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27 de febrero de 2020

Entrevista a Felipe Polleri / CTXT

A principios de noviembre se alinearon los astros y tuvimos la suerte de que Felipe Polleri visitara España. Este escritor urugayo no es precisamente lo que se llama un viajero; por tanto, su paso por la librería Juan Rulfo lo saboreamos con el delite propio de las ocasiones únicas. Además, vino acompañado de María Laura Pintos, una de las fundadoras y editoras del sello de poesía La Coqueta. Como anunció la tarjeta de invitación, fue «una tarde intensamente uruguaya».

Mucho de lo que conversamos Polleri y yo lo recogí después en una entrevista que publiqué el 24 de enero de 2020 en la revista CTXT. Otras cosas, como los quince minutos en estuvo leyendo pasajes de La inocencia, quedarán para el recuerdo de quienes estuvimos allí. Fue un encuentro verdaderamente entrañable, genuino y divertido. Al escuchar leer y luego hablar a Polleri, diría que su tribu lectora madrileña pudo captar algo a veces complicado a este lado del Atlántico: el desopilante humor negro que rezuma esta novela (y, en general, toda su obra).

En España, por desgracia, solo está publicada La inocencia (:Rata_, 2017). Eso implica que, si alguien quiere seguir leyendo a este rabioso y salvaje escritor uruguayo, debe tener contactos trasatlánticos, comprar los libros de importación, etcétera, etcétera. Por increíble que parezca, se han publicado más libros de Polleri en Italia o en Francia que aquí. Así, nuestros vecinos franceses han traducido ya Gran ensayo sobre Baudelaire, ¡Alemania, Alemania! y Los animales de Montevideo; y los italianos han publicado ¡Alemania, Alemania! y este año sacarán Los sillones marchitos. Eso por no hablar de que la filial mexicana de Tusquets publicó un par de libros hace unos años. En fin, no hay que desesperar; quizá en 2021 haya buenas noticias.


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Felipe Polleri / Escritor uruguayo, autor de ‘La inocencia’

“Un libro es una enfermedad 

de la que uno se cura escribiéndola”


Rubén A. Arribas 24/01/2020

Felipe Polleri, en su casa. Foto de Diego Eguía Castro.

La literatura de Felipe Polleri es una especie rara y misteriosa, y sobre todo feroz. Bebe del inconsciente, considera que la autocensura es una descortesía con el lector y defiende la catarsis —siempre que sea estética— como un método liberador tanto para quien escribe como para quien lee. A la manera de su admirado Antonin Artaud, este escritor uruguayo considera que una verdadera obra de arte debe perturbar el reposo de los sentidos y agrietar, a través de la sombra, un concepto tan petrificado como es la cultura. Probablemente, eso explica por qué sus novelas están plagadas de yoes monstruosos cuya voz reconocemos en nuestro interior, pero que negamos cuando hablamos o escribimos. En el caso de Polleri (Montevideo, 1953), esas voces, sin embargo, alimentan las vidas imaginarias y horrorosas de sus personajes.

Su literatura se caracteriza, además, por una voz narrativa intensa y rabiosa, pero no por ello exenta de humor —humor negro, claro— y de ternura. Es una voz que busca atestiguar
la crueldad de un mundo que otros construyeron, como suele decir Polleri, para jodernos. Quizá por eso sus narradores se entregan a “la ira luminosa que todo lo arrasa” de la que hablaba Angélica Liddell en Trilogía del infinito. Además lo hacen, como pedía la autora de Una costilla sobre la mesa, no solo como un mecanismo de supervivencia, sino como una vía para devolverle al arte la fuerza y la belleza inherentes a su naturaleza salvaje... Y así, de paso, rescatarlo de las manos de ese censor moderno que es el puritanismo (sea este de corte más clásico o más progresista).

