Uno de mis momentos favoritos en este libro está en la pág. 32, cuando Alonso Cano, maestro de la catedral de Granada, conversa con Vladimir Maikovski, poeta futurista ruso:
—Yo también soy maestro, pero nadie me lo reconoce.
—¿Ah, sí, qué catedrales ha diseñado usted?
—Catedrales ninguna, pero le he dado de hostias a un montón de tontos y de poetas malos.
—Eso está muy bien, a los tontos hay que señalarlos.
—Yo los señalo y los dejo señalados.
—Porque si no se acaban creyendo que son buenos, y lo que es peor, la gente se acaba creyendo que son buenos porque la gente no tiene ni idea de nada, y uno, que es bueno de verdad, acaba ninguneado. Yo siempre que tengo la oportunidad les enseño la espada a los pintores malos.
—Espada son palabras mayores, a usted le gusta el peligro.
—Gustarme no sé si me gusta, pero si no lo hace uno, quién lo va a hacer, ¿el rey? O, en su caso, ¿el zar?
Me encanta... Sin embargo, este libro me causa sentimientos contradictorios. Por un lado, me parece que el título —y la estética de la portada— le vienen algo grandes; al fin y al cabo, parte de las críticas que más llaman la atención son de poco vuelo: que si Ana María Moix tradujo mal a Becket, que si la narradora se acuesta o no con Juan Bonilla, que si una amiga le planta un beso en los morros a José María Merino en la presentación de un libro... Que si. Eso mismo: que si.
Vale, la autora es joven (Granada, 1985) y puede que esas travesuras tengan su gracia. Con todo, convegamos que esa rebeldía es de patas cortas. Como lector, ¿qué hago entonces con un cuento como Help a él, donde Fogwill parodia de manera salvaje a Borges y su Aleph? ¿Y con una pieza teatral como Skin, de la jovencísima —y suicida— Sarah Kane, donde una mujer negra se folla a un nazi y luego le arranca los tatuajes?
Por otro lado, el libro contiene capítulos donde sintonizo bastante con el espíritu de combate de la autora. Son sobre todo aquellos donde la política ocupa el centro del escenario. Por resumir, sintetizaría esos momentos en tres.
El primero es el capítulo «Yo no iba a venir». Allí la autora se rebela contra el enfoque progre de la clásica mesa de mujeres para hablar de literatura... hecha por mujeres (una «mesa feminizante feminizada fémina», la llama Cristina Morales). Y mola, claro, que sea una chica sub-30 la que ponga el dedo en la llaga: «Es curioso lo cerca que están el machismo paternalista y el feminismo casposo», dice allí. Además, el relato tiene su puntito: la acción transcurre en Andalucía, el gran feudo electoral del PSOE, gran adalid de la retórica progre que suele envolver el asunto.
El segundo lo etiquetaría, en su conjunto, como una encendida defensa de la juventud como «sujeto creador» y «fuerza motriz decisiva» en los procesos históricos. También como una suerte de milicia que combate contra el orden establecido —ya que esta no le deja muchas más opciones, ni siquiera el derecho a cabrearse o a verlo todo negro— y cuya misión debería ser convertirse en artífice de un paso más dentro de la revolución. En un artífice bélico, desobediente, inteligente; no complaciente y tontorrón en plan generación nini o Gandía Shore (o hijos e hijas de papá y de mamá, que los extremos, ya se sabe, se tocan). Dos subrayados que ilustrarían esa idea serían estos:
(...) los jóvenes se encuentran de verdad entre la pared y la espada: repelen el orden y el sistema vigente, pero a la par de eso tienen cerrada toda salida pesimista, toda renunciación.
*
Pero claro que al defender y postular un renacimiento de nuestro espíritu militar lo hacemos, entre otras, para liberarnos del militarismo deficiente y mediocre. La milicia, como la poesía, solo es valiosa cuando alcanza cualidades altas. Si no, es por completo detestable e insufrible.
Por último, el tercer momento consiste en la crítica de algunos valores humanistas. Quizá el que peor parado sale sea el pacifismo, que en la obra se ve como sinónimo de servilismo, borreguismo, etc. En fin, que el discurso dominante apela al pacifisimo porque le resulta útil para inducirnos de manera soterrada la obediencia, la claudicación del derecho a protestar.
(...) Pues si nunca está permitada la guerra, y a evitarla debe sacrificarse todo, también deben evitarse las revoluciones, y antes de hacerlas debe sufrirse asimismo todo, el paro, la injusticia, la explotación y la miseria.
Ejemplo (mío, no de la autora) sobre este nuevo pacifismo: la permanente equiparación de
cualquier intento de protesta en la calle a una ideología
antisistema-encapuchado-golpista-que-conspira-contra-la-paz-ciudadana. Salvador Victoria, de traje y corbata, el pasado 23F fue el último en recordárnoslo.
Veredicto. Merece la pena explorar Los combatientes. Como mínimo, es mucho más divertido, incisivo y contiene más sustancia intelectual que Elegía o Némesis, de Philip Roth, por citar un par de libros publicados también por Mondadori, y que me parecieron un rollo insufrible (tanto que los regalé). Por mi parte, estaré atento a lo siguiente que escriba esta autora: necesitamos más gente que boxee como ella.
PD. Actualización (9/10/13). Encontré esto sobre la «trampa literaria» que, según la autora, había en el libro. Al parecer, copió y pegó partes de un discurso de Ramiro Ledesma Ramos.
PD. Actualización (9/10/13). Encontré esto sobre la «trampa literaria» que, según la autora, había en el libro. Al parecer, copió y pegó partes de un discurso de Ramiro Ledesma Ramos.
Un bluff como un piano de grande. Como todo lo que hace la autora. Claro que yo no soy Juan Bonilla...
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