11 de junio de 2008

Miguel Delibes

Anoche empecé Robinson Crusoe y dejé en stand by, en la página 65, a La hija del caníbal. Mis padres tienen por casa algunos libros de aquella colección que publicó El Mundo hace unos años, Las joyas del milenio (¡!), y de ahí que haya encadenado en estos días Almudena Grandes, Rosa Montero y Daniel Defoe. También andan por ahí Rayuela, El astillero o Madame Bovary, libros que, dicho sea de paso, de otro modo no hubieran llegado a un hogar donde Miguel Delibes Fernando Vizcaíno Casas, Arturo Pérez Reverte, Julia Navarro, Ken Follett o Ildelfonso Falcones pelean por lucir su lomo en las estanterías. Eclecticismo, desde luego, no falta acá.

Como tenía una deuda histórica —terminología tan de moda en España— con Delibes, hace unas semanas leí Cinco horas con Mario. Reconozco que lo mío con el narrador vallisoletano era prejuicio, de ahí que siempre pospusiese su lectura. Su costumbrismo y el de Cela venían a contarme, según opinaba yo en mi adolescencia, algo demasiado parecido a lo veía en mi vida cotidiana. Al fin y al cabo, uno ha nacido en Guadalajara, se ha criado en una familia católica, ha vivido en la Extremadura de la década del 80 y se educó entre los maristas y los salesianos. Digo: bastante radiaciones de realismo ibérico recibía yo; de ahí el nulo interés por ambos.

Y es que a mí con el costumbrismo español me pasaba —y me pasa— como con las novelas sobre la Guerra Civil: temáticamente no me enganchan. (Y Rosa Montero me ha puesto ahora a Durruti en su novela...). Seré un analfaburribestia, pero en general me cansan, me cuesta interesarme por ellas. (Por cierto, Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, me gustó). Sin embargo, con los años de escritura cada vez me interesa menos el qué y más el cómo se narra. También sucede que después de casi cinco años fuera del país, miro con otros ojos lo que antes no soportaba. Así que hace unos meses decidí levantarles el veto a Cela y a Delibes.

De Cela leí La familia de Pascual Duarte, que devoré en un par de sentadas, y también Mrs Caldwell habla con su hijo, que abandoné por puro aburrimiento tras las cincuenta, sesenta páginas de cortesía (narrando en 2ª persona, Cela dista mucho de ser Cortázar o Rulfo). Con Delibes arranqué por Las guerras de nuestros antepasados —soporífero y que no terminé— y ahora le hinqué al diente a Cinco horas con Mario, una auténtica delicia. Eso sí, le sobran la primera y la tercera parte.

La novela, diga lo que diga Rafael Conte en el prólogo, debería constar sólo de esas doscientas páginas brutales que encierran el monólogo de Carmen Sotillo, y donde esta pone sobre la mesa la ideología de la sociedad española más reaccionaria. La tercera parte afea el libro con su didactismo, y la primera resulta bastante menor en relación a la segunda, con unos detalles experimentales para intentar armar un atmósfera confusa que no funcionan. Toda —pero toda— la brillantez de la novela reside en el monólogo de Menchu.

Y ese texto es brillante porque Delibes con su prosa consigue aquello que pedía Monterroso: hacer que se lea fácil lo difícil. Mira que hay oraciones largas y que los capítulos del monólogo están concebidos como un párrafo único que dura unas cinco o seis hojas; pues, nada, el lector nunca necesita retroceder porque hubo algo que no entendió. Sólo avanza. Sólo se desliza por un tobogán que lo lleva en volandas sobre el imparable discurso interior de Menchu mientras vela a su difunto marido, Marío Díez. Es arte, es gran literatura lo que sucede ahí.

Es más: ese monólogo es materia de estudio. Porque si bien la voz de la protagonista resulta artificial —nadie habla así—; sin embargo, está construida con el lenguaje oral que usa la España a la que ella representa: la que ganó la Guerra Civil. La elección de los giros, el modo en qué hace las inflexiones, la insistencia en determinadas ideas... Hay un trabajo magistral de interiorización del discurso y de puesta en escena de este a través de un personaje que vela cinco horas a un cadáver. También algunos recursos teatrales, como la reiteración, la repetición o el leit motiv que ayudan a coser los capítulos entre sí y a fijar ciertos rasgos o ideas. En definitiva, lo que logra Delibes es que el lector escuche —porque escucha— a Menchu, que la vea delante de sí y que su voz le haga recordar a mucha gente que se le parece. De hecho, cuando el lector cierra el libro, sabe quién es esa voz que le habló durante doscientas páginas, puede verla por la calle, pasa a ser de la familia, como don Quijote, Sherlock Holmes o tantos otros personajes.

Aquí un mínimo ejemplo, página 87:

Y Bene dice que la del dinero es ella, que yo no me explico la suerte de Vicente, ¡qué bodaza!, que no es que él esté mal, entiéndeme, pero una chica del atractivo de Valen y encima con dinero, es una lotería. Bene, la directora, dice que su trabajo le costó a Vicente, y no me extraña, que cuando se conocieron en Madrid, Valen salía con un italiano, que también a los italianos hay que echarles de comer aparte, madre qué éxitos, que yo no lo comprendo, la verdad, más o menos como nosotros, latinos al fin y al cabo, y, si me apuras un poco, menos varoniles. ¿Te acuerdas cuando llegaron aquí durante la guerra? ¡Qué emoción, cielo santo, no lo quiero ni pensar! Todas las chicas despepitadas, a ver, la novedad, y te daban el pego, que mira luego en Guadalajara, que Valen dice que Mussolini eligió a los más altos y así, los de mejor facha, para propaganda, no sé. Desde luego, el batallón o lo que fuera, que llegó aquí armó la revolución, qué tipazos, que todo el mundo era a tirarles flores cuando desfilaban, vaya acogida, no se quejarán, que después cuando lo de Guadalajara, cambió la decoración, menudo pitorreo, todo para que ahora salga ese bebé de Aróstegui, que no ha visto la guerra ni en pintura, con todo lo joven rebelde que sea, que eso de Guadalajara demuestra que los italianos son civilizados porque no son guerreros por más que Mussolini les disfrazara de soldados.

Tremenda y avasalladora Carmen Sotillo. Y cuando uno dice esto de un personaje, sólo puede rendirse a los pies del autor: ha logrado el sueño del creador: darle vida al Frankenstein, insuflarle vida al Golem. En buena hora decidí levantarle el veto a don Miguel. Como le cantaban Los Suaves a Lola: «Las vueltas que da la vida, el destino se burla de ti». Pues yo tan contento, oiga, que no es fácil encontrar literatura de este nivel.

*

Cinco horas con Mario, Miguel Delibes.
Editorial Círculo de Lectores, 1983.
(La novela se publicó por primera vez en 1968).


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