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9 de marzo de 2018

Madrid / Presentación de "Conversaciones con Mario Levrero", de Pablo Silva


En algo menos de dos semanas, el miércoles 21 de marzo, estaré en la presentación de Conversaciones con Mario Levrero (Ediciones Contrabando, 2017), del escritor y periodista uruguayo Pablo Silva. Será en la librería Juan Rulfo (metro Moncloa, Madrid) a las 19 h.

Además de Pablo, estarán María Tena, uruguaya sentimental, literata todoterreno y autora de cinco novelas; Constantino Bértolo, editor de El discurso vacío o Dejen todo en mis manos a su paso por Caballo de Troya y prologuista de la levreriana e involuntaria novela llamada París; y quien esto escribe, lector de Mario Levrero desde hace años. Como suele decirse: allí estaremos, allí os esperamos.

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+ info sobre Pablo Silva: reseñas de Pensión de animales y La huida inútil de Violeto Parson.

14 de febrero de 2018

El lector de Mario Levrero / CTXT

<p>Mario Levrero en una imagen de archivo.</p>
Levrero en una foto de archivo. (Eduardo Abel Giménez).
El pasado 10 de febrero salió un artículo mío sobre Mario Levrero en la revista CTXT. Lo escribí a propósito de la publicación en España de Conversaciones con Mario Levrero, del escritor y periodista Pablo Silva.

Este libro, que existe en el mercado uruguayo desde 2008, ha tardado casi diez años en llegar aquí. Por suerte, el sello valenciano Ediciones Contrabando se animó a publicarlo a finales del año pasado. En ese periodo entre 2008 y 2017, el libro ha conocido una edición argentina y una edición chilena, y en cada una de ellas ha ido aumentando la cantidad de material extra que traía en relación a la versión primigenia.

En la actualidad, la versión española contiene, entre otras golosinas, un artículo de Mario Levrero sobre los mecanismos de creación, dos entrevistas que le hizo Christian Arán meses antes de morir, un par de poemas o
una pregunta que Levrero le hizo a Onetti en 1973 para la revista Maldoror. En fin, un libro de lo más apetecible para quienes quieran adentrarse en la obra del autor de Fauna, Desplazamientos, La banda del Ciempiés, Dejen todo en mis manos, Todo el tiempo, Diario de un canalla, La ciudad, El lugar, París, Aguas salobres, etcétera, etcétera. Conversaciones con Mario Levrero también puede gustarle a quienes, simplemente, tengan interés en los procesos creativos literarios.

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EL LECTOR DE MARIO LEVRERO

Pablo Silva publica en España sus Conversaciones con Mario Levrero, en las que el autor de La novela luminosa despliega su personalísima poética 


Rubén A. Arribas

«Siempre me bastó con un lector que hubiera sintonizado con mi texto; la masa no me agrega nada». Mario Levrero nunca tuvo especial interés en publicar su obra y, menos aún, en construir algo parecido a una carrera profesional o formar parte de algún canon; de ahí que llevara una vida al margen del mundo literario, indiferente por completo a ganarse el favor de las editoriales, la crítica, el periodismo cultural, el público o el jurado de algún premio. Como queda claro tras la lectura de Conversaciones con Mario Levrero (Valencia, Contrabando, 2017), de Pablo Silva, al autor de El discurso vacío, Caza de conejos o La máquina de pensar en Gladys solo le interesaba una cosa: escribir con la mayor libertad posible.

De hecho, Levrero consideraba un estorbo la crítica o cualquier paratexto. Los prólogos –o los artículos como éste– le parecían una interferencia indeseable en esa suerte de diálogo narcisista, hipnótico y místico que debían entretejer la obra y su lector. A la crítica, por su parte, la acusaba de ser incapaz de moverse en otro plano que no fuera el intelectual y de imponer un concepto de realidad que excluía lo que sucede de la piel para dentro. En una obra como la suya, donde la percepción desempeña un papel estelar, cualquier palabra al margen del texto podía distorsionar la comunicación entre alma y alma a la que aspiraba. Su espíritu, es decir, su presencia sensorial, estaba en juego.


>> El artículo sigue en la sección «El Ministerio» de la revista CTXT

+ info sobre Pablo Silva: reseñas de Pensión de animales y La huida inútil de Violeto Parson.

