He aquí un autor y una novela que funcionan como antídoto contra el sentimentalismo —estético y del otro— que suele asolar al biografismo familiar. Eso que aquí, de manera irónica, se llama recuperar «la luz de la infancia». Por suerte, como nos avisa varias veces Rodolfo, el narrador de esta nouvelle, las suyas son unas memorias «más que malas, malvadas»; por tanto, los lectores podemos respirar tranquilos: allí donde otros nos agotan con su lloriqueo y sensiblerío supuestamente profundo, La inocencia (HUM, 2012) nos ofrece una prosa delirante, excesiva y decidida a terminar con cualquier expectativa ñoña del lector.
De hecho, puede tomarse como clave de lectura este proverbio del infierno de William Blake: «El camino del exceso conduce a los palacios de la sabiduría». La glosa figura, al poco de comenzar la segunda parte, que lleva por título el proustiano «Las muchachas de Pocitos»; el proverbio es el segundo de la generosa retahíla con que el narrador adereza sus memorias. Este del exceso es el que mejor refleja el discurso literario de Felipe Polleri, un autor convencido de que la prudencia es fruto de la incapacidad y solo sirve —sigo parafraseando a Blake— para cortejar a viejas solteronas ricas y feas.
Con el respeto debido a las solteronas de Pocitos —o del barrio de Salamanca, un posible equivalente madrileño—, esos proverbios de Blake pueden orientarnos también sobre el tipo de lector a quien se dirige Polleri. La prosa que aflora en La inocencia rompe con mucho de lo que cualquier vieja solterona literaria —léase: mediocres profesores de taller literario que pregonan que todo el orégano del monte es Raymond Carver; miopes reseñistas que solo saben pagar y deber favores a través de sus textos en las revistas, blogs y suplementos culturales; engolados y solemnes catedráticos del aburrimiento; lectores que usan la lectura como sinónimo de distinción; etcétera, etcétera— calificaría como Literatura (así, con mayúscula).
Como explica el propio Polleri en el prólogo a Irrupciones, de Mario Levrero, él considera que «un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor». Es decir, que «debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera». Y, al menos en La inocencia, se esmera por seguir ese programa literario: practica repeticiones al por mayor, asume contradicciones continuas en su discurso, abusa de la repetición, emplea gran variedad de juegos sintácticos, usa hipérboles delirantemente divertidas, frasea en corto, en largo y en muy largo, usa una estructura que es pura desestructura... Y todo, salvo algún detalle puntual, funciona; es más: uno siente que no quiere dejar en ningún momento la lectura.
Como explica el propio Polleri en el prólogo a Irrupciones, de Mario Levrero, él considera que «un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor». Es decir, que «debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera». Y, al menos en La inocencia, se esmera por seguir ese programa literario: practica repeticiones al por mayor, asume contradicciones continuas en su discurso, abusa de la repetición, emplea gran variedad de juegos sintácticos, usa hipérboles delirantemente divertidas, frasea en corto, en largo y en muy largo, usa una estructura que es pura desestructura... Y todo, salvo algún detalle puntual, funciona; es más: uno siente que no quiere dejar en ningún momento la lectura.
El sabio delirio del loco
En términos de argumento, lo que nos cuenta La inocencia son las disparatadas memorias de Rodolfo, un tipo que nació en una familia acomodada del barrio de Pocitos y que, debido a las tensiones inherentes a formar parte de la clase media-alta uruguaya, atravesó una niñez lo bastante cruel como para convertirse en un adulto lleno de traumas. En su caso, tanta insistencia en «el abolengo de la Familia», la obsesión por lo que es de buen y de mal gusto o por respetar el apartheid entre las gentes de bien —habitantes de barrios residenciales— y los grasas —habitantes de barrios no residenciales— dieron como resultado un señor mayor que odia su vida de solterón, incapaz de lidiar con los problemas del mundo o que sufre porque piensa que no se envejece igual
con hijos que sin ellos.
De ahí que, cuando se pone a revisar su infancia, Rodolfo diga cosas como esta:
Lo cruel es que no esté publicado aquí
En fin, esta es la primera novela que he leído de Felipe Polleri, y me he quedado con ganas de haberme traído alguna más (la última, ¡Alemania! ¡Alemania!, estaba agotada en esta bonita librería). Sospecho que los libros de HUM no se consiguen en España ni siquiera en la librería Juan Rulfo, así que habrá que abogar por que algún editor o editora valore publicar aquí a este autor. A falta de haber leído alguna otra obra polleriana, diría que La inocencia marida bien con Rafael Pinedo (Salto de Página), Mario Levrero (Caballo de Troya, PRH), Copi (Anagrama) o César Aira (PRH). Y ya puesto a hacerme el estupendo, aporto una coordenada más: el libro me supo al El hombre de la pampa, de Jules Supervielle, mezclado con un concierto de Leo Maslíah.
