19 de abril de 2015

El maestro en el erial, Gregorio Morán

En una hipotética clasificación sobre los 10 intelectuales españoles más ninguneados de todos los tiempos, casi seguro que Ortega y Gasset ocuparía el primer lugar. El perfil del autor de España invertebrada o La rebelión de las masas ofrece algunas aristas, bastante cortantes, a la hora de profesarle cierto cariño. Elitista, machista, homófobo y vendido a Franco suelen ser cuatro acusaciones habituales nada más citarlo entre quienes no sabemos gran cosa de filosofía pero hemos leído algún libro suyo.

Para muestra, un botón orteguiano, uno que deja claro que el filósofo no consiguió trascender a su época en todos los planos:
... es increíble que haya mentes lo bastante ciegas para admitir que pueda la mujer influir en la historia mediante el voto electoral y el grado de doctor universitario.
Y si hago caso de una futura doctora en Filosofía, conocida mía y muy solvente en lo suyo, diría que parte de su propio gremio estigmatiza a don José por una quinta razón: carece de sistema filosófico. Lo cual, según me hacen saber, lo deja en buen periodista y estupendo comunicador, pero mal filósofo. Es más: lo coloca por debajo de Miguel de Unamuno, su gran antagonista, o Xavier Zubiri, su triunfante discípulo bajo el yugo, las flechas y el mesianismo nacionalcatólico.

Lo dicho: citar a Ortega y Gasset, en ciertos círculos, implica quedar fatal. Y resulta raro porque, a la luz de El maestro en el erial, da la sensación de que él debería ser nuestro Borges del siglo XX, esto es, nuestro intelectual de referencia. Es más: una aduana —que diría Fogwill— ante la que pagar un peaje, un factor —que diría Alan Pauls— a la hora de entender el ADN intelectual de nuestro país, un pensador ante el cual medirse.

Sin embargo, Ortega probablemente solo competiría de tú a tú con Borges en la parte de los denuestos y de las burlas. Frente a un Borges enojado por verse parodiado por Fogwill en el cuento Help a él, Ortega podría ofrecer la desopilante novela Fabulosas narraciones contadas por historias, de Antonio Orejudo, o mencionar algún párrafo del divertido Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig. Sin embargo, a la hora de medir la capacidad de irradiación de ambos respecto de su propia cultura, Ortega queda muy por debajo del escritor argentino.

Además, Ortega viviría como urticante una situación paradójica: Borges escribió literatura y muchos lo toman por filósofo; sin embargo, él hizo filosofía y lo tomaron por literato:
Pensar que durante más de treinta años —se dice pronto— he tenido día a día que soportar en silencio, nunca interrumpido, que muchos pseudointelectuales de mi país descalificaran mi pensamiento, porque «no escribía más que metáforas» —decían ellos—. Esto les hacía triunfalmente sentenciar y proclamar que mis escritos no eran filosofía. ¡Y claro que afortunadamente no lo eran! si filosofía es algo que ellos son capaces de segregar...

Parece mentira que ante mis escritos —cuya importancia, aparte de esta cuestión reconozco que es escasa— nadie haya hecho la generosa observación que es, además irrefutable, de que en ellos no se trata de algo que se da como filosofía y resulta ser literatura, sino por el contrario, de algo que se da como literatura y resulta que es filosofía. Pero esas gentes que de nada entienden, menos que de nada entienden de elegancia, y no conciben que una vida y una obra pueden cuidar esta virtud.

Un catedrático en excedencia...

Gregorio Morán le ofrece al lector múltiples caras de Ortega y Gasset. Una de ellas es la solvencia y admiración intelectual que mereció el filósofo a sus coetáneos europeos y americanos. De hecho, contaba con el respeto y la complicidad de Martin Heiddeger, formaba parte del círculo de Victoria Ocampo y lo recibían incluso presidentes de Gobierno. Es más: sus colegas pensaban en él cuando montaban conferencias, seminarios y cursos donde tuvieran previsto invitar a gente como Karl Jaspers, Benedetto Croce, Carl Jung, Arnold Toynbee o Bertrand Russell. Por pedirle, hasta le pidieron hablar durante el bicentenario de Goethe, algo que lo colocaba a la altura, por ejemplo, de Thomas Mann, quien también participó.