23 de febrero de 2009

Teína n.º 20 :: Solidaridad

Ando vago con el blog últimamente, lo sé... Son las cosas de que los días duren apenitas 24 horas y uno mantenga varios proyectos en marcha, y además intente sobrevivir. En estas semanas estuve cerrando con mi compi Juan Pablo el n.º 20 de Teína, una tarea que entre unas cosas y otras se nos complicó más de la cuenta. Por suerte, este fin de semana publicamos el número, que contiene un extenso dosier periodístico dedicado a la solidaridad (aconsejo no perderse las entrevistas con Susan George y con Yoani Sánchez, también el artículo Solidaridad asalariada, de Santiago Alba).

En cuanto a literatura, el menú se compone de las entrevistas a Constantino Bértolo, Rodrigo Fresán, Pote Huerta y Sergio Chejfec, el artículo Lengua e identidad de Ignacio Echevarría, diez reseñas de libros y un artículo sobre la escritura de Mario Levrero. En fin, que esas son las razones de mi ausencia bloguera. A ver si poco a poco retomo el tono muscular 2.0.

PD: A quienes gusten del jazz, les recomiendo pasar por esta nota que escribió Pablo Contursi.

18 de noviembre de 2008

Mario Levrero :: texto de la presentación

Esta mañana salí a caminar un rato para bajar las emociones que revolotearon ayer en la presentación de Trilogía involuntaria y La novela luminosa. Mientras deambulaba por Delicias, Atocha y no sé dónde más, y luego mientras esperaba a que me vendiesen un pollo asado por 3 euros —¡esto si que es una oferta, carajo!—, pensaba mucho en algo que comentó Alicia Hoppe en su intervención: Mario Levrero era un ser muy demandante; como buen hijo único, era capaz de absorberte hasta la última gota de energía. Alicia, queridísima Alicia, en este momento es cuando entiendo per-fec-ta-men-te a qué te referías: estoy molido; Jorge Mario Varlotta Levrero me dejó molido.

Y es que ayer el homenajeado, desde esa dimensión desconocida donde habita, se puso de lo más exigente con nosotros. Empezamos a charlar sobre él a las seis de la tarde en la cafetería del hotel, y me acosté a las cuatro y media, tomando cervezas con Nicolás y Juan Ignacio, sus hijos —en el sentido más levreriano de la palabra—, bajo una foto de Camarón de la Isla, escuchando flamenco en La Candela, en Lavapiés, y hablando monotemáticamente del gran protagonista de la noche. Mucha sensibilidad a flor de piel, digo, muchas horas poniendo del derecho y del revés la vida de cada cual tomando a don Mario como punto de referencia.

Entre medias, si mal no recuerdo, la familia Levrero, Ignacio Echevarría —tío simpático y divertido donde los haya—, María Casas —quien coordinó todo— y yo nos subimos al estrado de Casa de América, y durante hora y media peroramos para unas 45 personas. Dado lo minoritario del autor y que estamos en Madrid, la concurrencia puede considerarse multitudinaria. Quiero decir: disponemos ya de una masa crítica para comenzar la levrerización de esta España tan sosa a veces en sus propuestas literarias. ¡A por ellos, compañeros!

Por ahora, dejo acá el texto que leí ayer. (Va un pelín más abajo; paciencia, que vienen unas posdatas). También dejo un compilado con todos los textos referentes a Levrero que publiqué aquí o en Teína.

Nico, Juan Ignacio, Alicia: muchísimas gracias por venir y por la oportunidad de escribir una tarde y una velada luminosas para nosotros. Fue un placer enorme que compartierais esa desnudez que son los afectos más íntimos. Un abrazo grande. Nos vemos.

PD 01: En la semana, intento rescatar algunas imágenes y detalles que me parecieron imperdibles. Entre tanto, a ver si consigo alguna foto del acto. ¿Alguien tiene?

