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16 de febrero de 2013

Angélica Liddel, otra indomesticada

Lo bueno. Lo verdadero. Lo bello. Ayer fui a ver Ping Pang Qiu, de Angélica Liddell, y me vine a casa con esas tres categorías resonando en la cabeza. Liddell se llamó a sí misma «imbécil» en mitad de la obra por manejarse con esos tres criterios —estéticos, éticos— en el teatro; sin embargo, dio a entender que seguiría insistiendo en ellos. Y eso me gustó. Y juraría que me gustó porque me transmitió que lo estaba diciendo de verdad (lo cual me pareció bueno y bello, claro).

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Me impresionó Angélica Liddell porque no parece, sino que es. Juraría que eso era lo que Chéjov pedía de manera insistente a quienes actuaban en sus obras: ser, ser, ser.

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Dos categorías artísticas más: el amor y lo político. Según entendí, por más que Angélica Liddell intenta disociar la una de la otra, no lo consigue. Algunos momentos del monólogo donde habla de ello me recordaron algo que comenta Belén Gopegui en Un pistoletazo en medio de un concierto (acerca de escribir de política en una novela): la política no es un mero telón de fondo o un paisaje con que adornar una historia; no, la política nace del corazón mismo de lo que se narra; no hay distinción entre dentro y fuera. «Lo personal es político», gritaba el feminismo de los 60-70. Pues eso.

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Otra frase que me quedó dando vueltas fue esta (quizá la cita no sea del todo literal): «Allí donde se aniquila la belleza se mata más». La obra utiliza la Revolución Cultural China como metáfora del exterminio que vive en la actualidad el mundo de la expresión artística y le plantea al espectador una pregunta ineludible en mitad de esta masacre: ¿a quién le interesa que los artistas dejen de describir el mundo, esto es, de mostrarnos las bondades y miserias de quienes nos rodean? ¿Quién promueve que los artistas se comporten como perros dóciles que menean la cola en cuanto les enseñan la primera galleta? ¿Quién favorece esa estética de lo blandito, de lo acrítico, de lo que —se supone— no molesta a nadie?

(Donde nadie, misteriosamente, son aquellos y aquellas que quieren mantener sus privilegios y que prefieren que nada cambie porque les va bien gracias a que a otros nos va mal.)

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«Las porteras caviar» y «los emperadores del aire acondicionado». He ahí dos nuevas etiquetas para navegar entre la fauna que tiene el poder cultural. En el primer cajón, entran todos aquellos gestores y mandamases que deciden quién tiene visibilidad y quién no. Curiosamente, estos seres poderosos dedican más tiempo a ese tipo de confabulaciones y trapicheos que a explorar su propia creatividad o capacidad expresiva en alguna disciplina artística.

En el segundo, caben aquellas personas que ocupan lugares importantes en las programaciones o direcciones de las salas de teatro y que, sin embargo, odian el mundo de la expresión artística. Lo menosprecian. Es más: infravaloran, se burlan o entorpecen el trabajo de los actores y las actrices. En fin, esa gente que siempre está en tránsito hacia otro sitio que se ajuste mejor al escaparate social desde donde quieren exhibirse ante los demás. Como dice Liddell en un momento de su monólogo: ¿por qué cojones trabajan en algo que no les gusta?, ¿por qué le joden la vida a gente que lidia con la precariedad a diario?

Y me pregunto yo, espectador de la obra, enganchado aún con muchos de sus recovecos: ¿por qué les damos el poder a esos mercenarios? Es más: ¿de qué manera se les disputa el poder? 

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PD 01. Casualidades de la vida: salieron por allí Thomas Bernhard y su libro Tala, que fue secuestrado de las librerías en 1984 por una querella criminal... Un afamado compositor pequeñoburgués se sintió reflejado en uno de los personajes y se querelló contra Bernhard por calumnias. Aquí, en El Diario Montañés, explican bastante bien de qué va.

PD 02. Me han pasado esta crítica contra el trabajo de Liddell. Ahí queda.

