Si
el sufrimiento no formara parte de ellos, ¿quién iba a tomarse la
molestia de afrontar desafíos como un maratón o un triatlón, con
la inversión de tiempo y esfuerzo que conllevan? Precisamente porque
son duros, y precisamente porque nos atrevemos a arrostrar esa
dureza, es por lo que podemos experimentar la sensación de estar
vivos; y si no experimentamos la sensación de estar vivos
plenamente, sí al menos de manera parcial. Y, a veces (si todo va
bien), podemos aprender que lo que de veras da calidad a la vida no
se encuentra en cosas fijas e inmóviles, como los resultados, las
cifras o las clasificaciones, sino que se halla, inestable, en
nuestros propios actos.
En el
triatlón cada quien tiene su deporte de procedencia. Además de los
clásicos ciclismo, natación y atletismo, hay gente que viene del
fútbol, del surf o del waterpolo. Y alguno habrá que venga de la
esgrima, el tiro con arco o la hípica, que de todo hay. El novelista
Haruki Murakami, antes de llegar a corredor de resistencia o triatleta, regentaba un bar de jazz
en Tokio y apuraba cigarrillos en su casa hasta el alba mientras intentaba escribir su primer libro. Todo su deporte era ver
partidos de béisbol y dirigir su negocio.
El futuro escritor tenía
por entonces 30 años, una novia preocupada porque él se ganase bien la vida y una
clientela que apreciaba el toque elegante de su local. Sin embargo, un buen
día cerró el negocio y quiso tomarse más en serio lo de ser escritor. Semanas después, como
casi cualquier otro oficinista de este mundo, empezó a engordar por pasar tantas horas sentado. Y, de paso, empezó a
fumar hasta 60 cigarrillos por día. Como es sabido, el tabaco, el exceso
de café o la vida sedentaria ayudan poco a sentirse bien con uno
mismo. Fue entonces cuando Murakami empezó con el footing.
Primero
fue el llamado «trote cochinero». Luego vino eso de salir a
correr casi a diario. Y meses después, gracias a esa terquedad
tan nipona, afloró el obsesivo que contaba kilómetros a final de
semana y que torcía el gesto si no promediaba unos 250 km de entrenamiento al mes. Por el camino había ido cumpliendo las etapas típicas: carreras populares de 5 km, más tarde de 10 km y así, siempre hacia arriba, hasta hacer un maratón por año durante dos décadas. Y, cuando el maratón no fue suficiente, incluso retándose a correr 100 km alrededor del lago
Saroma.
El arte de ir poco a poco
Hay muchas metáforas y moralejas posibles tras leer estas memorias/ensayo. Una que me gusta mucho es que, gracias
a correr, Murakami adquire consigo mismo compromisos que cumple con el honor de un samurái. Por ejemplo, asume que debe mantener una ética como corredor, que resume en dos mandamientos inquebrantables: 1) a los
maratones se va a correr, no a andar; 2) lo importante es vencer
siempre al tú de ayer; ni marcas ni puestos, lo esencial es
superarte respecto al día anterior. La épica está en tus actos, en tu voluntad por cambiar; no en tus marcas.
De
ahí que en su libro no haya lugar para palabras como
dieta,
macrociclos o
series. Todo eso le da igual. Para él
salir a correr es una oportunidad de estar solo, relajarse un rato,
disfrutar de los discos de
Loving' Spoonful o de
Eric Clapton, contemplar los árboles del parque, escuchar su respiración,
sentir cómo avanzan las piernas, observar a la gente, pensar en sus
novelas o darse cuenta de que los días pasan y unos envejeces con
más dignidad que otros en esa carrera hacia la muerte que es la
vida. Es más: según Murakami, su momento más dulce como corredor fue a los 45 años, signo inequívoco de que la madurez mental, el saber disfrutar de lo que haces, importa más que tu marca.
De ahí que, tras el atracón de ultrarresistencia que se pegó con los 100 km de Saroma, buscara nuevos horizontes. Tras una prueba que le exigió más de 13 horas de esfuerzo, acusó la llamada «tristeza del
corredor», esto es, se sintió vacío y dejó de encontrarle sentido a lo que hacía. Correr ya no le daba placer. Así, con 50 años a sus espaldas y un buen montón de maratones
en las piernas, optó por buscar una nueva fuente de motivación. Y ahí apareció el triatlón, una disciplina que le implicaba aprender a nadar y
convivir con un engendro tan diabólico a veces para él como los pedales automáticos.
Casualidades
de la vida, en Japón hay una ciudad que lleva por nombre su
apellido: Murakami. Y por inverosímil que parezca, allí se corre un
triatlón olímpico, el Murakami Internation Triahtlon. Así que de Murakami
(Haruki) a Murakami (Triathlon) y tiro por que me toca; allí debutó como triatleta. La primera
vez casi se ahoga debido a los golpes de la marea
humana de nadadores y se retiró en el primer segmento. La herida
dejó tocado su orgullo. Hasta 4 años después no se animó a
intentar vencer a aquel tú que lo había derrotado nadando y darse la oportunidad de completar los segmentos II y III (ciclismo y carrera). Superado el reto, quedo enganchado para siempre al triatlón.
De
qué hablo mientras hablo de correr es un libro de memorias, pero por
encima de todo es una gran reflexión sobre cómo el maratón o el
triatlón funcionan como una metáfora de la
vida para muchas personas. También sobre cómo el deporte, practicado desde el placer,
puede ser fuente de inspiración para tomar decisiones cotidianas o incluso para contestarse las grandes preguntas de la vida. Al fin y al cabo, correr, como leer o escribir, es una oportunidad para estar solo un buen rato y debatir con uno mismo sobre el más acá, el más allá y lo que haga falta.
*
PD. Una reseña parecida a esta —soy un maniático de la edición, qué va a ser— la publiqué en el blog de la extinta revista
Trisense a finales de 2011. Las otras dos reseñas que completan mi particular trilogía sobre libros de correr son
Correr o morir, de Kilian Jornet, y
Correr, de Jean Echenoz.