PD 02: A mi hinchada personal (Javi, Cris, Alberto, Sara, Elenita, Alejandro, Isabel, Marisa y Cristian): muchísimas gracias por venir; fue muy lindo levantar la cabeza mientras leía --cuando dejé de tartamudear, digo-- y veros ahí, atentos a los disparates que decía. También muchas gracias a Fede, Carmen, Noel, Gabriela, Pablo y Laura, que invocaron a los dioses por mí desde lejos de Madrid y me escribieron para desearme suerte. Como se ve, la revolución levreriana de Gallegolandia está en marcha. ¡Hasta mis padres quieren leer a Levrero!
*

HOMENAJE A MARIO LEVRERO
Casa de América, Madrid 17 de noviembre de 2008


Perdidos en el laberinto de las coincidencias
Rubén A. Arribas

Desde que me invitaron a participar en esta mesa, le di muchas vueltas a qué podía decir. María Casas y Constantino Bértolo me pidieron que diera mi visión como lector; sin embargo, desoí su consejo y, por alguna razón, me enfrasqué en una aventura temeraria: intentar abarcar y esquematizar una literatura escurridiza como pocas. Eso puede hacerse cuando uno guarda la distancia del crítico, pero resulta muy difícil cuando se está imbuido del entusiasmo del lector.

Yo quería venir aquí y hablar del realismo interior y de cómo Levrero lee dentro de sí la llamada «realidad exterior», de su fascinación por la actividad cerebral, quería explicar que su escritura es orgánica, o incluso qué les enseñaba a sus alumnos en los talleres... Por suerte, el jueves pasado caí en la cuenta del error: quería venir a contaros ideas.

Y es que nada más contrario a la concepción artística de Mario Levrero que buscar como detonador de un relato precisamente eso: ideas... Él las odiaba. En la autoentrevista incluida en El portero y el otro lo dejó dicho con tal claridad que me avergüenza haberlo olvidado:

No confío en las ideas; son como una jaula.
Por suerte, previamente a eso había dicho esto otro:
Uno de mis grandes placeres es reconocer mis errores.
No es que yo experimente un inmenso placer reconociendo que me enjaulé solito en mis ideas y que encaré de manera equivocada esta intervención; pero, bueno, es una manera de empezar. Por favor, paciencia, que ya arranco.

Eso sí, ahora lo hago ya siguiendo los consejos del maestro. Para ello partiré de mis vivencias, de imágenes que veo dentro de mí; algo que ocupaba un plano secundario en aquel enfoque inicial. Con las ideas quizá hubiera conseguido un discurso intelectual más o menos apreciable, pero no hubiera podido transmitiros lo básico del credo levreriano; a saber, que la literatura intenta comunicar una experiencia espiritual.

Sé que esto suena a Enrique Iglesias... Pero es que la literatura para Levrero —así lo dejó escrito en la famosa autoentrevista— era precisamente eso: el intento de comunicar una experiencia espiritual desde el alma del autor a la del lector. El concepto procede, entre otras fuentes, del Tao Te Ching —hay está el precepto i shin den shin: la verdadera esencia sólo puede ser transmitida de mi alma a tu alma—, y del libro Psicoanálisis del arte, de Charles Baudouin.

(Por cierto, uno de los «gustos perversos» de Levrero era Julio Iglesias. O eso le contó a Pablo Silva, en Conversaciones con Mario Levrero, donde afirmó que si bien no podía defender sus canciones, había «algo irracional» que le hacía disfrutarlas.)

Con lo de la «experiencia espiritual», no es que pretenda haceros levitar ni que por una vez os palpite el corazón a loco con la literatura ni nada por el estilo; tan sólo es que si Levrero se cansó de aconsejar «Que el relato surja de la imaginación, y no de la invención» o «Escribí lo que ves, no lo que pensás», parece adecuado que intente seguir sus consejos. Quizá así consiga dotar a mi discurso de verdad, ese concepto tan kafkianamente levreriano que señaló Ignacio Echevarría en su ensayo Levrero y los pájaros:
No es ver la verdad, sino serlo.
Y en eso estoy, en intentar ser la verdad—en la medida de mis posibilidades—, más que nada porque desde el jueves pasado veo a Mario Levrero enojado conmigo por intentar armar un discurso serio, sesudo; como si con esa llave pudiera abriros alguna puerta a un mundo donde no rige el espacio-tiempo conocido. Y es que acceder a la obra de Levrero es algo así como entrar en una ciudad laberíntica donde Beckett, Kafka y Chandler caminan de la mano por Alicia en el país de las maravillas. Por tanto, aun a riesgo de enojar todavía más a don Mario —quien odiaba cualquier acercamiento a un autor que no fuera el estricto duelo mano a mano entre lector y texto—, estoy intentando aproximaros lo más levrerianamente posible a su literatura, es decir, de manera zigzagueante, errática, sin pompa ni marcialidad, por escrito, tuteándoos. Además de las ideas, si algo odiaba Levrero era la seriedad y que lo tratasen de usted. Y si tendía a algo cuando escribía, era a la digresión.