Tras la apariencia de unas memorias familiares —no autobiográficas—,
La inocencia (:Rata_, 2017) puede leerse como una declaración sobre el derecho a odiar la infancia propia y como un ajuste cuentas con el concepto familia. También como una declaración de enemistad eterna a Pocitos, el aristocrático barrio montevideano donde se crio el autor y donde, según Rodolfo —el narrador de la novela—, la gente se preocupa más por cuidar la hermosura de las calles que por los problemas sociales que existen en el resto de la ciudad. Asimismo, La inocencia relata un desclasamiento: Rodolfo prefiere ser un grasa —intraducible coloquialismo uruguayo— y vivir como tal a cumplir con las expectativas derivadas de tener un apellido ilustre y de vivir en un barrio de gente rica.

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Esther Peñas, María Laura Pintos, Felipe Polleri y Rubén A. Arribas.

La hinchada madrileña reunida en la librería Juan Rulfo (5/11/2019).
 
Grupo de estudio de la obra polleriana (Universidad Grasa de Yarará).
 

15 de enero de 2018

Felipe Polleri: el dinosaurio y su birome / CTXT

Felipe Polleri escribe unas notas en su cuaderno. Foto de Diego Eguía.
El viernes pasado debuté como colaborador en la revista CTXT. Contexto y acción. A propósito de la publicación de La inocencia (:Rata_, 2017), me invitaron a escribir un perfil literario sobre Felipe Polleri... Y eso hice, con toda la negra y perversa admiración que tengo por este escritor uruguayo.

Copio un par de párrafos del texto; el resto puede leerse en la web de la revista.
Más abajo, y ya que estoy, enlazo también una entrevista que me hicieron para Radio Uruguay.

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Felipe Polleri: el dinosaurio y su birome 

Por fin se da a conocer en España otro ‘raro’ de la literatura uruguaya, pródiga en autores inclasificables 


Rubén A. Arribas


En su conocida canción Biromes y servilletas, Leo Maslíah dejó constancia de que Montevideo es tierra fértil para el talento artístico. Según este músico y escritor inclasificable, en la capital uruguaya hay poetas que, sin bombos ni trompetas, van saliendo de recónditos altillos y que, en vez de pretender glorias o laureles, prefieren escribir en papel experiencias totalmente personales. A lo que añade, con su habitual ironía y actitud lúdica, que, en Montevideo, también hay biromes desangradas en renglones de palabras que se retuercen, confusas, en delgadas servilletas como alcohólicas
reclusas. 

Desconozco en quién pensaba Maslíah cuando escribió la letra. Preguntárselo, además, sería exponerme a una de sus humoradas y a quedarme sin respuesta. En mi caso, Biromes y servilletas me hace pensar en ese baudeleriano poeta en prosa que es Felipe Polleri. Cada vez que escucho la canción, lo veo sentado en el borde de la cama, cigarrillo en mano, desangrando una birome sobre un cuaderno escolar. Lo imagino, además, como sigue diciendo la canción, escribiendo su manía, su locura, su neurosis obsesiva.


»» El artículo sigue en la sección «El Ministerio», de CTXT.


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»» Entrevista para el programa La Máquina de Pensar, en Radio Uruguay, conducido por Pablo Silva (unos 20 minutos).
»» Entrevista a la editora Iolanda Batallé, en Radio Uruguay, sobre la publicación de La inocencia en España (unos 25 minutos).

8 de noviembre de 2017

El 15 de noviembre charlaremos sobre 'La inocencia'

El miércoles que viene, 15 de noviembre, nos reuniremos en la librería Juan Rulfo (Madrid, metro Moncloa) para conversar sobre La inocencia, de Felipe Polleri. Empezaremos a las 19 h y me acompañará Gloria Fernández, escritora y coordinadora de los talleres en Fuentetaja. Dejo más abajo las invitaciones que han preparado la editorial y la librería para la ocasión. Si alguien se aburre y no sabe qué hacer ese día, allí estaremos charlando sobre por qué poner en nuestra vida libros tan rabiosos, delirantes y raros (o, como dijeron en esta reseña, de una «escritura feroz, sin concesiones, políticamente incorrecta»). Veremos qué tal se nos da.


