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7 de mayo de 2018

Belén Gopegui, literatura en común / CTXT

Foto de Mauricio Retz.
El 26 de abril publiqué «Belén Gopegui, literatura en común» en la revista CTXT, en la sección El Ministerio. En 2018 se cumplen 25 años de la publicación de La escala de los mapas, la primera novela que publicó esta escritora madrileña. A propósito de ese aniversario, me di un pequeño gusto: releer varias de sus novelas, repasar las notas que había ido tomando estos años sobre su literatura y reflexionar sobre cómo leo sus libros. El resultado fue un gratificante diálogo con los textos y el pensamiento de una autora cuya obra sigo desde hace años.

Copio y pego los dos primeros párrafos del artículo. El resto puede leerse en CTXT (la foto la tomé prestada de ahí).

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Belén Gopegui, literatura en común

Se cumplen veinticinco años de la publicación de
La escala de los mapas, la primera novela de la escritora. Una nueva edición del libro en Literatura Random House da pie a este repaso de su poética y de su trayectoria

Rubén A. Arribas


En un artículo publicado en 1995 —incluido en su libro Rompiendo algo (2014)—, Belén Gopegui refería una mutación sucedida en su forma de leer. Según explicaba allí, había incurrido durante años en el tópico de “devorar libros” y había buscado en ellos poder, es decir, el conocimiento que le permitiera adquirir “la identidad, las armas necesarias para estar frente a los otros”. Los libros, venía a decir, sirven en una primera etapa para aguzar nuestro ingenio, volver más sutil nuestra inteligencia o hacernos más fuertes ante la soledad y el miedo. Sin embargo, conquistadas esas armas, insistía, es necesario cambiar de etapa y exigirle algo más a la lectura. 

Gopegui (Madrid, 1963) situaba su propio punto de inflexión en algún momento que iba entre la lectura de Job, de Joseph Roth, y la relectura de Ana Karenina, de Tolstoi. “Durante esas dos novelas –podrían haber sido otras–, descubres que ya no lees para aislarte del mundo, sino para estar con él”, señalaba en su artículo. Y, un poco más adelante, concluía: “Los libros que hemos leído están también puestos en nosotros, en nuestras acciones, en nuestro proceder, en ese nombre real que hay detrás de nuestro nombre”.  


»» El artículo continúa en la revista CTXT

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+ info sobre Belén Gopegui en este blog:
+ info sobre Belén Gopegui, en Rebelion.org.




4 de noviembre de 2008

El arte de hipnotizar, Mario Levrero

Yo sigo a lo mío: Levrero y más Levrero. Trabajo de campo lo llaman. En la presentación calculo que habrá que hablar 10 minutos o así, pero yo quizá escriba algo para Teína, quién sabe; así que sigo recabando material. Hoy quiero dejarme en el blog una entrevista de Pablo Silva para el diario El País, de Uruguay. Está centrada en cuestiones técnicas de la escritura, y me parece que Levrero encierra con precisión su arte narrativa (se nota que el cuestionario fue por escrito). El material es bueno, y ya desde el título da una clave fundamental de la narrativa de don Mario: la literatura es el arte de hipnotizar.

Para variar, he resaltado en negrita lo que me ha parecido oportuno. Lo hago porque siempre subrayo los libros que leo y porque, no nos engañemos, ¡el blog es mío! Ah, por cierto, también encontré esta página, donde están reunidos varios artículos de cuando Levrero murió, en 2004. Como diría este uruguayo singular, ya retomaré este asunto más adelante.

La entrevista la saqué de aquí. (En la foto juegan al ajedrez Mario Levrero, izquierda, y Leo Masliah, derecha).

*

EL ARTE DE HIPNOTIZAR


MARIO LEVRERO es un escritor uruguayo, con una vasta obra en novelas y cuentos. También dirige, a través del correo electrónico, un taller literario virtual. Lo siguiente es una síntesis de la correspondencia mantenida con el escritor en el marco de ese taller.

¿Qué papel le adjudicás en la escritura literaria a las técnicas? ¿Y al argumento?
En mi opinión, lo principal, casi diría lo único que importa en literatura es escribir con la mayor libertad posible. En todo caso podés usar técnicas para corregir, pero jamás para escribir. Aunque en realidad siempre se usan técnicas, pero son técnicas propias que uno va descubriendo, o creando mientras escribe. Si usás técnicas aprendidas, son aprendidas de otros; así nunca escribirás con tu estilo personal, es decir, no se te reconocerá, por mejor escrito que esté el texto.

