Decía Somerset Maugham en el prólogo de Diez novelas y sus autores que «si una novela es un trabajo, lo mejor es no leerla» . Desde Cervantes a García Márquez, esa sentencia —si extendemos 'novela' a 'ficción'— la ha suscrito y la suscribe casi cualquier escritor con dos dedos de frente y varias obras publicadas. Y es que la ficción es para disfrutar; para estudiar y hacer esquemas ya están los (infumables) libros universitarios.
Es asunto que da para charlar largo y no pretendo agotarlo en dos párrafos. En cualquier caso, sí quiero poner el acento en algo que muchos autores que van de modernetes obvian: el escritor trabaja para el lector, no al revés.
Y hago punto y aparte para que la oración anterior resuene. Y la escribo así, tajante, sin matices, cansado ya de escucharle a los vanguardistas el versito cortazariano del lector activo, los guiños intelectuales y blablablá cuando necesitan justificar que a sus libros, en realidad, lo que les falta es una edición a fondo. Cada vez que leo que alguien apela a este comodín, ya sé que tengo frente a mí a un vago en potencia, a alguien hambriento de que lo consideren 'artista', pero que pide que, por favor, nadie le haga sudar la camiseta.
En mi opinión, un lector sólo puede construir sentidos —ese es el lector activo para mí— a partir de un texto que está pensado y trabajado para él. Claro, que eso exige concebirlo casi como si fuera un mecanismo matemático, donde el autor mide qué palabras van, cuáles no y dónde y por qué las carga de intención. Como dijo hace poco Martín Kohan en Buenos Aires, coño, hay que ver cuánto autor hay por ahí suelto que acierta siempre a la primera con cada oración que escribe.
Tengo una entrevista con Augusto Monterroso que está en uno de esos libros que el Correo Argentino dice que cualquier día llegarán a mi casa —¿llegarán?—, donde hay un fragmento que resume bastante bien mi punto de vista. Cada vez que lo leo me gusta más. De hecho, siempre lo tengo dando vueltas por el disco duro. Dice así (prometo colocar los créditos cuando vuelva a tener el libro):
Escribir ficción equivale a perpetrar una obra de arte. De ahí que, como explica Monterroso, por un lado sea un proceso lento y trabajoso, y por otro el refinamiento mayor consista en jugar a hacerle creer al lector que no, que todo lo contrario, que resulta facilito. Es más: no hay mejor cebo para pescar a un lector; dale un texto bien escrito, parece sugerir don Augusto, que seguro que se lo traga entero y termina dicéndote «eso sería capaz de escribirlo yo» , sin darse cuenta de que está cayendo en la trampa. Tú sabes que si cede ante esa tentación está perdido: la tarea que le espera es infinita, y tarde o temprano regresará a tu texto, a ver cómo lograste escribirlo tan sencillito.
Es asunto que da para charlar largo y no pretendo agotarlo en dos párrafos. En cualquier caso, sí quiero poner el acento en algo que muchos autores que van de modernetes obvian: el escritor trabaja para el lector, no al revés.
Y hago punto y aparte para que la oración anterior resuene. Y la escribo así, tajante, sin matices, cansado ya de escucharle a los vanguardistas el versito cortazariano del lector activo, los guiños intelectuales y blablablá cuando necesitan justificar que a sus libros, en realidad, lo que les falta es una edición a fondo. Cada vez que leo que alguien apela a este comodín, ya sé que tengo frente a mí a un vago en potencia, a alguien hambriento de que lo consideren 'artista', pero que pide que, por favor, nadie le haga sudar la camiseta.
En mi opinión, un lector sólo puede construir sentidos —ese es el lector activo para mí— a partir de un texto que está pensado y trabajado para él. Claro, que eso exige concebirlo casi como si fuera un mecanismo matemático, donde el autor mide qué palabras van, cuáles no y dónde y por qué las carga de intención. Como dijo hace poco Martín Kohan en Buenos Aires, coño, hay que ver cuánto autor hay por ahí suelto que acierta siempre a la primera con cada oración que escribe.
Tengo una entrevista con Augusto Monterroso que está en uno de esos libros que el Correo Argentino dice que cualquier día llegarán a mi casa —¿llegarán?—, donde hay un fragmento que resume bastante bien mi punto de vista. Cada vez que lo leo me gusta más. De hecho, siempre lo tengo dando vueltas por el disco duro. Dice así (prometo colocar los créditos cuando vuelva a tener el libro):
Tus obras deben de ser producto de un profundo esfuerzo, de una puesta en juego del conocimiento y un trabajo con el lenguaje. Sin embargo, casi mágicamente, el lector puede suponer que todo resultó muy fácil.
Me cuesta mucho escribir, pero qué bueno que se lea fácil. Eso es lo que quiero lograr. Trabajar mucho para que parezca que no me costó nada. El lector no debe percibir el esfuerzo. Si se percibe, ya no vale. Lo que hay que darle es un producto completamente fácil de tragar. Eso en literatura es lo más difícil. Depende de la sencillez, de hacer la frase simple, sin adornos, y que parezca algo natural. Lo paradójico es que muchos por eso dejan de leer. Se acercan a una obra literaria como algo que no van a entender, que les va a costar tanto que no van a tener más remedio que admirar al autor.
Escribir ficción equivale a perpetrar una obra de arte. De ahí que, como explica Monterroso, por un lado sea un proceso lento y trabajoso, y por otro el refinamiento mayor consista en jugar a hacerle creer al lector que no, que todo lo contrario, que resulta facilito. Es más: no hay mejor cebo para pescar a un lector; dale un texto bien escrito, parece sugerir don Augusto, que seguro que se lo traga entero y termina dicéndote «eso sería capaz de escribirlo yo»
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