 




17 de mayo de 2017

Felipe Polleri, el uruguayo indomable

«La literatura es el espacio de la libertad;

ya la vida cotidiana nos exige que cumplamos un montón de reglas»



A partir de hoy —si todo va como debe—, La inocencia, de Felipe Polleri, estará disponible en las librerías españolas. La publicación de la novela hay que agradecérsela a la editorial :Rata_, sello valiente y atrevido donde los haya. Quizá incluso demasiado atrevido: me encargó a mí que perpetrara el prólogo... Cosa que hice, por cierto, con mucho gusto y admiración por este indomable escritor uruguayo (lo siento, Felipe; ya vendrán prologuistas mejores...). En fin, ojalá que alguno de los disparates que escribí anime a la gente a adentrarse en el singular mundo literario que propone Polleri.

También, y ya que estoy metido en faena, reproduzco la entrevista que escribí para el catálogo de la editorial. En realidad, lo que transcribo es solo el fragmento de una larga conversación que tuvimos el 1 de diciembre de 2016. La otra parte de la charla —o al menos una parte notable de ella— puede leerse en el prólogo del libro.

Por último, va una ración de agradecimientos (disculpad el sentimentalismo...). Varias personas me han ayudado a cumplir con este loco afán mío de que se publicase algún libro de Polleri en España, así que va para ellas este último párrafo. Gracias a Iolanda Batallé por fiarse de mí y por la generosidad de sus comentarios; a Constantino Bértolo, por su siempre lúcida y lucense presencia; a Iago Fernández, por su paciencia y buen hacer; a Loris Tassi, por hacerme cómplice de su polleriana traducción al italiano de ¡Alemania, Alemania! (y de su consiguiente napolitanísima desesperación); a Pablo Silva, por hacerle llegar mis reseñas al autor y ayudarme a localizarlo; y, sobre todo, a Diego Eguía y a Laura Caorsi, por dejar todo lo que estaban haciendo y dedicar una tarde de sus vacaciones australes a robarle el alma —fotográficamente hablando— al gran Felipe Polleri. A todos y a todas, insisto, muchas gracias, etcétera, etcétera.

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En La inocencia haces referencia a los niños locos, algo habitual en otras novelas tuyas. ¿Qué relación tiene lo infantil en la construcción de tu voz narrativa?
Es la raíz; en el fondo, soy un niño rabioso... Y ese niño es el que escribe, o al menos uno de los Otros que escribe. Es un niño rabioso, dolorido, que no puede ser consolado —la época del consuelo ya pasó— y que lo único que le queda es la lucha hasta el final. Todos tenemos ese niño adentro. Yo al mío lo siento dolido, resentido, vengativo, inconsolable.

¿Eso tiene algo de autobiográfico?
Sí, fui un niño muy problemático: tenía todas las somatizaciones habidas y por haber y me pasaba de todo... Se ve que el cuerpo habla cuando la cabeza no puede procesar. Ahora, en cambio, se manifiesta la cabeza. Por eso, ahora no somatizo nada; estoy bárbaro gracias a la escritura. A mí la escritura me salvó: era lo único que podía hacer para ser socializable.

¿La inocencia es la mejor obra para entrar en tu literatura?
Eso me han dicho los buenos lectores y los lectores no tan entrenados. Mi estilo no tiene casi argumento —el argumento es lo que siente el personaje—; sin embargo, todo el mundo suele identificarse con la niñez —todos tuvimos una niñez compleja— y con Rodolfo, un tipo de clase alta que se come vivos a sus propios orígenes... En fin, todo el mundo odia a los ricos, y diría que mi autopsia logra sacar ese odio, tan sano, del corazón de los lectores.