11 de febrero de 2013

Bernhard, el artista indomesticado

Hace años que no leo a Thomas Bernhard; así que cayó por casualidad este libro en mis manos y me lo leí en dos sentadas. Tenía curiosidad por saber si mi buen austriaco seguía con su proverbial acidez... Y sí, Bernhard, como era de esperar, estaba igual que siempre: hablaba mal de todo el mundo, incluido de su traductor al español, Miguel Sáez. 

Esto último, lo de criticar a quien ha traducido tu obra completa —o casi— al español, tiene mérito. En especial porque da lugar a un situación cómica y que, como lector, jamás había enfrentado: el traductor del libro se ve en el compromiso de traducir las críticas que el autor ha vertido sobre él... Y, claro, todo termina con la correspondiente nota a pie de página del traductor para defenderse de las acusaciones del autor. Cómico, ¿no?

A Sáez seguro que no le hizo gracia encontrarse con aquello cuando comenzó a traducir. Sin embargo, para el lector parece una situación narrativa ideada por Macedonio Fernández y, por momentos, echa de menos que Bernhard y Sáez disientan en más sitios, que haya más notas a pie de página, que se peleen a lo largo del libro. Por desgracia, la cosa solo quedó en un mínimo —y jugoso— escarceo. Y eso que el carácter de Bernhard, ya digo, daba para eso y mucho más.

Cambio de tercio.


Aquí van algunos fragmentos que decidí rescatar antes de devolver el libro a su propietaria.

PD. Es difícil terminar este libro y no salir con la idea de que Bernhard era, cuando menos, un pelín misógino.

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Probablemente el deseo de decir la verdad sea lo único que se puede reflejar, pero la verdad...

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El arte consiste solo en tocar cada vez mejor el instrumento que se ha elegido. Esa es la diversión, y uno no deja que nadie se la arrebate, ni que lo disuada y, si se trata de un extraordinario pianista, ya puede uno vaciar toda la habitación donde esté con su piano, levantar mucho polvo y tirarle cubos de agua, que él se quedará allí tocando. Y aunque la casa se le caiga encima, seguirá tocando, y lo mismo ocurre al escribir.

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Desde hace quince años no acepto ya premios. Ni premios ni nada. Pero la mayoría son astutos y te consultan antes. Esto resulta idiota también, porque entonces buscan a otro. Los honores son de todas formas una idiotez. Solo tienen sentido cuando no se tiene dinero o se es joven, o se es viejo y no se tiene dinero. Cuando ya se tienen medios de vida como yo, no hace falta aceptar ningún premio. Los honores son una insignificancia, algo absurdo. Solo conozco a gente horrible que los reparta. Cuando me imagino a Canetti, allí en una escalinata, de frac, y al rey sentado ante su plato ya vacío... Nadie lo escuchó, pobre hombre.

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Yo no me meto con nadie. Pero casi no hay más que escritores oportunistas. Se pegan a la derecha o la izquierda, militan aquí o allá y de eso viven. Resulta muy desagradable. ¿Por qué no habría de decirlo? Uno explota su enfermedad y la muerte y recibe premios, y el otro anda por ahí, danzando en favor de la paz, y es en el fondo un tipo abyecto y estúpido. Pero ¿qué es esto?

Si se abre el periódico, casi siempre se encuentra algo sobre Thomas Mann. Lleva ya treinta años muerto, y una y otra vez, ininterrumpidamente, no se puede aguantar. Y sin embargo, era un escritor pequeñoburgués, espantoso, nada intelectual, que solo escribió para pequeñoburgueses. Solo interesa a los pequeñoburgueses un ambiente como el que él describe. Carece de inteligencia y es tonto. ¡Un catedrático que toca el violín y va no sé dónde, o una familia de Lübeck, encantador! Pero no es más que un Wilhem Raabe. Siempre se encuentra algo si se lee Le Monde o lo que sea sobre Thomas Mann. ¡Y qué cosas más disparatadas escribió ese tipo sobre cuestiones políticas! 