En fin, al grano.

Desde que me enfrasqué en la preparación de este acto, me han sucedido cosas muy lindas; y de algún modo todas cristalizaron este jueves cuando Gabriela Onetto —amiga íntima de Levrero, el personaje Ginebra en La novela luminosa y organizadora allá por 2001 de los talleres virtuales que idearon juntos— dejó varios documentos en mi correo. En concreto, Gabriela me envió dos archivos que cambiaron el rumbo de este discurso: la carta con que ella postuló en 2003 a Levrero al Premio Juan Rulfo y un artículo que Elvio Gandolfo escribió para el diario El País de Uruguay, donde reseñaba una colección de libros, De los flexes terpines, que había dirigido Levrero.

Voy por partes.

Primero el asunto Rulfo. En aquel momento, Gabriela —uruguaya ella— vivía en Querétaro (México) con Guzmán, su marido, y convenció al Ateneo Español de México para que presentará a Levrero como candidato a los cien mil dólares del premio, pues Levrero siempre andaba corto de efectivo. Según me contó, él jamás leyó la carta porque «se hubiera muerto de vergüenza de que lo anduviera ponderando». La carta ni siquiera la compartió con los alumnos de ambos, y nadie a excepción de la gente del Ateneo y de mí la había leído.

El texto ocupa tres páginas Word y se extiende de manera desenfadada sobre algunos puntos bien conocidos de Levrero: que nunca sería un artista de masas, que pidió la beca Guggenheim en el 2000 porque necesitaba el dinero o que el crítico Ángel Rama lo había encuadrado en la generación de «los raros». Nada nuevo. Sin embargo, el último párrafo —ese donde se intenta dar el golpe de gracia al lector— me dejó boquiabierto: se trataba de una larguísima cita de El discurso vacío... La misma, salvo la última oración, que usó Constantino Bértolo para la contratapa del libro cuando lo publicó en Caballo de Troya, la editorial que él dirige. Constantino cita un párrafo entero de El discurso vacío —182 palabras, ahí es nada— y Gabriela, el mismo fragmento, salvo la oración final.

Me explico. Entre toda la obra Levrero, que rondará las dos mil quinientas páginas, una uruguaya residente en México había extractado en 2003 una más que generosa cita —media página del libro— de una obra que Levrero había escrito en Uruguay entre 1991 y 1993, y que luego un editor español había reproducido casi tal cual en 2007. Huelga explicar que Gabriela y Constantino no se conocen ni han hablado nunca. Pero es que el asunto no termina ahí.

En la contratapa de El discurso vacío, Constantino escribió lo siguiente:
Hace unos dos años le escribí un e-mail a Ignacio Echevarría donde le preguntaba, entre otras cosas, qué hacía. Me respondió: Leyendo.
A continuación, el lector encuentra el párrafo que Ignacio le transcribió a Constantino. No os leo el párrafo entero porque es largo y el tiempo apremia; con todo, y para que no os quedéis con el gusanillo, os leo al menos la primera oración:
Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores.

[* en esta versión escrita, incluyo el párrafo entero al final del texto]
Ya que estoy intentando ser la verdad os cuento que, en rigor no hubo un correo, sino que Constantino charló por teléfono con Ignacio y este le leyó el párrafo en cuestión. Como explica ahí Constantino, se hizo con los libros, le gustaron y quiso ser editor de Levrero. Para la contratapa, eligió contar esto que os digo y transcribir el párrafo que Ignacio le había leído, es decir, casi el mismo que aquel que Gabriela había usado en su carta para el Rulfo. Vuelvo aclarar: Gabriela nunca ha hablado con Ignacio o Constantino.