Sin embargo, juraría que la mayoría de españoles deben tener la misma idea que yo sobre eso cuando salí del instituto: ninguna. En mi caso, a modo de descargo, solo puedo argumentar que ni los maristas ni los salesianos me contaron jamás que Ortega había sido una rock'roll star de la filosofía, un tipo al que te gustara o no había que leer. Mis profesores de lengua y literatura tampoco me lo pusieron como modelo a la hora de escribir (y a ciencia cierta que lo es).

Una conclusión que se desprende de El maestro en el erial es que en España mantenemos una complicada relación con lo intelectual. Quizá nos tirá más el manco y tuerto de Millán-Astray al grito de «¡Que mueran los intelectuales!» que otros mancos, como Cervantes o Valle-Inclán, por no hablar de gentes como Unamuno, Ortega o Azaña. Y a la vista que tuvo la recepción de este libro en su momento (1998), parece que somos poco dados a contextualizar y a establecer balances razonados de luces y sombras en plan anglosajón o alemán. Nos falta amplitud de miras.

De hecho, la otra conclusión que arroja este ensayo es que Ortega ha sido casi tan vapuleado por la izquierda como por la derecha. Para los primeros siempre será un obstáculo que coqueteara con Primo de Rivera, que renegase de la Segunda República, que sus hijos combatieran en el bando nacional o que deviniera en un conservador (en el sentido liberal, no en el de reaccionario). Los segundos jamás lo aceptarán como faro porque fue afín al socialismo durante un periodo, se erigió en promotor de la República y, en particular, porque fue radicalmente laico. De hecho, su fidelidad al laicismo fue la diana sobre la que dispararon más saetas los muy nacionalcatólicos del Opus Dei y, al final, hasta los de Falange.

El problema es que la biografía del propio Ortega tampoco ayuda mucho. Si bien, como explica Morán, todo el mundo lo recuerda como un fervoroso profesor preocupado por su alumnado, de una elocuencia oratoria simpar o con una grandísima habilidad para enseñar, también existe la contracara de ese prócer cultural. El dato más relevante que aporta la investigación de Morán es que Ortega trabajó a sueldo del régimen franquista.

Desde el verano de 1936, Ortega no volvió a ejercer jamás como catedrático en la Universidad de Madrid. Nunca se reincorporó —ni quiso ni le hubieran dejado— a su cátedra. Es más: su lugar lo ocupó otro profesor más afín al franquismo. Sin embargo, según consta «en la Dirección General de la Deuda y Clases Pasivas, expediente 325-54», Ortega siguió cobrando su sueldo como «catedrático en excedencia», y lo hizo «desde el 13 de febrero de 1941, y con las sucesivas subidas de sueldo reglamentarias de 1948 y 1951». De hecho, cuando se retiró, a los 70 años, se jubiló con «el 80 por ciento del sueldo máximo de catedrático».

He ahí, en palabras de Morán, el porqué del famoso «silencio de Ortega» desde que volvió a España en agosto de 1945: el régimen franquista lo había comprado. En su tercer y último viaje a Argentina (1939), Ortega se quedó sin dinero y debió aceptar todo tipo de encargos para sobrevivir; como dirían allá, estuvo en la lona. Probablemente, esa experiencia tan dura  para alguien que había volado antes tan alto, lo condicionó después y, como tanto otros, supeditó su raciovitalismo a su cuenta bancaria. Y es que a Ortega le gustaba vivir bien, no con apreturas.