Cuando el autor sabe demasiado sobre el argumento, a veces se apura a contarlo, y la literatura va quedando por el camino. La literatura propiamente dicha es imagen. No quiero decir que haya que evitar cavilaciones y filosofías, y etcétera, pero eso no es lo esencial de la literatura. Una novela, o cualquier texto, puede conciliar varios usos de la palabra. Pero si vamos a la esencia, aquello que encanta y engancha al lector y lo mantiene leyendo, es el argumento contado a través de imágenes. Desde luego, con estilo, pero siempre conectado con tu imaginación.

En ese énfasis por la imagen ¿no hay riesgo de caer en una suerte de "descripcionismo", de que sólo prime la imagen? Yo no creo haber hablado de descripciones; suelen aburrirme mortalmente. Hablé de imágenes, y las imágenes no se contraponen a la acción, sino que la cuentan de la mejor manera. No es lo mismo decir: le dio tremenda trompada, que decir: el puño chocó contra la carne blanda y la aplastó hasta que se oyó el crujir del hueso, o cosa por el estilo.

Tampoco dije que un relato deba consistir exclusivamente en imágenes, sino que eso es la esencia; pero a menudo la esencia pura es desagradable, como por ejemplo la vainilla. Si la mezclás en un refresco pasa mucho mejor. Hago hincapié en las imágenes porque es la gran falla de nuestra literatura; todos somos retóricos, todos cantamos la justa, todos sabemos cómo arreglar los males del país, todos estamos deseosos de mostrar nuestra visión del mundo, todos queremos volcar nuestros sentimientos (oh, las mujeres que escriben poemas llenos de abstracciones: estoy triste, qué mal me siento, el mundo es terrible). Desde el punto de vista literario no dicen nada, pero nada; el lector simplemente se paspa. Mientras tanto, la literatura queda por el camino; el lector se distrae, y la literatura nacional adelgaza y muere.

Si agarrás a los grandes, por ejemplo a Felisberto, recordarás sin duda cuando le levantaba las polleras a los muebles, o a la vieja que tomaba mate metiendo la bombilla por un agujero del tul. Son imágenes. Andá al capítulo cuarto de La vida breve de Onetti, se llama "Naturaleza Muerta", es cien por ciento descriptivo y uno de los fragmentos más notables de nuestra literatura. Sin acción ni personajes ni invención; sólo imágenes.

¿Cómo lograr el balance adecuado entre imágenes y descripciones, para que no entorpezcan el desarrollo de la trama?
Es fácil, tenés que pensar —al corregir, no al escribir; cuando se escribe hay que soltarse, sin nada que inhiba la escritura—, si tal descripción es necesaria para la acción que estás narrando. Eso te dará el lugar adecuado. Luego pensá si no han pasado demasiadas descripciones sin nada de acción y ahí tenés la proporción acertada. Al leer un texto tuyo después de un tiempo (nunca antes de, digamos, un mes), si hay excesos de descripción lo notás en seguida porque te aburrís.

¿Cuándo considerás que un relato no es verosímil?
Cuando no está bien resuelto. Ambas expresiones—verosímil y "bien resuelto"— son casi sinónimos. Cuando digo que algo no es verosímil, quiero decir que como lector no lo creo. Y te aseguro que soy muy crédulo cuando la realización me encanta (me hipnotiza, quiero decir). El texto ideal sería aquél en el cual el lector pierde de vista el hecho de que está leyendo, y cree que esas cosas que se transmiten a su cerebro están sucediendo realmente. En ese sentido, puede haber extraterrestres y fantasmas y enanos multicolores, siempre que el lector crea en ellos en ese momento porque el autor lo engatusó. La verosimilitud, entonces, significa en este contexto "engatusamiento".

¿Cómo elaborás el inicio de los textos? A veces parece difícil lograr un buen principio que "enganche" al lector y que sea coherente con la obra...
No sé porqué, pero casi siempre tengo que rehacer los comienzos de mis cuentos. Es posible que al comenzar algo, uno arrastre de cosas anteriores el estilo o el modo de decir. Y resulta que cada relato tiene su propio estilo; es un bloque, va junto con el argumento y todo lo demás. Pero uno trata de hacer lo que sabe, o lo que le salió bien la vez anterior, y arranca con eso. Después uno va chocando contra el cuento existente, a medida que lo va descubriendo y sacando a luz, y ahí empieza a ajustarse, a escuchar mejor lo que tiene adentro.

