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23 de mayo de 2015

El comité de la noche, Belén Gopegui (parte 2)


Esta entrada es la 2.ª parte de esta otra, que es la 1.ª.



En España, hay una escritora que tiene un plan...


A la hora de entender algunas de las maniobras literarias de Gopegui, diría que es muy interesante el análisis de David Becerra sobre cómo esta autora se sirve del thriller para asediar los alcázares estéticos del canon literario y conseguir que su pensamiento tenga mayor poder de irradiación:  
La crisis capitalista, que ha puesto al descubierto la corrupción y las intrigas del poder, acaso no encuentre mejor género para narrarse que el policial. Con El comité de la noche Belén Gopegui retoma la estrategia que ya había explorado en El lado frío de la almohada o Acceso no autorizado: introducir la política en un género tan aparentemente apolítico como es la novela policíaca, aprovechar un género popular para llegar a lectores que nunca antes hubieran abierto las páginas de una novela política. Se trata de ser como el caballo de Troya: ocultar lo político en el interior de una novela de género para descubrirlo en el momento más inesperado.
A la vista de lo que comenta Becerra, resulta más sencillo entender por qué Damián Tabarovsky sostiene que existe algo así como El Plan Gopegui. Ese plan consistiría en reformular la clásica idea de literatura política como una herramienta para criticar al poder y convertirla, según el escritor y editor argentino, en «... pensar a la novela como un contrapoder y a la escritura, como una contrapolítica». En definitiva, se trata de que la literatura construya y aliente imaginarios posibles, que actúe como contrapeso y balón de oxígeno —no como búnker u oasis donde esconderse— ante los discursos hegemónicos de la economía, el canon estético imperante, el márketing, etc.

De ahí que Gopegui rompa con otro tópico: según ella, la pregunta no es por qué escribimos, sino para qué y desde dónde lo hacemos. Y a esa pregunta doble habría que añadir también esta otra: ¿quiénes son los tuyos? Tres preguntas cuya contestación, en su caso, podría empezar a elaborarse a partir de la siguiente idea: si a quienes tienen el poder —el real— les gusta tu arte, algo estás haciendo mal.

En su ensayo Desde dónde escribir, recogido en Rompiendo algo, se muestra cristalina al respecto:
La escritora trató de aprender de cuanto había leído, visto y escuchado y llegó a una conclusión. Se dijo, y dijo también a los demás, que ella no escribía por qué sino para qué. Poco a poco fue elaborando una teoría que la calmaba. La teoría rezaba más o menos como sigue: «Escribir novelas es un modo de representación de la realidad, es componer historias que podrían haber sucedido y componer a la vez el mundo en que podrían haber sucedido. Componer, en fin, una realidad paralela que, entre otras cosas, nos permita establecer una comparación. Para eso escribo, pretendo construir una posición que nos faculte para mirar nuestro mundo no solo como algo dado, inamovible, inevitable, sino también como un proyecto que se realiza a través de cada acto, de cada elección.

Literatura para pensar

Por esa razón, Gopegui busca, como explica en «El otro lado de este mundo», a quienes emplean la literatura para pensar, para empoderarse, incluso para transformarla en la energía que mueve cada acto que realizan. Son lectores y lectoras, como señala ahí, que usan los libros no para aislarse del mundo, sino para aprender a estar mejor en él. Es decir: personas que buscan en las narraciones de los demás ayuda para identificar sus prejuicios, autocuestionarse certezas mal argumentadas y, en definitiva, enriquecer su manera de preguntarse en qué consiste vivir, cuál es el argumento de sus vidas y hacia dónde seguir con esa narración.

En El comité de la noche, Carla nos lo recuerda en una de sus conversaciones con el amanuense que está transcribiendo su historia:
—Inclúyelo, sí. Necesito saber qué piensas.
—¿De ti?

Sonríe

—De lo que te he contado.
—Todavía es pronto.

—Pero tienes que estar pensando algo. Nadie escucha ni lee solamente. Siempre pensamos a la vez.