En fin, que tenemos a una uruguaya que en 2003 intentó convencer por escrito desde Querétaro a un jurado mexicano, y terminó transmitiéndole telepáticamente un fragmento de 151 palabras de esa carta a un crítico español, asentado en Barcelona, para que este en 2005 se lo leyese por teléfono a un editor radicado en Madrid, quien, a diferencia de los mexicanos, sí que cayó rendido a los pies del escritor. Para Levrero esto sería una clara manifestación de que existe una dimensión de la realidad que no podemos aprehender con el yo consciente.

Alguno debe de pensar que estoy chiflado... Pues os aseguro que no más que Levrero. Leedlo, ya veréis. Lo que yo acabo de contar aquí es apenas un aperitivo. De hecho, las coincidencias no han terminado.

En La novela luminosa, Levrero cuenta que su padre y su madre murieron un 14 de agosto (en años distintos, se entiende); así que ese día él —hijo único como era— lo pasaba muy mal. Gabriela, amiga y confidente suya, conoció la primera versión de la obra; sin embargo, no se enganchó con el borrador y lo abandonó, y no leyó la novela hasta que esta fue publicada, ya cuando Levrero había muerto. Al hacerlo, descubrió algo que su amigo le había ocultado: ella había dado a luz a su hijo Astor en Querétaro el mismo día que murieron los padres de Levrero, el 14 de agosto. La cercanía afectiva entre Levrero y Gabriela eran tanta que ella me escribió:
Mario fue lo suficientemente piadoso para no contármelo cuando Astor nació.
Levrero murió pocos días después del nacimiento de Astor, el 30 de agosto de 2004. Antes había tenido un sueño premonitorio, nítido, y que le había contado a sus amigos: había soñado la fecha exacta en que iba a morir. Gabriela dice que la erró por poco.

Tiempo después, ella y su familia regresaron a vivir a Montevideo. Este sábado en un correo me contó lo siguiente:
Hoy, luego de mucho tiempo, decidí bajar por la calle Bartolomé Mitre y pararme un momento afuera de su edificio. Y mientras venía caminando hacia allí, vi que dos edificios antes [del suyo] habían abierto un bar con un gran cartel que lo tapaba todo (...). Me puse a llorar por una rara emoción ante el misterio de las casualidades: se llama «Astor Place». Mi hijo se llama Astor; lo inscribí en el Registro Civil en México el día del entierro de Levrero en Uruguay (...). La muerte de uno y el nacimiento del otro quedaron indisolublemente ligadas.
Y añado: su hijo, en realidad, se llama Astor Rubén... Es decir: él y yo compartimos al menos un nombre.

Quienes lean a Levrero encontrarán por qué esta historia tiene sentido. Si para él la literatura era el intento de comunicar —y ya sé que me estoy poniendo muy pesado— «una experiencia espiritual» narrando hechos triviales, cotidianos, qué menos que intentar ofreceros algo parecido para presentarlo en sociedad. Eso sí, reconozco mis limitaciones; si él aseguró que su literatura no le alcanzó para narrar esta clase de «experiencias luminosas», imaginaos a mí... Y es que ya lo advierten Ignacio Echevarría y él: se puede narrar la oscuridad que rodea a esas experiencias, también la necesidad de luz; sin embargo, otra cosa —muy otra— es narrar la luz del espíritu que las anima. Por el mismo carácter inefable de esas vivencias resulta casi imposible. Sólo el lector puede llenar este discurso vacío con su propia experiencia.

Por mi parte, y aunque de manera más rudimentaria, tan sólo he intentado ilustrar algo que sostiene el narrador de La novela luminosa:
El Inconsciente sabe que puede hacer muchas cosas que nuestro pobre yo consciente ni imagina posibles.
Para cerrar, retomo el asunto que había dejado pendiente, el de Elvio Gandolfo y la editorial De los flexes terpines, donde Levrero actuó como editor. Tan sólo quiero mostraros que Levrero, además de usar la escritura para explorar su inconsciente y de usar sus novelas o cuentos como excusa para enviarle por telepatía su alma a los lectores, aportó también lo suyo en esta tridimensionalidad más tangible. Os leo el inicio de esa reseña, donde Gandolfo se ocupa de los quince libros que sacó en 2001 esa editorial cuyo nombre debe a un verso de Alicia tras el espejo, de Lewis Carroll:
En pleno reacomodamiento y achique de las novedades editoriales, un sello bastante nuevo difunde una colección de quince títulos narrativos de autores uruguayos, en su mayoría inéditos, o sea el sector más golpeado por las limitaciones económicas del momento. La colección es dirigida por un escritor admirado y convertido a veces en gurú por los autores jóvenes: Mario Levrero.
En sus libros, Levrero suele mostrarse como un ser ensimismado con su mundo interior, «introvertido», «fóbico a las calles» o que nunca se sintió «diseñado para sobrevivir en este mundo»; sin embargo, también aportó cosas a la «realidad exterior». Otro asunto es que necesitara ayuda para ponerlas en práctica porque era un desastre en menesteres cotidianos.

