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24 de julio de 2016

Villa, Luis Gusmán


Villa (Edhasa, 2006), de Luis Gusmán, es una de las grandes novelas sobre la última dictadura argentina. Para algunas personas que conozco es probablemente la mejor; sin embargo, comedido de mí, yo no puedo afirmar tanto, pues no he leído tanto material sobre ese periodo. Entre lo que sí he leído, destacaría la estupenda y con trasfondo futbolero Dos veces junio, de Martín Kohan; la irregular pero interesante —toca el asunto del machismo— 77, de Guillermo Saccomanno; o la críptica, formalista y setentera El frasquito, del propio Gusmán. En cualquier caso, lo que puedo garantizar es que Villa es un novelón.

Un novelón que, a pesar de llevar por título el nombre de un famoso exdelantero centro de nuestra selección nacional, juraría que sigue sin publicarse/distribuirse en España. Quiero decir: ni con la mercadotecnia a favor llegan a este país ciertos libros... Qué se le va a hacer.

Y hablo de mercadotecnia, pues los méritos literarios saltarán a la vista para cualquier buen lector que se adentre en las páginas de este libro. Villa es intensa y trepidante —como gustan decir las agencias de publicidad literaria—, de hechuras clásicas y escrita bajo el influjo benefactor de ese maestro del arte de contar bien una historia que era Graham Green. De hecho, debe de ser una de las pocas novelas de personaje que, junto a las de Roberto Artl, ha logrado sobresalir en la siempre vanguardista literatura argentina. Todo en esta novela —desde los diálogos fulgurantes a las pinceladas líricas— contribuye a convertir a su protagonista, el funcionario médico Villa, en un digno representante de lo mediocres que podemos llegar a ser los seres humanos en determinados contextos violentos.


Seguridad y estabilidad como proyecto vital

Villa es, como el propio narrador dice, «un punto de vista». ¿Cuál? El de un tipo gris que nunca tiene opinión propia sobre nada y que siempre necesita de alguien cerca —un jefe, una esposa, el entorno, el azar, algo— que decida por él en esos instantes cruciales en los que, como suele decirse, se define una vida. La tragedia de alguien como Villa es que le tocó vivir como adulto una época muy convulsa y sangrienta de la Argentina; la que abarca —en la novela; en la realidad va más allá— aproximadamente desde mediados de los 60 hasta finales de los 70.

Villa empieza de chico de los recados en su barrio y, por azares de la vida, termina entrando a trabajar de algo parecido en el área de Bienestar Social del Ministerio de Salud. Entra en la época del Gobierno radical, es decir, en democracia y mientras la situación es relativamente tranquila. Dentro del ministerio tiene por jefe al doctor Firpo, quien además desempeña el papel de mentor. Gracias a esa relación, Villa progresa, encuentra estabilidad vital; es más: si bien carece de vocación, acepta el consejo de Firpo de estudiar la carrera de Medicina. Villa es un tipo que solo aspira a sentir que «el mundo es un lugar seguro»,  así que el destino de opaco funcionario ministerial le parece perfecto.

Y todo le va relativamente bien... Es más: hasta conoce a una enfermera, Estela Sayago, con quien empieza por olvidar un amor anterior y termina casándose. Sin embargo, la tumultuosa historia argentina iba a llevarse por delante todos sus sueños de estabilidad: el general Onganía derrocó al presidente Arturo Umberto Illia, luego vino Perón —y su llegada a Ezeiza—, a continuación Isabelita y el brujo López Guerra, la Triple A y el estallido guerrillero, y así hasta llegar a la dictadura de Videla (perdóneme el público lector argentino las imprecisiones...). Para desgracia de Villa, digo, la Argentina dejó de ser un país seguro.


Ante la tormenta: ¿dejarse arrastrar o no?

Villa se caracteriza a lo largo de la novela por ser un tipo servil, mojigato, conservador. Por esa razón, precisa que las jerarquías estén claras en todo momento, que el juego de lealtades sea nítido, que las piezas estén bien colocadas en el tablero social y que alguien le diga siempre dónde debe estar un peón como él. Como sucedía en el ministerio con el doctor Firpo, su jefe y mentor: él mandaba y Villa obedecía sin cuestionar nada, pues el mundo era así... Y así, al chico de los recados, por mucho título de Medicina que hubiera obtenido, el mundo le parecía un lugar seguro.

De ahí que, cuando se producen cambios en las esferas de poder del ministerio, Villa entre en pánico. Ahora bien: su miedo no procede de que el ministerio aparezca relacionado con las torturas y las desapariciones de personas, y tampoco con que la democracia se esté transformando en una dictadura... No, nada de eso. El drama de Villa es que Firpo —su mentor, su guía espiritual— ha caído en desgracia y es un cadáver político, algo que no puede comprender; para él, de algún modo, Firpo representa la Verdad. Asumir esa situación lo pone en una coyuntura muy estresante: teme equivocarse a la hora de elegir bando entre quienes se disputan el poder del ministerio. Y eso le lleva a discusiones con su esposa, quien tiene sus preferencias y objetivos. También otras expectativas respecto de él.

