25 de noviembre de 2008

Panfleto para seguir viviendo, Fernando Díaz

Qué buen libro desaprovechado por amor al llamado «compromiso social» o al «hagamos la revolución». Panfleto para seguir viviendo tiene 153 páginas; las primeras 110 —más alguna suelta del final— son novela, las demás conforman una suerte de apéndice ensayístico que está más cerca del wikipedismo que de otra cosa. Es una pena; pero parece ser la convención imperante entre quienes pretenden escribir lo más a la izquierda posible... Ideológicamente estoy más cerca del autor que de Mariano Rajoy; sin embargo, cuando abro una novela busco discursos que me azuzen la inteligencia y estimulen mi capacidad de imaginar (entre otras cosas), no me gusta que alguien me sermonee. Y este libro tiene dos tercios de excelente literatura y uno de prescindible panfletarismo (o sermoneo revolucionario).

Me explico.

Cuanto más grande sea el salón, cuanto más altos los techos, cuanto más espectacular el cuarto de baño, más sangre que asoma por la junta de los azulejos, como en una película de terror. En cada mansión hay varios obreros emparedados con la cabeza rota o los pulmones llenos de vegetales muertos. Cada mansión tiene su yonqui y su putita de trece años y su esquizofrénico atado con correas porque no hay recursos públicos para que pueda ser atendido con honor y dignidad. Sorel, tío, deja de querer entrar ahí, porque precisamente todo consiste en no dejarles entrar a ellos. Si quieren venir que vengan pero solos, desarmados y sin mansiones. (Página 51).

Esto es literatura. Hay ritmo, el autor dice algo que está mil veces dicho, pero lo formula desde una elaboración personal que transmite que esa —y no otra— es la única manera de contarlo aquí y ahora. Aunque Fernando Díaz quisiera sostener que lo escribió de manera intuitiva, del tirón, por ciencia infusa —algo que ni suma ni resta en este caso; tan sólo hablaría de su talento natural para narrar—; en ese párrafo el lector encuentra diferentes recursos técnicos que captan y mantienen su atención, y que le piden ingerir otra dosis de texto.

A saber: las oraciones tienen longitudes diversas, el párrafo arranca con una enumeración que se apoya en la repetición de cuando —como estamos en plan proletario obviaré el latinajo que etiqueta ese recurso— y que enfatiza la fastuosidad con que viven los burgueses. Asimismo, los sustantivos son palabras comunes, bien elegidas y que sólo soportan la carga de un adjetivo cuando es menester. Por haber, hay hasta intencionalidad en la construcción del párrafo: la información se dosifica en cinco oraciones y entre todas construyen una idea, que se cierra con la última de ellas, corta y contundente. Hay más cosas; pero no es momento de ponerse exhaustivo. Lo que importa: hay literatura y hay un escritor que busca hacer literatura.

Aunque no lo parezca, esta urdimbre técnica explica los efectos secundarios de la lectura del fragmento. El primero es el de querer alinearse con la tesis que se sugiere ahí y en los párrafos precedentes: hay que terminar con el concepto de literatura burguesa que hace soñar a Julien Sorel —personaje de Rojo y negro—, es decir, hay que liquidar el manierismo, el cultismo pedante o el lirismo ampulosamente vacuo; y hay que buscarle una utilidad más popular a la literatura. En definitiva, menos Stendhal y más Antonio Machado: arte para el pueblo, no sólo para el subjetivismo de cada cual. Y todo eso dicho con espíritu libertario.

Como lector, esa clase de texto me deja espacio para imaginar la historia a imagen y semejanza de mis obsesiones, esto es, yo le pongo cara a los burgueses a quienes decido guillotinar. El autor no me está diciendo qué debo pensar; sencillamente narra y yo entro o salgo de su discurso a placer. Quiero decir: es como encontrarse con un colega a tomar una cerveza y escuchar lo que se le ocurra contarte. Genial. Marchando un par de cervezas más.

Ahora, compárese ese párrafo con estos dos:

Yo tenía trece años cuando cayó la URSS y supongo que la mayoría habéis nacido cuando a la URSS le quedaban sólo dos o tres años de vida, o después. En Rusia hubo una revolución, eso lo sabéis: ocurrió en 1917, el país se hizo socialista y siguió siéndolo hasta 1991. En 1922 se creó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y en 1991, en una noche de tormenta, dicen, se aprobó su disolución. Ahora ya no soñamos con la revolución rusa y lo que vino después, pero tampoco podemos quitárnosla de en medio.

De la URSS yo sabía muy poco, que tomaron el Palacio de Invierno durante la Primera Guerra Mundial, que tuvieron una guerra civil revolucionaria, que Lenin fue el Jefe del Comité Central del Partido Comunista y también el jefe del Estado Soviético y que a su muerte, en 1924, le sustituyó Stalin, hasta 1953. Después vinieron Malenkov, Jruschov, Brezhnev, Chernenko, Andrópov y Gorbachov, quién acabó con todo.