Una idea similar aparece en Rompiendo algo, a través de algo que Fogwill le dijo a Graciela Speranza en una entrevista y que Gopegui recoge así:
Escribo para conservar el arte de contar sin sacrificar el arte de pensar, un pensar que tiene que ver con la moral... Creo que es mucho más importante pensar que contar, pero para imponer el arte de pensar hay que contar. La razón no se sostiene sin relatos.
Más adelante, en esa misma charla al hilo de Acceso no autorizado —su novela anterior—, incluso aporta el identikit de los lectores a quienes se dirige:
Los lectores y lectoras que me importan son aquellos todavía aptos para leer independientemente; personas que, en la misma medida en que yo intento escribir sin ser escrita, lean sin ser leídas, sin asumir la lectura dominante acerca de qué son la literatura, la política, las relaciones personales.
Vamos, que Gopegui no espera que su lector se deje seducir, atrapar, enganchar, hechizar, sorprender... o cualquier otro de los verbos al uso por la poética del márketing que inunda el discurso del mercado editorial (y el casillero electrónico de quien esto escribe). La literatura de Gopegui espera de sus lectores contestaciones y opinión respecto de las preguntas que plantea. De hecho, si nos guiamos por lo que dice en su ensayo «A la espera de los grandes temporales», podríamos sostener que ella concibe el público a la manera de Bertolt Brecht, es decir, como una asamblea transformadora de la realidad que emite su veredicto tras haber leído un informe sobre el estado del mundo. Un informe, eso sí, que incluye una propuesta para pensar o imaginar una manera concreta de mejorarlo.

No estaría de más que la crítica cultural patria contraponga esa concepción del público con la idea que tienen otros autores y autoras (por no hablar de editoriales, representantes, suplementos culturales, revistas, etc.). Porque esa, además, sería una pregunta de lo más pertinente para quienes escriben, me parece a mí... ¿Qué espera usted de quienes lo leen? O dicho de otro modo: además de un estricto comportamiento como consumidor de un bien cultural llamado libro —es decir: adquisición de cuantos más ejemplares mejor, aspiración a ser recomendado a tutiplén, peticiones de firmas y fotos, etc.—, ¿qué espera de quienes lo lean?


El regreso del héroe positivo

Otra instancia en la que Gopegui se desmarca del canon estético son los personajes. Para entenderlo, conviene tener en mente un fragmento de la segunda parte de la novela; allí Carla y el amanuense que transcribe su historia salen a dar una vuelta, entran en un herbolario y charlan sobre aromas. Por sorpresa, Carla le pone un perfume de té verde en el antebrazo, le pregunta a qué huele y este piensa:
Lo tengo claro, huele a esos finales felices, los malos son castigados, los buenos bailan, alguien venga por nosotros las ofensas, huele a moralina azucarada que nos alegra, que nos alivia pero también nos narcotiza, nos paraliza.
Ahí está, diría yo, el meollo: los personajes de Gopegui nadan a contracorriente de los personajes de las narraciones dominantes. Ni se dedican a quejarse de lo mal que está todo ni esperan que algún superhéroe o superheroína los vengue ni se conforman con ser unos perdedores ni se dejan embargar por la desesperanza ante el lado oscuro del ser humano ni se suicidan ni son chichos listos que están de vuelta de todo ni aceptan ser mero entretenimiento narcotizante para el lector —sea con final feliz, infeliz o mediopensionista— ni nada de lo que estamos acostumbrados a leer. Sus personajes son gente común y corriente que, en vez de pedir o esperar a que otros arreglen este mundo de porquería, se arremangan, se ensucian las manos y colaboran con otras personas —tan anónimas como ellas— en la tarea de convertir su entorno en un lugar donde merezca la pena vivir.

De hecho, en El comité de la noche, por más politizados que estén esos personajes, tratan de no perderse en las eternas peleas que suelen fragmentar los movimientos sociales, partidos de izquierda, etc. Unas peleas que, como cantaría Nina Simone, les hacen desentenderse de lo fundamental: quitarse de encima ese enorme pie que tienen sobre la espalda y que los está ahogando. De ahí que me parezca relevante que Álex subraye este pensamiento:
[...] hay más verdad en trabajar juntas y juntos que en tener razón.
Ese trabajar juntas y juntos puede leerse como un construir comunidad con cada acto, sin estridencias, desde el anonimato de nuestra vida cotidiana, poniendo por encima el bien colectivo del lucro y el ego personal. Por eso, como el militante Uno en esta novela, los personajes de Gopegui se rebelan frente al desplazamiento semántico que se ha producido desde la palabra personas al concepto capital humano. En ese movimiento retórico la mayoría hemos salido perdiendo derechos y libertades muy tangibles; hemos pasado de lo sustantivo a lo adjetivo, de ser el centro de la fiesta a convertirnos en meros recursos subordinados a palabras fetiches del poder: competitividad, productividad o excelencia. En definitiva, como sostiene Gopegui en Rompiendo algo y nos hacen ver sus personajes en El comité de la noche, hemos pasado de una visión orientada hacia lo bueno —Aristóteles— a unos valores que privilegian el beneficio.

