14 de diciembre de 2014

Cámara Gesell, Guillermo Saccomanno

Cámara Gesell aborda uno de esos temas que, si te pillan en frío, te da la risa (o al menos te suena a que te hablan de un cómic de superhéroes): el Mal.

Así, con mayúscula: el Mal.

Eso sí, Dante, el narrador de esta novela, no tiene claro hasta muy avanzada la historia —página 465— si la acumulación de crímenes, violaciones, abusos de niños, tratos mafiosos, atentados contra la naturaleza, etc., que ocurren en su pueblo, La Villa, lo legitiman para escribir la palabra con mayúscula y concederle así «ese carácter de absoluto típico de la concepción de un devoto poseído». Duda y una línea después, mientras revisa el archivo del periódico donde escribe desde hace muchos años, El Vocero, se contesta a sí mismo con rotundidad: «... el Mal está aquí».

Hasta ese momento, y a pesar de todas las atrocidades tan familiares a las que asistimos, es como si los lectores hubiéramos firmado un pacto con Dante para mentirnos a nosotros mismos y decirnos que La Villa no existe: pertenece a la ficción. Es más: es solo otro pueblo devenido en infierno narrativo, como el New Jersey de Los Soprano, el Lexington de Justified o el Bemidji de Fargo. Sin embargo, a partir de esa mención tan explícita ya resulta imposible leer Cámara Gesell sin asociar su atmósfera de histeria colectiva en torno a la violencia con nuestra experiencia real, en particular con la de bastantes urbes latinoamericanas.

El asunto del Mal, además, la hermana con otra gran novela —en número de páginas y alcance—: 2666, de Roberto Bolaño. Al menos en parte —atmósfera, contenido o estilo fragmentado—, La Villa que construye Guillermo Saccomanno  recuerda a esa Santa Teresa sangrienta y diabólica que nos mostró Bolaño en «La parte de los crímenes», donde se suceden los asesinatos de mujeres y más mujeres hasta componer un conmovedor réquiem por el feminicidio de Ciudad Juárez. Eso sí, si bien Saccomanno comparte algunos elementos con Bolaño, en realidad, su intención es más amplia; él se propuso, como explica en esta entrevista de Página 12, narrar un pueblo entero, a lo Faulkner o Sherwood Anderson.

Es curioso, pero tanto la muy mexicana «La parte de los crímenes» y la muy argentina Cámara Gesell me hicieron sentir con igual intensidad que, en efecto, el Mal hace tiempo que se hizo carne y que habitó entre nosotros. En la primera, Bolaño nos habla de los hombres que no quieren a las mujeres y las matan —en España, por cierto, llevamos unos 50 asesinatos machistas en 2014—; en la segunda, Saccomanno, nos habla del resultado de tantísima violencia —estructural y no estructural—: un montón de hijos echados a perder por culpa de adultos inmaduros, histéricos, corruptos, pederastas, criminales... Y, en conjunto, ambos autores nos transmiten que vivimos rodeados de psicópatas (unos en acto; otros, en potencia).

En el caso de Saccomanno en particular, su novela nos muestra aquello de que el infierno son —somos— los demás... Especialmente cuando vamos armados, drogados, somos incapaces de hacernos cargo de nuestra neurosis o favorecemos las asimetrías de poder, y con esos mimbres construimos sociedades, pueblos, naciones. Como cantaban Barón Rojo, tratamos de «ignorar que existen las flores del mal, pero lo cierto es que se multiplican en los campos de metal».

La importancia de las cloacas

Seres infernales con sus semejantes y un Sistema maléfico, vaya combo...

Quizá por es razón el título de la novela, amén de referirme al instrumento policial —literal y metafóricamente—, me remite a la ciudad como cámara de gas moderna (un hilo conductor es si La Villa fue fundada por alemanes huidos tras la derrota de Hitler). De hecho, me hace pensar en otra mítica canción de los Barón Rojo que habla de la ciudad como un campo de concentración. Por eso, parafraseando a Moni, la poeta de La Villa, diría que Cámara Gesell narra que la muerte está viva y es quien cuenta el cuento del mundo en que vivimos, pese a que quienes estamos vivos no podamos terminar de creérnoslo porque... también estamos muertos.

Acaso por eso, la gran obsesión del corrupto intendente Cachito —en perfecta sintonía con cualquier alcalde español detenido en la Operación Púnica— sea arreglar o instalar una nueva red cloacal de una vez por todas y evitar que, cuando llegue la sudestada —una especie de gota fría costera nuestra—, salten las tapas de las alcantarillas, aflore la mierda en la casa de los vecinos y la ciudad parezca un enorme estercolero mediático. Esa es su gran baza política. Se pasa páginas y páginas aludiendo a ella, como si pudiera tener efectos mágicos. Y, sin embargo, por unas causas u otras, esa red cloacal que tanto beneficio traería a la comunidad, nunca llega. Y lo que llega, es más mierda, y hasta un feto que alguien echó váter abajo.

En fin, gran novela... O mejor dicho: novelón social del carajo, pero que no va a leer casi nadie en España porque tiene 621 muy argentinas páginas donde unos 250 personajes hablan en vesre o dicen cosas tan fascinantes como esta:
Si ahora te llevo a la yuta, los ratis te van a dejar mormoso. Usá el marulo. Con el achaco no vas a ir muy lejos. Con el box, quién te dice, al Luna.
Ya se sabe: al muy refinado lector ibérico medio —tan cosmopolita cuando se trata del inglés, el francés o el alemán—, ni le tira lo social ni suele disfrutar de enriquecerse con otras variedades del español, y menos si estas profundizan en cuestiones coloquiales... Más se pierde esa casta lectora. Y más nos ganamos quienes disfrutamos de un autor y, por extensión, de una literatura que nos ayuda a poner en perspectiva si la narrativa de nuestros Molina, Marías, Chirbes, Cercas y demás tropa es tan buena como nos la pintan.

*

P.D.: por aquí, una reseña que escribí sobre El oficinista, también de Saccomanno, y por acá esta otra sobre 77.

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