29 de diciembre de 2008

Michel Carrouges

Hasta hace unos días, debo confesarlo, no tenía ni idea de quién era Michel Carrouges. Hoy, y sin caer en la exageración, estoy empezando a darme cuenta de que su libro André Breton y los datos fundamentales del surrealismo ocupará un lugar importante en mi biblioteca. Quizá sea un entusiasmo pasajero debido a la emoción que me está suscitando el cuarto capítulo, dedicado a la escritura automática. Puede ser. No lo niego. Pero también es justo reconocerle a Carrouges sus méritos. A veces me pesa la manera hiperbólica y evangélica con la que habla del surrealismo (algo muy de la época, por otro lado); con todo, he llegado a la página 145 y le he perdonado todo. Incluso me he visto obligado a hacer un alto en la lectura para poner en limpio algunos de mis subrayados.

Para cualquier persona interesada en la escritura creativa y, en particular en el surrealismo, este libro es imperdible. Cada día que pasa estoy más fascinado con este señor que domina la obra completa de Breton como un niño su colección de cromos, y que salta de Arthur Rimbaud a Max Ernst con la misma naturalidad con que alude al método paranoico-crítico de Dalí o trae a colación a Swift, Lewis Carroll o Picasso. Además, habla con solvencia sobre un tema que me fascina: la generación de imágenes en el interior de uno, es decir, cómo acceder a las fuentes psíquicas de la escritura automática. Me faltan doscientas páginas para terminarlo; pero mucho se tienen que torcer las cosas para que el texto me desmienta y deje en exagerado mi calificativo de «joya». Por cierto, me contó Sergi Bellver que este ensayo estaba inédito en lengua española... Hay que ver lo que nos estábamos perdiendo, che.

I

Todas las palabras y todas las imágenes de las que se sirve nuestra conciencia brotan de un inmenso depósito que Freud ha llamado «lo inconsciente». La conciencia las registra del mismo modo que percibe los sonidos y las visiones del mundo externo. Lejos de crearlas, se limita a tomar conocimiento de su proyección sobre su propia pantalla sensible, pues preexisten a esta percepción. Suele oponerse, es cierto, las imágenes internas a las externas, bajo pretexto de que sólo las segundas se imponen por su arraigo en un sustrato fijo y universal, por la convergencia en ellas de todos los sentidos, por un fondo de claridad casi permanente, por la evidencia del contacto, por el apremio de los instintos, por las coerciones de la vida social, o —en pocas palabras— por el criterio de la eficacia permanente.

En sentido inverso, la imagen brota de un mundo totalmente invisible donde no parece existir más que la pantalla solitaria de la conciencia individual. Sobre ella, la imagen puede aparecer instantáneamente y desaparecer del mismo modo. Eso parecería autorizarnos a relegar este mundo invisible al reino de las quimeras. Nada nos mueve a atribuirle la menor existencia, y sí a suponer —en cambio— que la imagen interna existe únicamente en la pantalla donde se manifiesta. Brevemente: siguiendo una propensión constante del espíritu, se tiene por inexistente lo que no es visible, y se toma por una forma de creación ex nihilo lo que no es sino un modo de aparición... Como si se afirmara que las estrellas sólo existen por la noche y con el cielo despejado.

Sin embargo —y habrá que repetirlo, pues es un hecho capital que se pasa por alto—, no hay «generación espontánea» en el espíritu humano, no existe hecho mental sin causa.

II

Lo inconsciente es el único proveedor de imágenes poéticas y de sus ensamblajes orgánicos.

III

La escritura automática es una especie de oleaje verbal, impulsado por no se sabe qué potencias interiores o qué fuerzas motrices, y esto sólo ya le confiere un significado. Es una vía de agua que fluye en un sentido, por el hecho mismo de fluir.

IV

En la sombra inmensa de lo inconsciente hay pendientes mentales por las que las palabras discurren como un arroyo, torrentes maravillosos resplandeciendo con todos los fuegos de sus imágenes. Con ello se revela un vasto sistema orográfico e hidrográfico que hunde sus raíces en la vertiente oscura de la conciencia, y que alimenta sin cesar su vertiente de luz.

V

No sólo las fotografías se sirven de cámaras oscuras para lograr que nazcan sus imágenes al contacto de un líquido revelador. Los trabajos del espíritu se llevan a cabo también en una cámara oscura interior, donde las imágenes mentales se revelan proyectándose sobre la pantalla de la conciencia.

*

André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, Michel Carrouges.
Traducción de Ángel Zapata.
Gens ediciones, Madrid 2008.

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