Una amiga uruguaya que se burla de que prefiera a Onetti a Kenn Follet o Kate Morton me regaló a finales de año Mares baldíos (PRH, 2014), de Carlos María Domínguez. Ella no me explicó por qué lo eligió, si bien sospecho que su elección está relacionada, por un lado, con su obsesión —infundada— de que soy un fan de Onetti y, por otro, con que ella arrastra no sé que trauma desde que la obligaron a leer El pozo en el liceo.
La broma entre nosotros se repite desde que nos conocemos: según Ana, que así se llama ella, no se me puede dejar organizar nada porque mi paradigma de la diversión consiste en leer a Onetti caminando alrededor de la piscina (a él o a cualquiera de «esos otros autores redivinos para cortarse las venas que te gustan a vos»). Y, pese lo exagerado de su prejuicio, algo de razón no le falta... De hecho, terminé de leer este libro a orillas del Río de la Plata, entre mates, chapuzones y siestas.
La cuestión es que, mientras lo leía, me preguntaba por qué Ana me lo había regalado. Al final, me quedé con la hipótesis inicial: en la solapa anterior decía que Domínguez había recibido el Premio Onetti de la Embajada de España de Uruguay y había escrito Construcción de la noche, una biografía sobre don Juan Carlos (Onetti). Por tanto, ella debió de pensar: «Ideal para el Gallego: literatura para cortarse las venas».
Sin embargo, como soy un mal lector onettiano —disfruté de Los adioses, El astillero y Juntacadáveres, pero no leí El pozo, me aburrí con La vida breve o me cuesta conectar con sus cuentos—, disfruté del libro de Domínguez desde otro lugar. Por un lado, todos los relatos están ambientados o relacionados con el delta del Río de la Plata, un lugar con el que mantengo un vínculo personal: en su día, lo cruzaba en barco cada tres meses para renovar mi visado de residente en la Argentina (al salir y entrar del país, la renovación era automática).
Y por otro, ese estuario es un lugar tan enorme, voluptuoso y salvaje que solo cabe la fascinación frente a él. De hecho, dispone de todos los elementos necesarios para convertirse en un imponente territorio mítico —hasta un Canal del Infierno tiene—; sin embargo, a tenor de lo que leí en este artículo, aún está poco explotado narrativamente. Por eso, quizá la gran contribución de los siete cuentos que componen Mares baldíos sea esa: transmutar los barcos encallados, los expertos marinos a la deriva o las sudestadas que arrasan diminutas islas en una atmósfera global que te absorbe y te obliga a querer a ese río con otros ojos, más admirativos y fascinados aún si cabe.
La broma entre nosotros se repite desde que nos conocemos: según Ana, que así se llama ella, no se me puede dejar organizar nada porque mi paradigma de la diversión consiste en leer a Onetti caminando alrededor de la piscina (a él o a cualquiera de «esos otros autores redivinos para cortarse las venas que te gustan a vos»). Y, pese lo exagerado de su prejuicio, algo de razón no le falta... De hecho, terminé de leer este libro a orillas del Río de la Plata, entre mates, chapuzones y siestas.
La cuestión es que, mientras lo leía, me preguntaba por qué Ana me lo había regalado. Al final, me quedé con la hipótesis inicial: en la solapa anterior decía que Domínguez había recibido el Premio Onetti de la Embajada de España de Uruguay y había escrito Construcción de la noche, una biografía sobre don Juan Carlos (Onetti). Por tanto, ella debió de pensar: «Ideal para el Gallego: literatura para cortarse las venas».
Sin embargo, como soy un mal lector onettiano —disfruté de Los adioses, El astillero y Juntacadáveres, pero no leí El pozo, me aburrí con La vida breve o me cuesta conectar con sus cuentos—, disfruté del libro de Domínguez desde otro lugar. Por un lado, todos los relatos están ambientados o relacionados con el delta del Río de la Plata, un lugar con el que mantengo un vínculo personal: en su día, lo cruzaba en barco cada tres meses para renovar mi visado de residente en la Argentina (al salir y entrar del país, la renovación era automática).
