Tengo debilidad por Mario Levrero, un escritor uruguayo al que leí por primera vez cuando vivía en la Argentina, allá por el 2006. Entré en su obra por Espacios libres, un libro que juraría que compré en Parque Rivadavia, y salí eyectado —como dicen allá— a las 20 o 30 páginas: no hubo conexión. Ni siquiera recuerdo de qué iba. De hecho, terminé regalándolo... Y ahora lamento que no cruzase conmigo el charco de vuelta.
Eso sí, ese lamento cada vez es más tenue: Literatura Random House está publicando libros de Levrero en España a buen ritmo, así que tarde o temprano le llegará su turno a Espacios libres. Y si la multinacional no lo hace, confío en que alguna pequeña editorial, como Libros del Zorro Rojo, que publicó una fantástica versión ilustrada de Caza de conejos, se anime y lo haga. Dada la alta calidad de la obra de Mario Levrero, es solo una cuestión de tiempo que esta ocupe un lugar más visible y relevante en la literatura escrita en español. Una cuestión, digo, de que esta manera tan peculiar y diferente de escribir a las que se estilan aquí siga construyendo sus lectoras y lectores.
Quede cerrada aquí la digresión sobre el futuro editorial de Levrero. Vuelvo sobre el hilo de cómo llegué a él.
Me había quedado en mi desencuentro con Espacios libres. Sigo. Luego, más adelante, una amiga me regaló El discurso vacío, que lo acaba de publicar Interzona, y ahí sí, ahí se produjo la combustión. Ese libro significó que, en un viaje que hice en 2008 a Montevideo, tuviera en mente conseguir 2 o 3 libros levrerianos y probar así si la cosa podía terminar en romance. En una librería que tenía un caja registradora de hacía no menos de 50 años y donde no aceptaban como forma de pago esa modernez de la tarjeta bancaria, conseguí La máquina de pensar en Gladys, Dejen todo en mis manos y El portero y el otro, los tres publicados por la editorial Arca.
Tengo un vago recuerdo de que, a pesar de estar en la capital de Uruguay, me resultó algo complicado encontrar libros de Levrero... Pero puede ser también, como decía antes, mi edad o que, como buen turista, no supiese dónde buscar. De lo que sí me acuerdo con toda nitidez es de que la edición de los libros era infame. Es más: junto con uno de Felisberto Hernández que también compré, esos tres libros de Arca son de los libros más feamente y con menos mimo editados que guardo en la biblioteca. De hecho, son feotes que dan pocas ganas de leerlos.
Eso sí, ese lamento cada vez es más tenue: Literatura Random House está publicando libros de Levrero en España a buen ritmo, así que tarde o temprano le llegará su turno a Espacios libres. Y si la multinacional no lo hace, confío en que alguna pequeña editorial, como Libros del Zorro Rojo, que publicó una fantástica versión ilustrada de Caza de conejos, se anime y lo haga. Dada la alta calidad de la obra de Mario Levrero, es solo una cuestión de tiempo que esta ocupe un lugar más visible y relevante en la literatura escrita en español. Una cuestión, digo, de que esta manera tan peculiar y diferente de escribir a las que se estilan aquí siga construyendo sus lectoras y lectores.
Quede cerrada aquí la digresión sobre el futuro editorial de Levrero. Vuelvo sobre el hilo de cómo llegué a él.
Me había quedado en mi desencuentro con Espacios libres. Sigo. Luego, más adelante, una amiga me regaló El discurso vacío, que lo acaba de publicar Interzona, y ahí sí, ahí se produjo la combustión. Ese libro significó que, en un viaje que hice en 2008 a Montevideo, tuviera en mente conseguir 2 o 3 libros levrerianos y probar así si la cosa podía terminar en romance. En una librería que tenía un caja registradora de hacía no menos de 50 años y donde no aceptaban como forma de pago esa modernez de la tarjeta bancaria, conseguí La máquina de pensar en Gladys, Dejen todo en mis manos y El portero y el otro, los tres publicados por la editorial Arca.
Tengo un vago recuerdo de que, a pesar de estar en la capital de Uruguay, me resultó algo complicado encontrar libros de Levrero... Pero puede ser también, como decía antes, mi edad o que, como buen turista, no supiese dónde buscar. De lo que sí me acuerdo con toda nitidez es de que la edición de los libros era infame. Es más: junto con uno de Felisberto Hernández que también compré, esos tres libros de Arca son de los libros más feamente y con menos mimo editados que guardo en la biblioteca. De hecho, son feotes que dan pocas ganas de leerlos.
