El otro día vi esta entrevista a Pablo Echenique, un rodante físico teórico con tanta capacidad para reírse de sí mismo que su atrofía muscular espinal la ha reconvertido y resumido en el castizo adjetivo cascao. Además, con un sentido del humor de lo más ácido, este científico titular del CSIC se declara admirador de Stephen Hawking a la par que sostiene que, si bien su colega estadounidense es muy bueno, él no lo elegiría para su top ten... Y, por si le faltaba algo a esa irreverencia sobre ruedas, hace algún tiempo se declaró fan «del enano de Juego de Tronos».
En la entrevista que he enlazado más arriba, mientras Echenique va charlando sobre su infancia gamberra en Rosario (Argentina), su llegada de adolescente a Zaragoza, por qué eligió ser físico o en qué momento se le despertó la vocación política, la conversación va acercándose hacia una cuestión insoslayable: el punto de vista de alguien que va en silla de ruedas. Hacia el minuto 17, Echenique, al hilo del título que un amigo —también cascao— y él le pusieron a un conocido blog, De retrones y hombres, reflexiona sobre el problema retórico de cómo hay que llamar a las personas como él:
En la discapacidad no es tanto el trato, no es tanto el tener cuidado en cómo referirse a las personas con discapacidad, sino la realidad material en la cual las personas con discapacidad viven. Si quieres, [eso sería] una visión más marxista de la discapacidad, y menos posmoderna. Y yo creo que es fundamental porque eso es lo que falta.
Y un poco más adelante, vuelve sobre ese mismo asunto y lo cierra así:
La gente, por lo menos en España, que es lo yo que conozco, tiende a ser muy amable con las personas con discapacidad, por lo menos con las que tenemos discapacidad física... Con la gente que tiene discapacidad mental es otro tema bastante más complejo y peliagudo. Pero lo que no está solventado es la realidad material; y creo que [ahí] es donde hay poner el énfasis, donde hay que poner energías, creo que es lo que hay que arreglar, mucho más que la palabra con la que nos referimos a este colectivo.
Su argumentación me hizo en pensar dos escritoras y un escritor. En primer lugar, en Toni Morrison, una señora negra y estadounidense que obtuvo el Premio Nobel y que en sus novelas a los negros... los llama negros. En segundo lugar, pensé en otra mujer: Chimanda Ngozi Adichie, una señora negra y nigeriana que publicó la divertida Americanah, donde dedica varios pasajes a los complejos estadounidenses —y que los africanos no tienen— a la hora de hablar sobre la raza. Y, en último lugar, me acordé del paliducho David Foster Wallace, quien, en su desopilante ensayo «La autoridad y el
inglés americano», incluido en Hablemos de langostas (DeBolsillo, 2007), empieza escribiendo una reseña sobre un diccionario y termina hablando, como suele pasarle, de montones de cosas, entre ellas de su experiencia como profesor universitario con el Inglés Políticamente Correcto (IPC).
Por abreviar, me quedo con Wallace, quien tiene una aproximación política al asunto que me parece en sintonía con la de Pablo Echenique:
Si yo, por ejemplo, fuera un conservador político que se opusiera al uso de los impuestos como medio para redistribuir la riqueza nacional, me encantaría ver cómo los progresistas políticamente correctos gastan su tiempo y su energía discutiendo sobre si a una persona pobre hay que llamarla «de ingresos bajos», «económicamente desaventajada» o «pre-próspera» en lugar de construir argumentos públicos eficaces a favor de leyes redistributivas o de elevar los márgenes de las tasas fiscales.
(Por no mencionar el hecho de que los códigos estrictos del eufemismo igualitarista sirven para ocultar la clase de discurso doloroso, feo y a veces ofensivo que en una democracia pluralista llevaría a un cambio político verdadero y no a un simple cambio político simbólico. En otras palabras, el IPC actúa como forma censura y siempre está al servicio del estado de las cosas).