Y, claro, eso supone ir a contracorriente de los personajes que adora la crítica progre-cool de este país, siempre presta a ensalzar las historias de perdedores, impostores, trepas, inadaptados sociales, individualistas-consumistas-promarquistas, politoxicómanos irredentos, promiscuos como elefantes marinos —o como Warren Beatty—, cínicos de toda laya... Es decir: personajes a ser posibles autodestructivos, fácilmente neutralizables desde el punto de vista político o claramente inofensivos para el poder. En general, son personajes incapaces de construir algo sólido, algo que sirva de argamasa, biela o engranaje para un proyecto de mayor calado, un proyecto colectivo.

Vamos, que ni la crítica cultural ni el canon imperante muestran predilección por personajes como los de Gopegui, que bien podría haber formado parte del 15M. Es decir: gente común que se rebela contra una situación injusta, se autoorganiza, se propone hacer las cosas de una manera distinta... y, a veces, hasta le sale bien. Eso, para entendernos, es un horror estético, entre otras razones porque la estética suele servir para esconder reparos ideológicos.

Y más aún si la autora, convencida de que no hay soluciones ideales pero las soluciones en común llevan van más lejos y de manera más sostenible que las individuales, apela a la inclusión como guía y sostiene, a través de su personaje Álex, que no se quede fuera nadie del viaje hacia la remota provincia Imposible, ni siquiera unas chicas con katiuskas rosas y pinchos en las orejas que se encuentra en la calle:
El largo día [de la Revolución] no se acaba hasta que ellas se unan.
En fin, que con escritoras revolucionarias así, que tienen planes para tirar abajo torres de marfil, utilizan los libros como herramienta de construcción de un imaginario posible, confunden el público lector con una asamblea del 15M y se empeña en narrar a personajes que, como David frente a Goliath, no se dan por derrotados de antemano pese a la enormidad del Enemigo, es normal que la crítica se sienta incómoda a la hora de hablar de sus libros. ¿O es que los de Mario Vargas Llosa, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas, Javier Marías y compañía les ponen en esos aprietos?
 

*

¿Continuará? No lo sé... Algo de material se quedó fuera y quizá me anime a terminar de darle forma, quién sabe.

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PD 01. Recomiendo ver esta intervención de Belén Gopegui en el último festival Zemos 98. También se la puede escuchar en a su paso por el programa de Carne Cruda.

PD 02. En su día publiqué esta entrada sobre Rompiendo algo (desde ahí se accede a más material de Gopegui en este blog).

PD 03. El martes 26 de mayo, Belén Gopegui hablará en la Biblioteca Nacional sobre Guerra y paz. La charla se retransmitirá en directo a través de internet por este canal (a las 19 h).

21 de diciembre de 2014

Rompiendo algo (IV), Belén Gopegui

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Leer no es lo mismo que devorar libros. Yo he devorado muchos libros. Tenía que hacerlo. Cualquier adolescente que no entienda por qué no siempre la vida sale bien, por qué no todos partimos en igualdad de condiciones, por qué siente celos, rabia, soledad, tiene que devorar libros. También puede ir a fiestas o hacer deporte. No tengo la menor intención de defender el placer de la lectura. Si el adolescente elige devorar libros, si yo lo elegí, si di el salto de los libros de cuentos infantiles a determinadas novelas para adultos que, sin embargo, suelen inaugurar la adolescencia (El extranjero, Nada, El idiota), no lo hice por placer.

La lectura, en ese momento, es poder. Las novelas eran poder porque me daban conocimiento. Pronto empecé a saber más que otros. Quizá no más latín ni más química inorgánica: empecé a saber más sobre las pasiones, sobre el orgullo, la envidia, la venganza, la seducción, la lealtad. Empecé a conocer la mecánica de los pensamientos, a darme cuenta de cómo se juzga a una persona y cómo se justifica una acción. Y empecé a adueñarme del valor de las palabras. Decir no era lo mismo que callar. Si en el colegio conocías el valor de las palabras, podías aprobar un examen de historia sin haber estudiado demasiada historia.