Era alguien totalmente crispado y un pequeñoburgués alemán típico. Con una mujer avariciosa. Siempre tenían mujeres detrás, tanto si era Mann como Zuckmayer. Ellas se cuidaban siempre de que se sentaran junto al jefe del Estado en cualquier estúpida exposición de productos plásticos o inauguración de puente. ¿Qué pintaban allí los escritores? 

Son gente que siempre pacta con el Estado y con los poderosos y que se sienta a su izquierda o a su derecha. El típico escritor de lengua alemana. Cuando está de moda el cabello largo, lleva el cabello largo, cuando está de moda corto, corto. Si el gobierno es de izquierdas, allí va corriendo, si es de derechas allí va. Siempre lo mismo. Nunca han tenido personalidad. Solo, casi siempre, los que mueren jóvenes. Cuando se muere a los dieciocho o los veinticuatro años, bueno, no resulta tan difícil tener personalidad. Las cosas solo se ponen difíciles luego. Entonces se suele ceder. Hasta los veinticinco, cuando nadie necesita más que unos pantalones viejos y se anda descalzo y se contenta con un trago de vino y con agua, no es tan difícil tener personalidad. ¡Pero luego! Ninguno la tiene. A los cuarenta, completamente paralizados ya, entran en los partidos políticos. Y el café que toman por la mañana lo paga el Estado, y la cama en que duermen, y las vacaciones de que disfrutan también. Todo eso lo paga su Estado respectivo. No tienen ya nada propio.

1 de diciembre de 2008

Thomas Bernhard

Lo que nosotros mismos jamás nos atrevemos a afirmar, porque nosotros mismos somos incompetentes, se atreven otros a reprochárnoslo, y no ven, con intención o sin intención, todo lo que, interior y exteriormente, hay en nosotros. Somos continuamente seres arrojados por los otros, que a cada nuevo día tienen que volver a encontrarse, recomponerse, reconstituirse. Nos juzgamos a nosotros mismos, con el paso de los años, de forma cada vez más severa, y tenemos que dejarnos juzgar de forma doblemente severa en dirección opuesta. La incompetencia impera en todas las relaciones y, con el tiempo, produce de forma totalmente natural la indiferencia. Después de una susceptibilidad y vulnerabilidad de tantos años nos hemos vuelto ya casi no susceptibles ni vulnerables, nos damos cuenta de las heridas, pero hoy no somos ya tan hipersensibles como antes. Damos golpes más fuertes y encajamos golpes más fuertes. La vida habla un lenguaje más lacónico, más aniquilador, que nosotros mismos hablamos hoy, no somos ya tan sentimentales que todavía tengamos esperanzas. La falta de esperanzas nos ha dado una visión clara de los hombres, las cosas, las relaciones, el pasado, el futuro y así sucesivamente. Hemos llegado a la edad en que nosotros mismos somos la prueba de todo lo que nos ha golpeado durante épocas de nuestra vida. En lo que a mí se refiere, he tenido tres experiencias, la experiencia de mi abuelo y la experiencia de todos mis demás semejantes, para mí menos importantes, y la mía propia. Cada una de ellas con las otras me ha ahorrado muchas tendencias hacia lo accesorio.

[...]

Si no hubiera pasado realmente por todo lo que, reunido, es hoy mi existencia, lo hubiera inventado probablemente para mí, llegando al mismo resultado. La necesidad me ha hecho avanzar a cada nuevo día y a cada nuevo instante, las enfermedades y, finalmente, mucho más tarde, las enfermedades mortales me han hecho bajar de las nubes al suelo de la seguridad y de la indiferencia. Hoy estoy bastante seguro de mí, aunque sepa que todo es de lo más inseguro, que no tengo nada entre las manos, que todo es sólo una fascinación, como existencia remanente aunque siempre renovada y, en cualquier caso, ininterrumpida, y hoy me resulta todo bastante indiferente, en esa medida, en un juego siempre perdido, he ganado realmente, en cualquier caso, mi última partida. No he tenido las mismas ilusiones de mi abuelo, pero no he evitado los mismos errores que él.

*

Thomas Bernhard, El sótano.
Traducción de Miguel Sáenz.
Editorial Anagrama, 4ª edición, 1996.