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27 de febrero de 2020

Entrevista a Felipe Polleri / CTXT

A principios de noviembre se alinearon los astros y tuvimos la suerte de que Felipe Polleri visitara España. Este escritor urugayo no es precisamente lo que se llama un viajero; por tanto, su paso por la librería Juan Rulfo lo saboreamos con el delite propio de las ocasiones únicas. Además, vino acompañado de María Laura Pintos, una de las fundadoras y editoras del sello de poesía La Coqueta. Como anunció la tarjeta de invitación, fue «una tarde intensamente uruguaya».

Mucho de lo que conversamos Polleri y yo lo recogí después en una entrevista que publiqué el 24 de enero de 2020 en la revista CTXT. Otras cosas, como los quince minutos en estuvo leyendo pasajes de La inocencia, quedarán para el recuerdo de quienes estuvimos allí. Fue un encuentro verdaderamente entrañable, genuino y divertido. Al escuchar leer y luego hablar a Polleri, diría que su tribu lectora madrileña pudo captar algo a veces complicado a este lado del Atlántico: el desopilante humor negro que rezuma esta novela (y, en general, toda su obra).

En España, por desgracia, solo está publicada La inocencia (:Rata_, 2017). Eso implica que, si alguien quiere seguir leyendo a este rabioso y salvaje escritor uruguayo, debe tener contactos trasatlánticos, comprar los libros de importación, etcétera, etcétera. Por increíble que parezca, se han publicado más libros de Polleri en Italia o en Francia que aquí. Así, nuestros vecinos franceses han traducido ya Gran ensayo sobre Baudelaire, ¡Alemania, Alemania! y Los animales de Montevideo; y los italianos han publicado ¡Alemania, Alemania! y este año sacarán Los sillones marchitos. Eso por no hablar de que la filial mexicana de Tusquets publicó un par de libros hace unos años. En fin, no hay que desesperar; quizá en 2021 haya buenas noticias.


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Felipe Polleri / Escritor uruguayo, autor de ‘La inocencia’

“Un libro es una enfermedad 

de la que uno se cura escribiéndola”


Rubén A. Arribas 24/01/2020

Felipe Polleri, en su casa. Foto de Diego Eguía Castro.

La literatura de Felipe Polleri es una especie rara y misteriosa, y sobre todo feroz. Bebe del inconsciente, considera que la autocensura es una descortesía con el lector y defiende la catarsis —siempre que sea estética— como un método liberador tanto para quien escribe como para quien lee. A la manera de su admirado Antonin Artaud, este escritor uruguayo considera que una verdadera obra de arte debe perturbar el reposo de los sentidos y agrietar, a través de la sombra, un concepto tan petrificado como es la cultura. Probablemente, eso explica por qué sus novelas están plagadas de yoes monstruosos cuya voz reconocemos en nuestro interior, pero que negamos cuando hablamos o escribimos. En el caso de Polleri (Montevideo, 1953), esas voces, sin embargo, alimentan las vidas imaginarias y horrorosas de sus personajes.

Su literatura se caracteriza, además, por una voz narrativa intensa y rabiosa, pero no por ello exenta de humor —humor negro, claro— y de ternura. Es una voz que busca atestiguar
la crueldad de un mundo que otros construyeron, como suele decir Polleri, para jodernos. Quizá por eso sus narradores se entregan a “la ira luminosa que todo lo arrasa” de la que hablaba Angélica Liddell en Trilogía del infinito. Además lo hacen, como pedía la autora de Una costilla sobre la mesa, no solo como un mecanismo de supervivencia, sino como una vía para devolverle al arte la fuerza y la belleza inherentes a su naturaleza salvaje... Y así, de paso, rescatarlo de las manos de ese censor moderno que es el puritanismo (sea este de corte más clásico o más progresista).

Tras la apariencia de unas memorias familiares —no autobiográficas—,
La inocencia (:Rata_, 2017) puede leerse como una declaración sobre el derecho a odiar la infancia propia y como un ajuste cuentas con el concepto familia. También como una declaración de enemistad eterna a Pocitos, el aristocrático barrio montevideano donde se crio el autor y donde, según Rodolfo —el narrador de la novela—, la gente se preocupa más por cuidar la hermosura de las calles que por los problemas sociales que existen en el resto de la ciudad. Asimismo, La inocencia relata un desclasamiento: Rodolfo prefiere ser un grasa —intraducible coloquialismo uruguayo— y vivir como tal a cumplir con las expectativas derivadas de tener un apellido ilustre y de vivir en un barrio de gente rica.

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Esther Peñas, María Laura Pintos, Felipe Polleri y Rubén A. Arribas.

La hinchada madrileña reunida en la librería Juan Rulfo (5/11/2019).
 
Grupo de estudio de la obra polleriana (Universidad Grasa de Yarará).
 

23 de octubre de 2019

Una tardecita uruguaya con La Coqueta y Felipe Polleri


En noviembre de 2017, presentamos La inocencia, de Felipe Polleri. En aquel entonces, el escritor uruguayo no pudo viajar a España, por lo que hablamos de su novela a nuestas anchas, es decir, sin que él pudiera rebatirnos, golpearnos, acuchillarnos, dispararnos con su negro revólver negro, etcétera, etcétera (todas esas cosas que hacen los personajes del gran Polleri, digo). Bien, dos años después de aquello y en el mismo cuadrilátero —la librería Juan Rulfo—, celebraremos la revancha, la reedición o vaya usted a saber qué en honor de La inocencia... Eso sí, esta vez tendremos a Polleri en carne y hueso —más hueso que carne, creo— dispuesto a leer algunos fragmentos de la novela y a conversar públicamente sobre ella. En fin, como suele decirse: será una oportunidad única.

Antes de todo ello, presentaremos el sello uruguayo de poesía La Coqueta. Una de sus directoras, María Laura Pintos, nos contará sobre este proyecto colaborativo fundando en 2017. A día de hoy, La Coqueta ha publicado diez poemarios y es un sello de referencia a la hora de hablar de la poesía contemporánea uruguaya. Prometemos leer unos cuantos poemas.

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Algunas cosas que escribí sobre Felipe Polleri y su obra:

15 de enero de 2018

Felipe Polleri: el dinosaurio y su birome / CTXT

Felipe Polleri escribe unas notas en su cuaderno. Foto de Diego Eguía.
El viernes pasado debuté como colaborador en la revista CTXT. Contexto y acción. A propósito de la publicación de La inocencia (:Rata_, 2017), me invitaron a escribir un perfil literario sobre Felipe Polleri... Y eso hice, con toda la negra y perversa admiración que tengo por este escritor uruguayo.

