21 de diciembre de 2008

Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera.

La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento. Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. "El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov: "Y súbitamente todo empezó a aclarársele". Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo esquivar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aun a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en la New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas –Barthelme, por ejemplo– no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque, si el escritor se desprende de su sensibilidad, no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Nabokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: «Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde». Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabras y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó «especificación endeble» a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. «Lo haría mejor si tuviera más tiempo», dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe adónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente adónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la «piadosa gente del pueblo», para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor. Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: «Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono». Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla. Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo", otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

*

La vida de mi padre y otros ensayos, Raymond Carver
http://www.librosycine.com

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6 comentarios:

  1. Eso que decía Isak Dinesen me recuerda al dicho budista "No fear, no anxiety, no hope". Suena desmoralizador, a primera vista, pues nos han enseñado que la esperanza es lo último que se pierde, pero hay que entenderlo en el sentido de "expectativa". Yo diría que hay que confiar pero no esperar ;)

    De vuelta en Francia, de vuela en la blogósfera.
    Saludos, f

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  2. Bueno, acuérdate que García Márquez decía que hay que creerse Cervantes mientras uno escribe... Es decir, quizá el asunto tenga que ver con los temperamentos. Estadounidenses, escandinavos, latinoamericanos o españoles no miramos la vida (y por ello la literatura) siempre con ojos coincidentes. Cada cual ha de ver qué comparte y qué no con cada quien.

    En cualquier caso, de acuerdo contigo. Como canta Daniel Drexler, "la esperanza es el futuro"; así que, por muy en plan Emil Cioran que nos pongamos, no está de más tener tantito de esperanza en la vida (más que nada porque tenemos cosas que hacer de aquí a unos años, yo al menos). Mejor hablar de expectativas, como dices tú, como hace Carver más adelante, cuando habla de los cuentistas que se apuran en terminar sus textos porque necesitan el dinero.

    Bienvenida al viejo continente, compañera.

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  3. Rubén:

    Me gustó mucho esta reflexión.
    "Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta.
    Me emocionó mucho esa referencia a ese cuento de Flannery O'Connor, que me parece uno de los mejores cuentos que leí en mi vida. Nunca más me olvido del robo de la pierna de madera.
    Y celebro que escribir sea algo que provoque entusiasmo, euforia.
    También recuerdo unas palabras de Elmore Leonard en un decálogo personal sobre escritura... Decía algo así como que, al momento de leer lo que uno había escrito, si se percibía algo que pareciera escritura, había que reescribirlo en seguida.
    Un abrazo.

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  4. Qué bueno que estas palabras de Carver estén dando para la conversación. Ya me parecía a mí que este libro, y en concreto este pasaje, contiene buenos detonadores para charlar sobre cómo escribe cada cual.

    Tu mensaje me llevó directamente a pensar en algo que leí hace no mucho en "Conversaciones con Mario Levrero", de Pablo Silva. Allí Levrero hablaba de algo parecido a lo tuyo con Flannery O'Connor: charlaba de las imágenes que recordaba de los cuentos de Felisberto Hernández. Y más o menos daba a entender lo mismo que tú: 'ay, esa imagen de la que no me olvido...'. Quiero decir: quizá esa sea una manera de medir cuán buen escritor es uno, en función de con qué nitidez fija imágenes en la memoria de sus lectores y los hace caminar por la vida evocándolas.

    A mí me gustan muchos detalles de este fragmento de Carver. Por ejemplo cuando dice esto: "Aun a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores". Juraría que hay muchos escritores que lo olvidan, esto es, que me hacen bostezar.

    Cuando le preguntaban a García Márquez sobre su método de escritura, contestaba algo parecido. Más o menos decía que él trataba de adivinar dónde se iba a aburrir el lector e intentaba hacer algo para que eso no pasase... Parece naïf; pero cada vez estoy más convencido de que la escritura consiste, entre otras cosas, en eso.

    Un abrazo.

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  5. "La buena gente del campo", tal es el título del cuento de O'Connor en cuestión. Como ves, me había olvidado del título, pero no de la imagen y de los sucesos que la rodeaban.
    En cuanto a lo de Levrero sobre Felisberto, no me acuerdo ahora del ejemplo que le pone a Pablo Silva en el libro "Conversaciones...", pero sí leí en otra entrevista a Levrero la fascinación que sintió siempre por la imagen de las solteronas que tomaban mate introduciendo la bombilla a través de un agujerito en el tul que les cubría rostro, en "Por los tiempos de Clemente Colling". De todos modos, y personalmente, creo que a veces los escritores corren riesgos en el uso o el planteamiento de imágenes (por muy buenas que sean) per se, sin la estructura que le dé coherencia en un conjunto mayor. Creo que esa sería la diferencia entre lo pintoresco y lo auténtico, que algunos le llaman, o entre lo meramente ingenioso y lo, directamente, genial. Felisberto era un genio.
    Un abrazo.

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  6. Me hubiera encantado responderte ahora, Damián, con la cita exacta de Levrero; pero el libro está en Madrid y yo, en Campello (Alicante); y mi memoria está algo disminuida por el trasiego de vino y comida de estos días. Si procede, más adelante repararé esta laguna mental. En cualquier caso, la imagen que rescatas tú es perfecta y, entre esa y la de Flannery O’Connor, queda más que claro el asunto.

    En cuanto a lo otro, a la diferencia entre pintoresquismo y arte, pues totalmente de acuerdo. Una cosa es representar la realidad, fotografiarla con más o menos pericia, escribir postales que sólo muestran la superficie que cualquiera vemos, en definitiva, combinar con gracia la información que sale en los periódicos o en la tele; y otra, muy otra, es armar toda una estructura forjada en escritura para alumbrar una imagen interior capaz, primero de sorprender a uno mismo, y luego de movilizar los sentimientos de quien la lea y hasta de provocar algún cambio en cómo ese lector percibe y construye la realidad. Lo primero está al alcance de cualquiera, lo segundo no.

    Por cierto, nombraste la pierna del cuento de O’Connor, y a continuación yo vi al capitán Ahab —otro rengo literario— encadenado por su arpón a Moby Dick. Lo que en otro podría ser pintoresco o efectista, en Melville es conmovedor; ese momento de naufragio es sólo la culminación de la historia de un hombre que en algún momento de la novela dijo: «Si el barco pierde aceite... ¡Que se pierda! También yo soy pura pérdida». Como dirían los alquimistas: hay quienes logran transmutar en oro el plomo interior y quienes no. Melville y O’Connor parecen pertenecer a la estirpe de los que sí.

    Asunto Felisberto... Uf, yo todavía no estoy en condiciones de calificarlo como «genio». Hace tiempo le entré un par de veces y no logré sintonizar del todo con su estética. Más adelante, ahora que pasé por gran parte de Levrero, quizá logre encontrarle mejor el punto. Aun así recuerdo —veo— la imagen de un chico que lloraba para vender ropa interior femenina y la de alguien que se tumbaba en un comedor a mirar unas lucecitas o algo así. Lo cual no deja de ser interesante: hay muchísimos escritores que me gustaron en su día y de los que no recuerdo nada. Y, sin embargo, Felisberto Hernández me hace preguntarme: ¿por qué carajo conservo yo esas imágenes en la cabeza?

    Un abrazo.

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