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14 de junio de 2015

77, Guillermo Saccomanno

Esta es la cuarta novela que leo de Guillermo Saccomanno y la  tercera que reseño en el blog. Antes de 77 (Planeta, 2008), le dediqué en su día unas pocas líneas a El oficinista (Seix Barral, 2010) y otras pocas a Cámara Gesell (Seix Barral, 2013). Previamente a esas dos novelas había leído otra, La lengua del malón, de la que tomé bastantes notas..., pero que se quedaron en eso: en meras notas. En cualquier caso, tampoco me hago mala sangre por esto último; según Google Analytics, casi nadie lee lo que escribo sobre Saccomanno. Por tanto, la suerte de esta entrada esta casi echada de antemano.

Al margen de mi limitada capacidad de influencia en la blogosfera o de que el libro fuera publicado hace años, sucede una tercera cosa:  pese a ser muy conocido en su país, Saccomanno lo tiene crudo para ser leído en España. Por un lado, su escritura es tan argentina —traduzco: escribe alejado de esa suerte de español neutro que otros practican— que el conservador y algo etnocéntrico lector español preferirá una traducción del sueco, canadiense o iraní a una experiencia salvaje con la variante rioplatense de su lengua. Por otro, Saccomanno es uno de esos autores para quienes «la teoría literaria es teoría política, no es solo teoría literaria»... Y ya se sabe: en España, lo político suele tener mala prensa entre la crítica literaria.

Ejemplo: ¿alguien se imagina a un crítico estándar español mirando a Victoria Ocampo bajo otra lupa que no sea la de la refinadísima escritora de cuentos, epicentro de un importante círculo literario, amiga de Borges, auxiliadora económica de Ortega y Gasset, etc.? Pues en La lengua del malón, ella y su cohorte de elitistas amigos aparecen como ideólogos y cómplices de la dictadura argentina. A eso me refiero.


Un país, un matadero

«Quizá el terror es el género más apto para contar la historia patria», se nos dice en 77. Según Saccomano, 1977 fue el año más cruel de la última dictadura argentina; así que la reflexión del profesor Gómez, el narrador de la novela, sintetiza a la perfección la atmósfera que impregna casi cada página. De hecho, como sucede en otras novelas suyas, el autor nos ofrece una Argentina donde el Mal, esto es, la barbarie, campa a sus anchas e infecta casi cada rincón de la vida cotidiana. Tanto es así que el lector termina El oficinista, Cámara Gessell o 77 con la sensación de que no existe ningún lugar seguro donde esconderse. El Mal, como el ojo de Sauron, siempre termina encontrándote por mucho empeño que pongas en esconderte o ponerte de perfil.

En el caso de 77, además, hay una nítida referencia a lo esotérico. Así, la novela entronca con el ensayo Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires, de Roberto Artl; pero también con esa atmósfera singular que envolvía a un personaje tan inquietante como López Rega, mano derecha de Perón en la última etapa de este y que se preciaba públicamente de ser brujo. Asimismo, aparecen alusiones a los «magos negros», una metáfora muy apropiada para los militares golpistas, unos tipos capaces de torturar de manera tan cruel y de enviar a sus víctimas a un limbo tal que hasta los mejores médiums rehuían contactar con sus almas. En conjunto, explica Saccomanno, lo que buscaba era subrayar que cuando reina el terror se produce una pérdida de la identidad y aflora el pensamiento mágico.

Una tercera clave de lectura la encontramos en otra metáfora, la del matadero (expresión oportuna donde las haya para un país tan ganadero y carnívoro): 
El profesor vuelve con su jarra de té.

Están vivos mis libros y papeles, dice. Uno quiere olvidar. El terror es una yerra invisible. De nuevo, vacas. Ganado somos. En el país de la Sociedad Rural todos somos ganados que avanza hacia el matadero.
Se trata —hasta donde entiendo— de una suerte de metáfora mítica que sirve para explicar sobre qué clase de cimientos se ha construido la literatura argentina. Según el escritor David Viñas esta nace de una violación y el fruto de ella sería la obra El matadero, de Esteban Echeverría. De algún modo, esa obra inaugura en las letras argentinas, según leo en el blog Montoneros Silvestres, «la marca de la violencia sobre el cuerpo textual, sobre el lenguaje, pero también, sobre los cuerpos de carne y hueso».