Llevas publicando desde 1990, ¿cómo valoras La inocencia en el conjunto de tu obra?
Fue el libro que más se vendió, y eso tiene su interés; pero, sobre todo, fue un libro que me hizo mucho bien escribirlo. Me costó una enfermedad porque tuve que hundirme en el pasado, pero me hizo mucho bien descargarme. No es que la novela sea literal ni mucho menos —mi padre fue un señor muy culto y mi madre, una persona muy amorosa—, pero sí ese ambiente de la niñez, al que quise volver porque lo sentía como una especie de molestia, de malestar.

¿Hubo algún detonador para comenzar a escribir?
Una noche tuve una pesadilla, que es con la que empieza el libro, y la escribí: yo me despertaba en un cuarto a oscuras, era el cuarto de mi hermana, luego agarraba y buscaba la luz, después alguien tocaba el timbre y era el tipo que vendía el Diario Imperial... Se ve que eso me estaba presionando, que era una parte de mi infancia a la que no había vuelto, y una buena manera de volver fue escribiendo. Fue un proceso liberador, pero doloroso.

¿Por qué se llaman igual, «Vivir a veces», la primera y la tercera parte?
En la primera parte habla Rodolfo, que es ventrílocuo y cuenta su historia familiar. Después, en «Las muchachas de Pocitos» —cuando Rodolfo aparece como un solterón con buena guita que vive con una hermana—, el que habla es uno de sus muñecos, un pingüinito vestido de frac que también se llama Rodolfo. Lo que cuenta el pingüinito es lo que Rodolfo hubiera sido de no haberse rebelado... Es su pesadilla, lo que más teme. La tercera parte es la continuación de la primera.

Tu literatura está llena de esas ideas algo enrevesadas. ¿Cómo se te ocurren?
Me gusta hacer ese tipo de cosas. Cada libro te plantea una serie de derivaciones, por las que vos circulás o no si estás abierto a ellas. Cuando escribo, no tengo límites: si el libro deriva a lugares más complejos, voy a esos lugares más complejos; si deriva a que todo quede como un sorete, también voy ahí. La literatura es el espacio de la libertad; ya la vida cotidiana nos exige que cumplamos con un montón de reglas.

¿Y si el lector no puede seguirte?
Si encuentra dificultades, pienso que son un estímulo. Como diría Jean Genet, las dificultades son una cortesía para el lector: lo estás suponiendo superinteligente y receptivo. El lector se merece lo mejor; no se merece que vos estés achicando, arrugando y diciendo: «Ay, esto no lo voy a poner porque...». ¡No! El lector se merece que vos les des todo, que pongas toda la carne en el asador. Yo me rompo todo escribiendo. El lector merece que le des el mejor libro que puedas hacer, sin vos autocensurarte. Si te autocensurás, estás en el horno.


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Si quieres saber más de la editorial :Rata_, aquí te enlazo sus cuentas de Facebook, Twitter e Instagram. Y aquí puedes hacerte una idea de su catálogo. Otra manera de saber qué tipo de libros publica es leer lo que escribí sobre Escrituras sublevadas, de Carles Hac Mor, o sobre Yo misma, supongo, de Natalia Carrero.

Antes de cometer la temeridad de escribir el prólogo a un libro de Felipe Polleri, cometí otras osadías menores; a saber: reseñé las novelas ¡Alemania, Alemania! (HUM, 2013), Los animales de Montevideo (HUM, 2015) y La inocencia (HUM, 2007).

En el prólogo cito, entre otros, a Mario Levrero, Jules Supervielle, Damián Tabarovsky o Federico Jeanmaire. Dejo enlazado algo que escribí sobre ellos tiempo atrás.

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El libro, finalmente, tendrá este aspecto.