Y, ahora, como no sé cómo terminar este comentario, voy a escribir una de esas frases epatantes que tanto ensayan los reseñistas para que luego las editoriales se las citen en los paratextos de los siguientes libros del autor y así figurar como formadores de la opinión cultural del país. No soy muy dado a ello y no tengo apenas entrenamiento; pero, bueno, todo sea por acabar esta entrada del blog y participar en el Concurso Mundial de Frases para Faja de Libro. Ahí va la mía: «La inocencia muestra la prosa de un narrador inteligente, capaz de contradecirse a sí mismo casi en cada frase, salir indemne y, además, hacerte estallar en una carcajada mientras te habla sobre la crueldad familiar».
De ahí que, cuando se pone a revisar su infancia, Rodolfo diga cosas como esta:
Yo creo, en resumen, que [la gente de Pocitos] no fuimos educados para entender los problemas sociales. Nacimos para cuidar y mantener uno de los barrios más hermosos de la ciudad. Para mantener el clima amable y provinciano (amplios jardines, piedra venerable) que nos legaron nuestros antepasados.O esta otra —que suscribiría más de un padre y una madre que conozco—:
Ser un imbécil fue un lujo que papá, a fin de cuentas, no pudo darse; en cambio, tener un hijo imbécil estaba completamente dentro de sus posibilidades financieras.O, por último, esta otra, que Rodolfo nos endosa a sus lectores a modo de balance vital:
A nuestra edad podemos tener dolores musculares o reumáticos. No se considera apropiado, en cambio, que un hombre maduro llore a las tres de la mañana porque le duele su vida inútil, triste, perdida.Y quizá esto es lo mejor de Polleri: cómo consigue que, en mitad del delirio y el exceso, como pedía Blake, afloren los fogonazos de sabiduría. Al fin y al cabo, pasajes como los anteriores conviven con otros donde se describen «resquebrajaduras de 50 m de largo en mi así llamada identidad», se narra la caída de dos hermanas suicidas que se hacen trampa para ver quien llega antes al suelo o se establecen claves de lectura con pasajes tan desopilantes como este:
El único hijo del edificio que estaba cuerdo solía pasearse por el hall vestido de novia, con el resplandeciente vestido de novia robado a su madre.
Un vestido resplandeciente, blanco como el edificio negro, lleno de voladitos y tules vaporosos, que Alejandro lucía desvergonzadamente para avergonzar a su padre (otro inútil y otro imbécil que se dedicaba a la genealogía y a la heráldica con una pasión excesiva, incluso para los parámetros del edificio).
Era un muchacho buen mozo y bien humorado, aunque fuera "un homosexual" como decía mamá o "maricón", como decía papá, aunque fuera más duro y menos afeminado que todos los hombres del edificio, excepto cuando se vestía de novia para mover las caderas sobre los tacos aguja, como una reina del Carnaval.
Lo cruel es que no esté publicado aquí
En fin, esta es la primera novela que he leído de Felipe Polleri, y me he quedado con ganas de haberme traído alguna más (la última, ¡Alemania! ¡Alemania!, estaba agotada en esta bonita librería). Sospecho que los libros de HUM no se consiguen en España ni siquiera en la librería Juan Rulfo, así que habrá que abogar por que algún editor o editora valore publicar aquí a este autor. A falta de haber leído alguna otra obra polleriana, diría que La inocencia marida bien con Rafael Pinedo (Salto de Página), Mario Levrero (Caballo de Troya, PRH), Copi (Anagrama) o César Aira (PRH). Y ya puesto a hacerme el estupendo, aporto una coordenada más: el libro me supo al El hombre de la pampa, de Jules Supervielle, mezclado con un concierto de Leo Maslíah.
Y, ahora, como no sé cómo terminar este comentario, voy a escribir una de esas frases epatantes que tanto ensayan los reseñistas para que luego las editoriales se las citen en los paratextos de los siguientes libros del autor y así figurar como formadores de la opinión cultural del país. No soy muy dado a ello y no tengo apenas entrenamiento; pero, bueno, todo sea por acabar esta entrada del blog y participar en el Concurso Mundial de Frases para Faja de Libro. Ahí va la mía: «La inocencia muestra la prosa de un narrador inteligente, capaz de contradecirse a sí mismo casi en cada frase, salir indemne y, además, hacerte estallar en una carcajada mientras te habla sobre la crueldad familiar».
(Ay, qué horror, por favor. ¡Electrocución!)
P. D.: por cierto, según explica Juan Cruz en el documental Jamás leí a Onetti autocitando su artículo «Grandísimos largatos», don Juan Carlos bajaba a la playa... en Pocitos. Eso sí, alguien me dice que a la playa de Pocitos solo bajan... los grasas, que la gente de Pocitos veranea, por supuesto, en otra parte.