De los flexes terpines surgió como consecuencia de su enfado con el mercado editorial uruguayo. Según señala Gandolfo o puede leerse a Levrero en algunas entrevistas, las editoriales uruguayas publicaban a pocos autores del país —y mucho menos primeras o segundas novelas—; los libros eran muy caros allá y nadie quería arriesgar a publicar a desconocidos u obras poco comerciales. En ese contexto, Levrero impulsó el mercado del libro de bolsillo: quería libros económicos y que albergaran propuestas artísticas que rechazaba el mercado.

(Y llegados a este punto, no puedo evitar referirme a que precisamente, ¡oh, cielos!, la Trilogía involuntaria está publicada en una editorial que se llama DeBolsillo y hace libros... de bolsillo, o que Constantino Bértolo es un editor que se dedica a publicar primeras y segundas novelas a muchos autores desconocidos.)

En este quimérico proyecto, entre otros, lo ayudaron Pablo Casacuberta y Fernanda Trías, dos escritores con 30 y 36 años menos que él. Quiero decir: sí, es cierto que Levrero tenía y tiene algo de gurú para los jóvenes. Pero aclaro: para los jóvenes de espíritu, no de edad; todavía hoy sus alumnos de taller, que formaron el grupo Narrares, se reúnen en su honor semanalmente para escribir.

Y concluyo ya este evangélico esfuerzo por acercaros hasta las puertas del mundo levreriano. Me hago cargo de que alguno considerará que cuanto dije es cháchara de vendedor ambulante de enciclopedias... Que si el alma, que si el inconsciente, que si la telepatía... De ahí que como último recurso apelaré al argumento de autoridad. En este caso, la de Rodolfo Enrique Fogwill, autor argentino de referencia. Lo hago desde la contratapa de La ciudad (y se lo dedico a vuestro yo consciente):
La literatura argentina se extiende 250 kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero.
Leí bien: dice «literatura argentina». He ahí la prueba irrefutable de que Levrero es un genio. Como pasara con Carlos Gardel, el mate o el dulce de leche, los argentinos están dispuestos a apropiárselo y a convertir el asunto, dicho en rioplatense, en un afano más contra los pobres uruguayos... Y es que ya lo dijo Cortázar en alusión a Felisberto Hernández, precursor de Mario Levrero:
Qué cosa los uruguayos: esconden sus mejores valores.
Sonará a tópico, pero es cierto: los uruguayos son gente especial, singular. Como cuenta Levrero en La novela luminosa, y como podréis corroborar si vais a Montevideo, al fin y al cabo Uruguay es un país donde las cartas se envían desde las farmacias, pero donde los carteros no reparten medicamentos.

**
*

Al final de la presentación, Nicolás Varlotta, hijo de Mario, leyó ese famoso fragmento al que aludo (fragmento que, por cierto, según me contó María Casas ¡fue el que le envió Constantino Bértolo a ella y la decidió a publicar Trilogía involuntaria en DeBolsillo!). Y, ya que estamos, Ignacio Echevarría contó que él llegó a Levrero a través de Fogwill, que fue quien le envió los libros desde Buenos Aires. Ah, y Juan Ignacio llevaba un libro de Pablo Casacuberta en la mochila... Y así. Todo así. Una coincidencia tras otra. Con razón necesitamos encontrar después un par de bares donde saciar la sed. ¡A ver si repetimos, compañeros!

EL PÁRRAFO TELÉPATA

Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde ir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte, o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de apariencia inofensiva, hoy sabemos de aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que somos.