Copio un par de párrafos del texto; el resto puede leerse en la web de la revista.
Más abajo, y ya que estoy, enlazo también una entrevista que me hicieron para Radio Uruguay.

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Felipe Polleri: el dinosaurio y su birome 

Por fin se da a conocer en España otro ‘raro’ de la literatura uruguaya, pródiga en autores inclasificables 


Rubén A. Arribas


En su conocida canción Biromes y servilletas, Leo Maslíah dejó constancia de que Montevideo es tierra fértil para el talento artístico. Según este músico y escritor inclasificable, en la capital uruguaya hay poetas que, sin bombos ni trompetas, van saliendo de recónditos altillos y que, en vez de pretender glorias o laureles, prefieren escribir en papel experiencias totalmente personales. A lo que añade, con su habitual ironía y actitud lúdica, que, en Montevideo, también hay biromes desangradas en renglones de palabras que se retuercen, confusas, en delgadas servilletas como alcohólicas
reclusas. 

Desconozco en quién pensaba Maslíah cuando escribió la letra. Preguntárselo, además, sería exponerme a una de sus humoradas y a quedarme sin respuesta. En mi caso, Biromes y servilletas me hace pensar en ese baudeleriano poeta en prosa que es Felipe Polleri. Cada vez que escucho la canción, lo veo sentado en el borde de la cama, cigarrillo en mano, desangrando una birome sobre un cuaderno escolar. Lo imagino, además, como sigue diciendo la canción, escribiendo su manía, su locura, su neurosis obsesiva.


»» El artículo sigue en la sección «El Ministerio», de CTXT.


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»» Entrevista para el programa La Máquina de Pensar, en Radio Uruguay, conducido por Pablo Silva (unos 20 minutos).
»» Entrevista a la editora Iolanda Batallé, en Radio Uruguay, sobre la publicación de La inocencia en España (unos 25 minutos).

8 de noviembre de 2017

El 15 de noviembre charlaremos sobre 'La inocencia'

El miércoles que viene, 15 de noviembre, nos reuniremos en la librería Juan Rulfo (Madrid, metro Moncloa) para conversar sobre La inocencia, de Felipe Polleri. Empezaremos a las 19 h y me acompañará Gloria Fernández, escritora y coordinadora de los talleres en Fuentetaja. Dejo más abajo las invitaciones que han preparado la editorial y la librería para la ocasión. Si alguien se aburre y no sabe qué hacer ese día, allí estaremos charlando sobre por qué poner en nuestra vida libros tan rabiosos, delirantes y raros (o, como dijeron en esta reseña, de una «escritura feroz, sin concesiones, políticamente incorrecta»). Veremos qué tal se nos da.


 




17 de mayo de 2017

Felipe Polleri, el uruguayo indomable

«La literatura es el espacio de la libertad;

ya la vida cotidiana nos exige que cumplamos un montón de reglas»



A partir de hoy —si todo va como debe—, La inocencia, de Felipe Polleri, estará disponible en las librerías españolas. La publicación de la novela hay que agradecérsela a la editorial :Rata_, sello valiente y atrevido donde los haya. Quizá incluso demasiado atrevido: me encargó a mí que perpetrara el prólogo... Cosa que hice, por cierto, con mucho gusto y admiración por este indomable escritor uruguayo (lo siento, Felipe; ya vendrán prologuistas mejores...). En fin, ojalá que alguno de los disparates que escribí anime a la gente a adentrarse en el singular mundo literario que propone Polleri.

También, y ya que estoy metido en faena, reproduzco la entrevista que escribí para el catálogo de la editorial. En realidad, lo que transcribo es solo el fragmento de una larga conversación que tuvimos el 1 de diciembre de 2016. La otra parte de la charla —o al menos una parte notable de ella— puede leerse en el prólogo del libro.

Por último, va una ración de agradecimientos (disculpad el sentimentalismo...). Varias personas me han ayudado a cumplir con este loco afán mío de que se publicase algún libro de Polleri en España, así que va para ellas este último párrafo. Gracias a Iolanda Batallé por fiarse de mí y por la generosidad de sus comentarios; a Constantino Bértolo, por su siempre lúcida y lucense presencia; a Iago Fernández, por su paciencia y buen hacer; a Loris Tassi, por hacerme cómplice de su polleriana traducción al italiano de ¡Alemania, Alemania! (y de su consiguiente napolitanísima desesperación); a Pablo Silva, por hacerle llegar mis reseñas al autor y ayudarme a localizarlo; y, sobre todo, a Diego Eguía y a Laura Caorsi, por dejar todo lo que estaban haciendo y dedicar una tarde de sus vacaciones australes a robarle el alma —fotográficamente hablando— al gran Felipe Polleri. A todos y a todas, insisto, muchas gracias, etcétera, etcétera.

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En La inocencia haces referencia a los niños locos, algo habitual en otras novelas tuyas. ¿Qué relación tiene lo infantil en la construcción de tu voz narrativa?
Es la raíz; en el fondo, soy un niño rabioso... Y ese niño es el que escribe, o al menos uno de los Otros que escribe. Es un niño rabioso, dolorido, que no puede ser consolado —la época del consuelo ya pasó— y que lo único que le queda es la lucha hasta el final. Todos tenemos ese niño adentro. Yo al mío lo siento dolido, resentido, vengativo, inconsolable.

¿Eso tiene algo de autobiográfico?
Sí, fui un niño muy problemático: tenía todas las somatizaciones habidas y por haber y me pasaba de todo... Se ve que el cuerpo habla cuando la cabeza no puede procesar. Ahora, en cambio, se manifiesta la cabeza. Por eso, ahora no somatizo nada; estoy bárbaro gracias a la escritura. A mí la escritura me salvó: era lo único que podía hacer para ser socializable.

¿La inocencia es la mejor obra para entrar en tu literatura?
Eso me han dicho los buenos lectores y los lectores no tan entrenados. Mi estilo no tiene casi argumento —el argumento es lo que siente el personaje—; sin embargo, todo el mundo suele identificarse con la niñez —todos tuvimos una niñez compleja— y con Rodolfo, un tipo de clase alta que se come vivos a sus propios orígenes... En fin, todo el mundo odia a los ricos, y diría que mi autopsia logra sacar ese odio, tan sano, del corazón de los lectores.