*
Actualización (18/12/15): Tiempo después reseñé otra obra filípico-polleriana, ¡Alemania, Alemania! Me quedó tan linda como esta reseña... ¡o más!
Actualización (11/11/16): En junio de 2016 publiqué otra reseña más sobre Felipe Polleri, esta sobre Los animales de Montevideo (Casa Editorial HUM, 2015).
P. D.: por cierto, según explica Juan Cruz en el documental Jamás leí a Onetti autocitando su artículo «Grandísimos largatos», don Juan Carlos bajaba a la playa... en Pocitos. Eso sí, alguien me dice que a la playa de Pocitos solo bajan... los grasas, que la gente de Pocitos veranea, por supuesto, en otra parte.
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Actualización (18/12/15): Tiempo después reseñé otra obra filípico-polleriana, ¡Alemania, Alemania! Me quedó tan linda como esta reseña... ¡o más!
Actualización (11/11/16): En junio de 2016 publiqué otra reseña más sobre Felipe Polleri, esta sobre Los animales de Montevideo (Casa Editorial HUM, 2015).
Hola, Rubén,
ResponderEliminarDe Polleri te puede interesar también la trilogía de nouvelles El dios negro. Es *muy* extraño todo.
Y con respecto a Onetti, la playa de Pocitos que él frecuentaba no es la que ha sido invadida por grasas, como dices, o planchas, en el argot local.
Muy interesante el blog, sigo leyendo, un saludo.
Javier
Muchas gracias por la lectura y por la recomendación, Javier. También tengo por casa Los sillones marchitos y ¡Alemania, Alemania!; así que, de momento, esas serán las siguientes lecturas pollerianas. En cualquier caso, queda anotada esa trilogía negra (por si sobrevivo al delirio de las otras dos novelas).
ResponderEliminarY, aunque solo sea por pura incompetencia geográfica mía, aceptada tu corrección sobre la playa de Pocitos y sobre quienes se bañan en ella. Por lo que dices debe de haber más de una playa en ese barrio, y por tanto la playa que menciona Polleri en La inocencia no es la misma a la que se refiere Juan Cruz con Onetti. Conste en acta.
Por último, una aclaración menor: uso la palabra grasas porque es la que usa Polleri en su novela. Mi dominio del uruguayo, como dirían en la escuela, todavía puede y debe mejorar. :-)
Muy tarde veo tu comentario, Rubén (!). ¿Qué tal te resultó Polleri al final? Me genera curiosidad.
ResponderEliminarCon respecto a la playa de Pocitos no fui claro, disculpa. Se trata de la misma playa, sí, pero en la época de Onetti tenía un prestigio que fue perdiendo con el tiempo hasta caer en desgracia. Pocitos significó durante décadas la burguesía que se había trasladado del barrio del Prado a orillas del mar, pero luego la playa pasó por épocas de contaminación (agua y arena) y el perfil (por decirlo de alguna forma) de las personas que la frecuentaba cambió considerablemente. No sé si ha remontado en estos últimos años, hace mucho que me fui de Uruguay.
Si Polleri dice grasas no se refiere a los planchas entonces sino a los grasas :-) Los planchas es un fenómeno de tribu urbana; grasa es más genérico y rotundamente peyorativo: un plancha se reivindicará probablemente como tal, pero no concibo que alguien diga con orgullo que es un grasa. Aunque hay un tema musical de la Bersuit que va en ese sentido:
https://www.youtube.com/watch?v=tulDTJuu_cM
Un saludo.
Me fue bien con Polleri. Escribí una reseña sobre "¡Alemania, Alemania!", de hecho (te la enlazaría aquí, pero no sé hacerlo desde el teléfono... sin que aparezca un kilómetro de letras y números).
ResponderEliminarGracias por las aclaraciones playeras y urbanas. Mi dispersa cultura uruguaya da para lo que da, así que ciertas distinciones y matices se me escapan.
Y tienes razón: estaba por ahí el tema de la Bersuit... De todos modos, no sé si argentinos y uruguayos asignáis el mismo valor a lo de 'grasa'. Pero, vamos, entiendo a lo que te refieres.
MUY BUENO MUCHACHOS SUS APORTES. foucaultstella@hotmail.com
ResponderEliminarLICENCIADA TRABAJO SOCIAL Y ESTUDIANTE LETRAS FHCE UDELARhttp://www.aperturas.org/articulos.php?id=00005427DELAR URUGUAY
Me apunto este libro. Tiene buena pinta y veo que está editado en España.
ResponderEliminarSí, Silvia: en España, lo ha publicado la editorial :Rata_ Aquí tienes más información al respecto:
ResponderEliminarhttps://avionesdesplumados.blogspot.com.es/2017/05/felipe-polleri-el-uruguayo-indomable.html
Saludos y gracia por pasar por el blog.