¿Qué es eso de que "cada relato es un bloque, tiene su propio estilo"?
Me hace acordar a aquello que decía Miguel Angel de que él sólo se limitaba a sacar el mármol que le sobraba al bloque.
Vos sabés que la percepción no es objetiva ni mecánica; cuando yo miro algo, estoy proyectando mucho de mí, o todo, sobre el objeto. Al mismo bloque de mármol Miguel Ángel le sacaría ciertas cosas, yo otras, vos otras distintas. El diálogo que uno entabla con el objeto no es diálogo, sino monólogo narcisista. Creo que si lo pensás es muy fácil de entender. Cualquier cosa que vayas a narrar la estás rescatando de esa forma de percibir(se). Y ahí es donde aparece el estilo personal; por eso insisto en encarar a los alumnos de mi taller con ellos mismos, a que experimenten con la percepción.

¿Cuándo y cómo te das cuenta de que el estilo es el apropiado, el que te pide el tema?
En mis cosas, me doy cuenta cuando no me siento con el estado mágico de la escritura inspirada. No me divierto, no sufro, no estoy metido por completo en el texto. Esto me pasa cuando escribo regularmente por necesidad económica. Uso un oficio, uso algo de inspiración, pero me doy cuenta de que eso que aparece ahí no es "nuevo".

En los textos ajenos me doy cuenta porque me pasa casi lo mismo; la lectura me puede entretener, pero no deslumbrar. Y lo ves en la facilidad con que vas prediciendo lo que va a venir, porque todo tiende a encajar en un molde. El texto no es una cosa viva.

Lo último que leí que me produjo una impresión tremenda, pero tremenda, como pocas cosas en los últimos años, es Franny y Zooey, un libro de Salinger. Ahí ves claramente lo que es un texto vivo, un texto inspirado.

¿Cómo corregir, pulir y aún rehacer un texto sin perder el entusiasmo en el proceso?
Bueno, son tres cosas distintas. En general, hay algo común a los tres procesos: conviene dejar pasar un tiempo (depende de cada uno, pueden ser días o meses) hasta que el texto se vea como es. Si uno está todavía bajo la sugestión de la creatividad, no ve el texto como es, sino como lo tiene en la mente, y le suele parecer perfecto. Se trata de ver el texto como quien mira una fotografía de sí mismo, que siempre impresiona peor que mirarse al espejo, porque en el espejo uno crea su imagen; en la foto no. Veamos:

Corrección: esto es ni más ni menos un trabajo técnico, que puede ser divertido o no, según el talante de cada cual. Pero es más bien mecánico: leer el texto buscando rimas, repeticiones enojosas, cacofonías, erratas y cosas así.

Pulido: hay que leer el texto en un estado muy atento, viendo si en algún momento hay algún factor de perturbación en la lectura, algo que, aunque no se pueda identificar la causa concreta, uno "siente" que no está bien, algo por lo cual uno preferiría pasar rapidito. Subrayar eso y seguir, hasta el final. Después buscarle la vuelta a cada caso particular, tratar de desentrañar por qué eso no resuena bien. A veces se trata de su relación con lo que se venía diciendo (salta alguna incongruencia, alguna repetición de palabra, etc.) y a veces de algo propio de ese fragmento. A veces ayuda preguntarle a otro.

"Refacción", si cabe el término: hay que quitar limpiamente el fragmento que no marcha, y tratar de hacerlo de vuelta buscando un clima similar al del momento de la creación. Situarse en la escena y no conservar nada del texto descartado. Por más lindo que parezca en alguna parte, hacerlo todo de vuelta como si fuera por primera vez, visualizando nuevamente la escena, la imagen que lo originó. Lo mismo para agregar algo, al principio, en el medio o al final de un texto. Visualizar siempre la escena antes de escribir.

Hay veces en que basta cambiar de lugar el fragmento eliminado, sobre todo en una novela, pero no hay que contar mucho con eso.