Llevas publicando desde 1990, ¿cómo valoras La inocencia en el conjunto de tu obra?
Fue el libro que más se vendió, y eso tiene su interés; pero, sobre todo, fue un libro que me hizo mucho bien escribirlo. Me costó una enfermedad porque tuve que hundirme en el pasado, pero me hizo mucho bien descargarme. No es que la novela sea literal ni mucho menos —mi padre fue un señor muy culto y mi madre, una persona muy amorosa—, pero sí ese ambiente de la niñez, al que quise volver porque lo sentía como una especie de molestia, de malestar.

¿Hubo algún detonador para comenzar a escribir?
Una noche tuve una pesadilla, que es con la que empieza el libro, y la escribí: yo me despertaba en un cuarto a oscuras, era el cuarto de mi hermana, luego agarraba y buscaba la luz, después alguien tocaba el timbre y era el tipo que vendía el Diario Imperial... Se ve que eso me estaba presionando, que era una parte de mi infancia a la que no había vuelto, y una buena manera de volver fue escribiendo. Fue un proceso liberador, pero doloroso.

¿Por qué se llaman igual, «Vivir a veces», la primera y la tercera parte?
En la primera parte habla Rodolfo, que es ventrílocuo y cuenta su historia familiar. Después, en «Las muchachas de Pocitos» —cuando Rodolfo aparece como un solterón con buena guita que vive con una hermana—, el que habla es uno de sus muñecos, un pingüinito vestido de frac que también se llama Rodolfo. Lo que cuenta el pingüinito es lo que Rodolfo hubiera sido de no haberse rebelado... Es su pesadilla, lo que más teme. La tercera parte es la continuación de la primera.

Tu literatura está llena de esas ideas algo enrevesadas. ¿Cómo se te ocurren?
Me gusta hacer ese tipo de cosas. Cada libro te plantea una serie de derivaciones, por las que vos circulás o no si estás abierto a ellas. Cuando escribo, no tengo límites: si el libro deriva a lugares más complejos, voy a esos lugares más complejos; si deriva a que todo quede como un sorete, también voy ahí. La literatura es el espacio de la libertad; ya la vida cotidiana nos exige que cumplamos con un montón de reglas.

¿Y si el lector no puede seguirte?
Si encuentra dificultades, pienso que son un estímulo. Como diría Jean Genet, las dificultades son una cortesía para el lector: lo estás suponiendo superinteligente y receptivo. El lector se merece lo mejor; no se merece que vos estés achicando, arrugando y diciendo: «Ay, esto no lo voy a poner porque...». ¡No! El lector se merece que vos les des todo, que pongas toda la carne en el asador. Yo me rompo todo escribiendo. El lector merece que le des el mejor libro que puedas hacer, sin vos autocensurarte. Si te autocensurás, estás en el horno.


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Si quieres saber más de la editorial :Rata_, aquí te enlazo sus cuentas de Facebook, Twitter e Instagram. Y aquí puedes hacerte una idea de su catálogo. Otra manera de saber qué tipo de libros publica es leer lo que escribí sobre Escrituras sublevadas, de Carles Hac Mor, o sobre Yo misma, supongo, de Natalia Carrero.

Antes de cometer la temeridad de escribir el prólogo a un libro de Felipe Polleri, cometí otras osadías menores; a saber: reseñé las novelas ¡Alemania, Alemania! (HUM, 2013), Los animales de Montevideo (HUM, 2015) y La inocencia (HUM, 2007).

En el prólogo cito, entre otros, a Mario Levrero, Jules Supervielle, Damián Tabarovsky o Federico Jeanmaire. Dejo enlazado algo que escribí sobre ellos tiempo atrás.

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El libro, finalmente, tendrá este aspecto.

26 de junio de 2016

Los animales de Montevideo, Felipe Polleri

01 | Ante todo, pongamos esta exégesis en cuestión. Casi todo en la estética literaria de Polleri, salvo su cuidada y bien cincelada prosa, remite al caos, a lo antisimétrico, a la mugre y a la mierda. De hecho, en Los animales de Montevideo (Casa Editorial Hum, 2015), Polleri se burla de los cretinos como yo, que sacamos sextante, compás y hasta tabla ouija si hace falta con tal de elaborar algún tipo de explicación o teorema que aclare lo que él escribe. Como el mismo libro da a entender, lo de Polleri es «un teorema que nadie ha podido resolver del todo, excepto Todo». Es decir: quizá alguna deidad —diabólica, por supuesto— del polimorfo polleriano tenga la respuesta... De momento, los simples mortales debemos conformarnos con el contundente apunte n. º 2  de la pág. 31 (véase la foto de más abajo). Quiero decir: todo lo que he escrito de aquí en adelante puede ser un disparate. Ahora bien, es tan lindo escribir disparates...

02 | ¿De qué van las novelas de Polleri?
No lo sé con exactitud, y no sé quiero saberlo (con milimétrica exactitud, digo). Es más: juraría que tampoco sirve de mucho saberlo, que eso sería como preguntarle a un cuadro de Málevich por su argumento. Uno entrevé algunas cuestiones y especifidades realistas, claro que sí; con todo, hasta cierto punto, la obra cuenta aquello que quien lee quiere que le cuente. Los textos de Polleri combinan tal riqueza simbólica, libertinaje y, a la vez, precisión en su prosa que suelen prestarse a construir sentidos... y más sentidos. La mayoría remiten al delirio narrativo y vienen impregnados de una violenta ebriedad alucinatoria; casi todos, intentan ser un atentado contra la razón y un canto a la locura que nos habita. Por tanto, cuanto escribo sobre Los animales de Montevideo, insisto, es un delirio mío, un delirio de un enfebrecido lector polleriano.

03 | El loco del autor y sus máscaras en forma de personajes. En esta novela hay más o menos lo de siempre, pues, ya se sabe, Polleri escribe una y otra vez el mismo libro; por tanto, nos encontramos con un narrador que es escritor, que dice estar loco y que tiene múltiples personalidades (en concreto, refiere 13 mutaciones de sí mismo en una nota a pie de página). Además, ese narrador nos asegura que puede estar en 13 o 18 sitios a la vez y que, si debido a ese don de la ubicuidad dos de sus personalidades se encuentran al doblar la esquina, se detienen y hablan de literatura. Así es la voz que cuenta las historias de Polleri: ahora es Batman y, dos páginas más allá, la Hormiga Atómica, y por en medio puede encarnarse en Gabriel, Bruno o Carlos. En cualquier caso, por mucho cambio de avatar que encontremos, todo emana de la misma fuente oscura, del mismo holograma: Felipe Polleri, suma sincrética de esas 13 —o más— maneras de convivir con la locura.