Un país de sacristía

Lo otro que impacta del libro es la descripción cultural de la época. A semejanza de la primera biografía que le dedicó a Adolfo Suárez —la de 1979; la de 2009 aún no la he leído—, Gregorio Morán dibuja tan exhaustivamente el contexto en que Ortega desarrolló los últimos diez años de su vida que resulta complicado elegir los cinco datos más escabrosos a la hora de retratar la podredumbre intelectual de entonces. De todos modos, lo intento:

  1. El censor censurado. Es sabido que Camilo José Cela trabajaba como censor franquista y que colaboraba como columnista en Arriba o en El Español, el «semanario del franquismo más bronco y excluyente»; por tanto, nadie podía dudar de su alineamiento con el Régimen. Pues bien, su novela La colmena no obtuvo el plácet para publicarse aquí hasta 1963. De hecho, se publicó en 1950 en Argentina y el ínclito Gonzalo Torrente Ballester la reseñó en 1951 en Cuadernos Hispanoamericanos..., si bien nadie podía comprarla en España. En su reseña, Torrente Ballester escribió frases de gran calado, como esta: «Casi todo lo que hacen los personajes de La colmena es pecado».

  2. El retorno de Torquemada. Vale, a uno le puede parece alucinante que el Premio Nacional de Literatura de 1947 recayera en Carrero Blanco, quien escribió El Cristo de Lepanto. Ahora bien, más increíble aún es que el Opus, la Iglesia y el Régimen trataran de prohibir la lectura de Clarín o Unamuno. Incluso Torcuato Fernández de Miranda, entonces rector de la Universidad de Oviedo —y dos décadas más tarde arquitecto de la transición junto con Suárez y Juan Carlos de Borbón—, decía cosas como esta del autor de La regenta: «La obra de Clarín ha sido y es radicalmente disolvente de valores esenciales del modo de ser español..., [de] los valores católicos, del modo católico de entender la vida».

  3. La cultura como campo de batalla... medieval. Pocas veces las revistas culturales o políticas han sido un escenario tan propicio para tratar de conquistar poder real como cuando Laín Entralgo, el intelectual falangista de referencia, fue atacado por Calvo-Serer, un joven cachorro del Opus Dei. De un lado, estaban quienes consideraban que la revolución fascista estaba aún pendiente de hacer; del otro, los que pretendían una contrarrevolución teocrática. Y, entre unos y otros, la santísima trinidad: Dios, Franco y la Historia. El nivel intelectual era tal que Calvo-Serer llegó a usar como argumento de autoridad en un artículo el aval... del nuncio del papa. Como menciona Vargas Llosa en su reseña de este libro, España era «una sacristía».

  4. El arte literario como mercadotecnia. Gregorio Morán sostiene y argumenta que las etiquetas «Generación del 98» y «Generación del 27» fueron sendos inventos mercadotécnicos de los intelectuales franquistas. El primero fue obra de Laín Entralgo, quien se apoyó en Azorín y en la necesidad de añadirle épica y esplendor a la visión mítica que se quería dar de nuestro pasado. El segundo, de Dámaso Alonso, quien, según Morán, realizó un sibilino desplazamiento temporal: el 27 es aún la dictadura de Primo de Rivera y, si bien casi ningún poeta de esa generación había publicado algo relevante en esa fecha, la argucia le evitaba tener que etiquetarlos como «Generación de la República».

  5. La filosofía tonsurada. Huelga decir que nuestra representación filosófica en charlas, debates y demás saraos internacionales eran curas e intelectuales católicos vinculados a Falange y al Opus Dei. Y, por supuesto, ninguna mujer. La marca España por entonces era la tonsura, lo apostólico. Naturalmente, en filosofía se traducía toda clase de texto escolástico y deudor de Dios; sin embargo, una obra cumbre, como el Tractatus logico-philosophicus, de Wittgestein, debió esperar hasta 1957 (lo tradujo Tierno Galván, futuro alcalde socialista de Madrid). Eso sí, quizá lo más descacharrante sea esto otro: «La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, la misma que no se pronunció con ocasión de la solicitud del Premio Nobel [para Ortega], sí se sumó en pleno a unos ejercicios espirituales ¡por la conversión de José Ortega y Gasset!». Como en tiempos de la Inquisición, convertirse a la fe católica te salvaba de la hoguera (famosa y sonada fue, por ejemplo, la conversión del otrora catedrático republicano García Morente, sin ir más lejos).
     
