«Cuando la atmósfera general es perjudicial, el lenguaje debe padecer», dejó escrito George Orwell hacia 1946. Si trasladamos esa afirmación al presente, podríamos sospechar que el autor de novelas como 1984 o Rebelión en la granja no perdería el tiempo en culpar a los adolescentes, a internet o al wasap del deterioro que sufre actualmente el lenguaje.
Tampoco se escudaría tras los malos resultados que suele arrojar el —siempre sesgado y proneoliberal— informe PISA para explicar la pobreza de vocabulario, la falta de comprensión lectora o las enormes carencias argumentativas que experimentan muchas personas a la hora de hablar o de escribir. Según escribió Orwell en su ensayo La política y el idioma inglés, el chachachá del asunto radica, fundamentalmente, en dos causas: la crisis económica y la decadencia del discurso político.
Es de suponer que Orwell (1903 - 1950), cuando hablaba de «atmósfera general», aludía a la enorme descarga de electricidad bélico-totalitaria que asoló los cielos europeos durante la primera mitad del siglo XX. Ya se sabe: Primera y Segunda Guerra Mundial, Revolución Rusa, imperalismo colonial, Hitler, Mussolini, Stalin, Franco... De hecho, él conoció de primera mano aquella atmósfera: participó en la Guerra Civil española como miliciano del POUM, una experiencia que le marcó y de la que dejó constancia en su libro Homenaje a Cataluña. Por gastado que esté el adjetivo, Orwell lo merece y lo honra: fue un intelectual comprometido con su época.
Y, para muestra, el siguiente fragmento que aparece al poco de empezar este documental de la BBC —la traducción es mía, así que es algo aproximada—:
Tampoco se escudaría tras los malos resultados que suele arrojar el —siempre sesgado y proneoliberal— informe PISA para explicar la pobreza de vocabulario, la falta de comprensión lectora o las enormes carencias argumentativas que experimentan muchas personas a la hora de hablar o de escribir. Según escribió Orwell en su ensayo La política y el idioma inglés, el chachachá del asunto radica, fundamentalmente, en dos causas: la crisis económica y la decadencia del discurso político.
Es de suponer que Orwell (1903 - 1950), cuando hablaba de «atmósfera general», aludía a la enorme descarga de electricidad bélico-totalitaria que asoló los cielos europeos durante la primera mitad del siglo XX. Ya se sabe: Primera y Segunda Guerra Mundial, Revolución Rusa, imperalismo colonial, Hitler, Mussolini, Stalin, Franco... De hecho, él conoció de primera mano aquella atmósfera: participó en la Guerra Civil española como miliciano del POUM, una experiencia que le marcó y de la que dejó constancia en su libro Homenaje a Cataluña. Por gastado que esté el adjetivo, Orwell lo merece y lo honra: fue un intelectual comprometido con su época.
Y, para muestra, el siguiente fragmento que aparece al poco de empezar este documental de la BBC —la traducción es mía, así que es algo aproximada—:
Lo que más me importa es convertir la escritura política en un arte. Mi punto de partida es siempre una sentimiento partisano, una sensación de injusticia. Cuando me siento a escribir un libro, no me pregunto si voy a producir una pieza de arte. Escribo porque hay una mentira que quiero exponer, un hecho sobre el que quiero llamar la atención... Y mi preocupación inicial es conseguir una audiencia [que me escuche].No está de más tener eso en mente al leer La política y el idioma inglés... Al fin y al cabo, según una clasificación aparecida hace algún tiempo en el diario The Times, estamos ante el segundo escritor británico posbélico más influyente. Quiero decir: no es un cualquiera quien vincula el cuidado del lenguaje a la regeneración política a lo largo del citado ensayo:
Un hombre puede beber porque piensa que es un fracasado y luego fracasar por completo debido a que bebe. Algo semejante está sucediendo con el lenguaje inglés. Se ha vuelto feo e impreciso porque nuestros pensamientos son necios, pero la dejadez de nuestro lenguaje hace más fácil que pensemos necedades. Lo importante es que el proceso es reversible. El inglés moderno, en especial el inglés escrito, está plagado de malos hábitos que se difunden por imitación y que podemos evitar si estamos dispuestos a tomarnos la molestia [de erradicarlos]. Si nos liberamos de estos hábitos podemos pensar con más claridad, y pensar con claridad es un primer paso hacia la regeneración política; de modo que la lucha contra el mal inglés no es una preocupación frívola y exclusiva de los escritores profesionales.
Además de abogar por un lenguaje limpio de «malos hábitos», Orwell coloca en el centro de su argumentación otro factor relevante: la responsabilidad de la ciudadanía en esa tarea. En La política y el idioma inglés no figuran apelaciones para dejar el cuidado del lenguaje a influyentes mandarines, minorías egregias, tribus de escritores, endogámicas academias que fijan y dan esplendor, etc.; al contrario, Orwell asume que defender la salud semántica de la sociedad es una tarea colectiva. En su ensayo, el lenguaje aparece como un bien común, como algo que compartimos y que puede ayudarnos a convivir mejor. Y, como bien común que es, todas las personas debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad.
Del vicio lingüístico a la necedad
En ese sentido, la exhortación de Orwell a cuidar el lenguaje que usamos suena de lo más machadiana. De hecho, a través de su agudo Juan de Mairena, don Antonio Machado nos dejó escrito aquello de que conviene cuidar la retórica porque «con palabras se charla y se diserta; con palabras se piensa y se siente y se desea; con palabras hablamos a nuestro vecino, y cada cual se habla a sí mismo, y al Dios que a todos nos oye, y al propio Satanás que nos salga al paso». Es decir, y ya volviendo al ensayo orwelliano, conviene preocuparnos por cómo hablamos o escribimos porque el lenguaje nos empodera, nos ayuda a modelar y conseguir nuestros propósitos.