Lo fascinante de la novela es que a Villa no le interesa la política; al contrario, solo intenta estar perfecto en su papel de hombre gris, que no sobresale, que no tiene opiniones propias. Su punto de vista es, paradójicamente, no tener punto de vista. La política es algo que hacen otros que están por encima de él y a quién debe lealtad, pues de ellos depende su sustento.

Por desgracia, precisamente eso convierte a este personaje en una imagen imborrable de lo peligros asociados a la desideologización, entre ellos la amoralidad. Con los militares en el poder, Villa ve cómo su estrategia de supervivencia se vuelve contra él: la obsecuencia que antes lo hizo medrar ahora lo obliga a poner sus conocimientos médicos y burocráticos al servicio de la dictadura. Así, de un día para otro, sin rechistar, acepta que entre sus tareas de funcionario médico ministerial también está la de reanimar a los guerrilleros con quienes los torturadores se han pasado de frenada. Villa está allí para hacer el trabajo sucio que le encomienden, no para preguntarse si está bien o mal lo que allí está pasando. Tampoco para preguntarse si, gracias a personas como él, la dictadura prospera, se legitima y arraiga.

Lo incómodo de Villa es su incapacidad para reaccionar, su falta de sentido crítico, su falta de sueños en algún color que no sea el gris plomo. Lo alucinante es que apoya la dictadura sin estar —explícitamente— a favor ni en contra de ella; la apoya, por así decirlo, por omisión. Por todo ello, Villa es la metáfora de quien intenta «escapar de los acontecimientos que lo envuelven», por históricos que sean, y termina descubriendo que no es más «una hoja en una tormenta, una hoja arrastrada por el viento». Villa es sinónimo de mediocridad

El valor del cuerpo y del amor

Esa mediocridad de Villa se ve, por ejemplo, con toda claridad en su elección de pareja. Antes de casarse con Estela Sayago, que vio en él un médico con aspiraciones profesionales y un futuro exitoso antes que cualquier otra cosa, en la vida de Villa hubo al menos una mujer que lo marcó. Conforme avanza la novela, nos enteramos de que era muy linda, resuelta, vinculada a una revista de poesía política y que más adelante devendría en militante del Partido Comunista, y de ahí en guerrillera montonera. En un principio, Villa rompió con ella por celos, porque era incapaz de que una mujer tan guapa y tan libre hiciera su vida. Después también nos enteramos de que a Villa, además, le asustaba que ella tuviera ideas políticas.

Quiero decir: el tamaño de la infelicidad de Villa es proporcional al miedo con que toma sus decisiones. Los vasos comunicantes entre su vida personal y laboral son terribles. Él es quien elige ser tan gris en el amor como en el trabajo (consumirse en vez de arder, que diría alguien).

El otro detalle que me fascina de esta novela es una imagen relativa al cuerpo. Al poco de comenzar la narración, escuchamos al doctor Firpo referir que él ha sido médico de Charles De Gaulle o del Sha de Persia cuando estos visitaron la Argentina. En ese pasaje, Firpo le explica a Villa de manera minuciosa que el Sha enfermó de un cólico y que, cuando fue a ponerle una inyección, su séquito se abalanzó sobre él y le tiró la jeringuilla al suelo. ¿Por qué? Porque el cuerpo del Sha era sagrado; era el cuerpo de un príncipe. Alguien como él, aunque fuera su médico personal durante el viaje, no podía tocarlo.

Con eso en mente, hacia la mitad de la novela, el texto empieza a oler a carne quemada, excrementos y orina a causa de las torturas. Así, la primera misión de Villa consiste en atender a un policía herido en una refriega con los guerrilleros; la segunda es ya reanimar a un guerrillero al que habían torturado; y la tercera, lo mismo, pero con una guerrillera. En particular en este último caso, Gusmán detiene la narración y vemos el cuerpo de una mujer golpeada y picaneada hasta dejarla al borde de la muerte. A diferencia de Firpo con el Sha de Persia, aquí los torturadores Mujica y Cummins esperan la acción sanadora de Villa para prolongar un rato más la agonía de la guerrillera.

Y eso es algo que también cuenta esta grandísima novela de una manera nítida y vehemente: hay cuerpos que son sagrados y cuerpos que pueden ser profanados y violados sin piedad... Y las dictaduras lo hacen en complicidad de jueces, policías, médicos y una parte de la sociedad civil que, como Villa, colaboran aunque sea por omisión. Conviene recordarlo porque, como vemos en los medios cada tanto, las cloacas del Estado siguen funcionando.

*

P.D.: en 2008 publiqué una larga entrevista a Luis Gusmán en la revista Teína. Allí él cuenta algunos detalles más sobre Villa, Graham Green y sus búsquedas literarias.

P.D.: aquí puede consultarse una interesante cronología de dilatada carrera literaria; entre sus obras, recomendaría El Peletero (Edhasa, 2007), La rueda de Virgilio (Edhasa, reed. 2009) o Tennesse, una deliciosa novela de 1997 que Club 5 ha reeditado este año y que tuvo en 2015 su continuación en el vertiginoso policial Hasta que te conocí.

