El gran problema de Pereira, jefe de la sección Cultura del conservador y oficialista diario Lisboa, es que no ve la conexión entre las cosas. Del mismo modo que no entiende por qué el médico que lo ayuda a adelgazar se especializó en psicología —además de en dietética—, tampoco entiende por qué debe haber una relación entre la literatura y la política. Le cuesta verla aun cuando su país, Portugal, vive el ascenso del fascismo salazarista y, al otro lado de la frontera, España está en plena guerra civil.
Pereira lo dice una y otra vez, aquí y allá, a quien quiera oírle:
Y si una dama judía le pide, visto como está el patio, que se moje, que haga algo, Pereira sostiene:
Haré lo que pueda, señora Delgado, pero no es fácil hacer lo que se puede en un país como este, para una persona como yo, sabe, yo no soy Thomas Mann, soy solo el oscuro director de la página cultural de un modesto periódico de la tarde, escribo efemérides de escritores ilustres y traduzco cuentos franceses del siglo pasado, no se puede hacer más.
Y si un italiano con pasaporte argentino viene a reclutar portugueses para la guerra contra Franco, Pereira sigue sosteniendo:
(...) nosotros hacemos un periódico libre e independiente y no queremos meternos en política.
Haré lo que pueda, señora Delgado, pero no es fácil hacer lo que se puede en un país como este, para una persona como yo, sabe, yo no soy Thomas Mann, soy solo el oscuro director de la página cultural de un modesto periódico de la tarde, escribo efemérides de escritores ilustres y traduzco cuentos franceses del siglo pasado, no se puede hacer más.
Y si un italiano con pasaporte argentino viene a reclutar portugueses para la guerra contra Franco, Pereira sigue sosteniendo:
Escuche, señor Lugones, dijo Pereira en portugués, hablaré lentamente para que usted me entienda: a mí no me interesa ni la causa republicana ni la causa monárquica, yo dirijo la página cultural de un periódico de la tarde y esas cosas no forman parte de mi entorno (...)
La literatura inmaculada
Pereira entiende que la literatura —la cultura— es una suerte de divertimento elevado, distinguido, refinado. Algo que permite alejarse del costumbrismo luso y acercarse al glamour y el savoir-faire francés. Pereira pertenece a esa categoría en la que a tanta gente le gusta militar: la de ser una persona sensible... Es esa una categoría que admite como tema literario la ontología del ser, el abismo de las grandes pasiones humanas, asuntos del siglo pasado, laberínticas metáforas para hablar del extravío del ser humano, detectives, esoterismo y lo que haga falta. Pero nunca (o casi) la política.
Maradona lo diría así: «La pelota —la literatura— no se mancha».
La política como mácula, digo.
Por eso, según Pereira, la modernidad cultural consistiría en preparar de antemano las necrológicas de escritores que estén por morirse y así, cuando la diñen, publicarlas más rápido que nadie. Productividad. Eficiencia. Anticipación. Eso sería para él trabajar como un periódico cultural de primera línea. Esa sería la vanguardia cultural que Portugal merece. Ahí parecería estribar la diferencia, por ejemplo, con su admirada Francia.
(Interrupción al paso. Seamos honestos: Pereira no estaba tan desencaminado en 1938... Ese mismo concepto de modernidad parecen manejarlo hoy muchas editoriales: en cuanto la palma uno de sus escritores, mandan un correo colectivo explicando qué parte de la obra del autor o la autora han publicado.)
Las contradicciones son siempre de los demás
Eso sí, Pereira es un buen tipo: viudo devoto de su difunta, gordinflón, culto y razonable, lector ensimismado de los clásicos franceses del siglo XIX, generoso con el prójimo y siempre con ese toque de melancolía típicamente portugués. Quiero decir: buen vecino y mejor compañero de trabajo. Es más: no le importa invitarte a comer y, si puede, aunque políticamente estés en sus antípodas, te dará una oportunidad laboral. Trigo limpio. Una buena persona, que suele decirse.
Sin embargo, su punto débil es ese miedo tan burgués, tan cerval, a meterse en problemas. Él vive y deja vivir; eso sí, que nadie ni nada estorbe su devoción por traducir a Maupassant, Daudet, Bernanos, Mauriac... De hecho, si en plan Rilke del periodismo piensa en consejos para un joven que recién empieza en el oficio —como es el caso del joven activista de izquierdas Montero Rossi, a quien quiere contratar para que escriba esas necrológicas anticipadas que darán fama nacional al Lisboa—, su punto de vista no varía un ápice:
El problema es que usted no debería meterse en problemas que son más grandes que usted, hubiera querido responder Pereira. El problema es que el mundo es un problema y seguramente no seremos ni usted ni yo quienes lo resolvamos, hubiera querido decirle Pereira. El problema es que usted es joven, demasiado joven, podría ser mi hijo, hubiera querido decirle Pereira, pero no me gusta que usted me tome por su padre, yo no estoy aquí para resolver sus contradicciones. El problema es que entre nosotros ha de haber una relación correcta y profesional, hubiera querido decirle Pereira, y que debe usted aprender a escribir, porque, de otro modo, si escribe con las razones del corazón, va usted a tropezarse con grandes complicaciones, se lo puedo asegurar.
Las contradicciones son las de los otros, las de quienes reivindican, por ejemplo, a Lorca en tiempos del salazarismo y con la guerra civil española ahí al lado. Y «aprender a escribir» es saber autocensurarse a tiempo y evitarse las complicaciones. Toda una poética literaria, la de Pereira; esa que se conforma con decir que las cosas son así y no de otra manera, que no existe alternativa, que nuestras acciones no van a ninguna parte. Una poética que defiende la lectura, la traducción o la escritura solo como una manera de apartarse de este molesto y sucio mundo y refugiarse en un sitio mejor. Un sitio más cómodo donde, en vez de cosas, solo hay palabras (y no llegan los recibos del banco).
Qué gran personaje este Pereira. Qué gran conflicto el suyo. Casi da hasta pena que él, que quería pasar por el mundo sin molestar ni ser molestado, al final, como cualquier otra persona, deba elegir entre ser parte del problema o de la solución. Yo diría que, como tantos otros, quizá Pereira fuera apartidista, pero no apolítico. Eso sí, lástima que tarde tantas páginas en descubrirlo y que, entre medias, sus lectores tengamos que tragarnos no sé qué rollo sobre «la confederación de almas». En fin, todo sea porque Pereira vea la luz.
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