¿Por qué hay días que escribo de los libros cuando los empiezo y otros cuando los termino? No lo sé. Sólo sé que escribo sobre ellos por el puro placer de pasar a limpio algo que me han sugerido. Se da. Sin más. Hoy, por ejemplo, he empezado La novela luminosa, esto es, la obra póstuma de Mario Levrero, y aquí estoy, escribiendo sobre él. Mientras lo hago, no paro de mirar de reojo el libro, a ver cuándo me sacó otra horita y me zampo cincuenta páginas más. Es que lo mío con Levrero ya es amor, y mira que no profeso la militancia ciega de la idolatría con escritor alguno. Pero con él estoy ahí, ahí, al borde. Quizá después de inocularme las 567 páginas que integran esta joya publicada por Mondadori me desbarranque y caiga en la adoración levreriana.
De momento, sólo he leído 51 páginas esta mañana; pero me han bastado para entusiasmarme. La novela luminosa entronca directamente con El discurso vacío, aunque en una versión más refinada, más pulida; y, por ahora, con un equilibrio entre lo cotidiano y lo trascendente, entre lo trivial y lo profundo, aún más fluido. Como suele ser habitual, el programa estético de Levrero es complejo y sencillo a la vez. Lo explica, en un guiño metaliterario, mientras cuenta por qué un incansable lector de policiales como él está absorto leyendo novelas y diarios de Rosa Chacel:
El propio escritor aclara que está sorprendido de que le guste tanto Chacel; y aprovecha el descubrimiento para encontrar una coartada literaria y contar de manera oblicua cómo escribe él, a través de los rasgos de esa autora con los que se identifica. Porque eso, lo que él subraya de doña Rosa, es exactamente lo que él hace en su novela: contarte cómo le gusta jugar al Golf —un juego de cartas— en la computadora o distraerse programando en Visual Basic, a la vez que te explica cómo de huérfano lo dejaron sus padres cuando murieron. Todo ocupa un mismo plano. Con idéntica soltura te cuenta de su amiga Chl que «yo preferiría que me diera, como antes, satisfacción sexual, pero no, me da guisos» que te dispara, a sus 60 años, «sigo demorando el enfrentarme con lo que me va a permitir hacer lo que quiero» o «Mi madre dejó de ser para mí un montón de huesos; siento su presencia viva en mí».
Vamos, que Levrero escribe lo que le da la gana, lo que le apetece en cada momento. O mejor dicho: simula con un estilo impecable como que lo hace... Según el prefacio, esta novela le costó 16 años escribirla y le supuso una gran cantidad de correcciones. Es más: para terminarla, unos cuantos amigos lo aconsejaron presentarse a ¡la beca Guggenheim! (¿alguien se imagina a Levrero rellenando los impresos para semejante beca que se concede a gente sesudamente ultraseria?). Pues se la dieron, y por eso el libro arranca con una sección que se llama Diario de la beca, donde hay perlas como esta de la página 47:
Pero no por rebelde antisistema o por canchero de barrio, no; sino porque este fragmento forma parte de un todo donde Levrero, como en El discurso vacío, reflexiona sobre el proceso creativo del escritor. En este punto del texto, Levrero lleva 47 páginas contándote que «el objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme un hábito» y que a ver si, página a página, ¡se acerca a lo que quiere escribir para justificar el dinero que recibe de la beca! Es decir: interpreta con antelación lo que cualquier sabiondillo lector cultureta pensaría a esa altura del libro: «¿Me estás contando que te has patinado la plata comprándote un par de sofás, dándole un aguinaldo a tu hija y tal, y que aún no has escrito una puta página en serio, cabrón. ¡Quiero tu beca!». Y sí, es cierto que Levrero es un libérrimo anarquista literario; pero bajo la superficie de su discurso, de manera intencional, está contando cómo funciona su imaginación, su manera de crear.
Lo reconozco: adoro esa clase de sutilidad.
