7 de junio de 2008

Almudena Grandes

Vengo de la playa. 7 de junio. El primer día que me he bañado en el Mediterráneo en cinco años... Ah, qué fresquita estaba el agua. Siempre que venía de visita desde Buenos Aires caía en Alicante en diciembre, enero; y yo no tengo alma de ruso borracho de vodka capaz de meterse incluso en un mar helado. Así que, ahora que regresé a vivir al país de las cañas y de las tapas, veo que por fin acerté en algo: volví con la primavera haciéndose verano. Por si alguien no lo sabía, un momento ideal para bajar con una silla a la playa; no hay mejor silencio para leer —y leerse— que la orilla del mar. A falta de mejor compañía, yo bajé con Almudena Grandes, chica refrescante donde las haya.

Anoche empecé Atlas de geografía humana, que andaba por ahí. Las primeras cuarenta páginas las acompañé de vino —vamos a ser posmo, como Houellebecq: un Parés Baltà, Penedès de 1998, que mezcla las variedades cabernet sauvignon, merlot y cabernet franc—, y las otras 47 de esta mañana las aliñé con sol y con un chapuzón a la altura de la 69. Por cierto, si tuviera que charlar con mi psiconalista —algo que hace una de las protagonistas de la novela— debería contarle que últimamente me ha dado por hablar de los libros cuando voy alrededor de la página 90.

¿Por qué? No lo sé. Supongo que porque a esa altura ya sabes si te has enamorado del libro y estás dispuesto a llevártelo a la cama el resto de las noches. Has visto virtudes, has visto defectos, has hecho una cuenta mental, sumas, restas, y en la aritmética del balance global tienes claro si lo que te hace disfrutar compensa con creces lo que te incomoda. Dos sesiones de lectura de un par de horas cada una dejan visto para sentencia casi cualquier libro.

Lo que es la vida. Plataforma, de Houellebecq, no superó mi tercera acometida: leí diez páginas más y me siguió pareciendo igual de aburrida que en las 87 ó 90 anteriores; así que fui al final y engullí el último capítulo: sosote también. Pispeé escenas entre las 200 páginas que no pensaba leer: más de lo mismo... Quizá sea cosa de la traducción, no sé; pero es que yo tiendo a tomar por inverosímil y retórica cualquier escena calentona que diga: «Sacó mi sexo...», y lindezas por el estilo. También me cansan los chicos malos malísimos que me quieren hablar de la «cruda realidad» y blablablá. Así que cambié de libro. Orvuá, Michel; ya lo intentaré con alguna otra novela tuya: mis amigos te adoran, las tienen todas.

Regreso a Grandes, Almudena. Y vuelvo a ella porque, como lector, me doy cuenta de lo jodido que resulta escribir una novela y lograr que alguien te lea. Un lector es, como demuestra este blog, un señor que compra trufas, que viaja a Madrid, que busca piso y trabajo, que viaja en tren, que va a la playa, que ahora bebe vino, que luego toma café, que ayer durmió bien, hoy más o menos..., y que vaya usted a saber qué gazpacho mental tiene hoy respecto de las cosas de la vida. En fin, que ese es el cliente del escritor: un tirano como yo, que llega a la página 90 y dice me aburre Plataforma, me mola Atlas de geografía humana. Y abandona una para seguir con la otra.

Contaba Nabokov en su Curso de literatura rusa, creo —así que la cita es aproximada y ajustada a mis obsesiones—, que parte de la magia de la literatura residía en ese momento en que el lector admira la cabeza que logró engendrar una historia capaz de absorberlo. Es decir: cuando uno queda prendado de la inteligencia (no como cociente intelectual o medida de la perversa hijoputez, sino como ese parámetro integral que sirve para distinguir a los ceporros y amargos de nuestros mejores especímenes humanos). Y algo así me pasa con la novela de Grandes, me da por pensar que tiene que ser divertido tomarse unas cañas con Almudena. Se nota que es una tía inteligente.

Algún erudito o soplapollas de conventillo literario debe de estar echándose las manos a la cabeza... Pero ya lo decían Bioy Casares o Borges, entre otros, la lectura debe ser un placer. Lo que me lleva a qué importante y a la vez difícil es generar el mecanismo de identificación con el lector. En mi caso, por ejemplo, me gusta encontrar un tono natural y cierta cotidianidad respecto de lo que te están contando (aunque el autor juegue con lo inverosímil, como Antonio Orejudo en Fabulosas narraciones por historias o Eduardo Mendoza en El último trayecto de Horacio Dos, por ejemplo). Para mi gusto, a Grandes le sobra lirismo en algunos momentos y se enrolla demasiado con ciertas descripciones; sin embargo, me encanta el gracejo y la naturalidad con que sus personajes cuentan lo que les pasa. Por ejemplo, en esta presentación de un personaje:

Forito era el fotógrafo taurino más prestigioso de Madrid, el ganador de todos los trofeos a la mejor foto de la Feria, el retratista favorito de los veinte primeros nombres en el escalafón, pero cuando yo le conocí desayunaba ya coñac a palo seco, y le temblaba el pulso de tal manera que era incapaz de remover dos cucharadas de azúcar en una taza de café sin derramar mucho más que una gota.

Y si no en este pasaje chejoviano a más no poder, que pinta de cuerpo entero una familia:

(...) en mi familia siempre se ha ahorrado todo lo que se ha podido, ese era el único punto en el que estaban de acuerdo las tres amas de la casa. Cuando mi abuela Pilar decidía preparar la carne que había sobrado del cocido con una salsa de tomates y pimientos verdes fritos, la tía Piluca no dudaba de que era mejor aprovecharla para hacer un revuelto con media docena de huevos, y entonces mi madre opinaba que resultaría mucho más sabrosa si se rehogaba con aceite y un poco de cebolla picada.

Sé de lectores y escritores a quienes esto les parece insulso; quieren sexo, acrobacias, frases cínicas, etcétera. A mí, esta sencillez me parece una delicia. Porque, además, con esa misma soltura los personajes de Grandes dicen cosas como

Se levantó para ir al baño, y comprobé que tenía un culo estupendo, redondo, y carnoso, y duro, un culo para morder, para amasar, me encantan los culos de los hombres y se lo dije, le escuché reír al otro lado de la puerta. Luego, apagó la luz antes de meterse en la cama, y me abrazó, recorriendo mi espalda con las dos manos mientras me besaba suavemente en la cara, arrullándome como se suele hacer con los niños pequeños.

Lo dicho: tomar unas cañas con Almudena Grandes debe de ser divertido. Más adelante, intuyo, me dará por teclear sobre la estructura de la novela: cuatro voces de mujeres que van contando cada una lo suyo. De momento, sigo leyendo.

*

Atlas de geografía humana, Almudena Grandes.
Tusquets Editores, Barcelona 1998.

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