Esto es wikipedismo. Los apuntes de Historia de primero de bachillerato. Un profesor intentando darme clase. Didáctica. Pedagogía. Aquí no hay un colega con el que tomas cerveza; aquí tengo una voz en off que intenta contarme una milonga. Y, como lector, por ahí no paso; yo quiero lo otro, lo de más arriba.

Quizá estos dos párrafos podrían abrir una novela —no lo discuto—; pero encuentro un despropósito narrativo colocarlos en la página 112, cuando el texto ya tiene un tono y una voz construidas, por muy de izquierdas que sea uno. Pero es que, además, esos dos párrafos son sólo el principio de una retahíla interminable de ellos: el resto del libro —página más, página menos— conserva este estilo... Eso sí, precedido por un brindis al sol en la página 109 de «No quiero ser escritor. No creo que aguantara. Acabaría por importarme más el temblor que se queda dentro y no el efecto que sale fuera».

Si era un juego de fondo y forma, no funcionó... La estructura narrativa se derrumba, los personajes desaparecen, se pierde el tono de la voz narrativa... Y todo por incluir un panfleto que puede resumirse en un hiperenlace —de igual modo que hace el autor con unas cabañas en Noruega— y un clic que invite a visitar una página de la organización política de marras (que no aparece citada). En fin, que lo que había comenzado como una excelente novela termina como prescindible autoayuda revolucionaria.

Ya me veo a los de la casa okupa de Atocha diciéndome que no tengo ni puta idea, que esas ideas son verdades que alguien tenía que decir. O a los anarcos de Tirso de Molina llamándome burgués de mierda... O incluso a algún editor que me dirá que hay que combatir desde algún lado al discurso hegemónico.

Ya.

Pero resulta que narrativamente este libro marcaba otro derrotero desde el inicio. Empezaba con un tipo que quería golpear al Sistema, cuyo credo se resumía en
Pasar costo es lo más parecido a eso que llaman conciencia de clase. ¿Por qué vas a tener que aguantar que nadie te pise el cuello si con dos kilos de costo podrías sacar lo mismo trabajando medio años?
y que por horizonte laboral sólo tenía presentarse a unas oposiciones para bedel de instituto. Un chaval de 23 años que teorizaba sobre lo difícil que resulta mantener el enganche con tu novia cuando tú tienes un techo laboral de 10 mil euros al año y ella trabaja en un consultorio dental de mierda. Es decir, la canción de Jeanette pero en versión Kortatu, Barricada o La Polla: soy rebelde porque el mundo me ha hecho así. La historia iba de eso y, como lector, me interesaba ese punto de vista y me estaba tocando la fibra. Sin embargo, hacia la página 110 el narrador le da un carpetazo a todo eso para, de repente, explicarme que las cifras que Martin Amis o Solzhenitsyn manejan sobre la represión stalinista son falsas... ¿Eh?

No, tío, sígueme hablando de Raquel, de tus padres y de la gente del instituto, que estaba aprendiendo otra manera de mirar el mundo, y deja las lecciones de comunismo para otro momento. Lecciones que, por otro lado, contienen contradicciones flagrantes. Ahí va una:
Sé que exagero pero también sé que a cada escritor reprimido por los comunistas, antes de que me contara sus penas en un libro, le pediría que me contara las penas de tres no escritores, las penas de una montadora de abrelatas, de un parado, de un muerto de hambre. (Página 133).
Esto es demagogia: ¡pero si el autor me está contando sus penas en este libro! Intuyo que se refiere a los Vila-Matas, Sergio Pitol y compañía, que escriben para otros escritores. Pero lo siento mucho: esa es una prosa sin sustancia y que cae en un guiño ya demasiado cristalizado (¿ qué es, Tom Wolfe hablando de que sólo puede haber novelas sociales, a lo Zola?), amén de inconsecuente con el propio discurso del texto.

Es que es para recordarle al autor que el libro comenzaba así:
Estoy aquí. Puede que no sea mucho, pero tampoco es nada. Significa que aunque fuerais a mandarlo todo a tomar por culo, yo seguiría aquí. Puede que lo último que queráis hacer en este momento sea pensar que hay alguien cerca. Esperaré. No estoy vendiéndoos una mierda lírica. Tampoco soy uno de los grandes. Los grandes no necesitan decirle a nadie que están aquí.