De ahí que el escritor británico haga girar buena parte de su ensayo alrededor de una sentencia digna de ser recitada como un mantra en cualquier lugar donde se intente enseñar o aprender algo:
Con eso claro, es más sencillo entender por qué Orwell encuentra que el terreno fértil para el pensamiento necio aparece cuando nos abandonamos a escribir o hablar a golpe de frases hechas, de metáforas y de símiles trillados, de extranjerismos tan innecesarios como esnobistas. O cuando encriptamos nuestro mensaje tras eufemismos que maquillan la realidad e impiden a los demás evocar imágenes mentales concretas. O cuando nuestro mayor propósito intelectual es armar un discurso alrededor de una serie de de palabras-envoltorio que están de moda... O peor aún: escribir párrafos y más párrafos de frases kilométricas, repletas de toda la pirotecnia verbal anterior, y que jamás consiguen mostrar una sola idea con nitidez.
Los vicios mentales a los que alude Orwell, por tanto, son los de la intelectualidad; son los de quienes tratan de hacer pasar como propio y elevado un pensamiento que, en realidad, muchas veces no procede de la reflexión propia y que, desprovisto del oropel con que lo adornan, tiene la misma profundidad que un charco. Sin embargo, quienes emiten ese pensamiento en voz alta, como atentos papagayos a la atmósfera dominante que son, lo hacen porque saben que algo hay que decir y consideran que decir eso que están diciendo —y de esa manera— les deja en buen lugar. Entre esa fauna están, por ejemplo, los adictos a sustituir un humilde pienso por el bombástico «en mi opinión no es un supuesto injustificable».
Del vicio lingüístico a la necedad
En ese sentido, la exhortación de Orwell a cuidar el lenguaje que usamos suena de lo más machadiana. De hecho, a través de su agudo Juan de Mairena, don Antonio Machado nos dejó escrito aquello de que conviene cuidar la retórica porque «con palabras se charla y se diserta; con palabras se piensa y se siente y se desea; con palabras hablamos a nuestro vecino, y cada cual se habla a sí mismo, y al Dios que a todos nos oye, y al propio Satanás que nos salga al paso». Es decir, y ya volviendo al ensayo orwelliano, conviene preocuparnos por cómo hablamos o escribimos porque el lenguaje nos empodera, nos ayuda a modelar y conseguir nuestros propósitos.
De ahí que el escritor británico haga girar buena parte de su ensayo alrededor de una sentencia digna de ser recitada como un mantra en cualquier lugar donde se intente enseñar o aprender algo:
(...) la dejadez de nuestro lenguaje hace más fácil que pensemos necedades.A tal fin, Orwell analiza 5 ejemplos representativos de la prosa política y universitaria de su época. Con paciencia y bisturí fino, muestra cuánta kilocaloría vacía y cuánta vanidosa pretenciosidad se esconden tras muchos discursos que se dan aires de elevados. Y esto último merece resaltarse —y copiarse—: Orwell ataca el lenguaje de quienes, en teoría, lo dominan, es decir, de quienes aportan su discurso a la plaza pública y tratan de formar opinión. Vamos, que ni se molesta en responsabilizar a los mineros de Wigan —a quienes conoció bien, y que seguro que hablaban un inglés incorrecto— de deterioro alguno.
Con eso claro, es más sencillo entender por qué Orwell encuentra que el terreno fértil para el pensamiento necio aparece cuando nos abandonamos a escribir o hablar a golpe de frases hechas, de metáforas y de símiles trillados, de extranjerismos tan innecesarios como esnobistas. O cuando encriptamos nuestro mensaje tras eufemismos que maquillan la realidad e impiden a los demás evocar imágenes mentales concretas. O cuando nuestro mayor propósito intelectual es armar un discurso alrededor de una serie de de palabras-envoltorio que están de moda... O peor aún: escribir párrafos y más párrafos de frases kilométricas, repletas de toda la pirotecnia verbal anterior, y que jamás consiguen mostrar una sola idea con nitidez.
Los vicios mentales a los que alude Orwell, por tanto, son los de la intelectualidad; son los de quienes tratan de hacer pasar como propio y elevado un pensamiento que, en realidad, muchas veces no procede de la reflexión propia y que, desprovisto del oropel con que lo adornan, tiene la misma profundidad que un charco. Sin embargo, quienes emiten ese pensamiento en voz alta, como atentos papagayos a la atmósfera dominante que son, lo hacen porque saben que algo hay que decir y consideran que decir eso que están diciendo —y de esa manera— les deja en buen lugar. Entre esa fauna están, por ejemplo, los adictos a sustituir un humilde pienso por el bombástico «en mi opinión no es un supuesto injustificable».
[ Continuará... ]
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La portada del libro está tomada de esta web, que repasa la bibliografía de George Orwell y lo he leído en español gracias a la generosidad de Joe Miró y Alberto Supelano, quienes han compartido su traducción públicamente en este enlace. El original en inglés puede consultarse en este otro sitio. Desconozco si alguna editorial española ha publicado este ensayo.
Actualización (05/10/15): A la 2.ª parte se accede por aquí.
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Actualización (05/10/15): A la 2.ª parte se accede por aquí.
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