Si es que lo mío es la lucha contra el Sistema desde esta clase de trincheras, qué va a ser. ¿Por qué? Porque este hombre propone una literatura de gran pureza, donde la única consigna es trabajar con las experiencias personales, con los sueños, con las obsesiones, con la cotidianidad que envuelve a esas formas de aprendizaje personal, y exhorta a macerar sin prisa ese material psíquico, hasta ofrecérselo al lector aquilatado bajo una mirada estética y una escritura hecha de tiempo, en una escritura que se haya demorado lo suficiente en excavar y sacar a la luz imágenes dormidas en las remotas provincias del inconsciente. Por eso es luminosa la escritura de Levrero. Por eso refulge con una intensidad que sus epígonos no alcanzan y que los lectores apresurados no captan.
Además, y por si fuera poco, es un encendido defensor del ocio, de dedicar el tiempo a asuntos que no reporten utilidad. Frente a quienes se alienan en el trabajo o en las reponsabilidades superfluas (y encima putean a quienes no se estresan tanto como ellos), Levrero se alza para advertir que dedicarse tiempo libre a uno mismo es la única manera «no ya de vivir, sino de estar realmente vivo. Mediante el ocio es posible armonizarse con el propio espíritu, o al menos prestarle algo de la atención que se merece». No es que él se rasque las pelotas a tiempo completo (es pobre, es un laburante más), sino que frente a la avasalladora fuerza del trabajo o de la gente por quitarle su tiempo libre, él, como señala en esa cita de El portero y el otro o como contaba en El discurso vacío, lucha por instaurar un espacio del día donde gobernar el tiempo a su capricho, donde estar a solas consigo mismo y boludear.
Es decir: frente al eslogan nazi de «El trabajo os hará libres», y del que parece haberse apropiado el neoliberalismo, Levrero sostendría algo como «El ocio os hará libres (al menos un poquito)».
En La novela luminosa, da a entender el porqué de ese ahínco:
La fuente es una vulnerabilidad propia: cuando me ocupo de otros asuntos, no me ocupo de mí mismo. He ahí la semilla de la neurosis galopante que sufren quienes, para evitar enfrentarse a su pasado, se alienan en el trabajo y postergan cualquier ataque directo a las causas de su infelicidad. Procrastinación lo llama algún técnico. Levrero conjuga una y otra vez ese verbo: postergar.
En plena Sociedad del Espectáculo, donde muchas personas viven de imágenes prestadas y de prejuicios heredados sobre qué da y qué no da la felicidad, y donde la narración de sus vidas parece calcada de las series de televisión que consumen, y donde la postergación de las decisiones vitales se camufla bajo la etiqueta de «lo normal», Levrero rompe una lanza por la narración propia, por buscar un tiempo donde explorar la creatividad personal. No es que haga planteamientos radicales, pero sí deja el mensaje de, che, hay que saber aislarse de ese cáncer que es sólo pensar en la estabilidad económica, generarte obligaciones innecesarias o ascender en el organigrama de tu empresa. Hay que saber aislarse, mirarse adentro y conversar con uno mismo para no quebrarse ante tanta presión exterior. Y la escritura porque sí — sin ponerse la pretensión de ganar dinero con ella, querer ser reconocido, etcétera— es una herramienta con que apuntalar el techo donde soportamos esa carga: la cabeza.
Es como si Levrero escribiese recordando aquella máxima de Robert Louis Stevenson que decía —cito de memoria— que la precisión en las palabras dimana de la precisión en el espíritu. Este escritor singular busca justamente esa exactitud: la del espíritu, confiado en que de ella nacerá la sabiduría para acertar con lo que escribe, para iluminar zonas del inconsciente donde anidan imágenes que no sabe explicar antes de escribirlas. Es sutil, pero en ese orden de preferencias, primero el espíritu y luego la palabra, encierra toda una manera de vivir y de enfrentar la escritura. Por eso es grande.
