Sé que alguno pensará que me estoy poniendo pesadito con Levrero. (ver I, II, III y IV). Lo sé. Pues, como diría muy cervantinamente don Mario, salga de aquí quien así lo crea y «que no siga ensuciando mi texto con su resbalosa mirada, y que no intente jamás leer otro libro mío». (Bueno, donde dice «libro» que diga «mensaje»). Aclarado lo anterior, ya puedo ir con que, en fin, voy por la página 478 y sigo entusiasmado con La novela luminosa. Es más: he encontrado uno de esos pasajes que dibujan por completo a su autor, y para el que parece que estar construida no sólo la novela, sino la obra completa de este escritor. Dice así:
[Nota introductoria: a principio de capítulo, Levrero venía reflexionando sobre si debería destruir lo que había escrito «no porque me parezca que lo que llevo escrito sea definitivamente malo e irrecuperable, sino más bien por la certeza de la imposibilidad de continuarlo». A continuación da cinco razones para sabotear su proyecto... Sin embargo, en la última escribe, ocurre, lo siguiente:
(Ah, y por favor, tengamos la conciencia más ancha que la cabeza de un alfiler, que esto es literatura: donde pone escribir podría poner cualquier otra actividad, desde la entomología a la cría del avestruz, pasando por mantener un blog, publicar una revista electrónica gratuita o, sencillamente, vagar por la ciudad. Como dice el clásico budista sobre las palabras, el dedo no explica qué es la Luna, sino dónde está).
Me faltan algunos libros de Levrero —ahora me arrepiento de no haber comprado alguno más cuando estuve en Montevideo—, pero estoy por aventurar que La novela luminosa es la obra cumbre de este pedazo de escritor uruguayo, amén de un hito en la literatura en lengua española.
Hala, con dos cojones. Ahí queda eso.
Eso sí, en un país como España, donde hoy decir literatura equivale a nombrar a Vila-Matas, Javier Marías, Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez-Reverte o Almudena Grandes —o donde el premio Planeta se lo acaban de entregar a un nefando novelista llamado Fernando Savater, capaz de escribir un ripio atómico como Caronte aguarda—, decía, en un país con propuestas literarias tan sosas dominando la cúspide del poder literario, no tengo ni idea de quiénes apreciarán una inteligencia arriesgada, delirante y libérrima como la de Levrero. En fin, no quiero ponerme en plan evangélico: que cada cual lea lo que le dé la gana. Yo leo a Levrero.
PD: Incluso escribo este mensaje perfectamente inútil y con tiempo robado al Sistema porque me da la gana. Tampoco tengo previsto sentirme culpable por ello.
[ La (estupenda) ilustración está sacada del blog de Gabriel, un ilustrador uruguayo. ]
[Nota introductoria: a principio de capítulo, Levrero venía reflexionando sobre si debería destruir lo que había escrito «no porque me parezca que lo que llevo escrito sea definitivamente malo e irrecuperable, sino más bien por la certeza de la imposibilidad de continuarlo». A continuación da cinco razones para sabotear su proyecto... Sin embargo, en la última escribe, ocurre, lo siguiente:
E) Porque, y este es el ítem principal, sé que es un trabajo inútil; que será impublicable, no sólo porque no interesará a ningún editor, sino porque yo mismo lo ocultaré celosamente.Estaba tentado de escribir un largo mensaje donde explicar qué clase de emociones me despierta este pasaje (muchas, profundas, enriquecedoras). Tranquilos: os lo ahorro. Tan sólo digo que, como un koan zen, recomiendo releer periódicamente este fragmento y usarlo como espejo en el que mirar la vida de uno. Y pensar sobre ello. Fabricarse un ratito de ocio y pensar, pensarse, echarle un vistazo a cómo van los fantasmas personales al respecto.
Pues bien: porque es un trabajo inútil, por eso mismo debo hacerlo. Estoy harto de perseguir utilidades; hace ya demasiado tiempo que vivo apartado de mi propia espiritualidad, acorralado por las urgencias, y sólo lo inútil, lo desinteresado, me puede dar la libertad imprescindible para reencontrarme con lo que honestamente pienso que es la esencia de la vida, su sentido final, su razón de ser primera y última. Hay un problema: cuando hago algo inútil me siento culpable, y todo mi entorno —familiar y social— colabora activamente para que así me sienta. Para poder continuar, debo estar preparado a resistir tenazmente a ese fantasma de la culpa, a atacarlo en sus propios reductos y pulverizarlo —armado apenas con la convicción oscilante de que tengo derecho a escribir.
(Ah, y por favor, tengamos la conciencia más ancha que la cabeza de un alfiler, que esto es literatura: donde pone escribir podría poner cualquier otra actividad, desde la entomología a la cría del avestruz, pasando por mantener un blog, publicar una revista electrónica gratuita o, sencillamente, vagar por la ciudad. Como dice el clásico budista sobre las palabras, el dedo no explica qué es la Luna, sino dónde está).
Me faltan algunos libros de Levrero —ahora me arrepiento de no haber comprado alguno más cuando estuve en Montevideo—, pero estoy por aventurar que La novela luminosa es la obra cumbre de este pedazo de escritor uruguayo, amén de un hito en la literatura en lengua española.
Hala, con dos cojones. Ahí queda eso.
Eso sí, en un país como España, donde hoy decir literatura equivale a nombrar a Vila-Matas, Javier Marías, Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez-Reverte o Almudena Grandes —o donde el premio Planeta se lo acaban de entregar a un nefando novelista llamado Fernando Savater, capaz de escribir un ripio atómico como Caronte aguarda—, decía, en un país con propuestas literarias tan sosas dominando la cúspide del poder literario, no tengo ni idea de quiénes apreciarán una inteligencia arriesgada, delirante y libérrima como la de Levrero. En fin, no quiero ponerme en plan evangélico: que cada cual lea lo que le dé la gana. Yo leo a Levrero.
PD: Incluso escribo este mensaje perfectamente inútil y con tiempo robado al Sistema porque me da la gana. Tampoco tengo previsto sentirme culpable por ello.
[ La (estupenda) ilustración está sacada del blog de Gabriel, un ilustrador uruguayo. ]
No hay comentarios:
Publicar un comentario