¿Hasta cuándo corregir, rehacer, pulir?
Bueno, hasta que te deje razonablemente satisfecho. Hasta que sientas que se puede publicar. Yo siempre recurro a algún lector amigo, que me merezca confianza, para que lea y opine. A veces un lector común, mientras sea buen lector, te dice cosas acertadísimas; a menudo les hago caso. Por norma nunca publico nada que no hayan visto otros ojos que no sean los míos.

¿Qué pasa si en el proceso de corrección perdés el entusiasmo, si el texto ya no te causa sensaciones placenteras o positivas de ningún tipo?
A veces los textos descansan por años... Habitualmente, semanas o meses. Las cosas breves y escritas como trabajo, como las "Irrupciones", de todos modos las voy acumulando en borrador y revisando cada tanto; cuanto más tiempo pasa entra la escritura y la corrección, tanto más fácil es la corrección. Y no hay nada como la publicación, o mejor dicho, la inminencia de publicación: cuando estoy por enviar un texto, le doy un vistazo, y es seguro que cambio bien a último momento tres o cuatro cosas que estaban realmente mal. No sé si le pasará a otros, pero siempre trabajo para mí y con la mente puesta en alguien que lo vaya a leer (el amigo lector, mi mujer, quien tenga a mano); recién tomo conciencia de que va a haber lectores desconocidos cuando estoy por mandarlo, y ahí funciona la adrenalina, y las macanas saltan por sí solas.

Para la corrección funciona otra forma de inspiración, otra parte del cerebro. Desde luego no produce lo mismo que escribir, pero a mí me resulta un ejercicio atractivo. También se puede no corregir; muchos no lo hacen. Después de todo no es un pecado que un texto no sea perfecto.

¿Puede el argumento, por ejemplo, salir de una simple asociación de ideas, de un disparate intelectual?
Tenés que sacarte de la cabeza la idea de que se escribe a partir de la palabra, y sobre todo a partir de la invención (intelectual). Se escribe a partir de vivencias, que sólo pueden traducirse mediante imágenes. Las palabras sirven para describir las imágenes; por sí solas no generan otra cosa que discursos o simple información.

¿Cuál es tu criterio para titular un texto?
Siempre uso el mismo sistema: una vez terminado el texto, empiezo a leerlo, seguido o salteado, buscando algo que me resuene. Y siempre encuentro el título; en mi caso, está siempre en el texto. Aunque a veces me hago el vivo; pero en general busco que sea más bien simple y que yo mismo pueda asociarlo fácilmente con el texto.

¿Cuándo te das cuenta de que termina un texto? ¿pensás mucho, al escribir, en el final?
No pienso para nada en el final. A veces, en una novela (incluso en aquellas de estructura policial, con algún misterio o enigma, como Fauna o Dejen todo en mis manos) empiezo a vislumbrar el final después de haber pasado los dos tercios del total, y me pongo nervioso; ahí me cuesta más mantener un ritmo de escritura parejo y no empezar a correr como loco. Es gracioso pero yo confío en que los textos preexistan a la escritura (y por supuesto a su formulación mental); están adentro, y ya con su forma definitiva, y por eso estoy seguro de que el final va a venir solo, a caer maduro, incluso cuando hay enigma. Aunque llega un momento en que me pongo nervioso. Porque ¿y si no se resuelve? Pero hasta ahora...

Me doy cuenta de que el texto termina porque no veo cómo seguirlo. Con uno tuve problemas; lo guardé como veinte años como principio de novela, y cuando lo releí me di cuenta de que era un relato terminado; sólo le faltaba una frase de cierre. No había manera de seguirlo.

¿Qué hay con ciertas reglas del "escribir bien"? Cosas como evitar los adverbios terminados en -mente o no repetir palabras... No se trata tanto de evitar los adverbios sino de no abusar. Forman palabras muy largas, pesadas, y si te encontrás dos o tres en una misma frase suena realmente desagradablemente, verdaderamente realmente desagradablemente.

También suelen formar rimas con demasiada facilidad, y la rima en la prosa me hace saltar, si es que es rima. Porque se pueden usar palabras consonantes entre sí sin que formen necesariamente rima; el problema es cuando la consonancia se subraya con alguna puntuación o una forma de ubicación en la frase que lo hace aparecer como un versito; es un problema de métrica + rima. Por otra parte, a veces acumulo esos adverbios a propósito, uno tras otro, para dar énfasis (o por capricho). En El alma de Gardel, por ejemplo, el lector de la editorial me hizo notar una frase cargada de adverbios terminados en mente, pero la mantuve porque era a propósito; para mi gusto ahí están distribuidos de tal forma que no pesan.

