Qué aburrida que es Plataforma, de Michel Houellebecq. Ayer en el tren Madrid – Alicante me zampé 87 páginas de esta novela (también más de cincuenta de Zen en el arte de escribir, de Ray Bradbury, pero eso será asunto de otro mensaje) y me aburrí soberanamente. No he leído otras novelas de él; pero desde luego esta me está decepcionando sin parar, al punto de que estoy al borde del abandono.
La mayor parte del tiempo la prosa de Houellebecq me resulta previsible: lo qué va a decir y cómo lo va a contar se ve venir constantemente. Y no es porque yo sea un tío listo, sino porque salvo por algún destello de mala leche y algunas escenas aisladas, gran parte del libro es opinología sobre un asunto periodísticamente trillado, contado desde un punto de vista más cercano al periodismo o al ensayo que a la literatura. Las cartas con que juega este francés son turismo sexual en Tailandia y un tono cínico-discursivo-yoíco-políticamente incorrecto sobre la sociedad de consumo. ¿Resultado? Un pastiche perpetrado con el mismo pulso narrativo que cuando uno orina su nombre en la pared.
Y si llegué hasta la 87 es porque el autor escribe con un estilo llano y pone un narrador en primera persona algo cabrón con el que resulta fácil identificarse. Con todo, ese truco es de efecto limitado: puede servirte para que el lector te dé cincuenta, sesenta páginas de confianza; pero a partir de ahí la novela debe sostenerse también con otros recursos, digo yo, la atmósfera, el ritmo, el lenguaje, el tono, las peripecias, la irrupción de lo inesperado... ¡Algo! Algo, en fin, que justifique seguir leyendo.
Nada de eso, me temo, sucede con Plataforma, un libro que mejor hubiera estado como ensayo o crónica en plan Nuevo Periodismo que como novela. No sé en el resto de su obra, pero aquí Houellebecq se muestra más como un opinólogo que como un contador de historias, y como tal prefiere la incansable discursividad de su narrador a dejar hablar y seguir, por ejemplo, a Robert, un personaje de lo más interesante.
Desde que aparece en escena, Robert desprende un genuino aire entre pederasta y putero. Es más: incluso cobra espesor como un pervertido confeso cuando, en mitad de una reunión de turistas, sostiene sin inmutarse que Pattaya es la Sodoma y Gomorra bíblica, es decir, una suerte de paraíso prohibido. A diferencia del narrador, se nota que Robert sí que tiene una historia que contar. Sin embargo, Houellebecq lo deja en un plano secundario y prefiere poner a su narrador en primera para ofrecer datos estadísticos sobre el turismo sexual, hablar sobre el consumismo, burlarse de las azafatas o hacerse el listo con los talibanes. Y así una y otra vez.
Una no pasa nada. Dos tampoco. A la quinta, aburre. Aburre porque desaprovecha oportunidades narrativas a trochemoche, como diría Sancho Panza, y apenas existe tensión narrativa en plano alguno (estructural, lingüístico, argumental o atmosférico). Eso sí, para compensar la debilidad del hilo narrativo cada tanto hay sexo. Como en las pelis mediocres que quieren asegurar taquilla, Houellebecq escancia un poco de folla-folla y punto, parece que con eso se reconcilia con el lector. Efectismo barato y conocido ese.
Y sí, claro, mola que haya sexo en los libros; a todos nos gusta retozar desnudos con nuestras fantasías hechas carne y habitando entre las piernas. Ahora bien: si en pleno siglo XXI la vanguardia literaria consiste en «mira qué transgresor que soy porque cada tanto pongo a dos personajes a follar», pues entonces apaga y vámonos. Entonces que el editor marque con un punto rojo las zonas erógenas del libro, y así los lectores ya sabemos que lo demás es relleno. Y así todos terminamos antes: unos de masturbarse y otros de leer, ¿no?
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Plataforma, Michel Houellebecq
Traducción de Encarna Castejón
Anagrama, Barcelona 2002
:)
ResponderEliminarMuchas gracias, Mar. Me alegro de que mis disparates te hayan hecho reír. A ver si en una de estas pido prestado "La posibilidad de una isla", novela de MH que mis amigos idolatran. Ya te contaré. Entre tanto, escucho Big Calm en tu blog.
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