Es decir —o eso entiendo yo—: la metáfora sobre la construcción de la literatura puede trasladarse a la construcción del país. O dicho de otro modo: a la luz de ese terrorífico binomio que forman los 30.000 desaparecidos por la última dictadura y los más de 600 soldados muertos en la guerra de Malvinas, hay momentos históricos en que la Argentina, tal como señala el profesor Gómez en 77, parece «un país que manda a los suyos al matadero».


El «machito argentino» como obstáculo revolucionario

Esta novela forma una trilogía junto a La lengua del malón y Un amor argentino, donde 77 ocuparía el último lugar de la serie. Las tres novelas se pueden leer de manera independiente... O al menos yo he leído la primera y la tercera, y en ningún momento me he perdido. De hecho, en 77 hay varios resúmenes o raccontos aquí y allá cuando aparece alguna línea argumental o algún episodio de la primera novela. Por tanto, si bien existe un eje cronológico que organiza la trilogía, cada quien puede hincarle el diente por donde le parezca oportuno.

Otra arista que me interesa de Saccomanno es su crítica a lo que en 77 llama «doble moral del machito argentino». Además de textos politizados, las novelas de Saccomanno son entes sexuados (o así lo recoge Claudio Zieger en este artículo). En La lengua del malón, por ejemplo, la acción gira alrededor de un manuscrito que ha pergeñado Delia, la esposa de un militar en la época del bombardeo de plaza de Mayo (1955). Esta mujer, además de mantener una relación lesbiana paralela a su matrimonio, escribe una novela revisionista sobre el mito de la cautiva, es decir, sobre la típica historia de la mujer civilizada que es secuestrada por el enemigo bárbaro. En la versión de Delia, la cautiva ni repudia al indio ni aborrece sus costumbres; al contrario, le parece que su bárbaro folla estupendamente y que su relación de pareja es mejor que la civilizada. Es decir: sucede lo contrario de lo que nos enseña la escuela biempensante.

En 77, el mecanismo transgresor es similar, pero aplicado a otro ámbito y a otro tiempo. En este caso, Saccomanno le da un lugar relevante al intercambio epistolar entre dos guerrilleras montoneras lesbianas, Mara y Diana. Ambas mujeres ven cómo su opción sexual resulta un problema, además de para la dictadura y los sectores conservadores que la apoyan, para la organización donde están enroladas:
Ni el catecismo revolucionario ni el programa de reeducación social de las fuerzas armadas contemplaban esa clase de pasión.
Es decir, ambos bandos al menos estaban unidos por algo: sus prejuicios sexuales. De hecho, Mara y Diana, para sobrevivir en el seno de su organización, mantendrán relaciones heterosexuales y una de ellas quedará embarazada... Y no será la única militante a la que un compañero preñe en plena lucha armada contra la dictadura. Para ilustrar el clima que se vivía en aquellos grupos guerrilleros, la novela pone en boca de ellos el siguiente eslogan:
No somos putos, no somos faloperos; somos soldados de Far y Montoneros.
Y, claro, de ahí a que algún guerrillero afirme sin tapujos que «hay que fusilar a los putos» el trecho es muy corto. Por si le faltaba algo a tanta hombría mal entendida, Mara y Diana nos explican que algunas de sus compañeras de guerrilla «ascienden a los conchazos» —y no por méritos— o que formar una pareja estable en aquellos tiempos te convertía en alguien tan conservador como el enemigo al que combatías. En fin, pelear contra la dictadura era necesario, claro que sí, pero también lo era —y lo sigue siendo— erradicar los prejuicios sexuales y combatir lo que ahora llamamos el machismo-leninismo.


La complicidad civil

El cuarto y último aspecto que me ha interesado de la novela es cómo aborda el asunto de la complicidad civil. Saccomanno sostiene que su novela pretende dialogar con otros tres textos: El poder de la razón, de José Pablo Feinman; Historia argentina, de Rodrigo Fresán; y Tartabul, de David Viñas. Solo he leído el segundo y mis conocimientos sobre literatura argentina no son tan amplios como para entender qué clase de ida y vuelta se establece con Fresán. En cambio, sí que hubiera dicho que 77 es una obra a caballo entre Villa, de Luis Gusmán, y Dos veces junio, de Martín Kohan, dos novelas que trabajan también sobre cómo la dictadura fue posible gracias a la colaboración de ciertos sectores de la población (ejemplo: médicos y jueces).

