Con el permiso de Carmen Martín Gaite y Elena Figueras, este libro podría haberse llamado Usos amorosos de la España posfranquista. O de la Movida madrileña. O algo así. Si bien el libro de Gaite es un ensayo y el de Elena Figueras una novela, ambas aproximaciones a la educación sentimental de las mujeres españolas comparten trinchera: hablar de lo fácil que resulta convertirse en esquizofrénico —me incluyo en la parte femenina que me corresponde— en un país de costumbres educativas tan salvajes como el nuestro. Una guerra civil, cuarenta años de franquismo y una transición tan animal estropean la psique de cualquiera.
El final de los setenta y el principio de los ochenta fueron muy duros para nuestros padres y hermanos mayores. Y no porque ETA matara a discreción, se viviera con virulencia en los cuarteles militares la legalización del Partido Comunista o porque los políticos que hoy alaban a Adolfo Suárez conspiraban entonces para liquidarlo como fuera. No. O, vamos, no solo por eso, sino que muchos de nuestros mayores también lo pasaban mal porque formaban parte de una España cansada de que sus modelos femeninos fueran los orgasmos místicos de Teresa de Ávila, el mesianismo belicoso de Isabel la Católica o la mojigatería ortodoxa de Pilar Primo de Rivera. Una España que, además, tenía por psiquiatra de referencia al doctor López Ibor, quien incluía la homosexualidad en el capítulo «Aberraciones» de su libro Vida sexual sana.
En Oigo girar los motores de la muerte, el poeta Roger Wolfe recuerda una pintada que había en la plaza de la catedral de Oviedo: «LIBERTAD PARA TOMAR ALGO». La recuerda, claro, de sus noches de borrachera ochenteras. Y dice sobre ella:
Es curioso. La frase podría resumir la década de los ochenta a la perfección. La «libertad» se había atisbado por un momento. Nunca llegó. Y ahora, dentro de catorce días, cambiaremos hasta de moneda, con la entrada en vigor del euro. ¿Cómo es posible que algo tan cercano parezca estar tan lejos? Los años ochenta fueron el definitivo punto final de un colapso anunciado ya desde la conclusión de la Primera Guerra Mundial.
En esencia, eso es lo que nos cuenta Creímos que también era mentira: la historia de un colapso anunciado. Un colapso personal, el de la protagonista, Ana Cervera, que puede leerse también como el de una generación. Como en el 68 nuestros padres, en los ochenta nuestros hermanos mayores —los nacidos en la década del 60— atisbaron la libertad... Lo hicieron durante un instante, pero tampoco la consiguieron. Y lo peor de todo es que muchos de ellos confundieron la rebeldía con la autodestrucción y, de paso, entre borrachera y borrachera, entre pico y pico de heroína, aniquilaron su conciencia política. Creyeron ser libres, y sin embargo se limitaron a mudarse de cárcel.
Cambiar todo para que nada cambie
Como corresponde a una novela de formación al uso, Creíamos que también era mentira retrata el recorrido vital entre los 15 y 21 años de su protagonista. El suyo es un camino de luchas de poca monta, nada épicas, por conquistar ese intangible llamado libertad. Ana comienza por liberarse de la opresión de sus padres —unos franquistas pijos de medio pelo de La Castellana— para convertirse en la perrita faldera de sus amigas, unas hijas de familia progre que viven en Puerta de Hierro y mandan a sus hijas al colegio donde estudian las infantas. Después, para librarse de sus kilos de más, sustituye la dieta mediterránea por la ingesta diaria de anfetaminas y el consabido ayuno. Y así todo...
Y siempre a peor, claro. Para emanciparse de sus tabúes sexuales (frigidez, virginidad, orgasmo, etc.) se entrega a la promiscuidad sin condón. Y para fumar porros, beber hasta reventar y vivir sin estudiar ni trabajar, se encoña con fervorosidad religiosa —y hasta monógama— de un arquitecto quince o veinte años mayor que se lo paga todo y que la deja instalarse en casa. Es decir: su rebelión consiste en enamorarse de un rico; progre, sí; pero un rico más al fin y al cabo. Por último, para superar el cuelgue por su arquitecto y dealer doméstico, «que tanto la hacía sufrir» debido a los celos, se engancha a la heroína.