Pero además la lectura era un reino, un imperio, nadie iba a sublevarse, yo era su emperador y ni siquiera tenía la obligación de conformarme, por ser chica, con ser emperatriz. El emperador no está sometido a la crítica de sus súbditos ni tampoco a sus exigencias. Un partido de balonmano puede salir mal; si vas a un concierto es el grupo musical quien te elige a ti, y decide qué día actúa, a qué hora, y son otros quienes deciden con quién puedes o no puedes ir; una película exige que aceptes su velocidad, su prisa; una fiesta también puede salir mal. En cambio, una tarde de lectura la decides tú. Eres el emperador, tus deseos son órdenes y ahora ordenas a los personajes que se aparezcan ante ti. Y ahora les expulsas. Aunque a veces se resistan.

Esta posibilidad de expulsión distingue la lectura de los discos. También he devorado muchos discos. Pero es difícil expulsar una canción. No quieres hacerlo. Quieres escucharla diecisiete veces, y ya tu furia o tu alegría obedecen a la música de esa canción. Los discos, además, no dan poder sino consignas. Durante un abandono amoroso, después de una pelea con tus padres, durante la fiebre y el deseo oyes un disco y te cargas de consignas, de banderas. Las consignas a veces son necesarias, te unen a los que son como tú, pero al hacerlo limitan tu mirada. Los libros la abren. Puedes mirar hacia el exterior con el orgullo indigente de Mersault y, algunas semanas después, averiguar cómo es posible ser firme en la incertidumbre a través de Andrea, y contemplar al mismo tiempo manifestaciones de la bondad con la experiencia de quien ha conocido la vida del príncipe León Nicolaievich Muichkine, el idiota.

Sí, yo he devorado libros, libros que eran poder. Pero un día se hace tarde y el poder ya no te sirve. Has conseguido la identidad, las armas necesarias para estar frente a los otros. Dispones, asimismo, de una residencia fuera del mundo. Como los zares, mandaste construir un palacio para tu invierno y te retiras allí cuando quieres: cierras la puerta de tu cuarto, convocas a los personajes, pones cuanto la vida tiene de incomprensible en manos de la imaginación. Ves el mal, y es una ballena perseverante e informe; ves los imprecisos movimientos del alma. Ves el adulterio, el aire enrarecido de un jardín, una generación sojuzgada, un acto de entusiasmo, una batalla, todo lo tienes en ti. Y no te sirve. Has crecido contra los otros —quién no crece contra los otros—, pero hasta cuándo, piensas, vas a seguir así. Igual que una botella lanzada al mar que hubiera devorado su mensaje, tú has ido devorando los libros que calmaron tu soledad, tu miedo. Ellos te han hecho fuerte, sutil, aguzado tu ingenio. ¿Y bien?

No sabría decir exactamente cuándo ocurre. Si intento pensar durante qué libro quizá deba elegir Job, de Joseph Roth, o la segunda lectura de Ana Karenina. Durante esas dos novelas —podrían haber sido otras—, descubres que ya no lees para aislarte del mundo, sino para estar con él. Leías buceando y un día adviertes que en todas las buenas novelas el fondo del mar, la roca cubierta de algas, los terrores, los últimos monstruos, los pensamientos están puestos en los personajes y los personajes son públicos: necesitan la acción para existir, la procedencia y el nombre. Los libros que hemos leído están también puestos en nosotros, en nuestras acciones, en nuestro proceder, en ese nombre real que hay detrás de nuestro nombre.

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Este artículo, «El otro lado de este mundo», fue publicado en El País el 27 de mayo de 1995. Y me tomado el trabajo de transcribirlo para poder subrayar aquí una frase; esa que habla del día en que descubrimos que ya no leemos para aislarnos del mundo, sino para estar con él... Y que, por tanto, comenzamos a pedirles a los libros y a quienes los escriben algo diferente. ¿Por ejemplo? Ideas para construir un mundo posible mejor que este.

Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora en el blog: Deseo de ser punk, Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más sobre la autora, en Rebelion.org.


«Rompiendo algo (I)», «Rompiendo algo (II)» y «Rompiendo algo (III)».