En el caso del profesor Gómez, el narrador de 77, el rasgo que lo distingue es su izquierdismo sentimental. De hecho, este simpatizante peronista, admirador de la literatura inglesa —en tiempos del antimperialismo— y asiduo consumidor de prostitución callejera masculina, se ha especializado en acallar sus contradicciones personales y encontrar siempre la manera de no involucrarse en lo que está sucediendo en el país. Pese a defender unos valores opuestos a los de la dictadura y quienes la apoyan, paradójicamente el gran reto de Gómez reto es mantenerse al margen de todo, no implicarse en nada.

De hecho, una de las lecturas más sugerentes de la novela es que no se puede vivir al margen de lo que acontece en la calle. Y mucho menos en mitad de una dictadura. O dicho en términos de la novela: «Porque no se le puede rajar a la historia. Nadie puede hacerse el otario por más que se lo proponga». Uno puede esforzarse en no mancharse; sin embargo, lo que nos cuenta 77 es que el mundo no es neutral y, cuando menos te lo esperas, las circunstancias te envuelven y te arrastran hacia una encrucijada en la que necesariamente debes tomar partido. Quizá por eso sostenga Saccomanno, parafraseando a Lenin, que «es mejor que vos te metas con la política antes de que la política se meta con vos».

18 de enero de 2014

Mis mujeres, Francisco Umbral

Mis mujeres, de Francisco Umbral fue publicado en febrero de 1976. O eso figura al menos en mi ejemplar. Por tanto, por una aritmética periodística que me acabo de inventar, diría que todo o casi todo lo que cuenta don Francisco habría que fecharlo alrededor de 1975, un año que me interesa particularmente, no porque muriera Franco, sino porque nací yo. Y, como quiera que nací de mujer —y no de espíritu santo—, el libro me ha interesado mucho y bien.

A modo de síntesis, recojo 8 cosas que he aprendido sobre aquel tiempo tan revuelto en que vine al mundo y que mis padres han olvidado contarme en las sobremesas familiares:


01 | 1975 debió de ser el año de las solteras. O eso o Umbral estaba obsesionado con ellas, vamos... De los muchos fragmentos que podría extractar para reflejar eso, me quedo con este (pág. 38):
El periodista Álvaro Santamaría acaba de hacer un libro sobre las solteras españolas, donde entrevista a algunas de las más famosas. La consecuencia general a obtener es que hoy, a la mujer no la dejan soltera. Se queda ella soltera porque quiere. Deja ella soltera al hombre. Apunta, pues, una raza nueva de solteras, que nada tiene que ver con las solteronas, ni tampoco con la sufragista. Apunta a un matriarcado de mujeres autosuficientes.
Quizá las mujeres decidieran quedarse solteras, pero lo del matriarcado... Lo del matriarcado va a ser que no ha llegado ni siquiera en 2014, don Francisco. De momento, además de una ley del aborto que elimina el derecho a que ellas decidan, lo que más se lleva últimamente por aquí en mujeres es el modelo Ana Mato o infanta Cristina; ya se sabe: la mujer tonta o enamorada que no se entera de los tejemanejes de su marido (o futuro exmarido).