25 de enero de 2015

La inocencia, Felipe Polleri

He aquí un autor y una novela que funcionan como antídoto contra el sentimentalismo —estético y del otro— que suele asolar al biografismo familiar. Eso que aquí, de manera irónica, se llama recuperar «la luz de la infancia». Por suerte, como nos avisa varias veces Rodolfo, el narrador de esta nouvelle, las suyas son unas memorias «más que malas, malvadas»; por tanto, los lectores podemos respirar tranquilos: allí donde otros nos agotan con su lloriqueo y sensiblerío supuestamente profundo, La inocencia (HUM, 2012) nos ofrece una prosa delirante, excesiva y decidida a terminar con cualquier expectativa ñoña del lector.

De hecho, puede tomarse como clave de lectura este proverbio del infierno de William Blake: «El camino del exceso conduce a los palacios de la sabiduría». La glosa figura, al poco de comenzar la segunda parte, que lleva por título el proustiano «Las muchachas de Pocitos»; el proverbio es el segundo de la generosa retahíla con que el narrador adereza sus memorias. Este del exceso es el que mejor refleja el discurso literario de Felipe Polleri, un autor convencido de que la prudencia es fruto de la incapacidad y solo sirve —sigo parafraseando a Blake— para cortejar a viejas solteronas ricas y feas.

Con el respeto debido a las solteronas de Pocitos —o del barrio de Salamanca, un posible equivalente madrileño—, esos proverbios de Blake pueden orientarnos también sobre el tipo de lector a quien se dirige Polleri. La prosa que aflora en La inocencia rompe con mucho de lo que cualquier vieja solterona literaria —léase: mediocres profesores de taller literario que pregonan que todo el orégano del monte es Raymond Carver; miopes reseñistas que solo saben pagar y deber favores a través de sus textos en las revistas, blogs y suplementos culturales; engolados y solemnes catedráticos del aburrimiento; lectores que usan la lectura como sinónimo de distinción; etcétera, etcétera— calificaría como Literatura (así, con mayúscula).

Como explica el propio Polleri en el prólogo a Irrupciones, de Mario Levrero, él considera que «un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor». Es decir, que «debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera». Y, al menos en La inocencia, se esmera por seguir ese programa literario: practica repeticiones al por mayor, asume contradicciones continuas en su discurso, abusa de la repetición, emplea gran variedad de juegos sintácticos, usa hipérboles delirantemente divertidas, frasea en corto, en largo y en muy largo, usa una estructura que es pura desestructura... Y todo, salvo algún detalle puntual, funciona; es más: uno siente que no quiere dejar en ningún momento la lectura.


El sabio delirio del loco

En términos de argumento, lo que nos cuenta La inocencia son las disparatadas memorias de Rodolfo, un tipo que nació en una familia acomodada del barrio de Pocitos y que, debido a las tensiones inherentes a formar parte de la clase media-alta uruguaya, atravesó una niñez lo bastante cruel como para convertirse en un adulto lleno de traumas. En su caso, tanta insistencia en «el abolengo de la Familia», la obsesión por lo que es de buen y de mal gusto o por respetar el apartheid entre las gentes de bien —habitantes de barrios residenciales— y los grasas —habitantes de barrios no residenciales— dieron como resultado un señor mayor que odia su vida de solterón, incapaz de lidiar con los problemas del mundo o que sufre porque piensa que no se envejece igual con hijos que sin ellos.