04 | Un viejo de mierda que habla sin filtro. El punto de vista —al menos de las nouvelles 1, 2 y 4 que componen el libro— es, en palabras del narrador, el de un viejo de mierda, solitario, tímido, malvado, entre bajito y enano, moralista peligroso, que prefiere el jiu jitsu al yoga y la literatura de Lautrémont o Sebald a la mierda de la autoayuda que lee su esposa. También el de alguien que está harto de que los jóvenes se quejen de que Uruguay está lleno de viejos, en vez de indignarse por que está repleto de jovencitos descerebrados (y también... de mierda). ¿Y de qué nos habla esa voz polimórfica y en primera persona? Además de dos clásicos pollerianos —la salud mental y lo horrible que es Montevideo—, esta voz dedica una parte apreciable de su tiempo a detallarnos lo asquerosa que es la vejez y lo infame que es divorciarse a los 60 años, en particular si uno debe hacerlo de una señora de carácter algo nazi y que, por mucha autoayuda que lea, lo que busca es una pareja con menos vida interior y con más «dinerrro» («—¡Nein eskribirr! ¡Trabajarrrrr! ¡Dinerrrro! —crujía la nazi»). Los escritores, esos bichos solitarios e incomprendidos a los que es mejor leer que tenerlos como animales domésticos en casa.

El teorema de la página 31.
05 | Un viejo (de mierda) con un zoológico por cabeza. Como anuncia el título de la novela, los animales funcionan como uno de los hilos conductores. De hecho, el narrador muda de animal en función de su estado de ánimo, de sus «emociones contradictorias, locas». La decisión la toma su «cabeza, sola y lejos, como decapitada», que, sin consultarle, unos días le elige cuerpo de «gorila, pantera, cocodrilo, papagayo, chimpancé, toro» y otros, de «ballena o elefante, o ratón o cocodrilo». Toda esa parafernalia simbólica envuelve, nos dice el narrador, a «ese tipo bajito y tímido y loco» que es él cuando se mira en las fotografías. Y eso es Polleri: la suma del pobre tipo que vive encerrado escribiendo de noche con la megalomanía de sus 13 personalidades a la hora de narrar y el amplio bestiario emocional que lo habita. ¿El resultado? Un gran unicornio literario. Y no es lo que lo diga yo; lo dice él: «Soy, resumiendo, un animal utópico».

06 | El encierro y el odio.
En Los animales de Montevideo todo el mundo odia, persigue y trata de humillar al narrador, y lo acusan de todo tipo de perversiones y obscenidades. La cosa es tan intensa que casi tiene un punto paranoide: «Toda la ciudad es un animal repugnante parido con el único propósito de echarme», «El Uruguay está resuelto a matarme de un susto, de frío y de hambre» o «Todos me odian y se reúnen para verme caer del trapecio». Hasta ahí nada nuevo en comparación con La inocencia o ¡Alemania, Alemania!; sin embargo, juraría que aquí la cosa va un poco más allá; según el narrador, lo que más le molesta es que lo tomen por imbécil, y no por loco. La distinción casi parece una evaluación estética: con la imbecilidad no se construye una obra artística; con la locura, sí. Por eso: imbécil, no; loco y algo infantil, sí.

07 | El discípulo uruguayo de Artaud. Como en otras obras, Polleri nos traslada una creencia: todos estamos enfermos, locos. Y procura hacerlo de la manera más apasionada, impactante y violenta que puede, como si siguiera al pie de la letra el credo artaudiano del teatro de la crueldad. La locura es lo que encontramos latente bajo el ser humano si le arrancamos todas las máscaras, sostiene Polleri en esta entrevista. Ahí están Auschwitz o las dictaduras —o los refugiados que buscan asilo en Europa, añado yo— para mostrarnos quiénes somos (y no quiénes creemos ser). Probablemente, por esa razón sus narradores zoomórficos invocan su aura negra y dicen escribir alentados por el aullido de Lucifer, ese orgulloso ángel caído que, según Milton, prefiere mandar en el infierno que obedecer en el cielo. Solo él no tiene miedo de volverse loco ante la canción de la locura; solo él puede cantarla con tal fuerza que algo de esta realidad putrefacta estalle.

08 | El mundo como dictadura antiartística. Uruguay es una cárcel artística, un pudridero de escritores. Todo conspira contra el Arte en Uruguay, un país que aparece adjetivado en la novela como gris, mediocre, mesocrático. «Históricamente, este país toleró y hasta premió a los seudoartistas, gentecilla inofensiva. A los artistas, nunca. Si al pueblo no le interesan, a los políticos tampoco». Los artistas molestan tanto, dice, que hay una policía que se dedica a la «perezosa obligación de librar a la población» de semejantes fanáticos, quienes solo pueden ser considerados como «una molestia, una pequeña molestia, pero molestia al fin». Polleri, a través de su narrador, reclama para sí el último sitio en una lista que incluye nombres como Meyerhold, Ajmátova, Málevich o Mayakovsky. Uruguay, dice, no es país para «que un ruiseñor cante a la hora de la siesta» su canción de la locura.

