1 de diciembre de 2008

Thomas Bernhard

Lo que nosotros mismos jamás nos atrevemos a afirmar, porque nosotros mismos somos incompetentes, se atreven otros a reprochárnoslo, y no ven, con intención o sin intención, todo lo que, interior y exteriormente, hay en nosotros. Somos continuamente seres arrojados por los otros, que a cada nuevo día tienen que volver a encontrarse, recomponerse, reconstituirse. Nos juzgamos a nosotros mismos, con el paso de los años, de forma cada vez más severa, y tenemos que dejarnos juzgar de forma doblemente severa en dirección opuesta. La incompetencia impera en todas las relaciones y, con el tiempo, produce de forma totalmente natural la indiferencia. Después de una susceptibilidad y vulnerabilidad de tantos años nos hemos vuelto ya casi no susceptibles ni vulnerables, nos damos cuenta de las heridas, pero hoy no somos ya tan hipersensibles como antes. Damos golpes más fuertes y encajamos golpes más fuertes. La vida habla un lenguaje más lacónico, más aniquilador, que nosotros mismos hablamos hoy, no somos ya tan sentimentales que todavía tengamos esperanzas. La falta de esperanzas nos ha dado una visión clara de los hombres, las cosas, las relaciones, el pasado, el futuro y así sucesivamente. Hemos llegado a la edad en que nosotros mismos somos la prueba de todo lo que nos ha golpeado durante épocas de nuestra vida. En lo que a mí se refiere, he tenido tres experiencias, la experiencia de mi abuelo y la experiencia de todos mis demás semejantes, para mí menos importantes, y la mía propia. Cada una de ellas con las otras me ha ahorrado muchas tendencias hacia lo accesorio.

[...]

Si no hubiera pasado realmente por todo lo que, reunido, es hoy mi existencia, lo hubiera inventado probablemente para mí, llegando al mismo resultado. La necesidad me ha hecho avanzar a cada nuevo día y a cada nuevo instante, las enfermedades y, finalmente, mucho más tarde, las enfermedades mortales me han hecho bajar de las nubes al suelo de la seguridad y de la indiferencia. Hoy estoy bastante seguro de mí, aunque sepa que todo es de lo más inseguro, que no tengo nada entre las manos, que todo es sólo una fascinación, como existencia remanente aunque siempre renovada y, en cualquier caso, ininterrumpida, y hoy me resulta todo bastante indiferente, en esa medida, en un juego siempre perdido, he ganado realmente, en cualquier caso, mi última partida. No he tenido las mismas ilusiones de mi abuelo, pero no he evitado los mismos errores que él.

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Thomas Bernhard, El sótano.
Traducción de Miguel Sáenz.
Editorial Anagrama, 4ª edición, 1996.

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