quien colaboré en un libro del marino español Pedro Sarmiento de Gamboa: quien aprende a navegar en el Río de la Plata, puede navegar en todo el mundo. Un pensamiento este último que, como el fragmento del cuento «Delta» que transcribo más abajo, tiendo a tomármelo, además de en el sentido literal, también en alguno más metafórico, más relacionado con la supervivencia cotidiana.

Volvió Andrés por acá. No faltaban líos donde meterse, pero ya no le fue fácil conseguir un puesto de piloto, con tantos marinos más jóvenes que él, capaces de llevar y traer barcos sin un rasguño. Cuando consiguió un buque para remontar el Uruguay estuvo a punto de quebrarlo contra un banco de arena donde fue a encallarlo. Habían pasado siete años y todo se había mudado de lugar en este maldito delta. ¿Conoce? El río parece pardo y tranquilo, pero por debajo, de un mes para otro, las corrientes descubren toscas filosas, restos de barcos hundidos, corren un canal de lugar, levantan bancos donde antes calaba treinta pies y las islas crecen como hongos. No es un río. Son tres. Es un combate que lleva más años que el carajo porque si se me permite desengañarlo, el Paraná corre muchos miles de millas, junta aguas acá y allá, y ensancha las espaldas a medida que se acerca a Buenos Aires, pero cuando llega a la boca, mi amigo, la presión del mar le rompe los brazos. Lo topa, lo revienta, y lo obliga a derramarse hacia el este como si quisiera pegar la vuelta, pero ahí está el Uruguay, que es menos caudaloso y, sin embargo, lo vuelve a empujar al sur. Lo dicen los colores, si se ha dado cuenta. Cuando descarga el Paraná, las aguas tienen esa melena marrón ladrillo porque arrastra tierras rojas, pero se vuelven cenicientas si descarga el Uruguay, que lleva tierras negras, y hay días en que las mareas lo ponen verde y salino. Mientras entra el mar en un sector, los ríos descargan en otro y esas fuerzas se cruzan, giran, forcejean, el agua dulce arriba, la sal por abajo, de modo que es más fácil pasar el camello por la cerradura que confiarse en la deriva de un barco en este embudo del demonio. Y todo esto sin poner a rodar los vientos, que soplan de todos los puntos y pueden enloquecer a cualquier piloto si no lo encuentran con el lastre preparado. Demasiados barcos se fueron a pique por subestimar este espejismo de aguas calmas que ofrece confianza y te puntea por abajo. Sabrá usted, con tan poca profundidad es el charco más ambicioso del mundo y, con tanto barco hundido, más parece un enterradero. Hay que andar bien prevenido, que era el caso de Andrés, solo que lo encontraba todo cambiado, para volver a nuestro asunto. 

                                                                                    *

PD 01. Para entender mejor el Río de la Plata, no me perdería esta imagen vía satélite que enlaza Wikipedia y, por extensión, el resto de la entrada. También tiene su interés este vídeo del Canal Encuentro.

PD 02. Peculiaridades paratextuales del otro lado del charco... Este es un libro de un autor argentino que reside en Montevideo desde 1989 y cuya solapa posterior solo contiene —y está llena de arriba abajo— parabienes de la crítica ¡alemana! Inaudito... ¡A ver cuándo parimos un autor español que se afinque en Portugal y cuya promoción consista en lo que dijo la crítica chilena!

4 de enero de 2015

Ciutat Morta, Xavier Artigas y Xapo Ortega

El otro día, gracias a El Diario, vimos en Filmin este estupendo documental sobre lo sucedido el 4 de febrero de 2006 en los aledaños de un teatro okupado en la calle Sant Pere més Baix, Barcelona. Para quienes no sepan de qué va, les recomiendo pasar por la web Des-Montaje del 4F o entrar en el blog de Ciutat morta; en ambos sitios está bien explicada la sinopsis de este espeluznante caso de impunidad y corrupción política, judicial y policial.

Asimismo, recomiendo leer este artículo de la revista Playgroud, que contiene una entrevista con los directores y donde se explica que la cinta fue censurada por TV3.

A continuación, doy algunas razones por las cuales merece la pena ver el documental.

01 | Ciutat morta nos muestra que en la vida real española suceden cosas bastante peores que en las teleseries de ficción estadounidense que vemos. Creemos vivir en un Estado democrático o que gozamos de ciertas garantías legales; sin embargo, si el Sistema así lo quiere, puede vulnerar nuestros derechos en cualquier momento, con total impunidad. Si unos cuantos policías, una jueza, varios políticos, un puñado de funcionarios y una prensa dócil al poder se lo proponen, una persona puede ser detenida, torturada y enviada a la cárcel sin que haya hecho nada. Igual que cuando vivíamos en dictadura. Igual.

02 | La tan cacareada «calidad institucional» depende, entre otros factores, de la calidad humana de las personas que ejercen el poder desde esas instituciones. La calidad —y calided— humana de ciertos policías, médicos, jueces, periodistas y políticos que aparecen en este documental da verdadero pavor.