09 | Lo francés (pequeño brindis por el surrealismo). De las 13 personalidades —o más— en las que Polleri se encarna en Los animales de Montevideo, una de ellas es de lo más afrancesada. Y no solo por el delirio fulgurante de Artaud, sino por algo de aroma más típicamente bretoniano. Al menos así lo sugiere el fragmento número 27:
A veces consiguen que los animales se yergan sobre las patas traseras y posen... Hoy mismo, en una pieza del fondo, vi una cebra levantando un hacha y un tigre ofreciéndole un ramo de violetas. Estaban inmóviles desde las 7, como estatuas de carne; pero un parpadeo o el latido de un músculo demasiado tenso mostraba que formaban uno de esos "cuadros vivientes" tan populares en el siglo XVIII. Chasqueó los dedos y la magia se rompió: la cebra quedó en cuatro patas y relinchó y huyó escaleras arriba y el tigre destrozó el ramo a zarpazos y (furioso por no haber podido comerse a la cebra, confundido por no haber sido transformado en un tigre de papel de El Niño) se dejó caer y cerró los ojos y perdió el sentido, como si un elefante le hubiera dado un hachazo en la cabeza.
10 | Más afrancesamiento (o digresión simbolista que remite a otra obra de Polleri, pero que trata de explicar algo sobre la actual).  En Gran ensayo sobre Baudelaire, un ensayo-novela sobre el autor de Las flores del mal, Polleri da algunas claves sobre cómo leer —descifrar— su propia literatura. En clave simbolista, la obra artística aparece en este libro como una «cerradura moderna» capaz de sortear las «trampas rectangulares y negras» del mecanismo narrativo y la lectura emerge como «una llave imaginaria» capaz de abrir la valija de los espantos allí encerrados por el autor. O dicho de otro modo: el libro es una golosina mugrienta, hedionda e insalubre; el autor, «un títere con los hilos cortados por el Demonio» y «la cabeza mal unida al resto del cuerpo»; y la lectura o la escritura, sendos actos donde levantarse la tapa del cráneo y dejar que se vean las serpientes que allí habitan. En fin, con esto en la cabeza —decapitada y en manos de sierpes luciferinas—, es con lo que yo he leído Los animales de Montevideo (y así me está yendo mientras escribo un disparate tras otro, claro...).

11 | La maniobra «Amanecer en Lisboa».
Desde el punto de vista estructural, Polleri ejecuta una maniobra de lo más cervantinamente impertinente: intercala una nouvelle que ya había publicado en 1994, «Amanecer en Lisboa», a modo de tercer capítulo. Si el lector no lo sabe, la asume como una sección o capítulo más; y si lo sabe, le da vueltas al porqué de esa acción (a tal efecto, léase por ejemplo la recomendable reseña de Ramiro Sanchiz para La Diaria). Personalmente, encuentro admirable la valentía de Polleri, y la celebro; ahora bien, si atendemos al efecto global del libro, considero que la novela se resiente, que decae y que, por intensidad y ritmo, preferiría Los animales de Montevideo sin esa digresión lisboeta de 40 páginas. Es decir: opino lo contrario que Alicia Torres en su no menos recomendable reseña para Brecha. Y, dicho lo anterior, paso a contradecirme (o algo parecido a eso) en el siguiente bloque.

12 | Sigamos amaneciendo en Portugal. «Amanecer en Lisboa» comparte el imaginario alucinatorio y psicozoológico de las otras tres nouvelles o capítulos del libro. Es más: contiene algunas claves de lectura que permiten conceptualizar mejor algunos aspectos; a saber: lo monstruoso, el escritor como ventrílocuo, la belleza de la fealdad o el delirio paranoide. Sin embargo, los hallazgos surgen de manera aislada y no alcanzan para sostener la altísima temperatura de ebriedad y delirio que previamente han marcado «El zoo de papel» y «El viejo» (al mejor nivel del Polleri de ¡Alemania, Alemania!). Con todo, en esas 40 páginas, aparecen ideas tan relevantes que me hacen dudar sobre lo beneficioso de la amputación. Algunas de esas ideas ya ha aparecido en la reseña —la kafkiana del trapecio o la artaudiana de la canción de la locura—; otras, ahora que las reflexiono y escribo, me dejan aún más dubitativo si cabe... Al fin y al cabo, «Amanecer en Lisboa» nos cuenta algo fundamental: «... el alma más corrompida, esa cosa marchita en agua podrida, puede ser para otra alma el regalo más bello del Universo». O dicho de otro modo (en modo parafraseador y lisboeta, digo): inexplicablemente, la basura es tan hermosa en los libros de Polleri.


13 | Apéndice de conclusiones irrelevantes y algo deshilvanadas. Después de tres largas reseñas sobre tres novelas de Polleri, para mi desgracia —soy una persona con más ocupaciones que un maldito blog—, me siguen quedando ideas que desarrollar. Planteo algunas aquí por si le sirven a alguien y quiere ahorrarme el esfuerzo de tener que escribir sobre ellas. Ahí voy: 1) Damián Tabarovksy no puede seguir publicando arengas vanguardistas rioplatenses estilo Literatura de izquierda sin antes leer o posicionarse respecto a Felipe Polleri; 2) entre César Aira y Felipe Polleri, me quedo con Felipe Polleri; 3) Polleri me da ganas de escuchar a mi banda favorita durante años, El Niño Gusano, encabezada por el muy surrealista y ya difunto Sergio Algora; 4) unido con lo anterior: dejaría en manos de Oscar Sanmartín Vargas la ilustración de un libro polleriano;  5) ¿habría que leer a Polleri con los cuadros de El Bosco —y no con los de Málevich— en mente?; y 6) por el prólogo que escribió Polleri para Irrupciones, de Mario Levrero, supe que los dos eran amigos; de aquel libro saqué la conclusión de que Levrero veía el mundo como un teatro construido para que sus habitantes lo divirtieran a él; en Los animales de Montevideo, en cambio, he llegado a la conclusión de que para Polleri el mundo es un gran zoológico lleno de animales que, en el fondo, están locos... Tendré que leer más sobre teatros y zoológicos, digo, a ver si esta cabeza decapitada hilvana alguna nueva conclusión disparatada sobre ellos.

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P. D.:  por si pasó inadvertida a lo largo del texto, rescato aquí también esta entrevista de 1 hora en el programa Café Literario, que permite comprobar que Felipe Polleri es un tipo tranquilo, sociable y encantador.

26 de julio de 2015

¡Alemania, Alemania!, Felipe Polleri

Sinceramente: desconozco hasta dónde puede llegar el delirio narrativo de Felipe Polleri. En ¡Alemania, Alemania! (Casa Editorial HUM, 2013) hay un tipo llamado Christopher Marlowe Shakespeare que dice haber ejecutado «al Fantasma de Marte» porque su sangre era un remedio estupendo para curarse una demartitis algo rebelde y que, sanado de sus ampollas, se pone en pareja con una sirena, con la que tiene un par de hijos. Hay otro, un tal... Parsifal, que dice ver pájaros invisibles y que sostiene haber asesinado, entre otras personas, a su madre, que al parecer era «la esposa del Dr. Mengele». Y hay un tercero, un señor llamado Antoine, que asegura tener implantada una Máquina de Ideas Negras «cerca del parietal izquierdo». En serio: ¿quién da más?