Con respecto a eso de "no repetir palabras", hay que desconfiar del uso de sinónimos. Si vengo diciendo "casa", y "casa", y "casa" y de repente digo "morada" sin nada que lo justifique, me parece de décima. Yo a veces he abusado un poco de las repeticiones, conscientemente, pero cuando no es así, y las detecto en un texto mío durante la corrección, en lugar de sustituir la palabra trato de reorganizar toda la frase, o todo el párrafo.

Eso sí me molesta, si resulta chocante al oído (porque el lector oye el texto), y sobre todo si se nota que está ahí por torpeza y no en forma deliberada. A veces simplemente se puede eliminar la palabra repetida porque es innecesaria. Pero el uso de sinónimos para ocultar la falta de elaboración es la máxima torpeza.

Y al escribir, ¿les prestás atención a todo eso, son cosas importantes?
Al escribir, nada, sólo escribir, no pensar ni controlar --salvo ese foco de atención crítica para que el inconsciente no te lleve al carajo, pero lateral, como distante, y con mucha cancha para hacer la vista gorda y no trabar la escritura cuando viene fluida.

Por otra parte, sólo son opiniones mías; no es palabra de Dios; lo mejor es usar tu propio criterio.

*

(Amén).

20 de octubre de 2008

La novela luminosa, Mario Levrero (parte 3)

Sé que alguno pensará que me estoy poniendo pesadito con Levrero. (ver I, II, III y IV). Lo sé. Pues, como diría muy cervantinamente don Mario, salga de aquí quien así lo crea y «que no siga ensuciando mi texto con su resbalosa mirada, y que no intente jamás leer otro libro mío». (Bueno, donde dice «libro» que diga «mensaje»). Aclarado lo anterior, ya puedo ir con que, en fin, voy por la página 478 y sigo entusiasmado con La novela luminosa. Es más: he encontrado uno de esos pasajes que dibujan por completo a su autor, y para el que parece que estar construida no sólo la novela, sino la obra completa de este escritor. Dice así:

[Nota introductoria: a principio de capítulo, Levrero venía reflexionando sobre si debería destruir lo que había escrito «no porque me parezca que lo que llevo escrito sea definitivamente malo e irrecuperable, sino más bien por la certeza de la imposibilidad de continuarlo». A continuación da cinco razones para sabotear su proyecto... Sin embargo, en la última escribe, ocurre, lo siguiente:

E) Porque, y este es el ítem principal, sé que es un trabajo inútil; que será impublicable, no sólo porque no interesará a ningún editor, sino porque yo mismo lo ocultaré celosamente.

Pues bien: porque es un trabajo inútil, por eso mismo debo hacerlo. Estoy harto de perseguir utilidades; hace ya demasiado tiempo que vivo apartado de mi propia espiritualidad, acorralado por las urgencias, y sólo lo inútil, lo desinteresado, me puede dar la libertad imprescindible para reencontrarme con lo que honestamente pienso que es la esencia de la vida, su sentido final, su razón de ser primera y última. Hay un problema: cuando hago algo inútil me siento culpable, y todo mi entorno —familiar y social— colabora activamente para que así me sienta. Para poder continuar, debo estar preparado a resistir tenazmente a ese fantasma de la culpa, a atacarlo en sus propios reductos y pulverizarlo —armado apenas con la convicción oscilante de que tengo derecho a escribir.


Estaba tentado de escribir un largo mensaje donde explicar qué clase de emociones me despierta este pasaje (muchas, profundas, enriquecedoras). Tranquilos: os lo ahorro. Tan sólo digo que, como un koan zen, recomiendo releer periódicamente este fragmento y usarlo como espejo en el que mirar la vida de uno. Y pensar sobre ello. Fabricarse un ratito de ocio y pensar, pensarse, echarle un vistazo a cómo van los fantasmas personales al respecto.

