17 de junio de 2008

La hija del caníbal, Rosa Montero

Hace unos días comencé La hija del caníbal, de Rosa Montero. Llegué hasta la página 65 en el primer envión, y ahí sigue el señalibros desde entonces, sin avanzar. Hoy he decido que ahí se quedará: se lee fácil el libro, pero no me engancha la historia ni el tono con que está contada. Salvo Conan Doyle en mi adolescencia y algo de Chandler ahora, nunca me han tirado demasiado los policiales. Y Montero plantea un policial en tono algo paródico, que resulta inverosímil —pero queriendo ser más bien lo contrario—, trufado de reflexiones sobre la identidad y con Durruti de por medio... Demasiado para mí.

La historia comienza de una manera sugerente e ingeniosa: una mujer extravía a su marido en el cuarto de baño del aeropuerto de Barajas. De hecho, la oración inicial apunta alto:
La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios.
Es más: el primer capítulo intenta profundizar en la psicología de la protagonista, que es una insoportable neurótica de armas tomar, y que incluso se define a sí misma de una manera ocurrente, muy narrativa:
Yo debo de tener algún antepasado pastor en mi oculta genealogía plebeya, porque no soporto que la gente que va conmigo se disperse y, lo mismo que mi Perra-Foca que siempre se afana en mantener unida a la manada, yo procuro pastorear a los amigos con los que salgo. Soy ese tipo de persona que recuenta con frecuencia a la gente de su grupo, que pide que aviven el paso a los que van atrás y que no corran tanto los que van delante, y que, cuando entra con otros en un bar abarrotado, no se queda tranquila hasta que no ha instalado a sus acompañantes en un rinconcito del local, todos bien juntos. Es de comprender que, con semejante talante, no me hiciera mucha gracia que Ramón se marchase [al baño] justo cuando estábamos esperando el embarque.
Y hasta ahí todo fantástico: casi parece una novela de Javier Tomeo. Sin embargo, en los siguientes capítulos el libro decae porque el tono así lo hace. ¿Por qué? Entre otras cosas porque en el primer párrafo de los capítulos aparecen oraciones de este tenor:
A veces me embarga la intuición de la profundidad, de que somos más que el mero momento que vivimos y que la carne efímera.

Pero yo estoy convencida de que el arte primordial es el narrativo, porque, para poder ser, los humanos nos tenemos previamente que contar. La identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos.
Que chirrían notablemente con la intención, al menos en apariencia, de contar en tono paródico... Porque a fin de cuentas la narradora descubre que a Ramón lo ha secuestrado un movimiento llamado Orgullo Obrero, ella tiene por Watson a un octogenario llamado Félix Roble y la acción transcurre el día de San Silvestre... Vamos, que hay como una mezcla entre Chomsky y El día de la bestia. Así que cuando el argumento vira hacia México y Durruti, la tensión narrativa hace rato que se ha diluido.

En cualquier caso, antes de cerrar el libro encontré algunos detalles que me gustaron; por ejemplo algunos símiles muy visuales:

Su mano mutilada se movía con toda precisión, como una pinza.

Además había lápices, todos con las puntas relucientes y afiladas, como soldaditos en formación con bayonetas.


Estaba encajada en su silla como una ostra en su concha.


Los ojos ojerosos como un panda (este es cacofónico, pero me gusta la imagen: ojeroso como un panda).


(...) golpeó contundente la cabeza del chico, que se desplomó sobre el suelo como un traje vacío.

Y un párrafo:
Asimismo es cierto que Lucía Romero posee un lunar coqueto en la comisura de los labios. Esa marca menuda es el centro de gravedad de su atractivo, el vértice de sus relaciones con los hombres, porque todos sus amantes, incluidos los más vertiginosos y fugaces, han pretendido poetizar sobre ese milímetro de piel. «Es el mojón que marca el camino hacia tu boca», le dijo una vez uno, por ejemplo. «Es una isla desierta en la que he naufragado», adornó un segundo. «Es un lunar de puta que me la pone dura», comentó algún otro expeditivamente. De manera que el núcleo del erotismo de Lucía Romero, la base de su supuesto encanto, es un fragmento de carne renegrida y defectuosa, una equivocación de la epidermis, un cúmulo de células erróneas que en algún momento devenga en cáncer.

*

La hija del caníbal, Rosa Montero.
Colección de El Mundo «Las mejores novelas en castellano del siglo XX», 2001.

(Soy un vago y no quiero escanear la portada; por eso he puesto la de Alfaguara, que es la primera que he encontrado).

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