De hecho, a veces pienso que el loco, el demente o el paranoico es Felipe Polleri, y no alguno de sus narradores. Tanta imaginación desbordante, tanto narrador tullido, pobre y atormentadamente artístico, tanto delirio en formato nouvelle-collage empieza a parecerme sospechoso... Porque qué manera de desbarrar y de someter a «la Alta Cultura» al yugo de «la ordinariez de los patanes como yo que solo hablamos alemán de clase baja».

Y no es que sea un invento mío lo de que Polleri tiene una imaginación monstruosa; es que hasta lo menciona el propio autor a través del bávaro Parsifal, el segundo narrador de la novela:
Al fin de cuentas, no tengo la culpa si nací con esta imaginación tan... asquerosa. Nací escritor. Sé que no debía haber nacido, como no debió haber nacido la tristeza. Pero nací, sin haberlo pedido, y mi cabeza nació conmigo. Mi cabeza, mi imaginación: ese monstruo que soy. Sí. Mi imaginación es un monstruo repugnante, lo acepto, y mi trabajo no es otro que limpiar los excrementos de su jaula con estos papeles (y firmarlos como si yo mismo los hubiera escrito).

La novela como manicomio

¡Alemania, Alemania! es una novela compuesta por tres nouvelles típicamente pollerianas (las dos últimas incluyen fotos de cuadros y dibujos a mano). Si entre las tres forman o no una novela, es un debate tan estéril como ajeno a la estética entre surrealista y art brut del autor. Objetivamente, lo que encontramos en el libro son tres novelas cortas con tres narradores distintos: uno inglés (Christopher), otro alemán (Parsifal) y un tercero francés (Antoine), quienes, además de compartir vocación artística, resultan ser —o estar considerados— como enfermos mentales. A su manera, y con la Segunda Guerra Mundial como excusa, cada uno nos da un fogonazo sobre la locura y sus (incestuosas) relaciones con el arte.

Así, Chistopher ha estado internado montones de veces en el conandoylesco Doctor Watson Hospital y presenta una disociación de la identidad bastante curiosa: unos ratos dice ser Marlowe, otros Shakespeare y en ocasiones los dos. El wagneriano Parsifal tiene por psiquiatra a Hans Prinzhorn, famoso por la colección de arte que lleva su apellido, y que llegó a constar de 5000 obras elaboradas por 450 pacientes suyos, amén de influir notablemente en las vanguardias europeas de principios del siglo XX. Según Parsifal, él ha escrito un libro titulado Observaciones sobre la escritura paranoica, cuyo prólogo se lo ha encargado... al propio Prinzhorn. Ahí es nada.

Por último, está Antoine, un tipo que asegura que le «instalaron la timidez en un quirófano clandestino y oxidado» y que se autodefine como «un artista famoso que se cree lleno de máquinas (del Insomnio, de las Ideas Negras, etcétera, etcétera), ubicadas por los altos círculos del Poder en su cabeza, en su vientre, en su mano derecha (la que escribe, pinta y recorta), en su mismísima vejiga, etcétera, etcétera)». Según él, y si yo he entendido bien, está —o se siente— encerrado en su cuerpo y a este ha decidido llamarlo Charenton, en honor a la prisión en que fue encerrado el marqués de Sade. 

Si algún lector busca buenos modales literarios, una relación complaciente con el lenguaje o con la trama, orden y concierto sentimental, etcétera, etcétera, ya puede ir buscando otro libro (o leer este y dejar que su aburrida vida literaria cambie por fin). ¡Alemania, Alemania!, como las otras dos novelas que he leído de Polleri —Los sillones marchitos y La inocencia—, son para valientes de las emociones estéticas. Las tres son un puro ¡vamos a destrozarlo todo, carajo!


De mayor, quiero ser niño-monstruo

En algún lugar leí que Polleri siempre escribe la misma novela. Y es cierto: las novelas de Polleri se parecen mucho entre sí, y uno no sabe si entre todas forman un gran mosaico sobre el poder destructor de este mundo tan inhumano en nuestra psique o si cada una es un intento por conseguir el artefacto textual perfecto que permita arrojarlo a la sociedad y hacerla saltar por los aires. El caso es que las novelas se parecen entre sí, y sin embargo uno siente que está bien que así sea, que ese es el camino correcto para un autor cuyo destino parece ser legarnos una suerte de furiosas, divertidas y libérrimas Variaciones Goldberg de la locura artística.

La narrativa de Polleri, de hecho, está escrita con la misma libertad con que un niño inventa historias. Un «niño-monstruo», aclararía Antoine. Un niño que, como dice algún verso por ahí, en realidad, es el padre del «adulto-monstruo» en el que nos convertimos. El «niño-monstruo» es el que hace rato que perdió la inocencia y sabe que «este es un mundo malvado y, en consecuencia, los malvados son los dueños de este mundo», y que por tanto lo mejor que puede hacer es cagarse en el mercado, la academia y el reseñismo —algo que hacen literalmente los tres narradores de ¡Alemania, Alemania!—, y entregarse al delirio narrativo más furibundo, al intento de recuperar «la euforia de vivir» que alguien nos extirpó sin que nos diéramos cuenta.

Parsifal, en pleno acceso de esplín baudeleriano, nos lo aclara en estos términos: 
Suelo estar triste, excepto cuando escribo. Escribir me hace feliz, no sé si me entienden. Imagínense que ganaron mucho dinero: así.
Y Christopher, por su parte, nos da el ingrediente secreto —una directriz estética digna del surrealismo— para experimentar semejante éxtasis:
¿Divago? No importa. Los muertos, a falta de un mundo concreto que nos ancle, volamos de un lado a otro como las cenizas del gueto de Varsovia.
Sin embargo, el niño-monstruo es, valga el juego de palabras, monstruo por algo. Es porque convive con el hombre-monstruo, que es quien le enseña «a pagar las facturas, o entender los instructivos, a hablar de los grandes temas con esa voz oscura, peligrosa, etcétera, que aterroriza a los charlatanes, y sobre todo a los visitantes». El niño-monstruo es quien divaga y vuela sin ancla mientras coquetea con lo absurdo, lo abstracto o lo surrealista; el hombre-monstruo es quien envenena esas divagaciones con sus negras preocupaciones y las hace aterrizar, en el momento más inesperado, sobre un mundo bien concreto, bien cotidiano:
No puedo respetar, ni entender o soportar, a quienes nunca hayan llorado sobre una factura. Esos hijos de mamá, esos cobardes, que nunca serán hombres, porque solo los hombres, y más los artistas, lloran sobre las facturas, como papá, que era un hombre y un artista, hasta que las facturas y la Máquina de las Lágrimas lo asesinaron, poco a poco, como asesinan las facturas, mes a mes, lenta e inexorablemente, con ayuda de la Máquina del Cáncer y la Máquina de la Angustia, para no hablar de la Máquina de la Humillación porque tenía que rogar (sinónimos: arrodillarse, mendigar) a sus amigos y parientes sabiendo que le dirían que no, una y otra vez, mendigar para que te humillen, y finjan apiadarse, o directamente se rían a tus espaldas, como se ríen de mí (y de mi nerviosismo, de mi timidez, etcétera, etcétera) y de mi locura, aunque yo jamás le pedí nada a nadie, salvo una o dos veces para que se rieran a mis espaldas o fingieran apiadarse de mi "pobre familia", esos cobardes, sí, cobardes, nacidos para la avaricia y la mezquindad, nacidos para todos los meses del año pagar sus facturas, cómodamente, desde la cuna, mis enemigos.