*
La novela luminosa, Mario Levrero
Mondadori, Barcelona 2008
De momento, sólo he leído 51 páginas esta mañana; pero me han bastado para entusiasmarme. La novela luminosa entronca directamente con El discurso vacío, aunque en una versión más refinada, más pulida; y, por ahora, con un equilibrio entre lo cotidiano y lo trascendente, entre lo trivial y lo profundo, aún más fluido. Como suele ser habitual, el programa estético de Levrero es complejo y sencillo a la vez. Lo explica, en un guiño metaliterario, mientras cuenta por qué un incansable lector de policiales como él está absorto leyendo novelas y diarios de Rosa Chacel:
En ese diario suyo que estoy leyendo y que me empujó a escribir este diario mío, hay entre una cantidad enorme de trivialidades, algunas reflexiones que me dejan estupefacto. Entre ellas, algo que yo empecé a escribir una vez e interrumpí, sobre las relaciones entre sexo, erotismo y mística.
El propio escritor aclara que está sorprendido de que le guste tanto Chacel; y aprovecha el descubrimiento para encontrar una coartada literaria y contar de manera oblicua cómo escribe él, a través de los rasgos de esa autora con los que se identifica. Porque eso, lo que él subraya de doña Rosa, es exactamente lo que él hace en su novela: contarte cómo le gusta jugar al Golf —un juego de cartas— en la computadora o distraerse programando en Visual Basic, a la vez que te explica cómo de huérfano lo dejaron sus padres cuando murieron. Todo ocupa un mismo plano. Con idéntica soltura te cuenta de su amiga Chl que «yo preferiría que me diera, como antes, satisfacción sexual, pero no, me da guisos» que te dispara, a sus 60 años, «sigo demorando el enfrentarme con lo que me va a permitir hacer lo que quiero» o «Mi madre dejó de ser para mí un montón de huesos; siento su presencia viva en mí».
Vamos, que Levrero escribe lo que le da la gana, lo que le apetece en cada momento. O mejor dicho: simula con un estilo impecable como que lo hace... Según el prefacio, esta novela le costó 16 años escribirla y le supuso una gran cantidad de correcciones. Es más: para terminarla, unos cuantos amigos lo aconsejaron presentarse a ¡la beca Guggenheim! (¿alguien se imagina a Levrero rellenando los impresos para semejante beca que se concede a gente sesudamente ultraseria?). Pues se la dieron, y por eso el libro arranca con una sección que se llama Diario de la beca, donde hay perlas como esta de la página 47:
¿Y la beca? Me imagino que algún lector impertinente, de esos que nunca faltan, estará pensando: «¿A este tipo le dieron un montón de plata para que juegue Golf (y Buscaminas, reciente nuevo hábito) y se divierta con el Visual Basic? Qué desvergüenza. Y le llama “diario de la beca”». Calma, lector. Me llevará tiempo cambiar de hábitos.Genial.
Pero no por rebelde antisistema o por canchero de barrio, no; sino porque este fragmento forma parte de un todo donde Levrero, como en El discurso vacío, reflexiona sobre el proceso creativo del escritor. En este punto del texto, Levrero lleva 47 páginas contándote que «el objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme un hábito» y que a ver si, página a página, ¡se acerca a lo que quiere escribir para justificar el dinero que recibe de la beca! Es decir: interpreta con antelación lo que cualquier sabiondillo lector cultureta pensaría a esa altura del libro: «¿Me estás contando que te has patinado la plata comprándote un par de sofás, dándole un aguinaldo a tu hija y tal, y que aún no has escrito una puta página en serio, cabrón. ¡Quiero tu beca!». Y sí, es cierto que Levrero es un libérrimo anarquista literario; pero bajo la superficie de su discurso, de manera intencional, está contando cómo funciona su imaginación, su manera de crear.
Lo reconozco: adoro esa clase de sutilidad.