El descenso al infierno es así, con escalera de caracol incluida. Y en el caso de Ana y muchos de su generación, aderezada con Nacha Pop como hilo musical y una visión del Aleph conformada por epifanías vividas en interminables noches en bares de Malasaña, los sofás de la sala El Sol o los porros y las cañas en el parque Berlín mientras Tejero intentaba dar un golpe de Estado.
Cuidado con la reputación
Creíamos que también era mentira sugiere que, bajo la espuma warholiana, la Movida también tuvo mucho de rancia película del oeste hollywoodiense. Que puede que ciertas tribus urbanas madrileñas se creyeran tan temibles como los apaches, los comanches o los sioux; que quizá sus atuendos y sus peinados descorazonaran a unos cuantos padres y madres... Incluso que asustaran a la España de misa a las 12 y mantilla para fiestas vaticanas. Sin embargo, a la hora de la verdad, John Wayne y sus soldados solo necesitaron regalarles unas baratijas, repartirles unas cuantas botellas de aguardiente o entregarle unos cuantos rifles rotos para vencerlos en la siguiente batalla. El sida, el alcohol o las drogas estragaron tanto aquella generación que en las décadas venideras el Séptimo de Caballería Neoliberal y el Progresismo Pop arrasaron con todo (o casi).
La modernidad y la libertad, viene a decirnos la autora, Elena Figueras, eran otra cosa.
La modernidad y la libertad eran algo más que cambiar un yugo por otro. Era mentira que el envés de la típica catoliquísima familia tradicional española fuera una familia desestructurada donde los padres aceptasen de buen grado que sus hijos cambiasen los estudios por las drogas, no les pusieran límites o que, llegado el momento, se fumasen unos porros con ellos. Era mentira que el revés de aquella omnímoda obligación emocional de casarte joven por la Iglesia con un buen chico que te hiciese unos cuantos hijos debiera ser el sexo arbitrario, en cualquier lado y sin protección. Había un término medio en alguna parte y, muchas personas, como Ana Cervera no lo encontraron.
Tampoco le explicaron a las chicas como Ana que hay ciertas bohemias y poses sociales que no son aptas para todos
los bolsillos ni clases sociales. Los hijos de los ricos pueden permitirse cosas que
los mindundis y los pijos de medio pelo como ella no pueden..., salvo que quieran terminar para el desguace. Es muy fácil dar lecciones de modernidad o de libertad cuando tu discurso está anclado en una cuenta corriente de cuyo saldo no debes preocuparte y tu concepto de rebeldía incluye unos muebles de Mies van der Rohe. Así cualquiera va de enrollado por la vida, se despreocupa por el futuro, se entrega a todos los vicios, pasa de estudiar o trivializa la importancia de forjarse una conciencia política.
Y eso es lo que Ana tarda mucho tiempo en comprender: se había equivocado de enemigo, de armas para enfrentarlo y de lugar donde combatirlo. Es una mierda que tu padre sea franquista, tu madre una histérica sin proyecto de vida o que sus sueños sobre ti estén en las antípodas de los tuyos. Nadie dice que eso mole. Ahora bien: los padres son más —mucho más— que aquello que odiamos de ellos. De ahí que la verdadera epifanía de Ana suceda cuando se da cuenta de que su padre se gana la vida honradamente como pediatra en el ambulatorio de Pontones y en su consulta del barrio de Vallecas. (Poca cosa para la gente de Puerta de Hierro). El problema es que para entonces ella ha dejado de ser la chica de ayer de Nacha Pop para emprender el camino hacia la Lola de Los Suaves. Escaso rédito y corto alcance para su proyecto de rebeldía, que ella resume así en la página 200: «En 1983 lo había conseguido. Había conseguido reputación de mujer fatal y desde luego de yonqui».
Descanse en paz la Movida madrileña.
Descanse en paz la Movida madrileña.
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PD. Noticia sobre la muerte de Elena Figueras y breve obituario sobre ella.
No sé quien eres, pero escribes maravillosamente. Por favor, mira mi facebook, porque voy a incluir tu maravillosa crítica http://www.facebook.com/pages/Luc%C3%ADa-Etxebarria/149885159988?fref=ts
ResponderEliminarMuchas gracias por la lectura, el comentario y la difusión. Y perdón por el retraso en contestar... A veces soy muy organizado y otras, un desastre. :-)
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