26 de octubre de 2014

Rompiendo algo (III), Belén Gopegui



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[...] La voluntad no asegura nada: puedes escribir pensando que no representas a nadie y que solo lo haces para tu propia satisfacción y estar representando a todos los que viven instalados en el convencimiento político de que vivir consiste, básicamente, en alimentar el propio narcisismo. Yo plantearía la cuestión, en lo que tiene que ver con escribir novelas, desde otro ángulo.

La novela como representación atiende a una acción humana que se desarrolla en un tiempo y en un espacio. Entiendo que en la actualidad, en esta era del capitalismo sin límite, la propia noción del tiempo ha sido secuestrada. No me refiero a la idea de progreso, sino a la idea de que el hoy va a tener consecuencias en el mañana. La desaparición de esa idea es una de las herencias de la posmodernidad.

Jordi Llovet la formulaba así: «Negligencia hacia el tiempo pasado e indiferencia hacia el futuro, anulación del tiempo que no es más que la muerte». Aun siendo una herencia no deseada por muchos, en mi opinión forma parte del patrimonio de la actualidad. Como escritora, me encuentro entre quienes rechazan esa herencia, y por eso construyo novelas donde el tiempo, el transcurrir, sea un medio de crear significación.

Evidentemente, hay otros escritores o escritoras que se sienten cómodos dentro de esa herencia: todo es presente, se dicen; incluso el pasado es presente, y pensar en el futuro es algo castrador y autoritario. El futuro, qué le vamos a hacer, introduce responsabilidad en la novela, en la vida, en la política. En las narraciones dominantes apenas hay futuro, luego apenas hay política; porque la política es, a su modo, la construcción en común del tiempo.

Nos quedaría el espacio, el territorio. Ahora bien: ¿a qué se reduce el territorio si el tiempo desaparece? A un decorado del yo, a un paisaje cuya única función es reflejar el yo. Como diría Dalí, el paisaje es un estado de ánimo, cuya única función, por otro lado, es reflejar un estado anímico casi siempre existencialista. Convertidas en paisajes anímicos, numerosas novelas se plantean a menudo como invención/expresión del yo; en última instancia, como autoayuda individualista.

Y el problema de la autoayuda es lo que tiene en común con la lotería: no nos puede tocar a la mayoría. Por mucho que todos se propongan ser líderes, millonarios o el vendedor más grande del mundo, las cosas no funcionan así en nuestra sociedad piramidal.

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Este fragmento procede de un coloquio entre Gonzaló Torné, Pablo Muñoz, Ignacio Echevarría y Belén Gopegui en la Universidad Pompeu Fabra. Fue con motivo de la publicación de Acceso no autorizado y ocurrió el 23 de febrero de 2012.

La pregunta que motivó esta respuesta puede encontrarse en el artículo «Novelas, museos y política» que publicó Ignacio Echevarría en El Cultural. Allí el crítico y editor de Rompiendo algo —y quien formuló la pregunta— menciona esta reflexión de Orhan Pamuk, premio Nobel en 2006:

(...) los escritores occidentales no escriben para representar a nadie, sino simplemente para su satisfacción. Con toda naturalidad, dice Pamuk, «dan por sentadas la riqueza y la educación de un público literario consolidado», de modo que «no se sienten partícipes de ningún conflicto sobre a quién y qué retratar, y no les angustia la cuestión de para quién escriben, con qué fin y por qué».


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Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk, Un pistoletazo en medio de un concierto.

PD 02. Más aún sobre ella, en Rebelion.org.



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16 de octubre de 2014

Rompiendo algo (II), Belén Gopegui

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[...] Cuando te pregunten por tu poética, recuerda que no es tuya, pues la creación, la literatura, la hacen las colectividades a través de determinados individuos y no al revés, como se suele pensar. El filósofo inglés Robin George Collingwood escribió unas líneas que lo expresan bien: “El artista debe profetizar, no en el sentido de que anuncie el porvenir, sino en el sentido de que dice a su público, a riesgo de disgustarle, los secretos que guarda su corazón. Su cometido como artista es hablar alto, volcando al exterior las impurezas del ánimo. Pero no por ello debe expresar, como nos llevaría a creer la teoría individualista del arte, sus propios secretos. Los secretos que debe expresar son los de la comunidad. La razón de que la comunidad le necesite es que ninguna conoce su propio corazón; y al faltarle ese conocimiento, la colectividad se engaña a sí misma en materias cuya ignorancia equivale a la muerte”.

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Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk y Un pistoletazo en medio de un concierto.