En fin, con este erial a la vista, parecía complicado que un espíritu inquieto y cultivado como el de Ortega pudiera ejercer de filósofo, docente, orientador ni nada de nada. Además, Franco leía muy poco —le gustaban las novelas de Ricardo León, tengo entendido— y prefería mantener lejos a los intelectuales; él era más de alimentar su espíritu con Dios, el Ejército y el culto a sí mismo. Lo que nos cuentan las más de 500 páginas de este ensayo es que Ortega  regresó en agosto de 1945 a un país donde se gritaba a pleno pulmón aquello de que «Franco manda y España obedece»; regresó, sin saberlo, a una España donde ya no había sitio para un pensador laico, cosmopolita e independiente, por muy conservador que fuera.

No lo había.

Y esa es la gran imagen que nos deja El maestro en el erial: Ortega regresó a un país donde ni siquiera él tenía lugar.

Éramos algo así como la Corea del Norte de hoy, vaya.

Ortega se equivocó regresando. Erró en la lectura política del momento: creyó que la derrota de Alemania y la asfixiante autarquía económico-cultural obligarían al solitario régimen totalitario franquista a claudicar, y que este daría paso a un gobierno civil conservador. Razones no le faltaban para pensarlo; la situación era límite: España no podía ingresar en la ONU, había sido muy criticada en la Conferencia de Postdam, estaba políticamente aislada y rebosaba de miseria, hambre y frío. Aquello no daba para más, era insostenible.

Sin embargo, la Historia tenía guardados algunos ases en la manga y no sucedió lo que sugería la lógica. El trigo de Perón (1947) alimentó al país y rompió el aislamiento; el Congreso Internacional Eucarístico de Barcelona (1952) o el concordato con el Vaticano (1953) rubricaron ante el mundo el espíritu de cruzados religiosos de los españoles; y el exacerbado anticomunismo franquista terminó seduciendo a Estados Unidos en plena Guerra Fría, que a cambio de unas bases militares le permitió a Franco la foto de la victoria definitiva: la visita y el abrazo de Eisenhower en 1959.

Era difícil verlo, Ortega... Eso hay que reconocértelo. Muy difícil. En cualquier caso, te seguiremos leyendo.

*

PD 01. Recomiendo la reseña que escribió Vargas Llosa sobre este libro en 1998. Resulta muy instructivo leer a don Mario exonerar a Ortega por aceptar un sueldo del franquismo como eterno catedrático en excedencia y, a la vez, decir: «Los errores políticos de Ortega no fueron los de un cobarde ni los de un oportunista; a lo más, los de un ingenuo que se empeñó en encarnar una alternativa moderada, civil y reformista...». Se nota que a Vargas Llosa también le gusta vivir bien. 

PD 02. También resulta no menos instructivo el artículo que publicó Gregorio Morán para rebatir a quienes montaron en cólera tras la publicación de su libro: «Seis consideraciones sobre el maestro y el erial». Aquello debió ser lo más parecido a un debate cultural en España en mucho tiempo, uno de los pocos que ha debido haber...

PD 03. Ojalá que Morán, como dice, algún día se anime con la biografía de Antonio Machado.

PD 04. Actualización de mayo: agrego la entrevista que le hicieron a Gregorio Morán en Otra vuelta de Tuerka. Y ya que estoy, esta entrada que publiqué yo en su día sobre una charla donde habló sobre la Transición con Juan Carlos Monedero.

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