¡Contra los altos círculos del Poder!

Polleri compone novelas cuyo destino es no ser entendidas (o al menos malentendidas en un 64,33 %). De hecho, son textos que se resisten, como gato panza arriba, a ser ordenados por inteligencias convencionales, es decir, por aquellas acostumbradas a redactar manuales de instrucciones para «ensamblar un avioncito o una central nuclear o un Estado: parlamentario, monárquico, etcétera, etcétera». O dicho de otro modo: las novelas de Polleri se oponen a toda fuerza civilizadora, humanista y racional. De hecho, ni terminan —en el sentido clásico del término— ni resuelven los problemas que atraviesan a los personajes ni nada de nada; están concebidas como si el efecto buscado fuera que una recua de caballos salvajes pasara al galope por encima del lector. Lo que queda después de todo eso, la resonancia de lo leído, es lo que te quiere contar Polleri.

Y si hubiera que buscarle algún porqué a su escritura, en mi humilde opinión, recurriría a lo que nos dice el bueno de Antoine: esta es una literatura diseñada para hackear y desinstalar «todas las Máquinas que los carniceros nos instalaron en el cuerpo y, especialmente, en la cabeza». Las novelas de Polleri sirven para eso: para desinstruir, para deseducar, para desautomatizar los resortes y convenciones; para combatir, en definitiva, la programación cultural que nos inocularon —y nos siguen inoculando— los «altos círculos del Poder»:
¿Quién soy esta mañana? ¿Quién soy mañana? ¿Quién soy ayer? ¿Quién soy ahora, esta noche? La identidad es como un manual o instructivo, etcétera, que repasamos todos los días para hacer lo mismo todos los días y creer, y hacerle creer a los demás, que somos los mismos, idénticos al de ayer y al de mañana, etcétera, etcétera. Pero alguien, seguramente un enemigo, o cuatro o cinco, quemó mi instructivo o manual, porque tengo enemigos muy poderosos en los altos círculos del Poder, enemigos poderosos, muy poderosos, y cada día pierdo medio día o tres cuartos en saber quién soy, lo que me destroza los nervios, soy muy nervioso, y tímido, y cuando empiezo a sospechar quién soy o, mejor dicho, qué cosa soy, ya me siento tan cansado, agotado, exhausto, etcétera, etcétera, que se me cierran los ojos, si tengo ojos, y mi cuerpo, si tengo cuerpo, rebota contra la camilla y sueño con un hotel blanco a orillas del mar que una noche el mar sumergió y llenó de delfines atrapados en las ventanas.
Eso sí, a pesar de la pertinencia de la desinstalación de máquinas como la de la Angustia, la de la Humillación o la de las Facturas, la que más nos tienta a algunos —por razones obvias— es esta otra:
Se puede romper la Máquina de Escribir, que nos instalaron al nacer, usándola. Después de diez o veinte años o generalmente treinta años de uso ininterrumpido, insisto, ininterrumpido, sus tornillos y engranajes empiezan a desgastarse, aflojarse, fisurarse, etcétera, etcétera. Todo está en escribir estupideces, mentiras, instructivos, etcétera, treinta o cuarenta o cincuenta años seguidos; rota la Máquina de Escribir, uno ya puede escribir con la infinita libertad de un recién nacido sobre las otras máquinas, porque las otras máquinas siguen funcionando como siempre para que la vida sea tan espantosa como antes de romper la Máquina de Escribir.

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PD 01. En estos dos vídeos (1 y 2), Felipe Polleri explica, por ejemplo, su teoría sobre el enfriamiento y calentamiento en una novela y divaga un rato sobre cuestiones de su técnica narrativa. El videotráiler de ¡Alemania, Alemania! tiene su cosita; merece la pena verlo.

PD 02. Este artículo, publicado a principios de 2015 en 20 Minutos, y este otro del psiquiatra Adrián Gramary dan buena cuenta de la influencia de la Colección Prinzhorn en Jean Dubufett (creador del art brut), los surrealistas o los expresionistas. De hecho, la colección —o parte de ella— tuvo el honor de ser considerado arte depravado por los nazis y formó parte de la Entartete Kunst.

25 de enero de 2015

La inocencia, Felipe Polleri

He aquí un autor y una novela que funcionan como antídoto contra el sentimentalismo —estético y del otro— que suele asolar al biografismo familiar. Eso que aquí, de manera irónica, se llama recuperar «la luz de la infancia». Por suerte, como nos avisa varias veces Rodolfo, el narrador de esta nouvelle, las suyas son unas memorias «más que malas, malvadas»; por tanto, los lectores podemos respirar tranquilos: allí donde otros nos agotan con su lloriqueo y sensiblerío supuestamente profundo, La inocencia (HUM, 2012) nos ofrece una prosa delirante, excesiva y decidida a terminar con cualquier expectativa ñoña del lector.

De hecho, puede tomarse como clave de lectura este proverbio del infierno de William Blake: «El camino del exceso conduce a los palacios de la sabiduría». La glosa figura, al poco de comenzar la segunda parte, que lleva por título el proustiano «Las muchachas de Pocitos»; el proverbio es el segundo de la generosa retahíla con que el narrador adereza sus memorias. Este del exceso es el que mejor refleja el discurso literario de Felipe Polleri, un autor convencido de que la prudencia es fruto de la incapacidad y solo sirve —sigo parafraseando a Blake— para cortejar a viejas solteronas ricas y feas.