03 | La peor violencia es la amparada por la ley. Como sostiene un entrevistado, algunos policías parecen hooligans. Y a uno no le gustan las generalizaciones, pero recuérdese que entre los detenidos por el asesinato de un ultra del Deportivo de La Coruña ha habido un Guardia Civil y un militar, ambos en activo. O, si nos vamos un poco más lejos, recuérdese la desproporción que ha acompañado a ciertas intervenciones policiales desde el 15M hasta hoy.

04 | Ciutat morta nos enseña que hemos construido una sociedad donde consideramos normal juzgar por las apariencias: nos hemos autoconvencido de que la superficie —atuendo, peinado, rasgos físicos, etc.— codifica la identidad de las personas, si estas son buenas o malas. En esta historia quienes se llevan la peor parte son tres sudacas, un negro, una chica lesbiana fan de Cindy Lauper y un amigo suyo que pasaba por allí... Es más: a los dos chicos chilenos y al argentino, no les sirvió de nada tener ciudadanía española; los detuvieron y golpearon al grito de «sudacas de mierda».

05 | Casualidades de la vida, eso que llamamos «el Sistema» se comporta de manera muy masculina: comete errores clamorosos y, en vez de asumirlos, pedir perdón y tratar de repararlos, tira para delante contra viento y marea, caiga quien caiga. Como dice un abogado en el documental: el Sistema no puede admitir que comete errores; si lo hiciera, se vendría abajo... En este caso, eso implicaría que el Ayuntamiento de Barcelona asumiera que permitía multitudinarias fiestas ilegales en un recinto de su propiedad, es decir, es responsabilidad suya que un energúmeno lanzara una maceta desde un balcón y dejara a un policía en estado vegetativo.

06 | Quien es valiente para lanzar una maceta desde una ventana y romperle la cabeza a un policía debería ser igual de valiente para asumir las consecuencias de sus actos y entregarse... Además de la impunidad policial, judicial y política en que vivimos inmersos, este documental nos da cuenta de la cobardía de la persona que lanzó aquella maceta y, con su acción, originó la retahíla de hechos desgraciados que narra este documental.

07 | Uno se pregunta si tanto lío con el independentismo ha impedido prestarle la atención que se merecía a un caso como este. Ciutat morta habla de cosas muy serias: policías que detienen sin pruebas y torturan con total libertad en comisaría; una jueza que se ciñe a la versión policial y desoye la argumentación del médico forense o los testimonios de los acusados; un alcalde —Joan Clos— que cambia repentinamente de versión de los hechos; un coordinador policial experto en mentir; una prensa que no informa y otra que incluso manipula... Si este documental lo hubieran emitido Jordi Evolé y su equipo de Salvados, se hubiera armado ya una tan gorda como la del accidente de metro de Valencia.

08 | Todo esto sucedió mientras el PSOE gobernaba en el Ayuntamiento de Barcelona. Dos de los responsables políticos, Joan Clos y Jordi Hereu, además de salir indemnes de este caso, siguieron progresando en su carrera. También uno de los responsables policiales... En fin, como para después andar hablando tan a la ligera de transparencia.

09 | Este documental nos acerca a cómo funciona la gentrificación y qué tipo de manejos hacen los Ayuntamientos para favorecerla. En este caso particular, vemos cómo el Ayuntamiento de Barcelona usó al movimiento okupa para apuntalar sus intereses inmobiliarios.

10 | Como sostiene en el documental Gregorio Morán, si Patricia Heras no se hubiera suicidado, este caso no habría trascendido. Desgraciadamente, una persona inocente ha debido morir para que los demás prestemos atención a lo sucedido el 4F. Y es que, por increíble que parezca, Patricia Heras ni siquiera estaba en la calle donde se produjo la carga policial... A su amigo Alfredo y a ella, ¡los arrestaron de carambola en la sala de urgencias de un hospital! Su peinado a lo Cindy Lauper y un mensaje en el móvil que un policía malinterpretó terminaron con ella en la cárcel.

11 | Quiero aportar mi grano de arena para que este caso llegue hasta el Tribunal de Estrasburgo. Que se haga justicia con Rodrigo, Juan, Alfredo y demás detenidos del 4F, así como que se repare la memoria de Patricia Heras, es algo que nos incumbe a todos. Es algo que contribuirá a que mejore la calidad de unas instituciones en las que cada vez nos resulta más complicado confiar.

                                                                               *

Actualización (17/01/15): «Un juez ordena a TV3 recortar 5 minutos en la emisión de Ciutat Morta». El enlace, además de la información, contiene el vídeo con el metraje censurado.

Actualización (10/02/15): Enlace a la entrevista en la radio Carne Cruda con los directores, Xavier Artigas y Xapo Ortega.

Actualización (11/02/15): Los directores del documental Ciutat Morta dejan al alcalde Xavier Trias con el premio Ciudat de Barcelona en la mano.