Y por otro, ese estuario es un lugar tan enorme, voluptuoso y salvaje que solo cabe la fascinación frente a él. De hecho, dispone de todos los elementos necesarios para convertirse en un imponente territorio mítico —hasta un Canal del Infierno tiene—; sin embargo, a tenor de lo que leí en este artículo, aún está poco explotado narrativamente. Por eso, quizá la gran contribución de los siete cuentos que componen Mares baldíos sea esa: transmutar los barcos encallados, los expertos marinos a la deriva o las sudestadas que arrasan diminutas islas en una atmósfera global que te absorbe y te obliga a querer a ese río con otros ojos, más admirativos y fascinados aún si cabe.
A continuación, transcribo un pasaje donde un marinero explica la enorme complejidad de este majestuoso estuario donde vuelcan sus aguas el río Paraná y el río Uruguay. El fragmento, además, me recordó dos cosas: una, la eterna pregunta de familiares y amigos cuando vuelves de bañarte: ¿de qué color estaba hoy el agua? —rara como pocas para un ser acostumbrado al Mediterráneo como yo—; dos, algo que me enseñó Alejandro Winograd, editor versado en náutica y con quien colaboré en un libro del marino español Pedro Sarmiento de Gamboa: quien aprende a navegar en el Río de la Plata, puede navegar en todo el mundo. Un pensamiento este último que, como el fragmento del cuento «Delta» que transcribo más abajo, tiendo a tomármelo, además de en el sentido literal, también en alguno más metafórico, más relacionado con la supervivencia cotidiana.
Volvió Andrés por acá. No faltaban líos donde meterse, pero ya no le fue fácil conseguir un puesto de piloto, con tantos marinos más jóvenes que él, capaces de llevar y traer barcos sin un rasguño. Cuando consiguió un buque para remontar el Uruguay estuvo a punto de quebrarlo contra un banco de arena donde fue a encallarlo. Habían pasado siete años y todo se había mudado de lugar en este maldito delta. ¿Conoce? El río parece pardo y tranquilo, pero por debajo, de un mes para otro, las corrientes descubren toscas filosas, restos de barcos hundidos, corren un canal de lugar, levantan bancos donde antes calaba treinta pies y las islas crecen como hongos. No es un río. Son tres. Es un combate que lleva más años que el carajo porque si se me permite desengañarlo, el Paraná corre muchos miles de millas, junta aguas acá y allá, y ensancha las espaldas a medida que se acerca a Buenos Aires, pero cuando llega a la boca, mi amigo, la presión del mar le rompe los brazos. Lo topa, lo revienta, y lo obliga a derramarse hacia el este como si quisiera pegar la vuelta, pero ahí está el Uruguay, que es menos caudaloso y, sin embargo, lo vuelve a empujar al sur. Lo dicen los colores, si se ha dado cuenta. Cuando descarga el Paraná, las aguas tienen esa melena marrón ladrillo porque arrastra tierras rojas, pero se vuelven cenicientas si descarga el Uruguay, que lleva tierras negras, y hay días en que las mareas lo ponen verde y salino. Mientras entra el mar en un sector, los ríos descargan en otro y esas fuerzas se cruzan, giran, forcejean, el agua dulce arriba, la sal por abajo, de modo que es más fácil pasar el camello por la cerradura que confiarse en la deriva de un barco en este embudo del demonio. Y todo esto sin poner a rodar los vientos, que soplan de todos los puntos y pueden enloquecer a cualquier piloto si no lo encuentran con el lastre preparado. Demasiados barcos se fueron a pique por subestimar este espejismo de aguas calmas que ofrece confianza y te puntea por abajo. Sabrá usted, con tan poca profundidad es el charco más ambicioso del mundo y, con tanto barco hundido, más parece un enterradero. Hay que andar bien prevenido, que era el caso de Andrés, solo que lo encontraba todo cambiado, para volver a nuestro asunto.
*
PD 01. Para entender mejor el Río de la Plata, no me perdería esta imagen vía satélite que enlaza Wikipedia y, por extensión, el resto de la entrada. También tiene su interés este vídeo del Canal Encuentro.
PD 02. Peculiaridades paratextuales del otro lado del charco... Este es un libro de un autor argentino que reside en Montevideo desde 1989 y cuya solapa posterior solo contiene —y está llena de arriba abajo— parabienes de la crítica ¡alemana! Inaudito... ¡A ver cuándo parimos un autor español que se afinque en Portugal y cuya promoción consista en lo que dijo la crítica chilena!
No hay comentarios:
Publicar un comentario