(Ah, y por favor, tengamos la conciencia más ancha que la cabeza de un alfiler, que esto es literatura: donde pone escribir podría poner cualquier otra actividad, desde la entomología a la cría del avestruz, pasando por mantener un blog, publicar una revista electrónica gratuita o, sencillamente, vagar por la ciudad. Como dice el clásico budista sobre las palabras, el dedo no explica qué es la Luna, sino dónde está).

Me faltan algunos libros de Levrero —ahora me arrepiento de no haber comprado alguno más cuando estuve en Montevideo—, pero estoy por aventurar que La novela luminosa es la obra cumbre de este pedazo de escritor uruguayo, amén de un hito en la literatura en lengua española.

Hala, con dos cojones. Ahí queda eso.

Eso sí, en un país como España, donde hoy decir literatura equivale a nombrar a Vila-Matas, Javier Marías, Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez-Reverte o Almudena Grandes —o donde el premio Planeta se lo acaban de entregar a un nefando novelista llamado Fernando Savater, capaz de escribir un ripio atómico como Caronte aguarda—, decía, en un país con propuestas literarias tan sosas dominando la cúspide del poder literario, no tengo ni idea de quiénes apreciarán una inteligencia arriesgada, delirante y libérrima como la de Levrero. En fin, no quiero ponerme en plan evangélico: que cada cual lea lo que le dé la gana. Yo leo a Levrero.

PD: Incluso escribo este mensaje perfectamente inútil y con tiempo robado al Sistema porque me da la gana. Tampoco tengo previsto sentirme culpable por ello.

[ La (estupenda) ilustración está sacada del blog de Gabriel, un ilustrador uruguayo. ]

12 de octubre de 2008

La novela luminosa, Mario Levrero (parte 2)

Quiero pasar a limpio algunas notas de otros libros que he leído antes de ponerme con Levrero; pero, mientras encuentro el momento para hacerlo, sigo tomando apuntes sobre mi bienamado don Mario, que me mantiene absorto en su póstuma La novela luminosa (Mondadori, Barcelona 2008).

Van cinco subrayados.

I

La única forma de estar seguro de un procedimiento, especialmente cuanto está ligado al tiempo, es probarlo y probarlo y probarlo, y aun así... (Pág. 93).

II

Estimado Mr. Guggenheim, creo que usted ha malgastado su dinero en esta beca que me ha concedido con tanta generosidad. Mi intención era buena, pero lo cierto es que no sé qué se ha hecho de ella. Ya pasaron dos meses: julio y agosto, y lo único que he hecho hasta ahora es comprar esos sillones (que no estoy usando) y arreglar la ducha (que tampoco estoy usando). El resto del tiempo lo he pasado jugando con la computadora. Ni siquiera puedo llevar como corresponde este diario de la beca; ya habrá notado cómo dejo temas en suspenso y luego no puedo retornar a ellos. Bueno, sólo quería decirle estas cosas. Muchos recuerdos a Mrs. Guggenheim. (Pág. 88).

III

Objetivo: abrirme hacia el ocio y hacia la novela que quiero escribir, la que en este momento me parece tan remota. (Pág. 81).

IV

Es difícil descubrir los propios prejuicios, que se afincan en la mente acompañados de una especie de soberbia, no me explico de qué extraña manera. Esos enanos se instalan allí como absurdos dictadores, y uno los acepta como verdades reveladas. Muy de tanto en tanto y por algún accidente o azar uno se siente obligado a revisar un prejuicio, discutirlo consigo mismo, levantar una punta y mirar a través, atisbar cómo es la realidad de las cosas. En esos casos es posible desarraigarlo. Pero quedan en pie todos los demás, disimulados, llevándonos desatinadamente por caminos erróneos. (Pág. 76).

V

Lo importante de la literatura no radica en sus significaciones, pero eso no quiere decir que las significaciones no existan y que no tengan su importancia. Muchas veces he dicho y he escrito: "Si yo quisiera transmitir un mensaje ideológico, escribiría un panfleto", con estas o con otras palabras. Pero eso no quiere decir que en mi literatura no se expongan ideas, y que no valga la pena mencionar esas ideas. (Pág. 125).