Por eso, cuando estuve este año otra vez en Montevideo, me dio una alegría tremenda toparme con los dos libros que Criatura Editores ha publicado de Mario Levrero: una colección de cuentos, Nuestro iglú en el Ártico, y una colección de artículos periodísticos, Irrupciones. De momento, solo tengo el segundo; pero, vamos, intuyo que lo que digo de este podrá decirse también del primero y de cualquier otro libro de la editorial: un gustazo tenerlo entre las manos. En serio: hacía tiempo que no disfrutaba tanto de pasar las hojas, subrayar a lápiz, anotar en los márgenes... y, por supuesto, de leer (recuérdese que soy miope). La justicia poética con Levrero parece estar en marcha.
No tengo más títulos de esta editorial uruguaya, por lo que no me he formado una opinión sobre ella. En cualquier caso, sospecho que merece la pena indagar en su catálogo, así que en el próximo viaje invertiré algún dinerillo en traerme algo más de su cosecha, aunque solo sea ese iglú levreriano en el Ártico. Entre tanto, transcribo un fragmento del primer artículo de los 126 que componen Irrupciones. Un fragmento, todo sea dicho, donde se puede apreciar la clásica prosa nítida y minuciosa de Levrero trabajando sobre un objeto cotidiano hasta construir una gran metáfora existencial. Una joya, digo.
No tengo más títulos de esta editorial uruguaya, por lo que no me he formado una opinión sobre ella. En cualquier caso, sospecho que merece la pena indagar en su catálogo, así que en el próximo viaje invertiré algún dinerillo en traerme algo más de su cosecha, aunque solo sea ese iglú levreriano en el Ártico. Entre tanto, transcribo un fragmento del primer artículo de los 126 que componen Irrupciones. Un fragmento, todo sea dicho, donde se puede apreciar la clásica prosa nítida y minuciosa de Levrero trabajando sobre un objeto cotidiano hasta construir una gran metáfora existencial. Una joya, digo.
*
Cuando se llega a determinado punto de la vida, pienso que toda persona se encuentra, desde luego que sin imaginárselo, con una evidencia de que el mundo se ha terminado. Hay algo que aparece y que dice, más o menos: «Todo está perdido. Ya nada será igual. Has vivido en vano», todo lo cual, bien mirado, es cierto —aunque no necesariamente dramático—. Todo depende de la idea de la propia importancia que haya tenido hasta ese momento la persona. Pero siempre es una experiencia dura.
Hay quienes sintieron eso que trato de decir cuando se enteraron de la caída del Muro de Berlín. La experiencia de mi abuelo fue menos espectacular, aunque no por ello menos atroz. Eran tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Las cajas de fósforos eran cuadradas y chatas, con una vistosa envoltura rígida de cartón, y en su interior tenían la caja propiamente dicha, que contenía fósforos de cabeza roja con un cabito de papel encerado de color marrón, una especie de rollito que resultaba muy placentero desenrollar. Ahora bien: esa caja propiamente dicha estaba ligada a la envoltura vistosa mediante una gomita, o banda elástica, de color rojo. La gomita permitía tirar de la caja interior, haciendo uso de una saliente en forma de uña, sin riesgo de que uno tirara demasiado fuerte y la caja se soltara de la envoltura; se podía hacer, pero había que hacerlo con intención. Esa gomita permitía, además, que la caja se metiera sola en la envoltura una vez que uno había retirado el fósforo.Una mañana, mi abuelo inauguró una caja de fósforos nueva y descubrió que no traía la gomita roja. Se dio cuenta de que no era un defecto de fábrica; muchas cosas habían bajado de calidad, según se decía por causa de la guerra, como por ejemplo los suplementos de historietas de los diarios, que dejaron de venir en colores. Quedó desconcertado, estupefacto, desconsolado.—¿Y ahora? —dijo, mirándose las manos, cada una con una parte de la caja de fósforos, la envoltura en la izquierda, la caja propiamente dicha en la derecha—. ¿Cómo vamos a hacer?Vivió unos cuantos años más, pero ya no fue el mismo. Aquel desánimo, aquella perplejidad, son de esa clase de cosas que no tienen retorno.
*
Irrupciones, Mario Levrero.
Criatura Editora (Montevideo, 2013).
Aquí se pueden ojear las primeras páginas del libro (de hecho, podría haberlo mirado antes de transcribir a manopla el pasaje...).
+ Levrero en el blog: acá.
+ Levrero en Teína: acullá.
PD sobre el fragmento. Si una caja de fósforos es capaz de encerrar una metáfora sutil sobre el afecto que profesamos por lo que nos proporciona sensación de cotidianidad, ¿qué decir cuando esa caja de cerillas es la humilde casa donde vives, y un banco o un fondo buitre te deshaucia de ella? Ante la duda, puede consultarse con Andrés, con Wilson o con los vecinos de Carabanchel Alto.
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