02 | 1975 debió de ser también el año de la crisis de la mujer burguesa. Este fragmento (pág. 41) lo cuenta la mar de bien, con guiño buñuelesco incluido:
La familia y el matrimonio está en crisis. Y están en crisis, en alguna medida, porque también la mujer burguesa viene haciendo una especie de revolución. Todo el edificio de la mujer tradicional estaba basado en la resignación de la mujer. A medida que la mujer es menos resignada —y no solo la madre-esposa, sino también las hijas e incluso las criadas—, el edificio empieza a moverse como un barco. (...) Las nuevas solteras que piden hijos sin padre incluso en los países más conservadores de Europa no son precisamente adolescentes desarraigadas y viajeras (estas hacen lo que les parece y no dicen nada a nadie), sino mujeres más o menos integradas que quieren no cargarse la sociedad burguesa, sino hacerla evolucionar. Porque casi todo el mundo está ya desencantado del discreto encanto de la burguesía.
03 | Umbral era más feminista que muchas mujeres de su época (y de la mía). Quizá esa veta quede a veces algo oculta debido a su erotomanía, pero don Francisco nos dice cosas muy rotundas a los varones... Cosas acaso incomprensibles para Alberto Ruiz Gallardón y Jorge Fernández Díaz, más preocupados ellos por el aborto, las tasas judiciales o revivir a ETA que por erradicar la violencia machista. Atentos, ministros, a lo que dice el muy rojo de Umbral:
No solo se trata de conseguir mujeres con más derechos, más agresivas, más libres. Sino que también se trata de conseguir hombres con menos derechos, menos agresivos y, en consecuencia, también más libres.
04 | ¿Frígida o no frígida? Esa era la cuestión. Junto con la soltería, la frigidez debía de ser el otro gran tema de moda. Hace unos años toda conversación sexual siempre terminaba en el punto G; en 1975, en la frigidez. Al menos toda charla de Umbral, digo, que incluso le preguntó por ello a Lola Flores y a Carmen Sevilla. Por cierto, cosas de la vida: a las dos folclóricas les dio por hablar de su vida sexual y la prensa conservadora montó tal pollo que Umbral debió suspender la serie de entrevistas. Merece la pena leerlas para comprobar que ni Carmen ni Lola decían ná de ná... Moraleja: qué reprimidos éramos y estábamos entonces.

05 | Diálogo para comprender España (unidad de destino...)

FRANCISCO UMBRAL. —¿Tú no entiendes de política, verdad?
CARMEN SEVILLA. —No, pero soy franquista.

06 | Ana Belén, la progre nacional. En 2014, Ana Belén es el rostro visible de una obra de teatro de Vargas Llosa... En 1975, Ana Belén tenía 24 años, militaba en el Partido Comunista, presumía de no llevar nunca sujetador y llevaba muy a gala ser hija de una portera de Embajadores. Según Umbral, ella era «la progre nacional» porque, entre otras cosas, estaba a favor del divorcio, de un concepto abierto del matrimonio y presumía de muslamen en las películas. Además, la actriz tenía opiniones políticas: «Creo en la revolución pacífica. La prefiero. Pero la caída de Allende nos demuestra que Castro tenía razón». Eso sí, en el asunto del aborto no era tan clara; a Umbral le dejó dicho esto: «Creo que se pueden tomar muchas medidas y precauciones para no llegar al aborto».

07 | La doma del varón. El varón domado, de la argentino-alemana Esther Vilar, debió de ser un bombazo. Y Umbral se pasó pipa con la gresca que se montó tras el paso de la autora por el programa de televisión de José María Íñigo. Al parecer, ese libro sostiene —diría que de manera irónica— que las mujeres manipulan a los varones a través del sexo y eso las hace, nunca mejor dicho, tener la sartén por el mango. Umbral se centra más en el follón que se montó que en lo que dice el libro, así que hasta que no lo lea no puedo opinar. El caso es que la turbamulta patria femenina dejó el pabellón muy alto a la hora de insultar a la susodicha autora. La palma se llevó la escritora Carmen Rico-Godoy, quien aseveró que Esther Vilar «no tenía ovarios, sino dos crucecitas gamadas».

08 | Sara Montiel, la mujer del pueblo. Lola Flores, Carmen Sevilla o Sara Montiel, pese a nadar ya en la abundancia bancaria, reclamaban para sí en 1975 el abolengo de «artistas del pueblo». Decían ellas que habían nacido del pueblo y que actuaban para el pueblo. Y lo decían sin complejos, como si fueran mujeres machadianas de las que bebían del vino que servían en las tabernas. Es más: la muy proletaria de Sara Montiel consideraba, en un arranque popular sin igual, que su piel era perfecta y que no pensaba estirársela nunca jamás... Ay, Sarita. Pero, bueno, quizá lo más interesante de Saritísima es que cuenta que se negó a presidir un desfile en Yugoslavia con el comunista de Tito, que pedía un «socialismo democrático» para España, que estaba a favor de la píldora y en contra del aborto. Y también, como dejó demostrado en vida, estaba convencida de que el matrimonio no era para siempre.


Bonus track. Francico Umbral vs. Marilyn Monroe.

6 de noviembre de 2013

El mito de Marilyn vs. Francisco Umbral

                                                                 
(...) Me pregunta Mónica Randall que si fueron importantes los hombres en la vida de Marilyn. Pues claro que fueron importantes. Un mito así no lo habrían hecho las mujeres. Unas por envidia y otras por progresismo y desdén hacia la mujer-objeto, no creo que las mujeres hayan entronizado nunca nada semejante a Marilyn. 