9 de octubre de 2008

La novela luminosa, Mario Levrero (parte 1)

¿Por qué hay días que escribo de los libros cuando los empiezo y otros cuando los termino? No lo sé. Sólo sé que escribo sobre ellos por el puro placer de pasar a limpio algo que me han sugerido. Se da. Sin más. Hoy, por ejemplo, he empezado La novela luminosa, esto es, la obra póstuma de Mario Levrero, y aquí estoy, escribiendo sobre él. Mientras lo hago, no paro de mirar de reojo el libro, a ver cuándo me sacó otra horita y me zampo cincuenta páginas más. Es que lo mío con Levrero ya es amor, y mira que no profeso la militancia ciega de la idolatría con escritor alguno. Pero con él estoy ahí, ahí, al borde. Quizá después de inocularme las 567 páginas que integran esta joya publicada por Mondadori me desbarranque y caiga en la adoración levreriana.

De momento, sólo he leído 51 páginas esta mañana; pero me han bastado para entusiasmarme. La novela luminosa entronca directamente con El discurso vacío, aunque en una versión más refinada, más pulida; y, por ahora, con un equilibrio entre lo cotidiano y lo trascendente, entre lo trivial y lo profundo, aún más fluido. Como suele ser habitual, el programa estético de Levrero es complejo y sencillo a la vez. Lo explica, en un guiño metaliterario, mientras cuenta por qué un incansable lector de policiales como él está absorto leyendo novelas y diarios de Rosa Chacel:

En ese diario suyo que estoy leyendo y que me empujó a escribir este diario mío, hay entre una cantidad enorme de trivialidades, algunas reflexiones que me dejan estupefacto. Entre ellas, algo que yo empecé a escribir una vez e interrumpí, sobre las relaciones entre sexo, erotismo y mística.

El propio escritor aclara que está sorprendido de que le guste tanto Chacel; y aprovecha el descubrimiento para encontrar una coartada literaria y contar de manera oblicua cómo escribe él, a través de los rasgos de esa autora con los que se identifica. Porque eso, lo que él subraya de doña Rosa, es exactamente lo que él hace en su novela: contarte cómo le gusta jugar al Golf —un juego de cartas— en la computadora o distraerse programando en Visual Basic, a la vez que te explica cómo de huérfano lo dejaron sus padres cuando murieron. Todo ocupa un mismo plano. Con idéntica soltura te cuenta de su amiga Chl que «yo preferiría que me diera, como antes, satisfacción sexual, pero no, me da guisos» que te dispara, a sus 60 años, «sigo demorando el enfrentarme con lo que me va a permitir hacer lo que quiero» o «Mi madre dejó de ser para mí un montón de huesos; siento su presencia viva en mí».

Vamos, que Levrero escribe lo que le da la gana, lo que le apetece en cada momento. O mejor dicho: simula con un estilo impecable como que lo hace... Según el prefacio, esta novela le costó 16 años escribirla y le supuso una gran cantidad de correcciones. Es más: para terminarla, unos cuantos amigos lo aconsejaron presentarse a ¡la beca Guggenheim! (¿alguien se imagina a Levrero rellenando los impresos para semejante beca que se concede a gente sesudamente ultraseria?). Pues se la dieron, y por eso el libro arranca con una sección que se llama Diario de la beca, donde hay perlas como esta de la página 47:

¿Y la beca? Me imagino que algún lector impertinente, de esos que nunca faltan, estará pensando: «¿A este tipo le dieron un montón de plata para que juegue Golf (y Buscaminas, reciente nuevo hábito) y se divierta con el Visual Basic? Qué desvergüenza. Y le llama “diario de la beca”». Calma, lector. Me llevará tiempo cambiar de hábitos.
Genial.

Pero no por rebelde antisistema o por canchero de barrio, no; sino porque este fragmento forma parte de un todo donde Levrero, como en El discurso vacío, reflexiona sobre el proceso creativo del escritor. En este punto del texto, Levrero lleva 47 páginas contándote que «el objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme un hábito» y que a ver si, página a página, ¡se acerca a lo que quiere escribir para justificar el dinero que recibe de la beca! Es decir: interpreta con antelación lo que cualquier sabiondillo lector cultureta pensaría a esa altura del libro: «¿Me estás contando que te has patinado la plata comprándote un par de sofás, dándole un aguinaldo a tu hija y tal, y que aún no has escrito una puta página en serio, cabrón. ¡Quiero tu beca!». Y sí, es cierto que Levrero es un libérrimo anarquista literario; pero bajo la superficie de su discurso, de manera intencional, está contando cómo funciona su imaginación, su manera de crear.