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12 de octubre de 2014

Rompiendo algo (I), Belén Gopegui


He empezado a tomar notas para reseñar Rompiendo algo, de Belén Gopegui; pero, como me conozco, sé que eso no garantiza que termine escribiendo la pertinente entrada para este blog (acumulo unos 15 borradores de entradas sin acabar...). Los aviones desplumados y yo no terminamos de llegar a un acuerdo para llevarnos bien de manera regular.

Por tanto, voy a cambiar de estrategia: digo desde ya que Rompiendo algo me ha parecido uno de los mejores ensayos sobre literatura que he leído en mucho tiempo —en concreto, desde Todos los ensayos bonsái, de Fabián Casas, una de esas entradas pospuestas desde hace una eternidad— y, a continuación, iré subiendo al blog algunos fragmentos que me han parecido relevantes. Más adelante, a fuerza de acumular apuntes en público, quizá hasta consiga darles forma y escribir la reseña de rigor.

Entre tanto, al lío. Aquí va el primer apunte gopeguiano; es sobre la responsabilidad del escritor y sobre por qué leer las narraciones más allá de la pirotecnia verbal que contienen. Está al inicio del texto «La responsabilidad del escritor en los relatos de victoria y derrota».

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El 14 de agosto de 1943, Bertolt Brecht, exiliado en Estados Unidos, hace una anotación en su diario sobre un pequeño festival organizado en honor a Alfred Döblin, que cumple 65 años. Escribe Brecht:

Döblin comenzó a explicar por qué él, como muchos otros escritores, tenía parte de responsabilidad por la ascensión de los nazis [...]. Por unos instantes tuve la pueril esperanza de que dijera: porque disimulé los delitos de los poderosos, porque humillé a los oprimidos, porque quise alimentar con cantos a los hambrientos, etcétera. Pero él prosiguió con empecinamiento, sin contricción, sin remordimientos: porque no busqué a Dios».

Me propongo hablar aquí de la responsabilidad del escritor, del escritor como aquel o aquella que trabaja en la construcción de ficciones. No de su responsabilidad en cuanto a ciudadano, o militante, o trabajador intelectual que tiene mayor acceso que otras personas a la palabra pública. Hablar, en cambio, de la responsabilidad de la ficción. Hablar de que es posible que los relatos disimulen los delitos de los poderosos, humillen a los oprimidos, quieran alimentar con cantos a los hambrientos.

Sé que la ficción goza de un estatuto especial y que en cierto modo lo necesita. Podemos matar en la ficción sin que nos salpique la sangre, es necesario conservar esta posibilidad igual que, en otro orden de cosas, es necesario que en un laboratorio se trabaje con gérmenes mortíferos pues conocerlos ayuda a encontrar el medicamento que pueda dominarlos. Por lo que se refiere a la ficción, ¿hasta dónde debemos llegar? El acuerdo vigente hoy en día parece ser que dice: hasta el infinito, si bien quizá existan dos o tres fronteras que hoy no se aceptarían, difícilmente se aceptaría una ficción no cómica sino dramática que convirtiera a Hitler en un héroe, que negara exterminio de los judíos o que pretendiera que la raza negra es inferior.

Siempre que se trata este tema surge el espectro de la censura y la discusión se encona o se cierra, pues da la impresión de que quien lo promueve está pensando en la conveniencia de prohibir ciertos libros o películas. Yo no tengo ninguna posibilidad de prohibir relatos y no hablo desde ahí. Reivindico algo bastante más humilde: la posibilidad de criticar la ficción por lo que cuenta, por lo que propone, después de haber analizado no solo las comas, las estrategias narrativas, la brillantez formal, sino de haber analizado además a quién salpica la sangre y de quién es la sangre que salpica o, dicho de otro modo, qué valores se articulan y dramatizan y por qué. Creo que, en contra de lo que a menudo se afirma, este es un juicio que se hace siempre, que no ha dejado de hacerse y que está íntimamente relacionado con la percepción colectiva de lo bueno, lo deseable, lo intolerable.

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Edición de Ignacio Echevarría.
Ed. Universidad Diego Portales (Santiago de Chile, 2014).


PD 01. Más sobre la autora aquí: Deseo de ser punk y Un pistoletazo en medio de un concierto.
PD 02. Más aún sobre ella, en Rebelion.org.

► Hacia «Rompiendo algo (II)».