8 de diciembre de 2013

La mujer rota, Simone de Beauvoir

De las tres historias que incluye este libro, solo me ha interesado la primera: La edad de la discreción. Las otras dos, Monólogo y La mujer rota, me han dejado la sensación de que las ideas feministas de Simone Beauvoir siguen vigentes, pero que su manera de narrar ha envejecido mal. No lo sé, no conozco bien su obra y quizá sea una conclusión algo apresurada. Guardaba buen recuerdo de su novela Los mandarines, pero hace ya demasiado que la leí —unos 15— y quizá ese recuerdo sea algo idealizado. 

De Monólogo me interesó la idea de que algunos varones no respetan a las mujeres que viven solas. Tampoco a aquellas que no van acompañadas siempre de sus maridos. Al principio, todo me sonó a cliché social ya superado; sin embargo, luego me acordé de que hace unos meses una amiga fue a comprar un taladro y el dependiente, cubanísimo él, le preguntó por su marido. Como quiera que mi amiga contestó que el taladro lo quería para ella porque le gustaba el bricolaje y que su marido era quien se ocupaba de ir al supermercado y de cocinar, el dependiente, todo sabrosura y algo incómodo con que una mujer comprase una herramienta tan fálica como un taladro, le dijo dos cosas: una, que él no podría vivir con una mujer que hiciera faenas masculinas y dos, que si su marido no sabía usar el taladro, él le hacía todos los agujeros que ella quisiese. No hace falta ser Lezama Lima para entender la metáfora encerrada en los dichos de tan atento vendedor. Por supuesto, la situación nunca hubiera sucedido si su marido hubiera ido a la tienda.

De La mujer rota, me pareció delirante la postura de la narradora. En mi opinión, la historia contiene una buena idea narrativa mal desarrollada: ¿en qué momento y por qué una pareja se convierte en una mala novela, es decir, en un transcurrir de páginas que aburre de lo previsible que es? Para mí esa hubiera sido la idea a narrar, y no tanta llantina de la amantísima esposa por la infidelidad —consentida— de su marido con una mujer más guapa y brillante. Si tu marido te dice que de los 20 días de vacaciones, 10 los pasará contigo y 10 con su amante, menos melodrama y más pegarle una patada en el culo (y cambiar la cerradura de la puerta). En fin, en la vida y en la ficción tolero mal a quienes se ponen voluntariamente en posiciones de sufrimiento y después solo saben quejarse por ello. En términos técnicos, sobra monólogo interno de doliente esposa y falta acción.

Por último, La edad de la discreción gira alrededor de dos conflictos. Uno es que Philipe, el hijo de la narradora, deja la universidad pública, abandona la ideología familiar —el marxismo— y eso le ocasiona un disgusto sideral a su madre, entre otras razones porque «va a transformarse en un hombre de negocios, y yo no lo he educado para eso». La madre, una señora que sabe mucho de Rousseau o Montesquieu, quiere que su hijo cumpla con el destino que ella le había prediseñado milimétricamente y que sea un intelectual, un talento académico. La intransigencia maternal llega a tal extremo que incluso rompe relaciones con el chaval y le prohíbe visitarla... En Francia, se ve, se es marxista antes que madre.

El otro conflicto es la vejez, la vida después de la jubilación. Dado que el matrimonio protagonista son un par de mandarines filosóficos, políticos y culturales, más que del deterioro del cuerpo, el relato se ocupa del instante en que decaen sus facultades creativas y ya no son capaces de ofrecer pensamiento novedoso. Al margen de la crisis personal que eso supone, lo relevante es que el relato deja que el asunto de la vejez atraviese también todos los otros temas: los problemas con el hijo progre-capitalista, el estancamiento de la pareja tras muchos años de relación o la vigencia de aquella ideología sobre la que un día dos personas forjaron su identidad. Todo eso puede resumirse en una frase que, en el contexto de la narración, resulta bella a la par que demoledora: «Ver cambiar el mundo es asombroso, y desolador».

Claro, si eso lo digo yo, que soy joven, suena a chiste. Sin embargo, si lo dijese a los 75 años y como una suerte de conclusión sobre lo que he vivido, daría un poco más de yuyu, ¿no? Tendría un no sé qué de inquietante. Pues eso, que por ese lado me ha conquistado Beauvoir. Así que, gracias a La edad de la discreción, seguiré recordando a doña Simone con cariño.

PD. El ABC ha debido de publicar pocas fotos de mujeres desnudas... Una es la del culo de Simone de Beauvoir. Qué curioso, ¿eh? Tanto como lo malo que es el artículo.

Actualización (10/01/14): Estoy leyendo ¿Dónde está mi tribu?, de Carolina Olmo, y en el blog de la autora encontré una referencia muy divertida sobre Beavouir; parece ser que se tiende a verla como «un monstruo antimaternal». Recomiendo leer el comentario de Olmo.