* La última oración (Y si bien hubo...) no la escribió Gabriela en su carta al Rulfo. Cuando le pregunté que si sabía por qué la había omitido, me dijo lo siguiente:

No creo que yo lo haya quitado por una causa «racional», «premeditada», sino a pura intuición, como elegí las otras frases. Claro, esta es la de cierre, y me parece increíble ahora que conozco el desenlace: al año siguiente, Levrero moriría. Quizás fue mi manera inconsciente de decírselo al jurado, pero no resultó.

MENSAJES SOBRE LEVRERO EN AVIONES DESPLUMADOS Y TEÍNA

. Levrero 01
. Levrero 02
. Levrero 03
. Levrero 04
. Levrero 05
. Levrero 06
. Levrero 07
. Levrero 08
. Levrero 09
. Levrero 10

15 de noviembre de 2008

Conversaciones con Mario Levrero, Pablo Silva

Conversaciones con Mario Levrero se consigue por ahora sólo en Uruguay... Así que mi original se lo tengo que devolver a Constantino Bértolo, y conformarme temporalmente con el ejemplar fotocopiado que me hice (lo siento, Pablo, tenme paciencia: prometo comprar tu libro algún día o enviarte los derechos de autor en forma de te invito a un cafecito donde quieras si pasas por Madrid). Decía: sí, me lo he fotocopiado, y me lo he fotocopiado porque el material que contiene me parece imprescindible para acercarse con propiedad a la manera de entender la literatura de Levrero. Es más: junto con la autoentrevista de El portero y el otro, el material del taller de Gabriela Onetto y el obituario que escribió Ana Inés Larre Borges, esta correspondencia electrónica que mantuvieron durante 4 años Pablo Silva y Levrero debería ser de obligada consulta para quien desee aproximarse a la figura del autor. Por tanto, Pablo: gracias por la paciencia en ordenar y sintetizar tanto correo.

A modo de comentario adicional, y antes de pasar a los doce subrayados que extracto, un dato: el posfacio es de Ignacio Echevarría. Se trata de la versión íntegra del artículo que él publicó el año pasado en Diario Perfil. Al parecer, antes de salir en la prensa, Echevarría sacó Levrero y los pájaros, que así se llama el texto, en la revista de la Universidad Diego Portales de Chile, allá por 2007. Ni qué decir que en su versión completa el ensayo gana en calado y fluye mejor en su prosa (en la versión del diario había algunos cortes abruptos; las cosas del periodismo, vaya).

En fin, paro ya de perorar; a lo que venía, los subrayados:

(PD: prometo no ser tan pesado el lunes, en la presentación de Casa de América; es más, si no me entra el tartamudeo, el pánico escénico, el tremendísimo cagazo, etcétera, tengo previsto contar algunas aventuritas sobre telepatía...)

I

Casi diría que lo único que importa en la literatura es escribir con la mayor libertad posible. En todo caso podés usar técnicas para corregir, pero jamás para escribir.

II

Ser escritor no significa escribir bien (hay quienes escriben mal, como Roberto Artl, o con un lenguaje poco literario, como Kafka, y sin embargo son grandes escritores), sino estar dispuesto a lidiar durante toda la vida con tus demonios interiores. Y esa lucha no puede ni debe ser impuesta desde afuera, sino que forma parte de la búsqueda o el encuentro personal de cada uno.

III

Los textos preexisten a la escritura (y por supuesto a su formulación mental); están adentro, y ya con su forma definitiva, y por eso estoy seguro que el final va a venir solo, a caer maduro, incluso cuando hay enigma.

IV

Narrás lo que percibís, y lo narrás tal como lo percibís, sin atarte a otra cosa que a esa percepción. Así podés tranquilamente hacer mierda el espacio y el tiempo y la forma narrativa, y sin embargo todo se sostiene en un mágico equilibrio, sólo porque las cosas son así.

Y esa percepción del narrador ya tiene un ritmo, una cadencia, un tempo, que es lo que define el estilo del texto. Probablemente porque tenga razón Lacan, que detrás de la imagen está la palabra.

(Yo agrego que esa palabra está encriptada, está en un idioma del inconsciente —o quizás a un nivel tan profundo que, sin estar encriptada, no podemos captarla directamente—, y sólo podemos recuperarla cuando se hace imagen; agarramos la imagen y la volvemos a traducir a palabra, en nuestro lenguaje.)