RANDALL. —¿Cuál de sus maridos le aportó más serenidad a la estrella?

UMBRAL. —Yo creo que fue Joe di Maggio, aquel del palo, el campeón de lo que fuese, que no sé lo que era. Y no porque crea que a las mujeres hay que darles con un palo, sino porque un deportista siempre aporta más serenidad que un intelectual. Un intelectual, como Arthur Miller, que fue otro de los grandes maridos de la estrella, siempre es peligroso, induce a leer y a pensar. Los intelectuales practican cosas subversivas, como la lectura, y suelen ser rojos, como se probó que era Miller.

RANDALL. —¿Cómo ves tú el mito de Marilyn?
UMBRAL. —Lo veo como un mito capitalista, americano, cinematográfico, industrial, alienante y convencional. Marilyn igual podría haber sido cualquier otra.

*


Mis mujeres,
Francisco Umbral
Editorial Planeta. Colección Textos. Barcelona, 1976.

*

PD. Como contrapunto a lo de Umbral, me vino a la cabeza Futbolistas de izquierda, de Quique Peinado.

29 de octubre de 2013

El verano peligroso, Ernest Hemingway

Vaya por delante que ni me gustan ni me interesan los toros. También que no tengo claro si deben prohibirse o tolerarse, a pesar de que no entiendo por qué debe morir el animal (con más frecuencia que el torero, digo). O qué hay de cultural, de artístico o de entretenimiento en un sarao semejante, donde un pobre bicho recibe banderillas, puyas, estocadas y hasta descabellos. Imagino que algo tendrá que ver con los ancestrales rituales taurobólicos o que acaso sea una suerte de edipo rupestre que algunos no han conseguido superar. No lo sé. Ahora bien, aclarado eso, debo decir que me ha gustado este libro de Hemingway sobre el duelo que sostuvieron Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordoñez en el verano de 1959 por ser «el mejor matador del mundo».

(Vaya título, ¿eh? El mejor matador del mundo...)

Las prevenciones del inicio no son porque sí; hace poco el Ayuntamiento de Barcelona prohibió que una foto de un torero fuese el cartel promocional del World Press Photo en la ciudad. Ya se sabe: los toros equivalen a españolismo, que si Cataluña no es taurina, etcétera. Y también, no hace tanto, ese mismo consistorio le denegó a la serie Isabel el permiso para rodar allí algunos capítulos... En fin, que bajan algo más que revueltas las aguas con este asunto de los símbolos identitarios. Toda prevención es poca a la hora de ser catalogado por quienes reflexionan a golpe de titular.

Por mi parte, y sin ánimo de enemistarme con unos o hacerle el caldo gordo a los otros, solo añadiré que en el mapa de Hemingway aparece Barcelona, que en la Monumental torearon Dominguín y Ordoñez y que «a los dos matadores los sacaron en hombros». También que la corrida ocupa casi todo el capítulo 8 (páginas 121 a 129) y que, dado que Hemingway se sumó al bando republicano durante la Guerra Civil Española, no es sospechoso de ser franquista. Asimismo, una suposición razonable es que, si el escritor estadounidense estaba aquella lluviosa tarde de 1959 en la plaza, lo normal es que hubiese en el tendido más gente que simpatizaba con sus ideas políticas. Insisto en lo de «razonable»: a lo largo del libro, Hemingway nunca menciona que en esa plaza ni en ninguna se sintiera rodeado de fascistas.

Y, para desgracia del Ayuntamiento de Barcelona, aquella taurina tarde de 1959 fue única para el autor de Fiesta. Ordoñez toreó de tal modo que lo obligó a perpetrar un símil musical atrevido como pocos:
Antonio fue al encuentro de la res y la aceptó en sus propios términos. Si debía trabajar en un lugar que resultaba mortalmente peligroso, trabajaría allí; pero conscientemente y no a causa de la ignorancia. Si debía entrar en el terreno del toro y dominarlo con lentos movimientos de la muleta de modo que los ojos del animal no pudieran apartarse de ella ni ella salir de su ángulo de visión porque el hombre quisiera reducir el momento de auténtico peligro, eso era exactamente lo que iba a hacer. Si solo podía superar a Luis Miguel por medio de una pureza de estilo digna de Bach, siempre bien medido, sin otra ayuda que aquel pobre instrumento, iba a esforzarse en lograrlo. Que le matasen no parecía importarle en absoluto.

