26 de junio de 2008

Yuri Herrera

En estos días anduve leyendo y disfrutando Trabajos del reino, de Yuri Herrera, un escritor mexicano que ha publicado en Periférica, una editorial cacereña. Nada más comenzar a leer, la novela pone sobre la mesa un concepto técnico que muchos narradores parecen haber olvidado: la densidad de palabra. Es decir: transmitirle al lector esa sensación de que la página en blanco es un silencio que el narrador sólo interrumpe cuando encuentra la palabra exacta, aquella con que intenta mejorar el vacío que la precede.

Quienes leen poesía tienen eso más que claro, y quizá esto les suene a descubrir la rueda, no sé; pero es que hay que leer lo que se publica y gana premios en España... Y, digo, si es que al final la esencia de la escritura no es tan difícil: consiste en saber elegir verbos, sustantivos y adjetivos, y construir con ellos oraciones, hilvanarlas con estilo, y hacer que cuenten una historia de un modo que sorprenda continuamente al lector, que consigan evocar imágenes que lo emocionen, que logren darle vida a ese golem de palabras que es cualquier personaje... En fin, lo que siempre hemos entendido por escribir literatura (dejemos por ahora el asunto de las fronteras entre géneros, que no es el momento).

Sé que lo anterior también parecerá una perogrullada; sin embargo, cada vez más los 'productos' de las editoriales oscilan entre una vacua verbosidad discursiva y una desprolija prosa de jardín de infancia, y si no entre la novela pseudohistórica y el guiño periodístico (¿qué es lo que se lleva, gays, saharauis, violencia machista, pues publiquemos un reportaje novelado sobre eso). Por suerte, Yuri Herrera lo primero que hace es poner su oficio como narrador sobre la mesa y lanzar el guante: vengo a contarte una historia; atrévete a quitarme una palabra del texto, si puedes. O formulado de otro modo: ven lector y disfruta, que yo, tu autor, he elegido mis mejores palabras para ti: te quiero
«fecundar la testa» con ellas. (Todo un detalle esto de que el escritor trabaje para el lector, convengamos, hoy que mucho malcriado y mediocre escritorzuelo reclama lo contrario).

Hay un breve capítulo, en forma de poema y con aires metaliterarios —la novela cuenta las andanzas de un cantor de narcocorridos—, que resume mejor que yo la estética literaria de este narrador:

Decir cuate, sueño, cántaro, tierra, percusión.
Decir cualquier cosa.
_____ Escuchar la suma de todos los silencios.
_____ Nombrar la holgura que promete.
_____ Y luego callar.

(Perdón por los
_____ de los tres últimos versos; pero es que la plantilla del blog no me toma la tabulación, y justo birlarle ahí esos silencios visuales al autor me pareció más feo aún. Ya voy a aprender un poco más de HTML, ya).

  • Uno: usar palabras comunes y del lenguaje oral.
  • Dos: saber cuándo hay que hablar y cuándo callar.
  • Tres: lograr que haya música entre esa combinación de palabras y silencios.
  • Cuatro: que la historia pide un poema o una canción, pues póngase nomás, que para eso habitamos la posmodernidad y una novela es para concederse cualquier capricho.

Y sí, ya hemos leído a Rulfo o ya hemos visto Babel, por ejemplo; con todo, leer a Yuri Herrera también ofrece ese componente de fiesta verbal que sucede cuando uno redescubre el idioma propio en boca de otros. Debe de ser mi vena cervantina, pero a mí me entusiasma encontrar oraciones como «Y el Artista se abocó a perseguir la plática que balconeara alguna intriga» o una línea de diálogo de la que pienso apropiarme cuando hable con mis amigos:

—A mí que me esculquen.

¿No es esto lo que, según Nabokov, le pasa a un lector ruso cuando lee a Gógol, que se apropia de las palabras del autor y las hace suyas? (Perdón, Vladimir, últimamente te cito demasiado de memoria, ya voy a buscar los pasajes exactos que te debo). Digo: en esos intersticios sucede la literatura. (O al menos la literatura que a mí me gusta, claro). Y es que como dice el Periodista, uno de los personajes de Trabajos del reino: «si uno disfruta las palabras es como pistear con el oído».

Pero, ojo, que el placer de esta novela no estriba en el exotismo verbal o temático, sino en conversar con un autor capaz de comenzar el libro con una frase como «Él sabía de sangre, y vio que la suya era distinta», y hacerla funcionar como diapasón de la historia que vendrá después. O que usa al narrador para dejar caer símiles novedosos y sugerentes como «Él ya sabía de los libros, pero lo repelían como una patria que no invitaba». O que mezcla oralidad y lirismo para elaborar algunos capítulos donde la prosa se sostiene por sí sola, independientemente del argumento de la novela:

Están muertos. Todos ellos están muertos. Los otros. Tosen y escupen y sudan su muerte podrida con engaño pagado de sí mismo, como si cagaran diamantes. Sonríen los dientes pelados cual cadáveres; cual cadáveres, calculan que nada malo les puede pasar.

Simón.

Tienen una pesadilla los otros: los de acá, los buenos, son la pesadilla; la peste de acá, el ruido de acá, la figura de acá. Pero acá es más de veras, acá está la carne viva, el grito recio, y aquellos son apenas un pellejo chiple y maleado que no atina color. Un reflejo hecho materia blanda y prendido de alfileres.

A los muertos no se les pide permiso. Al menos, no a los pinches muertos. Se hace lo que se hace. Se agarra el modo y se presume, como quien pronuncia el nombre, y no se fija en lo que les buiga a los demás. O sí: para sentir su espanto, pues, porque el susto de los otros alimenta bien, remacha que la carne de los buenos es brava y necesaria, que hace bulto y zarandea las cosas.

Vamos, que ha sido un placer descubrir a Yuri Herrera. Entre otras razones porque Trabajos del reino es un libro generoso: sus capítulos breves y tejidos con «felina paciencia», como diría el narrador de la novela, logran el milagro literario: soportar la relectura y convertirse en fuente inagotable de sentidos para quien lo lee... Y de paso, entre página y página, permiten agarrar tonada mexicana, no vaya a ser que un día de estos uno quiera lanzarse y componer de un lapicerazo un narcocorrido. O una novela, quién sabe.



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