La imaginación siempre es la puerta, la vía de comunicación con las cosas profundas ocultas a la consciencia.

V

[El profesor del taller] Tal vez no toque, ciertamente, las fibras más íntimas, donde se genera un texto; pero sí modifica, y mucho, la comunicación del alumno con esas fibras íntimas. No olvides que los textos surgen desde un impulso oscuro, no racional, probablemente a través de movimientos anímicos y emocionales, y poder traducir eso a imágenes y las imágenes a palabras sí que es una capacidad que se adquiere.

VI

A mí me llevó unos veinte años decir «soy escritor» y sentirlo, además.

VII

Cuando llegás al punto de que te importa un bledo lo que piensen los demás, ahí es cuando todos empiezan a respetarte y admirarte. La inseguridad crea huecos por donde se mete inexorablemente el sadismo ajeno, o sus ansias de dominio. Es inevitable; pasa con las mejores personas (incluso yo siempre estoy fuertemente tentado de herir al débil). Naturaleza humana le dicen.

VIII

Cuando el yo busca, es difícil que encuentre, porque estorba, quiere dirigir demasiado en algo que no sabe.

IX

Yo sigo con mis crisis de adolescente, un poco limadas por la vejez. Pero me parece afortunado que tanto mi niño como mi adolescente no estén enterrados. Generalmente reacciono de inmediato cuando alguien se sitúa en un plano de, digamos, sentido común. No creo que lo adolescente o lo infantil sea algo para sepultar; por lo general son cosas que enriquecen a la gente. Eso no habla en contra de la maduración, sino de una falsa maduración, que es la dominante en esta sociedad. Una serie de actitudes acartonadas que no son realmente maduras porque corresponden a personas no individuadas, más bien prototipos, como quien dice vegetales. Creo que la verdadera madurez incluye a un niño y a un adolescente intactos.

X

La telepatía es instantánea, a tal punto que no se sabe qué forma de energía puede utilizar, porque desafía las ecuaciones de Einstein (tendría que viajar más rápido que la luz). Pero una cosa es el momento en que se recibe, y otra el momento en que aflora a la consciencia. La mayor parte de las veces no aflora, a menos de que se trate de un hecho grave, dramático o particularmente interesante para el sujeto, pero a menudo aflora durante el sueño, porque baja la censura de la consciencia y del superyó. También puede aflorar con facilidad en vigilias cuando estás distraído o, por el contrario, tan concentrado en algo que estás en un estado equivalente al de trance.

A veces el atraso puede ser muy grande, y el contenido, la información recogida telepáticamente, aflorar espontáneamente en un momento de necesidad, cuando la necesitás. Se dice que el café y el ácido cítrico favorecen los fenómenos telepáticos, y la aspirina los bloquea. Una forma de conseguir una combinación fuerte es exprimir un limón adentro de una taza de café, pero es un asco. Por otra parte, se recomienda no fomentar esos fenómenos porque a la larga debilitan el yo y por lo tanto la voluntad y la consciencia. Yo desde hace algunos años me volví alérgico a la aspirina, de modo que no puedo hacer nada por bloquear los fenómenos y me los tengo que bancar. Tampoco puedo prevenir el infarto.

XI

Los que luchan por fabricarse un estilo son los que no pueden mirar hacia dentro.

XII

Las grandes obras, las obras maestras suelen ser muy complejas, mundos enteros (Kafka, Faulkner, Joyce, Proust), y tienen que ver con cierta capacidad cerebral pero sobre todo con cierto compromiso con la realidad. Para ser más preciso, los límites de mi literatura están impuestos por mi egoísmo, mi narcisismo, mi limitada experiencia del mundo, mi casi solipsismo o casi autismo. Yo veo muy claramente dónde están mis límites, pero no puedo estirarlos manejando palabras o técnicas o estilos, sino ampliando mi compromiso con la realidad —cosa que no estoy dispuesto a hacer, y menos de viejo—. Repito: esto no afecta al estilo, ni es culpa del estilo. Dije en algún reportaje algo así como que «hay constructores de catedrales y hay jardineros. Yo soy más bien jardinero de plantitas en el balcón».

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Conversaciones con Mario Levrero, Pablo Silva Olázabal
Editorial Trilce, Montevideo 2008