Con el respeto debido a las solteronas de Pocitos —o del barrio de Salamanca, un posible equivalente madrileño—, esos proverbios de Blake pueden orientarnos también sobre el tipo de lector a quien se dirige Polleri. La prosa que aflora en La inocencia rompe con mucho de lo que cualquier vieja solterona literaria —léase: mediocres profesores de taller literario que pregonan que todo el orégano del monte es Raymond Carver; miopes reseñistas que solo saben pagar y deber favores a través de sus textos en las revistas, blogs y suplementos culturales; engolados y solemnes catedráticos del aburrimiento; lectores que usan la lectura como sinónimo de distinción; etcétera, etcétera— calificaría como Literatura (así, con mayúscula).

Como explica el propio Polleri en el prólogo a Irrupciones, de Mario Levrero, él considera que «un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor». Es decir, que «debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera». Y, al menos en La inocencia, se esmera por seguir ese programa literario: practica repeticiones al por mayor, asume contradicciones continuas en su discurso, abusa de la repetición, emplea gran variedad de juegos sintácticos, usa hipérboles delirantemente divertidas, frasea en corto, en largo y en muy largo, usa una estructura que es pura desestructura... Y todo, salvo algún detalle puntual, funciona; es más: uno siente que no quiere dejar en ningún momento la lectura.


El sabio delirio del loco

En términos de argumento, lo que nos cuenta La inocencia son las disparatadas memorias de Rodolfo, un tipo que nació en una familia acomodada del barrio de Pocitos y que, debido a las tensiones inherentes a formar parte de la clase media-alta uruguaya, atravesó una niñez lo bastante cruel como para convertirse en un adulto lleno de traumas. En su caso, tanta insistencia en «el abolengo de la Familia», la obsesión por lo que es de buen y de mal gusto o por respetar el apartheid entre las gentes de bien —habitantes de barrios residenciales— y los grasas —habitantes de barrios no residenciales— dieron como resultado un señor mayor que odia su vida de solterón, incapaz de lidiar con los problemas del mundo o que sufre porque piensa que no se envejece igual con hijos que sin ellos.

De ahí que, cuando se pone a revisar su infancia, Rodolfo diga cosas como esta:
Yo creo, en resumen, que [la gente de Pocitos] no fuimos educados para entender los problemas sociales. Nacimos para cuidar y mantener uno de los barrios más hermosos de la ciudad. Para mantener el clima amable y provinciano (amplios jardines, piedra venerable) que nos legaron nuestros antepasados. 
O esta otra —que suscribiría más de un padre y una madre que conozco—:
Ser un imbécil fue un lujo que papá, a fin de cuentas, no pudo darse; en cambio, tener un hijo imbécil estaba completamente dentro de sus posibilidades financieras.
O, por último, esta otra, que Rodolfo nos endosa a sus lectores a modo de balance vital:
A nuestra edad podemos tener dolores musculares o reumáticos. No se considera apropiado, en cambio, que un hombre maduro llore a las tres de la mañana porque le duele su vida inútil, triste, perdida.
Y quizá esto es lo mejor de Polleri: cómo consigue que, en mitad del delirio y el exceso, como pedía Blake, afloren los fogonazos de sabiduría. Al fin y al cabo, pasajes como los anteriores conviven con otros donde se describen «resquebrajaduras de 50 m de largo en mi así llamada identidad», se narra la caída de dos hermanas suicidas que se hacen trampa para ver quien llega antes al suelo o se establecen claves de lectura con pasajes tan desopilantes como este:
El único hijo del edificio que estaba cuerdo solía pasearse por el hall vestido de novia, con el resplandeciente vestido de novia robado a su madre.

Un vestido resplandeciente, blanco como el edificio negro, lleno de voladitos y tules vaporosos, que Alejandro lucía desvergonzadamente para avergonzar a su padre (otro inútil y otro imbécil que se dedicaba a la genealogía y a la heráldica con una pasión excesiva, incluso para los parámetros del edificio).

Era un muchacho buen mozo y bien humorado, aunque fuera "un homosexual" como decía mamá o "maricón", como decía papá, aunque fuera más duro y menos afeminado que todos los hombres del edificio, excepto cuando se vestía de novia para mover las caderas sobre los tacos aguja, como una reina del Carnaval.

Lo cruel es que no esté publicado aquí

En fin, esta es la primera novela que he leído de Felipe Polleri, y me he quedado con ganas de haberme traído alguna más (la última, ¡Alemania! ¡Alemania!, estaba agotada en esta bonita librería). Sospecho que los libros de HUM no se consiguen en España ni siquiera en la librería Juan Rulfo, así que habrá que abogar por que algún editor o editora valore publicar aquí a este autor. A falta de haber leído alguna otra obra polleriana, diría que La inocencia marida bien con Rafael Pinedo (Salto de Página), Mario Levrero (Caballo de Troya, PRH), Copi (Anagrama) o César Aira (PRH). Y ya puesto a hacerme el estupendo, aporto una coordenada más: el libro me supo al El hombre de la pampa, de Jules Supervielle, mezclado con un concierto de Leo Maslíah.

Y, ahora, como no sé cómo terminar este comentario, voy a escribir una de esas frases epatantes que tanto ensayan los reseñistas para que luego las editoriales se las citen en los paratextos de los siguientes libros del autor y así figurar como formadores de la opinión cultural del país. No soy muy dado a ello y no tengo apenas entrenamiento; pero, bueno, todo sea por acabar esta entrada del blog y participar en el Concurso Mundial de Frases para Faja de Libro. Ahí va la mía: «La inocencia muestra la prosa de un narrador inteligente, capaz de contradecirse a sí mismo casi en cada frase, salir indemne y, además, hacerte estallar en una carcajada mientras te habla sobre la crueldad familiar».

(Ay, qué horror, por favor. ¡Electrocución!)


P. D.: por cierto, según explica Juan Cruz en el documental Jamás leí a Onetti autocitando su artículo «Grandísimos largatos», don Juan Carlos bajaba a la playa... en Pocitos. Eso sí, alguien me dice que a la playa de Pocitos solo bajan... los grasas, que la gente de Pocitos veranea, por supuesto, en otra parte.

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Actualización (18/12/15): Tiempo después reseñé otra obra filípico-polleriana, ¡Alemania, Alemania! Me quedó tan linda como esta reseña... ¡o más! 

Actualización (11/11/16): En junio de 2016 publiqué otra reseña más sobre Felipe Polleri, esta sobre Los animales de Montevideo (Casa Editorial HUM, 2015).