Hace años que no leo a Thomas Bernhard; así que cayó por casualidad este libro en mis manos y me lo leí en dos sentadas. Tenía curiosidad por saber si mi buen austriaco seguía con su proverbial acidez... Y sí, Bernhard, como era de esperar, estaba igual que siempre: hablaba mal de todo el mundo, incluido de su traductor al español, Miguel Sáez.
Esto último, lo de criticar a quien ha traducido tu obra completa —o casi— al español, tiene mérito. En especial porque da lugar a un situación cómica y que, como lector, jamás había enfrentado: el traductor del libro se ve en el compromiso de traducir las críticas que el autor ha vertido sobre él... Y, claro, todo termina con la correspondiente nota a pie de página del traductor para defenderse de las acusaciones del autor. Cómico, ¿no?
A Sáez seguro que no le hizo gracia encontrarse con aquello cuando comenzó a traducir. Sin embargo, para el lector parece una situación narrativa ideada por Macedonio Fernández y, por momentos, echa de menos que Bernhard y Sáez disientan en más sitios, que haya más notas a pie de página, que se peleen a lo largo del libro. Por desgracia, la cosa solo quedó en un mínimo —y jugoso— escarceo. Y eso que el carácter de Bernhard, ya digo, daba para eso y mucho más.
Cambio de tercio.
A Sáez seguro que no le hizo gracia encontrarse con aquello cuando comenzó a traducir. Sin embargo, para el lector parece una situación narrativa ideada por Macedonio Fernández y, por momentos, echa de menos que Bernhard y Sáez disientan en más sitios, que haya más notas a pie de página, que se peleen a lo largo del libro. Por desgracia, la cosa solo quedó en un mínimo —y jugoso— escarceo. Y eso que el carácter de Bernhard, ya digo, daba para eso y mucho más.
Cambio de tercio.
Aquí van algunos fragmentos que decidí rescatar antes de devolver el libro a su propietaria.
PD. Es difícil terminar este libro y no salir con la idea de que Bernhard era, cuando menos, un pelín misógino.
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Probablemente el deseo de decir la verdad sea lo único que se puede reflejar, pero la verdad...
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El arte consiste solo en tocar cada vez mejor el instrumento que se ha elegido. Esa es la diversión, y uno no deja que nadie se la arrebate, ni que lo disuada y, si se trata de un extraordinario pianista, ya puede uno vaciar toda la habitación donde esté con su piano, levantar mucho polvo y tirarle cubos de agua, que él se quedará allí tocando. Y aunque la casa se le caiga encima, seguirá tocando, y lo mismo ocurre al escribir.
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Desde hace quince años no acepto ya premios. Ni premios ni nada. Pero la mayoría son astutos y te consultan antes. Esto resulta idiota también, porque entonces buscan a otro. Los honores son de todas formas una idiotez. Solo tienen sentido cuando no se tiene dinero o se es joven, o se es viejo y no se tiene dinero. Cuando ya se tienen medios de vida como yo, no hace falta aceptar ningún premio. Los honores son una insignificancia, algo absurdo. Solo conozco a gente horrible que los reparta. Cuando me imagino a Canetti, allí en una escalinata, de frac, y al rey sentado ante su plato ya vacío... Nadie lo escuchó, pobre hombre.
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Yo no me meto con nadie. Pero casi no hay más que escritores oportunistas. Se pegan a la derecha o la izquierda, militan aquí o allá y de eso viven. Resulta muy desagradable. ¿Por qué no habría de decirlo? Uno explota su enfermedad y la muerte y recibe premios, y el otro anda por ahí, danzando en favor de la paz, y es en el fondo un tipo abyecto y estúpido. Pero ¿qué es esto?
Si se abre el periódico, casi siempre se encuentra algo sobre Thomas Mann. Lleva ya treinta años muerto, y una y otra vez, ininterrumpidamente, no se puede aguantar. Y sin embargo, era un escritor pequeñoburgués, espantoso, nada intelectual, que solo escribió para pequeñoburgueses. Solo interesa a los pequeñoburgueses un ambiente como el que él describe. Carece de inteligencia y es tonto. ¡Un catedrático que toca el violín y va no sé dónde, o una familia de Lübeck, encantador! Pero no es más que un Wilhem Raabe. Siempre se encuentra algo si se lee Le Monde o lo que sea sobre Thomas Mann. ¡Y qué cosas más disparatadas escribió ese tipo sobre cuestiones políticas!
Era alguien totalmente crispado y un pequeñoburgués alemán típico. Con una mujer avariciosa. Siempre tenían mujeres detrás, tanto si era Mann como Zuckmayer. Ellas se cuidaban siempre de que se sentaran junto al jefe del Estado en cualquier estúpida exposición de productos plásticos o inauguración de puente. ¿Qué pintaban allí los escritores?
Son gente que siempre pacta con el Estado y con los poderosos y que se sienta a su izquierda o a su derecha. El típico escritor de lengua alemana. Cuando está de moda el cabello largo, lleva el cabello largo, cuando está de moda corto, corto. Si el gobierno es de izquierdas, allí va corriendo, si es de derechas allí va. Siempre lo mismo. Nunca han tenido personalidad. Solo, casi siempre, los que mueren jóvenes. Cuando se muere a los dieciocho o los veinticuatro años, bueno, no resulta tan difícil tener personalidad. Las cosas solo se ponen difíciles luego. Entonces se suele ceder. Hasta los veinticinco, cuando nadie necesita más que unos pantalones viejos y se anda descalzo y se contenta con un trago de vino y con agua, no es tan difícil tener personalidad. ¡Pero luego! Ninguno la tiene. A los cuarenta, completamente paralizados ya, entran en los partidos políticos. Y el café que toman por la mañana lo paga el Estado, y la cama en que duermen, y las vacaciones de que disfrutan también. Todo eso lo paga su Estado respectivo. No tienen ya nada propio.
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