De las tres historias que incluye este libro, solo me ha interesado la primera: La edad de la discreción. Las otras dos, Monólogo y La mujer rota, me han dejado la sensación de que las ideas feministas de Simone Beauvoir siguen vigentes, pero que su manera de narrar ha envejecido mal. No lo sé, no conozco bien su obra y quizá sea una conclusión algo apresurada. Guardaba buen recuerdo de su novela Los mandarines, pero hace ya demasiado que la leí —unos 15— y quizá ese recuerdo sea algo idealizado.
De Monólogo me interesó la idea de que algunos varones no respetan a las mujeres que viven solas. Tampoco a aquellas que no van acompañadas siempre de sus maridos. Al principio, todo me sonó a cliché social ya superado; sin embargo, luego me acordé de que hace unos meses una amiga fue a comprar un taladro y el dependiente, cubanísimo él, le preguntó por su marido. Como quiera que mi amiga contestó que el taladro lo quería para ella porque le gustaba el bricolaje y que su marido era quien se ocupaba de ir al supermercado y de cocinar, el dependiente, todo sabrosura y algo incómodo con que una mujer comprase una herramienta tan fálica como un taladro, le dijo dos cosas: una, que él no podría vivir con una mujer que hiciera faenas masculinas y dos, que si su marido no sabía usar el taladro, él le hacía todos los agujeros que ella quisiese. No hace falta ser Lezama Lima para entender la metáfora encerrada en los dichos de tan atento vendedor. Por supuesto, la situación nunca hubiera sucedido si su marido hubiera ido a la tienda.
De La mujer rota, me pareció delirante la postura de la narradora. En mi opinión, la historia contiene
una buena idea narrativa mal desarrollada: ¿en qué momento y por qué una pareja
se convierte en una mala novela, es decir, en un transcurrir de páginas que aburre de lo
previsible que es? Para mí esa hubiera sido la idea a narrar, y no tanta llantina de la amantísima esposa por la infidelidad —consentida— de su marido con una mujer más guapa y brillante. Si tu marido te dice que de los 20 días de vacaciones, 10 los
pasará contigo y 10 con su amante, menos melodrama y más pegarle una patada en el culo (y cambiar la cerradura de la puerta). En fin, en la vida y en la ficción tolero mal a quienes se ponen voluntariamente en posiciones de sufrimiento y después solo saben quejarse por ello. En términos técnicos, sobra monólogo interno de doliente esposa y falta acción.
Por último, La edad de la discreción gira alrededor de dos conflictos. Uno es que Philipe, el hijo de la narradora, deja la universidad pública, abandona la ideología familiar —el marxismo— y eso le ocasiona un disgusto sideral a su madre, entre otras razones porque «va a transformarse en un hombre de negocios, y yo no lo he educado para eso». La madre, una señora que sabe mucho de Rousseau o Montesquieu, quiere que su hijo cumpla con el destino que ella le había prediseñado milimétricamente y que sea un intelectual, un talento académico. La intransigencia maternal llega a tal extremo que incluso rompe relaciones con el chaval y le prohíbe visitarla... En Francia, se ve, se es marxista antes que madre.
El otro conflicto es la vejez, la vida después de la jubilación. Dado que el matrimonio protagonista son un par de mandarines filosóficos, políticos y culturales, más que del deterioro del cuerpo, el relato se ocupa del instante en que decaen sus facultades creativas y ya no son capaces de ofrecer pensamiento novedoso. Al margen de la crisis personal que eso supone, lo relevante es que el relato deja que el asunto de la vejez atraviese también todos los otros temas: los problemas con el hijo progre-capitalista, el estancamiento de la pareja tras muchos años de relación o la vigencia de aquella ideología sobre la que un día dos personas forjaron su identidad. Todo eso puede resumirse en una frase que, en el contexto de la narración, resulta bella a la par que demoledora: «Ver cambiar el mundo es asombroso, y desolador».
Claro, si eso lo digo yo, que soy joven, suena a chiste. Sin embargo, si lo dijese a los 75 años y como una suerte de conclusión sobre lo que he vivido, daría un poco más de yuyu, ¿no? Tendría un no sé qué de inquietante. Pues eso, que por ese lado me ha conquistado Beauvoir. Así que, gracias a La edad de la discreción, seguiré recordando a doña Simone con cariño.
PD. El ABC ha debido de publicar pocas fotos de mujeres desnudas... Una es la del culo de Simone de Beauvoir. Qué curioso, ¿eh? Tanto como lo malo que es el artículo.
Actualización (10/01/14): Estoy leyendo ¿Dónde está mi tribu?, de Carolina Olmo, y en el blog de la autora encontré una referencia muy divertida sobre Beavouir; parece ser que se tiende a verla como «un monstruo antimaternal». Recomiendo leer el comentario de Olmo.
Actualización (10/01/14): Estoy leyendo ¿Dónde está mi tribu?, de Carolina Olmo, y en el blog de la autora encontré una referencia muy divertida sobre Beavouir; parece ser que se tiende a verla como «un monstruo antimaternal». Recomiendo leer el comentario de Olmo.
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