De ahí que, cuando se pone a revisar su infancia, Rodolfo diga cosas como esta:
Yo creo, en resumen, que [la gente de Pocitos] no fuimos educados para entender los problemas sociales. Nacimos para cuidar y mantener uno de los barrios más hermosos de la ciudad. Para mantener el clima amable y provinciano (amplios jardines, piedra venerable) que nos legaron nuestros antepasados. 
O esta otra —que suscribiría más de un padre y una madre que conozco—:
Ser un imbécil fue un lujo que papá, a fin de cuentas, no pudo darse; en cambio, tener un hijo imbécil estaba completamente dentro de sus posibilidades financieras.
O, por último, esta otra, que Rodolfo nos endosa a sus lectores a modo de balance vital:
A nuestra edad podemos tener dolores musculares o reumáticos. No se considera apropiado, en cambio, que un hombre maduro llore a las tres de la mañana porque le duele su vida inútil, triste, perdida.
Y quizá esto es lo mejor de Polleri: cómo consigue que, en mitad del delirio y el exceso, como pedía Blake, afloren los fogonazos de sabiduría. Al fin y al cabo, pasajes como los anteriores conviven con otros donde se describen «resquebrajaduras de 50 m de largo en mi así llamada identidad», se narra la caída de dos hermanas suicidas que se hacen trampa para ver quien llega antes al suelo o se establecen claves de lectura con pasajes tan desopilantes como este:
El único hijo del edificio que estaba cuerdo solía pasearse por el hall vestido de novia, con el resplandeciente vestido de novia robado a su madre.

Un vestido resplandeciente, blanco como el edificio negro, lleno de voladitos y tules vaporosos, que Alejandro lucía desvergonzadamente para avergonzar a su padre (otro inútil y otro imbécil que se dedicaba a la genealogía y a la heráldica con una pasión excesiva, incluso para los parámetros del edificio).

Era un muchacho buen mozo y bien humorado, aunque fuera "un homosexual" como decía mamá o "maricón", como decía papá, aunque fuera más duro y menos afeminado que todos los hombres del edificio, excepto cuando se vestía de novia para mover las caderas sobre los tacos aguja, como una reina del Carnaval.

Lo cruel es que no esté publicado aquí

En fin, esta es la primera novela que he leído de Felipe Polleri, y me he quedado con ganas de haberme traído alguna más (la última, ¡Alemania! ¡Alemania!, estaba agotada en esta bonita librería). Sospecho que los libros de HUM no se consiguen en España ni siquiera en la librería Juan Rulfo, así que habrá que abogar por que algún editor o editora valore publicar aquí a este autor. A falta de haber leído alguna otra obra polleriana, diría que La inocencia marida bien con Rafael Pinedo (Salto de Página), Mario Levrero (Caballo de Troya, PRH), Copi (Anagrama) o César Aira (PRH). Y ya puesto a hacerme el estupendo, aporto una coordenada más: el libro me supo al El hombre de la pampa, de Jules Supervielle, mezclado con un concierto de Leo Maslíah.

Y, ahora, como no sé cómo terminar este comentario, voy a escribir una de esas frases epatantes que tanto ensayan los reseñistas para que luego las editoriales se las citen en los paratextos de los siguientes libros del autor y así figurar como formadores de la opinión cultural del país. No soy muy dado a ello y no tengo apenas entrenamiento; pero, bueno, todo sea por acabar esta entrada del blog y participar en el Concurso Mundial de Frases para Faja de Libro. Ahí va la mía: «La inocencia muestra la prosa de un narrador inteligente, capaz de contradecirse a sí mismo casi en cada frase, salir indemne y, además, hacerte estallar en una carcajada mientras te habla sobre la crueldad familiar».

(Ay, qué horror, por favor. ¡Electrocución!)


P. D.: por cierto, según explica Juan Cruz en el documental Jamás leí a Onetti autocitando su artículo «Grandísimos largatos», don Juan Carlos bajaba a la playa... en Pocitos. Eso sí, alguien me dice que a la playa de Pocitos solo bajan... los grasas, que la gente de Pocitos veranea, por supuesto, en otra parte.

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Actualización (18/12/15): Tiempo después reseñé otra obra filípico-polleriana, ¡Alemania, Alemania! Me quedó tan linda como esta reseña... ¡o más! 

Actualización (11/11/16): En junio de 2016 publiqué otra reseña más sobre Felipe Polleri, esta sobre Los animales de Montevideo (Casa Editorial HUM, 2015).