Lo reconozco: adoro esa clase de sutilidad.

Si es que lo mío es la lucha contra el Sistema desde esta clase de trincheras, qué va a ser. ¿Por qué? Porque este hombre propone una literatura de gran pureza, donde la única consigna es trabajar con las experiencias personales, con los sueños, con las obsesiones, con la cotidianidad que envuelve a esas formas de aprendizaje personal, y exhorta a macerar sin prisa ese material psíquico, hasta ofrecérselo al lector aquilatado bajo una mirada estética y una escritura hecha de tiempo, en una escritura que se haya demorado lo suficiente en excavar y sacar a la luz imágenes dormidas en las remotas provincias del inconsciente. Por eso es luminosa la escritura de Levrero. Por eso refulge con una intensidad que sus epígonos no alcanzan y que los lectores apresurados no captan.

Además, y por si fuera poco, es un encendido defensor del ocio, de dedicar el tiempo a asuntos que no reporten utilidad. Frente a quienes se alienan en el trabajo o en las reponsabilidades superfluas (y encima putean a quienes no se estresan tanto como ellos), Levrero se alza para advertir que dedicarse tiempo libre a uno mismo es la única manera «no ya de vivir, sino de estar realmente vivo. Mediante el ocio es posible armonizarse con el propio espíritu, o al menos prestarle algo de la atención que se merece». No es que él se rasque las pelotas a tiempo completo (es pobre, es un laburante más), sino que frente a la avasalladora fuerza del trabajo o de la gente por quitarle su tiempo libre, él, como señala en esa cita de El portero y el otro o como contaba en El discurso vacío, lucha por instaurar un espacio del día donde gobernar el tiempo a su capricho, donde estar a solas consigo mismo y boludear.

Es decir: frente al eslogan nazi de «El trabajo os hará libres», y del que parece haberse apropiado el neoliberalismo, Levrero sostendría algo como «El ocio os hará libres (al menos un poquito)».

En La novela luminosa, da a entender el porqué de ese ahínco:

Yo también, como esa gente que he despreciado, me he ido creando un fuerte temor a mi mismidad, a estar a solas sin ocupación, a los fantasmas que desde el sótano empujan siempre la puertatrampa buscando asomarse y darme un susto.

La fuente es una vulnerabilidad propia: cuando me ocupo de otros asuntos, no me ocupo de mí mismo. He ahí la semilla de la neurosis galopante que sufren quienes, para evitar enfrentarse a su pasado, se alienan en el trabajo y postergan cualquier ataque directo a las causas de su infelicidad. Procrastinación lo llama algún técnico. Levrero conjuga una y otra vez ese verbo: postergar.

En plena Sociedad del Espectáculo, donde muchas personas viven de imágenes prestadas y de prejuicios heredados sobre qué da y qué no da la felicidad, y donde la narración de sus vidas parece calcada de las series de televisión que consumen, y donde la postergación de las decisiones vitales se camufla bajo la etiqueta de «lo normal», Levrero rompe una lanza por la narración propia, por buscar un tiempo donde explorar la creatividad personal. No es que haga planteamientos radicales, pero sí deja el mensaje de, che, hay que saber aislarse de ese cáncer que es sólo pensar en la estabilidad económica, generarte obligaciones innecesarias o ascender en el organigrama de tu empresa. Hay que saber aislarse, mirarse adentro y conversar con uno mismo para no quebrarse ante tanta presión exterior. Y la escritura porque sí — sin ponerse la pretensión de ganar dinero con ella, querer ser reconocido, etcétera— es una herramienta con que apuntalar el techo donde soportamos esa carga: la cabeza.

Es como si Levrero escribiese recordando aquella máxima de Robert Louis Stevenson que decía —cito de memoria— que la precisión en las palabras dimana de la precisión en el espíritu. Este escritor singular busca justamente esa exactitud: la del espíritu, confiado en que de ella nacerá la sabiduría para acertar con lo que escribe, para iluminar zonas del inconsciente donde anidan imágenes que no sabe explicar antes de escribirlas. Es sutil, pero en ese orden de preferencias, primero el espíritu y luego la palabra, encierra toda una manera de vivir y de enfrentar la escritura. Por eso es grande.

*

La novela luminosa, Mario Levrero
Mondadori, Barcelona 2008