En términos prácticos, yo dudo mucho de que un tipo que tiene cuatro niños pequeños y gana doce mil dólares al año se sienta más beneficiado o menos maltratado por una sociedad que se refiere cuidadosamente a él como alguien «económicamente desaventajado» en lugar de como alguien «pobre». De hecho, si yo fuera él, probablemente el término en IPC me resultaría insultante: no solo porque sea paternalista (que lo es), sino porque es hipócrita e interesado de una forma para la cual la gente a quien se suele tratar de forma paternalista suele tener unas antenas subliminales bastante buenas. La hipocresía básica de usos como «económicamente desaventajado» o «con capacidades distintas» consiste en que el IPC promueve la creencia en que los beneficiarios de la compasión y la generosidad son los pobres y la gente que va en silla de ruedas, lo cual nuevamente omite algo que todo el mundo sabe pero que nadie, salvo el siniestro anunciante de las cintas de vocabulario, menciona jamás: que una parte de la motivación de cualquier hablante a la hora de usar cierto vocabulario es siempre el deseo de comunicar cosas sobre sí mismo.
O, en otras palabras, como dice DFW en una nota al pie en su ensayo: una cosa es la cortesía y otra, la justicia.
Y aquí de lo que se trata, sobre todo, es de hacer justicia. Es decir: no se trata de faltarle al respeto a nadie, sino de que los eufemismos no se conviertan en la típica concesión que te hacen en cualquier negociación con tal de mostrarte una actitud amigable y, a la vez, evitar ceder en lo esencial, en lo estructural. Vamos, el clásico (de los clásicos): hacer como que algo cambia para que, al final, nada cambie. De ahí que DFW nos advierta contra quienes, de una manera muy orwelliana, colocan «los eufemismos de la igualdad social en el lugar de la igualdad social en sí».
Por eso, me gusta lo que dice Echenique. Las victorias que transforman una sociedad en profundidad no están en las palabras —aunque alguna victoria podamos conseguir a través de ellas— ni en los triunfos morales, sino que están en los presupuestos, en ejercer el poder real. Una victoria sería, por ejemplo, dejar de ser la maldita Nación Rotonda y convertirnos en la Nación Accesible porque nuestros edificios, aceras o bocas de metro son amigables para personas mayores, cascaos y demás tropa damnificada por toda clase de obstáculos arquitectónicos. Quizá así consiguiéramos que la tan traída y llevada Marca España incluyera también el llamado «turismo accesible».
Y aquí de lo que se trata, sobre todo, es de hacer justicia. Es decir: no se trata de faltarle al respeto a nadie, sino de que los eufemismos no se conviertan en la típica concesión que te hacen en cualquier negociación con tal de mostrarte una actitud amigable y, a la vez, evitar ceder en lo esencial, en lo estructural. Vamos, el clásico (de los clásicos): hacer como que algo cambia para que, al final, nada cambie. De ahí que DFW nos advierta contra quienes, de una manera muy orwelliana, colocan «los eufemismos de la igualdad social en el lugar de la igualdad social en sí».
Por eso, me gusta lo que dice Echenique. Las victorias que transforman una sociedad en profundidad no están en las palabras —aunque alguna victoria podamos conseguir a través de ellas— ni en los triunfos morales, sino que están en los presupuestos, en ejercer el poder real. Una victoria sería, por ejemplo, dejar de ser la maldita Nación Rotonda y convertirnos en la Nación Accesible porque nuestros edificios, aceras o bocas de metro son amigables para personas mayores, cascaos y demás tropa damnificada por toda clase de obstáculos arquitectónicos. Quizá así consiguiéramos que la tan traída y llevada Marca España incluyera también el llamado «turismo accesible».
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PD 01. Más David Foster Wallace en este blog, en estos dos enlaces: Todas las historias de amor son de fantasmas y Algo supuestamente divertido. Ah, y en esta reseña sobre un libro de Leila Guerriero salvé también algunos pasajes de otro ensayo de Hablemos de langostas.
PD 02. En este enlace hay algunos artículos más de Pablo Echenique.
PD 02. En este enlace hay algunos artículos más de Pablo Echenique.
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