Algunos aficionados al toreo sostienen que a don Ernesto se le fue la mano con Ordoñez en aquel verano del 59, que no era ni tan bueno ni tan purista; y que Dominguín no practicaba ese toreo tan comercial de que lo acusa. Pero, sin entender en la materia y sin profesar amor alguno por este oficio, me resulta complicado evaluar si es que Hemingway idealizó a Ordoñez o es que la afición española nunca le perdonó al escritor que pusiese a parir a Manolete siempre que podía. Ya lo averiguaré.

Y, venga, ya que revolcándome estoy en el fango del nacionalismo —incluido el español, se entiende—, rescato un fragmento de que lo dice Hemingway sobre Bilbao (pág. 185):
Antonio deseaba actuar en Bilbao, la plaza más difícil de España, donde los toros son más grandes y el público más severo y exigente, de modo que nadie pudiera decir jamás que hubo algo dudoso o turbio en la temporada de 1959 en la que lidió como nadie lo había hecho desde Joselito y Belmonte. No le importaba que Dominguín también fuese. Pero iba a resultar un viaje lleno de peligros. Si a Luis Miguel le hubiera representado su padre, que era listo y algo cínico y entendía el negocio, en vez de sus dos simpáticos hermanos, que necesitaban el 10% de cada corrida suya y de Antonio, nunca hubiese ido a Bilbao para que acabasen de destruirlo.
En serio, no quiero meterme en líos ni polémicas con los nacionalistas ni con los taurinos; tan solo es que la semana pasada, mientras corría el Medio Maratón de Valencia, vi ¡un enoooooorme toro de Osborne plantado en mitad de la Universidad Politécnica de Valencia! Sí, un toro en la universidad. En mi antigua universidad. Y no me lo podía creer; cuando yo estudiaba allí, jamás hubo uno... Casualidades de la vida, resulta que ese fin de semana estaba terminando las últimas páginas de El verano peligroso. Así que el avistamiento me sirvió para entender mejor por qué me estaba gustando el libro.

No tengo ni idea de cómo llegó ese toro a esa universidad, pero sospecho lo peor: la típica asociación identitaria entre el animal —que representa a una marca comercial, no lo olvidemos— y la españolidad. De hecho, he navegado un poco y enseguida he encontrado un par de menciones de ambos bandos: uno decía que el toro ya había sido atacado por la «incultura catalanista» —le habían lanzado unas bolas de pintura— y el otro, que había que atacar símbolos fascistas como ese. Discursos muy profundos de uno y otro lado, como se ve.

Tampoco comprendo cómo hemos llegado hasta ese grado de crispación. No entiendo qué hace un toro injertado en la bandera española como muestra de patriotismo —por respeto a nuestro jamón, el símbolo patrio debería ser el cerdo, ¿no?— y no entiendo esa constante asociación del toro con el fascismo. A mí abuelo le gustaban los toros y, ahora que él no está, mi prima ha heredado la afición. Él no era fascista y ella, tampoco lo es. Y yo, que hice mi parvulario en Coria, donde la gente corría los toros por la calle y en algún momento fantasee con emular a mis mayores, tampoco. Quiero decir: parece saludable convivir con las divergencias. 

Quizá sea esa la razón por la que me ha interesado tanto el libro de Hemingway; me ha hecho darme cuenta de que para entender mejor este país y su historia tengo que leer más sobre los toros. Es más: mi gran conclusión tras leer El verano peligroso es que debo agenciarme Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chávez Nogales. Quién me lo iba a decir a mí, que antes hubiera considerado entre aburrida e innecesaria esa lectura.

*

PD 01. Por cierto, los toros de Osborne son de la familia de Bertín... Osborne, que sí es un señor muy de derechas.

PD 02. A todo esto, Hemingway opina que en la Maestranza de Sevilla es donde peores corridas se dan... Lo digo por lo de Bilbao. Entre eso y lo de Manolete, don Ernesto iba haciendo amigos taurinos a troche y moche. Este blog contextualiza muy bien, según mis escasas entendederas, lo de Ordoñez y Dominguín.

PD 03. Este libro lo leí gracias al servicio gratuito de intercambio de libros de la fundación Melior.