Digo: había una voz, un tono, una flecha disparada y que prometía hacer blanco 153 páginas más adelante. Si bien durante la novela el narrador cita a grupos de rock radical callejero, la afinación recuerda más bien a cuando un hiphopero se sube al escenario y comienza a largar, a un Tote King o los Violadores del Verso, pongamos por caso. Además, el texto logra mantener ese crescendo inicial y te obliga a seguir leyéndolo. De nuevo: ahí hay literatura.

Pero como el autor va de rebelde, se permite faroles como «a mí la literatura me la suda, os lo juro, a mí me importa producir un efecto»... Para luego contradecirse con «yo digo que esto no es una novela, pero ¿y si es literatura?». En cualquier caso, más que el gazpacho de ideas que tiene, lo genial es que se contradice con lo que escribe; resulta que le suda la literatura y escribe cosas como las anteriores o como esta:
Una secta, no te jode, y ella lo hacía para eso, para joderme, para herirme. Estaba un poco furiosa detrás de su cara de indiferencia sepulcral. Empecé a desearla, me toqué la polla por encima del pantalón y pensé que en medio minuto esa indiferencia podía convertirse en delirio. Pero no iba a pasar. Me habían puesto delante un coche desmontado, lo que una vez funcionaba y hacía que las cosas se moviesen ahora eran piezas sueltas, y algunas, seguramente, no estaban. No podía coger de la mano a Raquel, besarla, llevarla al baño o a un rincón y volverla loca. Simplemente no podía, estaba todo desmontado y no tenía ni la menor idea de cómo ponerlo en funcionamiento otra vez.
Esto es una epifanía literaria. Literatura de la buena. Ray Loriga en sus buenos tiempos hubiera dado la pistola de su hermano y hasta sus discos de David Bowie por firmar algo así. La potencia de la imagen para contar qué siente alguien cuando se encuentra frente a su ex novia —a la que quería con locura, con la que follaba como los dioses, pero con la que se jodió todo sin saber muy bien por qué— es demoledora: un coche desmontado. La sencillez con que está narrada es un ejemplo de inteligencia narrativa. Cuando dice «Simplemente no podía» convence. Esto sí es revolucionario; escribir desde ahí, con esa verdad. Esto sí que te sacude y te obliga a seguir leyendo.

Esto otro, no:
Por miedo a la traición se ejecutó a miles de oficiales del ejército. Por miedo a la traición a la patria y a la traición a la revolución.
Esto lo podría haber dicho cualquier falangista el pasado 20 N; es chascarrillo retórico. ¿Produce algún efecto, además de aburrimiento y previsibilidad en el discurso, esta prosa inflamada de sustantivos como miedo, traición, patria, ejército o revolución?

Sí, tristeza por el talento narrativo desaprovechado; porque me parece infinitamente más proletario y más eficiente contra el Sistema cualquiera de los párrafos anteriores o este otro que tanto rollo bolche:
Ahora yo era un ordenanza con una madre en Toledo y un padre acojonado y un amigo en una cárcel francesa y un piso alquilado con muebles y una ex novia que no me llamaba y algún rollo esporádico y libros de Jack London abandonados en la estantería y una reunión de lunes a ocho para militar. Como si fuera a llevarles comida a los pingüinos de Faunia los lunes a las ocho de la tarde.
Eso es literatura. Algo como
Después vinieron Malenkov, Jruschov, Brezhnev, Chernenko, Andrópov y Gorbachov, quién acabó con todo
sólo me recuerda a la lista de los reyes Godos que estudiaban nuestros padres, pero cambiadas las referencias.

La contratapa y Fernando Díaz dirán lo que quieran de su espíritu rebelde, su militancia en una organización revolucionaria o de su actitud antiliteraria... No les creo. Me parece una impostación, una pose. Alguien que escribe esto es un escritor, por más que se empecine en lo contrario:
—No te he dado los gracias por el coche —dijo mi padre. Me clavó los ojos y vi en su cara grietas como las que se forman en las hojas que pisamos—. Gracias —dijo—. Venga, vámonos.
Y no tiene nada de antiliterario; más bien lo contrario. Si Fernando Díaz no se quiere hacer cargo de su vocación de escritor, allá él; pero las primeras 112 páginas de Panfleto para seguir viviendo, más alguna suelta hacia el final, lo delatan como un novelista nato, y que tiene más de Jack London que de Lenin. Imagino que determinados lectores me dirán que no he entendido nada y etcétera; yo sólo digo que la imaginación o las imágenes son mejor llave que las ideas para entrar en las casas —cabezas— burguesas. Por lo demás, Fernado Díaz (Madrid, 1979) sí que me parece un escritor a tener en cuenta para cualquiera que hable de nuevos talentos. Los demás no sé tienen algo que contar, él desde luego que sí. Y yo al menos estaré aquí para leerlo.

*

Panfleto para seguir viviendo, Fernando Díaz.
Editorial Bruguera, Barcelona 2007.

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