Si es que lo mío es la lucha contra el Sistema desde esta clase de trincheras, qué va a ser. ¿Por qué? Porque este hombre propone una literatura de gran pureza, donde la única consigna es trabajar con las experiencias personales, con los sueños, con las obsesiones, con la cotidianidad que envuelve a esas formas de aprendizaje personal, y exhorta a macerar sin prisa ese material psíquico, hasta ofrecérselo al lector aquilatado bajo una mirada estética y una escritura hecha de tiempo, en una escritura que se haya demorado lo suficiente en excavar y sacar a la luz imágenes dormidas en las remotas provincias del inconsciente. Por eso es luminosa la escritura de Levrero. Por eso refulge con una intensidad que sus epígonos no alcanzan y que los lectores apresurados no captan.
Además, y por si fuera poco, es un encendido defensor del ocio, de dedicar el tiempo a asuntos que no reporten utilidad. Frente a quienes se alienan en el trabajo o en las reponsabilidades superfluas (y encima putean a quienes no se estresan tanto como ellos), Levrero se alza para advertir que dedicarse tiempo libre a uno mismo es la única manera «no ya de vivir, sino de estar realmente vivo. Mediante el ocio es posible armonizarse con el propio espíritu, o al menos prestarle algo de la atención que se merece». No es que él se rasque las pelotas a tiempo completo (es pobre, es un laburante más), sino que frente a la avasalladora fuerza del trabajo o de la gente por quitarle su tiempo libre, él, como señala en esa cita de El portero y el otro o como contaba en El discurso vacío, lucha por instaurar un espacio del día donde gobernar el tiempo a su capricho, donde estar a solas consigo mismo y boludear.
Es decir: frente al eslogan nazi de «El trabajo os hará libres», y del que parece haberse apropiado el neoliberalismo, Levrero sostendría algo como «El ocio os hará libres (al menos un poquito)».
En La novela luminosa, da a entender el porqué de ese ahínco:
Yo también, como esa gente que he despreciado, me he ido creando un fuerte temor a mi mismidad, a estar a solas sin ocupación, a los fantasmas que desde el sótano empujan siempre la puertatrampa buscando asomarse y darme un susto.
La fuente es una vulnerabilidad propia: cuando me ocupo de otros asuntos, no me ocupo de mí mismo. He ahí la semilla de la neurosis galopante que sufren quienes, para evitar enfrentarse a su pasado, se alienan en el trabajo y postergan cualquier ataque directo a las causas de su infelicidad. Procrastinación lo llama algún técnico. Levrero conjuga una y otra vez ese verbo: postergar.
En plena Sociedad del Espectáculo, donde muchas personas viven de imágenes prestadas y de prejuicios heredados sobre qué da y qué no da la felicidad, y donde la narración de sus vidas parece calcada de las series de televisión que consumen, y donde la postergación de las decisiones vitales se camufla bajo la etiqueta de «lo normal», Levrero rompe una lanza por la narración propia, por buscar un tiempo donde explorar la creatividad personal. No es que haga planteamientos radicales, pero sí deja el mensaje de, che, hay que saber aislarse de ese cáncer que es sólo pensar en la estabilidad económica, generarte obligaciones innecesarias o ascender en el organigrama de tu empresa. Hay que saber aislarse, mirarse adentro y conversar con uno mismo para no quebrarse ante tanta presión exterior. Y la escritura porque sí — sin ponerse la pretensión de ganar dinero con ella, querer ser reconocido, etcétera— es una herramienta con que apuntalar el techo donde soportamos esa carga: la cabeza.
Es como si Levrero escribiese recordando aquella máxima de Robert Louis Stevenson que decía —cito de memoria— que la precisión en las palabras dimana de la precisión en el espíritu. Este escritor singular busca justamente esa exactitud: la del espíritu, confiado en que de ella nacerá la sabiduría para acertar con lo que escribe, para iluminar zonas del inconsciente donde anidan imágenes que no sabe explicar antes de escribirlas. Es sutil, pero en ese orden de preferencias, primero el espíritu y luego la palabra, encierra toda una manera de vivir y de enfrentar la escritura. Por eso es grande.
*
La novela luminosa, Mario Levrero
Mondadori, Barcelona 2008
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